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Sinopsis

Maravillas Asparren, la protagonista de esta singular historia, se adentra en los retorcidos laberintos de su memoria para recuperar su infancia perdida y llevarnos de la mano a través de un mundo misterioso, tan inverosímil como cierto. Circunstancias extraordinarias y desconcertantes, acontecimientos inexplicables que conforman la geografía humana de la inquietante saga familiar de LOS HIJOS DE AMETS.

Apariciones, ensoñaciones y tradiciones ancestrales del Valle de Beriain, en lo más profundo de la barranca navarra, se entremezclan hasta conformar un universo único que la autora ya anticipó en El Señor de las Maravillas.

En Yo fui la elegida nos permite conocer la deriva de unos personajes que se mueven entre el realismo mágico, el relato gótico y la novela de aventuras, cuya historia parece no tener fin.

Yo fui la elegida. LOS HIJOS DE AMETS

A Jorge Oteiza.

Cuando Luzbel cayó del cielo,

cubrió la tierra con su simiente.

NOTA: Cecilio Asparren, el padre de mi abuelo Graciano, a quien llamaban el Moro, levantó la casa de Amets, por eso es el punto de partida de esta historia. Una historia real plagada de hechos tan increíbles como ciertos. Tan ciertos como otros, que, siendo aún más extraños, jamás revelaré.

Hace casi seis meses que no sé nada de mi abuela Úrsula. Y, sin embargo, en todo este tiempo no he dejado de soñar con muertos. Con mi abuelo Graciano, con mi padre, con mi madre, con mis tíos Bibiano y Maravillas y hasta con Anselma, la partera de Izarra. He soñado con todos, excepto con mi abuela. Y a ella no se lo perdono. Porque no solo no se me aparece, sino que me envía mensajes equívocos utilizando cualquier medio para manifestarse. Por ejemplo, cuando aparto la mirada de un objeto para fijar la vista en otro, continúo viendo un rastro, una huella, una sombra del anterior, que se desplaza a mi espalda lento y silencioso. Sé perfectamente que es ella. No puede engañarme. También sé que es ella cuando aparecen reflejos extraños en los espejos. Es una táctica que emplea a menudo y en la que se regodea, pero yo en ningún caso le sigo el juego, la trato de igual a igual. Que no piense que porque está muerta es más poderosa que yo.

Siempre estuve bien aleccionada por Maritxu Guller, la Bruja de Ulía, y no solo respecto al tema de los espejos, sino a tantos conocimientos y experiencias que compartí con ella. Por eso estaba decidida a revelarle mi propósito de escribir la historia de mis ancestros. Necesitaba su opinión y su consejo. Llevaba demasiado tiempo intentando convencerme a mí misma, además de a otros familiares, con mi primo Marcos a la cabeza, que se trataba de un proyecto lícito, incluso loable, pero había algo en lo más profundo de mi mente que también rechazaba la idea. ¿Tal vez el temor de importunar a los muertos?

Recuerdo aquella tarde de una manera muy especial. Maritxu me recibió eufórica y comunicativa, sin embargo, no me llevó, como en otras ocasiones, a la mesita junto a la ventana orientada al paseo de Jai Alai. Nada me hizo sospechar entonces la experiencia que estaba a punto de vivir.

–¿A qué no sabes qué día es hoy? –preguntó deteniéndose en el dintel de la puerta.

–No –respondí sorprendida.

–Santa Rita, abogada de los imposibles.

–¡Qué curioso! –dije por compromiso.

–Sus divisas son las rosas y un estigma sobre la frente en forma de cruz. Era una mujer muy segura de sí misma y muy inteligente. No creas que los santos son blandos y débiles, al contrario, para ser mártir hay que tener las ideas muy claras –después se colgó de mi brazo, había algo que quería enseñarme.

–Pero ahora tenemos un tema más urgente que tratar. Ya veo que sigues con tus miedos.

Nos sentamos en la mesa del comedor.

–Escucha lo que te voy a decir: A los muertos nunca les demuestres ni tu miedo ni tu inseguridad –repitió con aquel énfasis que imprimía a sus palabras–. Los muertos son como los vivos, necesitan conocer tus puntos débiles.

–O sea, que somos igual de cabrones vivos que muertos.

Intentó disimular una carcajada, pero le delató la extraordinaria viveza de sus ojos.

–¡Calla! No digas palabrotas –después se giró hacia un espejo que había al fondo–. Mira ¿ves aquellos reflejos en la parte superior derecha?

Intenté aguzar la vista. Sí, era un punto de luz que, de pronto sin motivo aparente, se desintegraba en infinitos y diminutos rayos dorados.

–Creo que sí –me levanté y fui hacia el espejo para señalar su posición y demostrar que yo también era capaz de advertir aquel extraño fenómeno.

–No hace falta que me indiques donde está.

Asentí avergonzada comprendiendo lo que quería decirme.

–No hace falta porque tú sabrías si te estoy mintiendo ¿verdad?

–Sí, claro que lo sabría –respondió con su habitual sonrisa maliciosa–. Aquí no valen las mentiras. O ves o no ves. Y yo sé perfectamente que tú ves sin que tengas necesidad de decírmelo.

Volví a ocupar mi asiento frente a ella.

–¿Qué es ese punto de luz, Maritxu?

–Es el espíritu de un muerto. A ellos les gustan mucho los espejos y los cristales de las ventanas, como a las moscas –añadió sin perder un ápice de su elegante compostura.

No me sorprendió su comentario. A mí también me repugnan los insectos.

–¿Un muerto? ¿Quién? ¿Algún familiar?

Pero se cruzó de brazos para cerrar el tema.

–Yo sé quién es, pero vamos a dejarlo ahí. Es verdad que normalmente son familiares. Los muertos se quedan en el lugar donde han vivido... –movió la cabeza con una mueca de fastidio–. Aunque a veces van buscando acomodo donde más les interesa. De fuera vendrán que de casa te echarán –sentenció esta vez con una abierta carcajada.

–Precisamente de eso quería hablarte, Maritxu.

–¿Ah sí? –sonrió de nuevo como si mi comentario le sorprendiera.

–Sí, necesito que me des tu opinión. Sabes que me cuesta mucho creer, pero es fascinante lo que aprendo contigo –añadí protocolaria.

Pero a Maritxu no le interesaban los protocolos ni los halagos. Cruzó las manos sobre el regazo y se recostó en el asiento.

–Te escucho –dijo entrecerrando los ojos.

Era un momento delicado. Me sabía observada por alguien que intuía mis respuestas de antemano.

–Por fin he decidido escribir la historia de mi familia –dije sosteniendo su mirada–. Aunque no sé si debo decir la historia de mi familia, o en realidad solo es una excusa para escribir mi propia historia. Necesito recordar todo lo que he olvidado. Mi archivo de infancia está completamente en blanco.

–Lo sé, lo sé –repitió antes de añadir–. Tu historia y la de tu familia están unidas. Y más en tu caso, eres la principal depositaria de su legado y eso es una responsabilidad. Supongo que alguien te ha autorizado a que lo hagas.

No lo comprendí de inmediato. ¿Quién podía darme ese permiso?

–¿Te refieres a un familiar vivo o muerto?

–Muerto, naturalmente –respondió sin vacilar–. Los vivos no nos importan ahora. No estamos hablando de ellos.

Me sobrepuse con rapidez. Al fin y al cabo, los difuntos eran protagonistas habituales de nuestras conversaciones.

–Bueno, ya sabes que sueño con ellos a menudo –me detuve sopesando qué debía añadir.

–¿Con tu abuela Úrsula, también? –preguntó con gesto inocente.

Una vez más fue a dar directamente en la diana. Maritxu conocía todos los detalles del mensaje que recibí de mi abuela. Lo había dejado claro en todas sus apariciones. “La protegida ha nacido en mi rama”, había dicho. La “protegida” era yo. Y siendo yo una rama de su árbol genealógico estaba destinada a salvarlo metafísicamente. Un destino demencial que, sin embargo, había terminado por comprender y aceptar.

–No, precisamente con mi abuela, no. Que es lo más extraño de todo.

Maritxu miró hacia el balcón como si pudiese observar a través de las cortinas el movimiento de la calle.

–De todas formas, tienes que estar muy segura de lo que vas a hacer... de lo contrario, no lo hagas –después se volvió–. Debes pedirle permiso a ella.

Sentí un ligero estremecimiento. Una cosa es hablar de muertos, y otra muy distinta hablar con ellos.

–Pero Maritxu, es que no viene, yo le llamo, pero no aparece. No entiendo que me reconozca como “la elegida” y luego me deje colgada. Necesito que me explique, que me asesore, que me dé instrucciones de lo que debo o lo que no debo hacer.

Respiró hondo, ya tenía preparado su diagnóstico.

–Entonces quizás debas plantearte aparcar el tema de momento.

Sabía que era muy sutil, pero no esperaba esa respuesta, no podía disimular mi contrariedad.

–Es que mañana mismo tengo una cita con...

No pude terminar la frase.

–Ella aparecerá –dijo.

Me quedé en silencio, pensativa. Maritxu movió la cabeza con cierto disgusto.

–Sé que no vas a hacerme caso. Pero ten cuidado. Tienes que estar siempre preparada para dejarlo todo.

No pude evitar un sobresalto.

–¿Qué es dejarlo todo?

Afortunadamente apareció su sonrisa.

–No seas dramática. Quiero decir abandonar el proyecto en el momento que las cosas se pongan mal.

Aquello tampoco era muy tranquilizador.

–¿Pero tú crees que se pueden poner mal?

Asintió moviendo la cabeza enérgicamente.

–Es posible –dijo– tienes que estar preparada.

Llegado ese punto me sentía totalmente desbordada por la situación.

–¡Por favor, Maritxu! Dime algo más concreto.

Apretó los labios con un gesto indiferente.

–No, no tengo nada que decirte. Ya lo descubrirás tú misma. Quizás es la experiencia que debas vivir.

Respiré algo aliviada. Era un resquicio, una salida de emergencia que me permitía continuar con un proyecto que llevaba tanto tiempo madurando. No respondí de inmediato, por eso ella continuó.

–¿Cuál es tu cita de mañana?

Agradecí su pregunta. Creí que era su manera de dar por terminada una secuencia tensa y poco agradable. Pero me equivocaba.

–Con Demetrio Araquistain, un fraile dominico que tiene en su poder un documento que relata la vida del padre de mi abuelo en Filipinas.

–¡Ah! ¿Un fraile?

–Sí. Me espera en Aránzazu. ¿Te extraña?

–¿Qué documento? ¿Un diario?

–Sí, algo así. A mi bisabuelo Cecilio Asparren le llamaban el Moro, vivió una experiencia horrible con una niña prostituta.

–Sí, una niña asesina. Recuerdo que me lo contaste –sacudió la cabeza–. Terrible –añadió–. Son historias que no ocurren por azar.

–¿Y qué tengo yo que ver con todo eso?

Maritxu se levantó y caminó hasta el centro de la habitación. No iba a responder a mi pregunta.

–Mira, acércate. Quería enseñarte ese espejo. Pero sobre todo recuerda lo que te voy a decir –me tomó de la mano. El tacto de su piel era suave y deslizante–. Los muertos no vienen porque tú les llames. Si tu abuela tiene que venir, vendrá. No les tengas miedo, o al menos no se lo muestres. Ellos no son “más” que tú porque estén muertos.

–Creo que lo entiendo. Por lo menos he aceptado que los espíritus existen, que se manifiestan, que pueden volver y avisarnos del futuro que nos espera...

Me observaba con una cierta impaciencia, como si esperase algo más de mí.

–Así es, aunque ya te ha costado creerlo.

–Sí –respondí cabizbaja– ¿puedo contarte algo muy raro que me ocurre a menudo?

Como otras veces, hizo revolotear sus manos en el aire.

–Claro que sí, a ver con qué me sorprendes esta vez.

No era necesario, pero le miré directamente a los ojos para que no dudara de mis palabras.

–Precisamente tiene que ver con los espejos. Qué casualidad que me hayas mostrado el tuyo.

–Las casualidades no existen.

–Tienes razón. Verás... No sé exactamente desde cuándo, pero muchas veces al mirarme en el espejo, se proyecta a mi lado el reflejo desvaído, no nítido –precisé– de una niña. Es una niña pequeña de unos tres o cuatro años, me observa en silencio y se queda pegada a mí. Entonces cierro los ojos y le digo: “¡Vete, vete!”. A los pocos segundos se va sin decir nada... desaparece.

Maritxu suspiró.

–No tienes que decirle que se vaya. Al contrario, debes consolarla... Es una proyección mental de tu psique. Esa niña eres tú misma de pequeña –volvió a hacer revolotear sus manos–. Hay muchos recuerdos y vivencias de tu infancia que necesitas asumir y recuperar. De eso es de lo que tendrías que escribir. Esa memoria del pasado que tu cerebro rechaza, es una fisura que “los aparecidos” utilizan para corporeizarse. No solo los que tú esperas o deseas, sino los indeseados también.

Me sentí humillada.

–Estoy preparada, Maritxu. No creas que les tengo miedo... digamos que solo respeto.

Me miró como si penetrara en mi mente.

–¿Estás segura?

Era una pregunta inquietante, pero mantuve su mirada. Solo existía una posible respuesta.

–Sí –dije sin darme tiempo a reflexionar.

Caminó unos pasos con una sonrisa en la comisura de los labios.

–Muy bien. Quiero enseñarte algo.

Sabía perfectamente que iba a ponerme una prueba, tal vez difícil de superar...

–¿Voy contigo?

Asintió indicándome con un gesto.

La seguí en silencio hasta la pequeña salita junto a la entrada donde ella recibía habitualmente.

–¿Has visto el nuevo tarot que me ha hecho Fournier? –dijo para diluir la tensión que flotaba en el aire.

–No, no lo he visto.

Me tendió un mazo de cartas con su firma grabada en el envés. Apenas me dejó ver las figuras que aparecían entre sus dedos.

–¿Qué hermoso, verdad? Luego te regalo uno. Pero ahora tenemos algo más importante que hacer.

Respiré hondo.

–Muchas gracias, Maritxu –dije sin imaginar el extraño episodio al que estaba a punto de enfrentarme.

–Siéntate –dijo señalando el confortable rincón orientado al paseo de Jai Alai–. Ahora vengo...

Obedecí sin pronunciar palabra, dejándola hacer. Salió de la habitación y enseguida volvió con un grueso tomo entre las manos.

–Mira, son ejemplares de la revista Blanco y Negro encuadernados cronológicamente desde... –pasó las páginas con rapidez...– mil ochocientos noventa y dos. ¿No has oído nunca hablar de esta revista?

–No, la verdad.

–Muy famosa y muy importante en su época. La primera revista ilustrada a color y en papel couché que se publicó en España. Noticias políticas, sociales, culturales y otro tipo de fenómenos que ocurrieron en aquella época.

–¿Qué tipo de fenómenos?

No respondió, pero de pronto se detuvo en una página marcada con una carta de su nuevo tarot.

–Fíjate, he elegido “la sacerdotisa” para señalar lo que quería enseñarte. La situó frente a mí para que pudiera observarla con detalle.

La imagen que tenía ante mis ojos ocupaba media página. Comprobé con asombro que se trataba de la vista general de un cementerio. En primer plano, algo difusa y neblinosa, aparecía una figura humana emergiendo de las profundidades de una tumba. Era una monja con hábito blanco y toca negra de la que pendía un velo que le cubría el rostro. Su mano pequeña de perfiles redondeados sujetando el velo, era la de una mujer muy joven, casi una niña.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo desde los pies hasta la cabeza.

–¿Quién es? –pregunté desconcertada.

–Es Regina de la Cruz. Murió de un infarto cuando velaba el cadáver de una monja anciana que acababa de fallecer.

–No entiendo.

–Murió de miedo –precisó Maritxu impasible.

–¿De miedo?

–Sí, de miedo –repitió mecánicamente–. Aún existe la costumbre en muchos conventos. Cuando muere una de las religiosas, obligan a la novicia más joven a velar su cadáver encerrada a solas con la difunta en una habitación... No puede salir en toda la noche. Imagínate –añadió–. Iluminada con cirios y sin perder de vista a la muerta ni un instante.

Mi expresión debía ser desoladora.

–¿Pero por qué?

–Para que pierda el miedo a los difuntos, sencillamente –abrió los brazos en el vacío. O te da un infarto... o te curas para siempre.

–¿Y Regina...?

–No pasó la prueba... Nadie sabe lo que verdaderamente ocurrió en aquel velatorio.

–¿Pero la fotografía no es real... supongo?

–Todo lo contrario. Es real y auténtica. Está tomada en el cementerio de la Almudena de Madrid. Hay varios testimonios de expertos que lo atestiguan. Yo tenía mucho interés en este caso. Pedí ayuda al padre Arriola, un jesuita experto en temas esotéricos y colaboró conmigo en la investigación. Hay informes y conclusiones muy interesantes.

–Yo diría muy espeluznantes... ¿Quieres decir que esta mujer se aparecía a cualquiera y se la podía ver? ¿En alguna fecha concreta? ¿Cuándo ocurría esto?

–Según Cosme Luján, un trabajador del cementerio que fue el primero que observó el fenómeno y lo siguió durante mucho tiempo, al principio ocurría de una manera imprecisa y aleatoria.

–¿Al principio? ¿O sea que hubo un después?

–Sí, sí, por supuesto. Regina se mostró durante muchos días. Se la podía ver salir de la tumba y caminar despacio con paso vacilante alrededor del panteón, sujetando siempre con fuerza el velo para ocultar su rostro. Asegura Cosme Luján que jamás llegó a ver sus facciones.

–¿Y por qué...? –me interrumpí sin saber a ciencia cierta qué deseaba preguntar.

Maritxu prosiguió.

–Como aquello tenía tintes de convertirse en un circo, la curia de Madrid decidió que debían exhumar el cadáver y quemar sus restos. Cuando dejaron la tumba vacía, ya no volvió a aparecer.

–¡Pero eso es increíble! ¿Qué personas la vieron?

–Reporteros de la revista, algún psiquiatra, sacerdotes de la propia curia... y el capellán del convento que fue quien manifestó a la policía que la monja anciana que velaba aquella noche la hermana Regina, se había movido dentro del ataúd. Lo que con toda probabilidad pudo ser la causa del impacto psicológico y el infarto posterior que sufrió y le causó la muerte.

–¿Cómo que se movió la difunta? –pregunté incrédula.

Maritxu permanecía de pie a mi lado. Chascó la lengua con una cierta impaciencia, como si aquella pregunta fuera una obviedad.

–Claro, los muertos se pueden mover durante las primeras horas. Son movimientos compulsivos residuales del sistema nervioso... El error de las monjas fue no hacérselo saber a la pobre Regina, que no tenía ninguna experiencia. Cuando entró en el convento no había cumplido aún los diecisiete años, era casi una niña.

–¿Y por qué supo el capellán que la muerta se había movido?

Maritxu cerró el libro de pronto.

–No es eso lo más extraño de todo, sino la postura que adoptó el cadáver.

Nos miramos en silencio. A través de sus ojos podía captar las dudas y suspicacias que aquel hecho le producía.

–¿Por qué te parece extraño? –insistí–. ¿Qué es lo que piensas o lo que crees?

–No estoy segura. Al parecer el capellán del convento dio la extremaunción a la anciana antes de morir. Y según su relato recuerda no solo cómo quedó colocada en el ataúd, sino hasta la expresión de su rostro.

Estaba comenzando a sentir un extraño desasosiego.

–¿En qué postura la encontró? –pregunté con un hilo de voz.

Maritxu apretó el libro contra su pecho como si deseara protegerse con él.

–Casi sentada, doblada sobre sí misma. Como si se hubiera incorporado de pronto.

Me tapé la boca mientras intentaba contener un grito de terror.

–¡Qué espanto! ¡No quiero ni imaginarme el momento! ¡No me extraña que a Regina le diera un infarto!

Maritxu cabeceó pensativa.

–Regina apareció muerta junto a la puerta con el brazo extendido hacia el manillar, como si intentara alcanzarlo desesperadamente. Ella misma debió arrancarse el velo y la toca. Aún no había jurado los votos. Cuando la encontraron el pelo largo y suelto le llegaba casi hasta la cintura.

–Estoy horrorizada, Maritxu.

Caminó hacia la ventana, no parecía escucharme.

–Pero resulta bastante inverosímil –dijo pensativa–. Nunca se han oído casos de movimientos tan violentos en un difunto.

Aparté las manos de la cara.

–¿Entonces? ¿Quieres decir que sospechas que el capellán mintió? ¿Nadie más que él pudo ver a la anciana muerta?

–No se sabe. Solo consta su declaración. Y al parecer según sus propias palabras, le conmovió tanto verla en el ataúd en aquella extraña postura, que lo primero que hizo fue volver a colocarla en su posición original.

–¿Pero por qué iba a mentir el capellán? –exclamé en el colmo de la extrañeza, aventurándome ya por los cenagosos senderos de mi imaginación.

Maritxu respiró hondo, dejó el libro sobre una repisa y cabeceó pensativa.

–Eso es lo que yo me pregunto desde hace mucho tiempo. ¿Qué ocurriría realmente en aquella habitación para que el alma de Regina no pudiera descansar en paz? ¿Qué quería revelarnos en sus apariciones?

–¿Crees que tiene algún sentido que llevara siempre el rostro cubierto con el velo?

–Sí –asintió–. Ocultar el rostro no solo significa ocultar la identidad, sino también la verdad... o incluso la vergüenza de una ignominia, o de un pecado...

Estaba a punto de confiarme sus conjeturas, pero de pronto movió las manos enérgicamente.

–¡Vamos a dejarlo! No podemos resolverlo ni tú ni yo... Solo intentaba decirte que el miedo siempre es una carga inútil, que hasta puede llegar a costar la vida.

En aquel momento creí intuir que Maritxu al compartir aquella experiencia, esperaba algo de mí.

–¿Pero tú no crees que ella muriera de miedo... verdad?

Apretó los labios moviendo la cabeza de un lado a otro.

–No, no lo creo.

–¿Y me lo has contado porque esperabas que yo pudiera serte útil?

Sonrió abiertamente.

–Sí, sabes que confío en ti. “Casualmente” –añadió con un tonillo capcioso–. He señalado la página del Blanco y Negro con la carta de “la sacerdotisa” de mi tarot. En este caso, tú eres la joven sacerdotisa –suspiró hondamente antes de continuar–, pero quizás no sea el momento de que salga a la luz –concluyó.

De nuevo permanecimos en silencio. Sentí que la había decepcionado.

–¿Por qué dices que puede no ser el momento?

–Ha pasado demasiado tiempo.

–Pero el tiempo no existe en el más allá.

–Tienes razón Mara –sonrió maliciosa moviendo las manos como si descorriera una pesada cortina–. Tu visita de hoy ha sido providencial. Ahora entiendo algo que no encajaba en mi historia. Cualquier experiencia simple puede resultar útil para comprender una situación compleja.

Me sentí halagada y reconocida.

–Algo así como una revelación, Maritxu... ¿Quieres saber lo primero que he pensado?

–Sí, por supuesto –respondió apoyándose en una mesa de caoba frente a la biblioteca.

–Verás, al escucharte no he podido evitar visualizar la escena –suspiré intentando ordenar los elementos de aquella macabra historia–. El capellán del convento secretamente enamorado de la novicia, entró en el velatorio con la intención de mantener relaciones sexuales con ella. Tal vez incluso consentidas. De ahí, como tú dices, la sensación de pecado que tendría Regina que la obligaba a ocultar su rostro detrás del velo en sus apariciones.

–Sigue... –dijo Maritxu sin apartarme la mirada.

–Sin embargo, no podremos saber nunca si fueron consentidas o no... porque si se tratara de una violación, Regina también se ocultaría detrás del velo por la ignominia y la humillación que supondría.

–¿Qué más? –insistió impaciente por conocer el desenlace.

–En cualquiera de los dos casos, el capellán la mató –concluí tajante–. Regina era demasiado joven e inexperta, acabaría delatándole incluso si ella hubiera consentido. Y en el supuesto de una violación, también.

Maritxu escuchaba impasible como si se limitara a verificar la exactitud de un relato que ya conocía.

–¿Cómo la mató?

–Si no había en su cuerpo signos de violencia, probablemente asfixiada... Y después... muy original por su parte, elaboró la teoría de las convulsiones de la monja difunta y el ataque al corazón de Regina. Por eso la colocó sujetando el manillar de la puerta desesperadamente.

–La asfixia deja signos muy claros ¿cómo resuelves el resultado de la autopsia?– preguntó rasgando los ojos.

–No creo ni que se la hicieran. Y hasta es posible que falleciera de un ataque al corazón mientras la asfixiaba.

Maritxu cabeceó como si aceptara todas y cada una de mis conjeturas.

–Quizás con el “beso de la muerte”.

–No lo conozco, ¿cuál es?

–Sujetar los brazos de la mujer, después besarle en la boca y tapar la nariz al mismo tiempo. No es difícil para un hombre medianamente corpulento y una adolescente frágil como Regina.

–Entonces... ¿Tú crees que pudo ocurrir así? ¿Y todo esto en presencia de la difunta en el ataúd?

Esperó unos segundos antes de responder.

–Sí, incluso es posible que esa circunstancia fuera un aliciente para el capellán. La capacidad de abyección del ser humano es insondable... O como diría un comisario avezado... “sigue siendo una hipótesis factible” –esperó unos segundos antes de concluir con una sonrisa–. Lo sabía, Mara, me has ayudado... y a ella también.

–¿A ella? ¿A quién te refieres? –pregunté sospechando cuál iba a ser su respuesta.

–A Regina –respondió distraída sumida en sus cavilaciones.

Simulé un aparatoso escalofrío.

–¡Uf! Se me ponen los pelos de punta, Maritxu ¿por qué dices eso?

–Porque para un espíritu atormentado lo peor es que nadie llegue a conocer nunca su verdad. Si al menos dos personas hemos sido capaces de imaginar lo que realmente pudo ocurrir, esta sospecha, este pensamiento nuestro ya ha comenzado a tomar cuerpo. Se expandirá y lo podrán captar otras mentes.

–Qué teoría tan interesante, Maritxu. Me parece creíble y muy lógica... ¿Pero puedo preguntarte algo?

Me miró como si de pronto volviera a la realidad.

–Pregúntame lo que quieras.

–Al margen de lo que ocurriera con Regina y el capellán. ¿Tú crees que yo hubiera pasado la prueba del velatorio?

–¿No te parece que debería ser yo quien formulara esa pregunta?

–No lo sé, pero es como si me sintiera obligada a demostrarte que no tengo miedo.

Sonrió con dulzura.

–A mí no tienes nada que demostrarme. No lo hago por mí... eres tú quien debe fortalecerse. Pero no olvides la enseñanza que puede encerrar para ti esta historia.

No pude ocultar mi sorpresa.

–¿Para mí? No veo ninguna similitud.

–Sí la hay.

–¿Cuál?

–La inocencia –respondió sin vacilar.

Forcé una risa bastante ridícula.

–Perdona, Maritxu, yo no soy ninguna monjita de diecisiete años.

–No tiene que ver contigo... tiene que ver con él.

Por un momento pensé que desvariaba.

–¿Con quién?

–Con ese fraile al que vas a ver mañana. Tu inocencia respecto a sus intenciones es la misma que la de Regina de la Cruz respecto al Capellán del convento.

La abracé con ternura.

–Eres una anciana bondadosa –respondí buscando su complicidad. Pero ella no me siguió la broma.

–Cuídate –me dijo– y recuerda que siempre puedes dejarlo todo. Tu destino final, metafísico, es lo único importante.

Fue la última vez que vi a Maritxu Guller con vida. Falleció al poco tiempo de que todo esto ocurriese.

Mi infancia sigue siendo un territorio desconocido. Sin embargo, nunca me angustió soñar con muertos. Sé que en ocasiones es el lenguaje que utilizan para aclarar malentendidos, limar asperezas o abrazar a aquellos de los que no pudieron despedirse. No hay ningún dramatismo en sus apariciones. La mayoría de los difuntos conserva un sentido práctico de la vida y procuran dar buenos consejos.

Otra cosa distinta es que se manifiesten durante la vigilia, como Catalina, la cuidadora de la ermita, o mi abuela Úrsula al pie de mi cama en una habitación del Palace, reconozco que para eso no estaba preparada.

Yo no me fío de mi abuela Úrsula. En vida siempre fue muy déspota y muy egoísta y no creo que después de muerta haya cambiado. No me daba consejos, ni malos ni buenos. Y eso que, según aseguraban mis primos, yo era su favorita. Tanto lo decían, que al final llegué a creérmelo. Pensaba entonces, equivocadamente, que la razón de su cariño se debía a que nací en la misma fecha que su hija Maravillas, mi tía, de quien tomé el nombre –nombre que detesto–. Pero ni siquiera esta circunstancia que ella propició –pues a pesar del disgusto y la oposición de mi madre, consiguió ser mi madrina de bautismo– nunca me dedicó muestras especiales de afecto. A mi abuela Úrsula lo único que le importaba en la vida eran sus tres hijos subnormales. Casiano, Bibiano y Maravillas.

Ahora que se ha abierto en mi cerebro el chakra de los recuerdos –eso era lo que decía mi amiga Olga–, la historia de los hijos de Amets está a punto de comenzar. Entre los pliegues y circunvalaciones de mi memoria profunda hay innumerables experiencias que me retrotraen a un pasado y a una infancia de la que siempre he intentado huir, pero que, en este momento de mi vida, es necesario que afronte con esa facultad “meta sensorial” que se me atribuye, incluida Maritxu Guller, y de la sin embargo yo, a pesar de todos los vaticinios, confieso no estar en absoluto segura ni convencida.

De la confusa historia de mi bisabuelo Cecilio Asparren, que emigró a Filipinas en busca de fortuna, y a quién a su regreso, llamaron el Moro, he rescatado la figura de Manay, la niña prostituta que conoció en un burdel de Manila. Por extraño que parezca, ella es el oscuro origen de mi linaje, pues la desgracia que deparó a Cecilio Asparren al contagiarle la sífilis, fue tan fatal como determinante. Mi bisabuelo, pobre, enfermo y estéril a causa de la enfermedad volvió a España y ya en su Navarra natal se casó con Teodora Aranzabal, una mujer entrada en años, beata y apocada, que decidida a tomar los hábitos, no fue aceptada en el convento a causa de su mala salud. El casamiento se llevó a cabo para que Cecilio pudiera adoptar a mi abuelo Graciano, a quien también llamaron el Moro. Esta fue la penitencia que el fraile dominico vasco Herminio Etura impuso a mi bisabuelo al conocer su pecado. Cecilio cumplió su promesa, y junto a Teodora levantaron en Izarra la casa de Amets donde malvivieron y murieron sus descendientes.

Demetrio Araquistain me tendió un papel grueso forrado de plástico amarilleado por los años.

–Esta es Manay –dijo con un gesto oblicuo en los labios– la niña prostituta que Cecilio Asparren conoció en Filipinas.

Me apresuré a recogerlo.

–¡No sabía que existieran fotos suyas! –pero rectifiqué al instante. Lo que tenía entre las manos no era una foto, sino un retrato, un delicado y meticuloso dibujo al carbón levemente coloreado.

–¡Ah! ¡Es un dibujo! –exclamé sorprendida.

El fraile suspiró ordenando el contenido de la carpeta.

–Sí. Lo hizo el hermano Etura...

–No sé si el parecido le hace justicia, pero la técnica y el acabado son excelentes.

El retrato mostraba a Manay de cuerpo entero. Permanecía de pie con expresión solemne al lado de un mueble de caoba con cantos dorados. Como si en aquel instante pudiera ser consciente que posaba para la posteridad. Los pies descalzos, los brazos desnudos, extendiendo las manos abiertas en el aire, detenidas en un movimiento lleno de elegancia y sensualidad. Una leve sonrisa precisaba la belleza de unos pómulos tersos y redondeados que conferían a su gesto un rasgo de orgullo. Era indudable que se sabía hermosa. Llevaba el pelo recogido en un peinado cuajado de abalorios que desvirtuaban la inocente expresión de su rostro. Destilaba una sensualidad aniñada y andrógina, desprovista de lascivia. Su cuerpo delgado permanecía oculto bajo una falda floreada y los infinitos pliegues de una banda multicolor cruzaban su pecho adolescente.

–Parece que lleva un traje tradicional –comenté con aparente indiferencia.

–Es posible. Lo consulté en su momento. Podría ser kalinga, una tribu de la zona montañosa de la isla de Luzón.

–Era muy guapa ¿qué edad podía tener aquí?

–No lo específica, pero mire al dorso del dibujo.

Volví el papel. Había una nota escrita con tinta azul. A pesar de que los perfiles de las letras estaban desdibujados, se leía con facilidad. Decía así: “Quince de mayo de mil novecientos uno. A la muerte de Xiaomei, Manay llega a la ‘casa grande’ convertida en la primera concubina de Liu Xinjiang”.

–Supongo que esta anotación es de Herminio Etura.

–Sí.

Suspiré como queriendo apartar un recuerdo desagradable. Uno de los pocos relatos que mi abuelo Graciano escuchó de boca de su padre, fue la muerte de Zipas, el cortador de cabezas, como le llamaban en la hacienda. Manay lo degolló en el burdel al que solía acudir, aprovechando una de las borracheras del matarife.

–Le confieso que me impresionó mucho conocer su historia. Es increíble que alguien aparentemente tan frágil pudiera cometer tales atrocidades.

Demetrio Araquistain comenzó a frotarse las manos blancas y gordezuelas, parecía deseoso de entrar en materia.

–¿Y cómo han sabido ustedes todo esto?

Negué con rotundidad.

–No crea que estamos tan informados. Lo poco que sabemos es por la gente de Izarra. Según dicen, Cecilio Asparren no se relacionaba con nadie. Fue Herminio Etura quien relató sus andanzas cuando volvió a España. En cuanto a mi abuela Úrsula, probablemente las conocía, pero jamás se molestó en contarlas. Lo que sí sabemos es que Cecilio Asparren se quedó estéril por la sífilis y adoptó como hijo a mi abuelo Graciano. Suponemos que contrajo la enfermedad por... –me detuve intentando encontrar las palabras adecuadas.

–Sí, ya le entiendo –respondió satisfecho, pensando que mi visita solo pretendía saciar una curiosidad inofensiva y pueril.

Le agradecí que me ahorrara los detalles.

–Fueron los viejos de Izarra quienes me hablaron de Manay, pero no creí que todo lo que contaban pudiera ser cierto. Me sigue pareciendo demasiado novelesco.

El fraile adoptó una actitud displicente.

–¿No dicen que la realidad supera a la ficción?

Resultaba un comentario estúpido y simplón, pero asentí como si lo compartiera. Necesitaba ganarme la simpatía y la confianza de aquel hombre que no parecía dispuesto a ocultar lo incómoda que le resultaba mi presencia.

–Sí, tiene razón... Pero, es incomprensible que el hermano Etura pudiera llegar a conocer aspectos y detalles de Manay tan íntimos y personales.

Demetrio Araquistain escuchaba con gesto indiferente como si no fuera la primera vez que le planteaban aquella incógnita.

–Todos nos lo hemos preguntado alguna vez.

–¿Y no han llegado a ninguna conclusión?

Me pareció que por un instante nos miramos fijamente a los ojos.

–No –dijo al fin recogiendo el dibujo que le tendía.

Estaba mintiendo y lo sabíamos los dos. Tenía que jugármelo todo a una carta.

–Perdone, pero no le creo.

Entonces su gesto cambió. Comenzó a observarme de una manera diferente. No iba a soportar la impertinencia de una intrusa. Bastante había hecho con recibirme. A pesar de todo mantuvo la calma.

–¿Me está llamando mentiroso?

Su voz sonaba hostil. Ni un solo momento de aquella entrevista olvidé los consejos de Maritxu Guller. Pero me sentía muy segura de mí misma. Caminé unos pasos hasta la biblioteca, no sabía muy bien lo que buscaba, pero sin buscarlo, lo encontré. Era exactamente lo que necesitaba. Colocado en el lugar más visible del anaquel central aparecía una cuidada edición en tapas de piel del Quousque Tandem. El título escrito en relieve ocupaba la mitad de la portada, debajo, en caracteres más pequeños, el nombre de su autor, Jorge Oteiza.

–¡Cuántos y qué agradables recuerdos me trae este libro! –intenté sonreír para diluir la tensión que flotaba en el aire.

Pero no respondió. Fue hacia su mesa, guardó el dibujo de Manay en la carpeta y la cerró. Después consultó su reloj con una evidente intención de librarse de mi presencia.

–Le he contado todo lo que sé de este asunto.

Moví la cabeza de un lado a otro.

–No puedo irme así.

–¿Qué quiere decir?

Hablábamos en voz baja como si temiéramos que alguien pudiera escucharnos.

–Créame que no es un capricho. Al contrario. Para nuestra familia es vital conocer la verdadera historia de Cecilio Asparren.

El fraile abrió los brazos en el vacío como si quisiera eximirse de cualquier responsabilidad. Aquellos hechos no eran de su incumbencia. Había aceptado recibirme obligado por las circunstancias y estaba decidido a terminar con aquel trámite lo antes posible.

–Es todo lo que puedo hacer por usted.

–¿Y no habría en el convento alguna persona capaz de ayudarme? –provoqué un silencio antes de añadir–. Estoy dispuesta a negociar.

La sorpresa apareció en su rostro, pero de inmediato la hizo desaparecer. No entendió mi oferta o no la quiso entender. No parecía interesado en ninguna clase de negociación.

–El convento de Lecároz ya no existe. Lo han derribado.

–¿Dónde están ahora el resto de los curas?

–Frailes –corrigió con gesto despectivo.

–Perdón, frailes quería decir.

Tamborileaba los dedos con impaciencia sobre la mesa de madera.

–No creo que nadie pueda ayudarla... Incluso desconozco el destino que han tenido los hermanos que se quedaron en el convento hasta el final. Algunos han regresado a Manila siguiendo los pasos del fundador... Y otros... No lo sé.

–¿Y usted piensa quedarse?

No iba a darme por vencida. Si había llegado hasta allí no era para abandonar la escena ante el primer obstáculo.

Demetrio Araquistain pareció asumir que estaba dispuesta a todo.

–No sé a dónde quiere llegar. Ese es un tema personal que me afecta solo a mí.

–Se equivoca, ya se lo he dicho. También afecta a mi familia.

Me observó detenidamente poniendo en acción toda su perspicacia. Iba a responderme, pero no le permití intervenir.

–Nos afecta, porque tengo entendido que es usted el único depositario de unos documentos que resuelven el enigma relativo a la filiación de mi abuelo y que darían respuesta a cuestiones muy importantes para nosotros –me detuve antes de añadir–. ¿Quién se los entregó a usted?

El fraile palideció intentando contener su desagrado. Nunca hubiera imaginado que me atreviera a tanto, por eso tardó unos segundos en reaccionar.

–No tengo por qué darle esa información.

–Está bien –imposté un gesto indiferente–. Entonces se lo preguntaré al Superior General de la Orden. Él conoce la historia y está dispuesto a colaborar con nosotros.

–Acuda usted a quien quiera –respondió con un inocultable temblor en los labios.

En ningún caso pensaba darme por vencida, pero supuse que a él menos que a nadie le interesaba que el asunto anduviera en boca de todos. Aquella historia gracias a la eficaz intervención de mi primo Marcos y otros familiares, había llegado hasta el obispado de Pamplona, y fue el propio obispo quien puso en antecedentes de las circunstancias de Cecilio Asparren y de mi abuelo Graciano al Prior de los Dominicos solicitando su ayuda. Le miré de nuevo –de acuerdo– dije con falsa resignación. Fue entonces al ver su creciente desasosiego, cuando comprendí la verdad. Estaba segura que en aquella carpeta había mucho más que un retrato de Manay o unos documentos inconexos y aislados de las vicisitudes del padre de mi abuelo en Manila. Demetrio Araquistain tenía algo más importante en su poder: Aquel diario escrito por el propio Herminio Etura del que hablaban los viejos del pueblo y que fue también el causante de su desgracia. De la suya y de la de todos quienes se cruzaban en el camino de aquella mujer. Era como si el mero hecho de pronunciar el nombre de Manay fuera capaz de desencadenar una energía extraña y fatal.

–De acuerdo –repetí–. Hablaré con el abogado que está llevando el caso, él sabrá a quién dirigirse–. Gracias por todo.

Comencé a caminar hacia la puerta cuando escuché su voz.

–¡Espere!

Me volví intentando disimular una sonrisa de alivio.

–¿Sí? ¡Dígame!

Había ocultado las manos dentro de los innumerables pliegues de su impoluto hábito.

–¿A qué se refería cuando ha dicho que estaba dispuesta a negociar?

Era más de lo que esperaba. Me acerqué despacio hasta su mesa.

–Tendría que extenderme un poco... pero me ha parecido que tenía usted prisa.

Se encogió de hombros.

–Sí, tengo que atender mi agenda de trabajo, pero puedo hacer una excepción –me indicó frente a él una silla oscura de respaldo alto.

Tomamos asiento a la vez.

–Gracias, Demetrio –le llamé por su nombre buscando su complicidad–. Procuraré ser clara y concisa. He sabido que es usted un gran admirador de Jorge Oteiza, por eso le he mencionado el Quousque Tandem.

El fraile no esperaba un comentario de esa naturaleza, ni escuchar una referencia tan ajena a la cuestión que nos ocupaba. Esta vez abrió los ojos sin poder disimular su asombro. Así que aproveché para añadir:

–... Y yo puedo serle de mucha utilidad.

Se dejó caer sobre el respaldo del sillón para observarme con detenimiento.

–¿Quién le ha dicho que soy admirador de Oteiza y cómo cree que puede ayudarme?

Cada vez estaba más convencida que llegaríamos a un acuerdo sin demasiadas complicaciones.

–Lo sé y sé también que está usted alojado en el santuario de Aránzazu temporalmente para estudiar el Friso de los apóstoles. ¿Quién me lo ha dicho? Es lo de menos. ¿Y cómo puedo ayudarle? De muchas maneras –miré hacia la ventana como si necesitara ordenar mis pensamientos. La belleza salvaje de los montes de Oñate se recortaba en la lejanía. El Santuario de Aránzazu, está rodeado por un paisaje tan agreste como singular–. Tengo cartas y manuscritos personales de Oteiza –añadí enumerando con los dedos– dibujos, cintas grabadas, proyectos que iba a desarrollar... Incluso poemas y relatos que yo le dediqué. Forjamos una gran amistad, a raíz de una entrevista que le hice para mi periódico.

Demetrio Araquistaín apenas parpadeaba sumido en un asombro creciente.

–Y algo más –continué–. Si lo prefiere, incluso puedo ofrecerle a cambio una pequeña escultura suya.

No sé el tiempo que tardó en reaccionar. Al fin tomó aire ruidosamente.

–No entiendo absolutamente nada. ¿A cambio de qué me ofrece usted todo eso?

–Ya se lo he dicho. –Señalé con indiferencia la carpeta sobre la mesa que él mismo había manipulado unos minutos antes. En su interior, debajo de algunos folios sueltos y el retrato de Manay, creí haber visto un cuaderno grueso y tosco. No sabía con seguridad si podía tratarse del manuscrito. Lo prudente sería que el fraile no lo guardara en aquella simple carpeta, sino que lo tuviera oculto en un lugar más seguro. Pero de nuevo tenía que arriesgarme.

–Se lo ofrezco a cambio del diario que Herminio Etura escribió en Filipinas.

Esta vez no pudo evitar un respingo. Aquella afirmación resultaba del todo inesperada. Nadie podía conocer y menos afirmar que él fuera el poseedor de aquel manuscrito. De la misma forma que si fuera cierto que lo poseía y el superior de la Orden llegara a saberlo, podría exigirle su devolución. Demetrio Araquistain no conoció en vida a Herminio Etura, luego este no pudo habérselo entregado. Después de largos segundos de silencio, su voz parecía más débil e insegura.

–Le pregunto una vez más ¿quién le ha dicho a usted que yo lo tenga?

Sonreí solo para intentar desdramatizar.

–¿No hemos quedado en que no íbamos a revelar nuestras fuentes?

Se adelantó hacia mí como si necesitara acumular autoridad.

–Sepa usted que yo no tengo ningún diario –dijo al fin.

–Llámelo como quiera. Creo que me entiende perfectamente. Me refiero a ese manuscrito que, según la información que manejo, le costó a Etura no solo la expulsión del convento, sino su exclaustración de por vida.

De nuevo se dejó caer pesadamente en el respaldo del sillón. Las conjeturas y las hipótesis discurrían por su mente a velocidad de vértigo. Parecía realmente desconcertado. Tal vez estaba siendo demasiado directa. Se imponía una tregua.

–Piénselo, Demetrio. La historia de Manay que relata Herminio Etura no tiene ningún valor para usted ni tampoco le puede sacar ningún provecho. Es más, poseer ese manuscrito le podría acarrear muchas complicaciones –adopté una posición más cómoda en el asiento–. A cambio le ofrezco documentos originales de puño y letra de alguien a quien admira tanto. Seguro que usted sabe mejor que yo el valor que tienen. Mañana mismo puedo volver aquí para mostrárselos.

El fraile no había dejado de observarme ni un segundo. Sin embargo, parecía absorto y ajeno al lugar en el que se encontraba. Temí que mi oferta le pareciera insuficiente y esperara algo más ¿Tal vez la escultura que le había mencionado? De inmediato me arrepentí de habérsela ofrecido.

Al fin reaccionó. Desvió un instante la mirada hacia la puerta, atendiendo un sonido que no se había producido. Después ahuecó los labios y resopló débilmente, como quien regresa de una profunda meditación.

–O sea que usted es Maravillas Asparren –me observó despacio, haciéndome saber que estaba siendo observada.

–Sí.

–¿La periodista, verdad? –puntualizó cerciorándose de no cometer ningún error.

Asentí sorprendida.

–Sí, la periodista, pero todos me llaman Mara.

–Sí, ya lo sé –cabeceó–. Mara Asparren –repitió despacio–. ¿Y puedo preguntarle a Mara Asparren si esos documentos que me ofrece incluyen alguna carta de amor?

Había dicho “alguna carta de amor”. Al instante lo comprendí todo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para contener la carcajada, sin embargo, no pude evitar sonreír. Era su manera de vengarse de mi osadía. Quería hacerme saber que estaba al tanto de lo que se comentaba en los mentideros culturales de la ciudad. Algo turbio e inconfesable tenía que existir entre Jorge Oteiza y Mara Asparren para que alguien tan inteligente y pudoroso como él –que lo era– me mostrara tanto afecto. El viejo rico y famoso y la periodista trepa y atractiva. Al fin y al cabo, era un clásico de la literatura universal. Tan real como la vida misma y tan común como la envidia en el corazón humano.

–Claro que puede preguntármelo, Demetrio, pero no se preocupe, no me ofende en absoluto, al contrario, me halaga.

El fraile elevó las cejas en un gesto de asombro.

–¿Ah sí?

–Sí, claro, como dicen en mi profesión “me encanta que me hagas esa pregunta” –seguí sonriendo ampliamente–. Por supuesto que tengo cartas de amor de Jorge Oteiza, aunque quizás no tan vulgares y previsibles como puedan imaginar los que le han hablado de mí. Sepa, por cierto, que también irían incluidas en el “pack”. Usted se quedaría con los originales y yo con las copias. No soy nada fetichista ni mitómana.

Mi respuesta era más atrevida y desconcertante de lo que Demetrio Araquistain hubiera podido imaginar. Y por supuesto, se sentía ya definitivamente concernido en aquel extraño asunto. Mi sinceridad y aplomo habían conseguido despertarle de su letargo. Cogió un bolígrafo a su alcance y comenzó a juguetear con él entre los dedos.

–¿Se atreve con todo, verdad?

–¿Se refiere a Oteiza o a mí?

Parecía ya más relajado como si habláramos de igual a igual. No respondió a mi pregunta, pero formuló otra.

–¿Y qué me dice de la escultura?

–¡Humm! Retiro la oferta. Es excesiva –me crucé de brazos–. Además, usted no podría justificar delante de su comunidad la posesión de un objeto de tanto valor ni podría mostrársela a nadie. ¿No le parece? Sin embargo, sería sencillo sustituir el diario de Herminio Etura por los manuscritos de Jorge Oteiza. Y yo no tendría ningún inconveniente en que los exhibiera. Ya le he dicho que sería muy halagador para mí y una magnífica excusa para que se conociera, no solo el afecto, sino también el respeto intelectual que Oteiza me profesaba.

De nuevo un espeso y largo silencio.

–Tengo que pensarlo –dijo al fin.

–De acuerdo. Y yo tengo que ver el diario antes de traer los manuscritos.

Su gesto cambió bruscamente.

–¿Cómo dice?

–Entiéndame, para formalizar el intercambio, tengo que comprobar si me interesa.

–Seguro que le interesa –respondió con rapidez–. Es un relato detallado de la estancia de Herminio Etura en Filipinas.

–¿Y de mi bisabuelo?

–Por supuesto –cabeceó– de su bisabuelo, también.

–Enséñemelo –exclamé como si no estuviera dispuesta a hacer concesiones.

Dudó unos segundos, pero algo debió intuir en mi expresión que no admitía dudas. Se cubrió la boca con la mano como si necesitara reflexionar. Después, con una actitud algo teatral abrió de nuevo la carpeta frente a mí. Separó con cuidado algunos folios y cuartillas de varios tamaños. Había dibujos, docenas de dibujos que yo apenas podía entrever.

–¿Hay más retratos de Manay?

–Sí –dijo escuetamente.

–Supongo que los dibujos también están incluidos en el change.

–No –dijo sin vacilar.

–Perdone, Demetrio, pero me gustaría llevarme algunos. Sobre todo, el que me ha enseñado.

Tampoco respondió en esta ocasión. El hermano Araquistain necesitaba su tiempo para tomar decisiones. Después de ordenar un aparente caos de papeles, había conseguido alinear los folios sueltos en un pequeño montón. Al instante, apareció un grueso tomo negro de encuadernación rudimentaria. Puso la mano abierta sobre la tapa envejecida. Me miró y dijo:

–Aquí está.

No supe qué decir, por eso asentí en silencio.

–¿Cuándo puedo ver los manuscritos de Oteiza? –preguntó sin preámbulos.

Tendí mi mano hacia él.

–Déjeme ver el diario, por favor.

Después de unos segundos de incertidumbre, me lo ofreció con extraordinario cuidado, como si temiera que con mi contacto pudiera desintegrarse.

–Está en perfecto estado. Pero es un papel muy antiguo, tiene que mantenerlo a salvo del polvo y de la luz. Yo lo guardo habitualmente dentro de una caja metálica –precisó.

Lo recogí casi con devoción. Lo abrí despacio y dejé discurrir unas páginas al azar. La letra de Herminio Etura era clara y regular, como si supiera que debía esforzarse en facilitar su lectura.

En casi todas las páginas aparecía una fecha en el margen superior izquierdo. Me detuve al azar en el 21 de marzo de 1902. Decía:

“La situación es insostenible. Han traído otro médico nuevo a la hacienda, pero Liu Xinjiang ha empeorado. Apenas pesa cuarenta kilos y deambula por las estancias como un fantasma. Yo acudo cada día a consolar a su madre, Tzu tzie, devota y fiel cristiana, que sufre en silencio terriblemente. Ella también sospecha que Manay está envenenando a su hijo como hizo con Xiaomei y el pequeño Kuan Yi, pero Xinjiang no quiere escucharla, está poseído por esa mujer. He prometido a Tzu Tzie que esta noche me acercaré hasta la casa con la excusa de visitar a Kumaki. Una de las sirvientas de Manay que también está bautizada en la fe cristiana”.

Tan absorta estaba en la lectura que no pude evitar un sobresalto al escuchar la voz del fraile.

–¿Qué le parece?

–¡Uf! Muy impactante. ¿No? Supongo que usted lo ha leído.

–Sí –dijo al tiempo que extendía el brazo obligándome a devolverle el manuscrito. Se lo entregué y volvió a dejarlo en la carpeta, colocando de nuevo sobre él las cuartillas y dibujos. Parecía satisfecho.

–¿Cuándo podré ver los documentos de Oteiza? –preguntó.

–Mañana mismo.

–Humm... –revisó una pequeña agenda junto al teléfono– precisamente mañana voy a visitar la Fundación Oteiza, en Pamplona.

–¡Ah!, sí, la conozco bien.

No iba a preguntarme por qué. Solo intentó disimular su suspicacia.

–Pero podemos encontrarnos por la tarde. Calculo que volveré, más o menos sobre las seis. Quedamos a mitad de camino, si le parece.

Busqué en mi bolso, saqué de la cartera una pequeña tarjeta de visita y se la tendí.

–Me parece perfecto. Llámeme cuando llegue y fijamos el lugar.

El acceso al santuario de Aránzazu discurre a través de una carretera estrecha llena de curvas. Pero esta circunstancia me resulta especialmente estimulante. Me obliga a estar alerta y pendiente del recorrido, me permite reflexionar en profundidad, me abstrae y me relaja.

Las citas y los compromisos se iban acumulando. Al igual que el hermano Araquistain, yo también tendría que perfilar una minuciosa agenda de trabajo. Cuando tuve el diario de Herminio Etura en mis manos, calculé que el texto no sobrepasaría las sesenta o setenta páginas. Pero no solo debería leerlas sino familiarizarme en manejarlas con la suficiente soltura como para cribar y elegir los episodios más descriptivos de la vida de Cecilio Asparren en la hacienda de Liu Xinjiang.

Creía tener muy claro que esta era la arteria más importante del cuerpo de la novela que estaba a punto de abordar. Sería un comienzo tan impactante como difícil, por el trabajo de investigación que requería un pasado y un mundo tan desconocidos para mí.

Todo ello, por supuesto, sin olvidar otro personaje no menos impactante en la historia de los hijos de Amets como fue Victoriana Lizarralde, conocida como Vicky, madre biológica de mi abuela Úrsula, a la que abandonó en un orfanato para vivir su historia de amor con el joyero Jacques Cartier en los escenarios más lujosos del mundo. Precisamente, solo las anotaciones que había realizado de mi reciente viaje a París con mi amigo Antoine, siguiendo los pasos de Victoriana, ocupaban ya más de treinta folios. Relatar que la tal Vicky, una mujer de la buena burguesía pamplonesa se quedara embarazada de mi abuela con dieciocho años, también resultaba una labor complicada. Sobre todo, por la falta de información. Sus descendientes se habían negado a proporcionarnos todo tipo de datos, una vez que comprendieron que las intenciones de nuestra familia eran las de llegar al fondo del asunto emocional, sentimental e incluso patrimonial. Digamos en su descargo que su distanciamiento y negativa a colaborar resultaba bastante comprensible.

Sin embargo, antes de que esta negativa se produjera, habíamos conseguido acumular documentación y fotografías suficientes como para iniciar cualquier reclamación legal.

Consulté la hora en el reloj del coche. Eran las tres en punto de la tarde. Qué extraño que no tuviera noticias de Antoine desde la tarde anterior. Ni un wasap ni una llamada perdida. Nunca se había demorado tanto en sus exquisitas atenciones conmigo.

No estaba enamorada de él, pero habíamos llegado a un interesante acuerdo: Estaríamos juntos mientras los dos nos sintiéramos satisfechos y mutuamente recompensados. Eso sí, sin obligaciones ni compromisos de ningún tipo.

Pero una cosa es el pensamiento teórico y otra muy distinta son las emociones y los sentimientos. Los dos procurábamos cumplir escrupulosamente las condiciones del pacto, pero conforme pasaba el tiempo, la falta de ilusión, el tedio y la sensación de vacío habían comenzado a hacer mella en mí.

Había transcurrido medio año desde que rompí mi relación con Miguel y aunque me esforzaba en decirlo, no era cierto que le hubiese olvidado. Desaparecí de su vida durante su estancia en el hospital sin ni siquiera despedirme de él. Me limité a saber que había salido de la gravedad y su curación estaba próxima. Entonces creía estar segura que no podía prometerle mi amor incondicional, que una vida a su lado nunca saciaría mis necesidades.

Tenía otras inquietudes, quizás deba decir, otras ambiciones. Por eso volví con Antoine, su compañía me garantizaba esa clase de vida que yo siempre había anhelado. Un hombre maduro, rico, muy bien relacionado y pendiente de mis caprichos y necesidades. Acepté viajar con él a París. Allí nos esperaba Graciela Sorel, la anciana aristócrata amiga de los joyeros Cartier, que, según aseguraban a Antoine todos sus contactos, era muy previsible que en su juventud hubiera conocido a mi bisabuela Vicky. Y así fue, pero lo que resultó más sorprendente, fue descubrir las “aficiones” que cultivaban la tal Vicky y su ociosa y adinerada troupe de amigos.

Al parecer Victoriana Lizarralde frecuentaba en París a un grupo esotérico con nombre propio, muy conocido en su época, que se reunía secretamente en un chateau de la Provenza, cercano a Saint Rèmy, para practicar todo tipo de rituales más o menos “mágicos”. El espiritismo y este tipo de veleidades fantasmales constituían un entretenimiento muy común en la época y una práctica compartida por una alta clase social aburrida y sin estímulos. Reconozco que ese dato fue el único detalle que consiguió despertar mi curiosidad.

El resto de aquella historia de pobres y ricos, orfandades ilustres y niños abandonados, no solo resultaba un melodrama del Novecento, sino que hería mi orgullo, me humillaba y me producía un rechazo absoluto.

Y, sin embargo, llegar a conocer el origen de nuestra estirpe, era el cometido más importante que mi núcleo familiar me había encomendado. El misterio que todos mis primos, con Marcos y Lorena a la cabeza, esperaban que yo resolviera. Por supuesto con la ayuda de los excelentes contactos de Antoine y mis artes mundanas y cosmopolitas.

Pero no podía engañarme a mí misma. Realmente, los Cartier me importaban una mierda. De los ilustres joyeros parisinos y de aquella rancia y estirada familia de la burguesía navarra –venida a menos– a la que pertenecía mi bisabuela, no quedaba ya nada que rascar. Y si hubiera habido algo, los parientes de Victoriana Lizarralde ya se habrían repartido el pastel. Los Asparren de Izarra siempre seríamos la cenicienta de un cuento de hadas. Afortunadamente para ellos, ni mis primos ni yo, estábamos dispuestos a gastarnos el dinero en cuentos de hadas.

Estaba llegando a Oñate con el retrato de Manay grabado en la retina. Aquella niña perversa me parecía la heroína maldita de una historia fascinante. Y a mí me gusta relatar historias fascinantes. Es verdad que siempre he sido algo morbosa y retorcida. Tal vez no más que el resto de los mortales, lo que ocurre es que, a pesar de los inconvenientes que esto acarrea, soy capaz de reconocer mis debilidades. Detrás de Manay, de Herminio Etura, de mi abuelo Graciano, de mi abuela Úrsula, de mi madre incluso. Detrás de todos ellos, estaba yo y mis orígenes, yo y mis raíces, yo y mis veleidades, mis necesidades y mis apetencias. Pero también, yo y mi infancia perdida y repentinamente recuperada. No sabía nada de mi vida anterior, lo había olvidado todo. Como si de una amnesia premeditada se tratara, en mi cerebro no quedaban vestigios de mi remota niñez. Y de pronto, por una serie de circunstancias extrañas y azarosas (o no tan azarosas) aparecían los recuerdos blancos y resplandecientes de aquel tiempo, como en un impoluto lienzo recién comprado. Poco a poco llegaban hasta mí, irreconocibles algunos, distorsionados otros, mutilados a veces, esperando ser consolados y curados. Recuperar la infancia es la manera más completa de conocernos en profundidad a nosotros mismos, desenterrar misterios, desentrañar interrogantes, desterrar miedos. Encontrar el tesoro que ocultamos en algún viejo arcón de la memoria. Nunca seremos más bellos, ni más perfectos que en la niñez. Salir en busca del tiempo perdido, del Arca Perdida. Esto es todo lo que tenemos que hacer en esta vida.

Entraba en el pueblo en el momento que sonó mi móvil. Era Antoine, conecté el manos libres.

–Te echaba de menos, qué raro que no me hayas llamado antes.

–No quería molestar, tenías la entrevista ¿no?

Estaba segura que algo más ocurría, pero no le di importancia.

–Sí, acabo de bajar de Aránzazu.

–¿Qué tal el cura?

–No es cura, es fraile.

–Bueno, qué más da.

–Claro que da... un día te cuento la historia de los Dominicos. Es alucinante –le oí resoplar–. Vale –proseguí–. Todo muy bien, lo he conseguido. El cura-fraile acepta el change.

A pesar de la excelente opinión que Antoine tiene de mis aptitudes para todo lo protocolario y lo paranormal, creo que no lo esperaba.

–¡Ah!, estupendo, me alegro mucho.

–Sí, estoy contenta. Mañana hacemos el intercambio. He visto el diario, es acojonante, Antoine. Tienes que presentarme algún director de cine, o productor o algo. Esta es la historia del siglo.

–¿Se lo has dicho a tu primo Marcos?

–No, aún no.

–También tenéis que decidir qué hacemos... bueno... que hacéis –rectificó– con lo de París. Ayer por la noche me llamó la secretaria de Graciela Sorel, quieren que volvamos, se quedaron encantados con la visita.

¡Claro! Esa era la sorpresa que me ocultaba. Seguro que él estaba deseándolo, pero yo no tenía ninguna intención de acompañarle.

–¿Volver otra vez? Joder, qué aburridos deben estar. Me temo que los ricos, como no tienen que trabajar, se aburren más que los pobres.

–Ja, ja... no lo había pensado, pero es posible.

–Ahora mismo no sé qué decirte.

–Parecías muy impresionada cuando te dijeron que tu bisabuela era médium ¿no?

Quizás estaba arrepentida ya de haber mostrado tanto interés.

–Bueno, sí, es posible. De todas formas, no creo que fuera médium.

–Graciela Sorel asegura que hay pruebas de que consiguió contactar con varios espíritus... y no solo eso...

–No me lo creo –le interrumpí–. Ya te digo, seguro que mi bisabuela también estaba muy aburrida.

–Ja, ja, eres increíble.

–Sí que me gustaría acompañarte, Antoine, pero ahora estoy liada con otras cosas.

–Con la historia de esa niña filipina ¿no?

–Bueno, más o menos. Pero sobre todo porque estoy segura que no hay nada que rascar. Lo único que quieren los parientes de mi bisabuela Victoriana es darnos por saco, por eso a mí también me encantaría joderles un poco. Pero en el fondo, yo creo que esto de Cartier lo hago solo por vanidad y porque mi familia vea en qué ambientes soy capaz de moverme.

–Qué mal concepto tienes de ti misma. No te maltrates así.

–No me maltrato, es la verdad y no me importa nada quedar mal. Ni siquiera contigo. Te aseguro que voy a procurar hacer siempre lo que realmente me apetezca. He descubierto que tengo una ínfima opinión de la especie humana.

–¿No crees que eres muy joven para llegar a esa conclusión?

–No creas. La edad tiene que ver más con las experiencias vividas que con la fecha de nacimiento.

Ignoro si será una necesidad de reafirmación o una cierta amargura, pero en el fondo siempre he sentido un gran placer en demostrar lo borde que puedo resultar.

Una vez más la risa incondicional de Antoine me recordaba su manera de hacerme saber cuánto necesitaba mi compañía. Nunca se escandalizaba por ninguna de mis intemperancias, o lo disimulaba bien. En todo caso, sus emociones eran muy distintas a las que yo sentía, pero nunca le prometí otra cosa. Jamás he entendido ni entenderé el amor como una servidumbre.

–Bueno, Antoine, te dejo, luego hablamos. Estoy muerta de sed, el cura-fraile no me ha ofrecido ni un puto vaso de agua. Voy a tomarme una cerveza por el pueblo.

–Vale, cherie. Llámame. Un beso.

No solo me sentía satisfecha por el resultado de mi entrevista con Demetrio Araquistain, sino exultante. Conseguiría el relato de la historia de Manay. Y, al mismo tiempo, estaba segura que el fraile haría circular aquellos manuscritos que ponían de manifiesto los verdaderos sentimientos y las razones del afecto del viejo Oteiza hacia mí.

Vivía un momento de plenitud. Lo único que echaba de menos era conocer alguien a quien confiar mis intuiciones, mis sueños y mis experiencias extrasensoriales. Ni por supuesto Antoine, ni mis primos Marcos o Lorena. Nadie que no hubiera vivido esas experiencias en primera persona sería capaz de comprenderlo. En todo ese tiempo ningún nuevo “contactado” se había cruzado en mi camino. Llegué a creer que “Ellos”, las inteligencias cósmicas, se habían olvidado de mí. O quizás algo mucho peor, yo les había decepcionado de tal manera que ya no estaban dispuestos a “protegerme”. Cuánto echaba de menos a Olga. Llevaba varios días pensando en llamarla. Tampoco había vuelto a saber nada de ella desde que se marchó a vivir a Madrid con su exnovio, el fiscal. La última noticia que tuve fue un wasap el día de mi cumpleaños: “Felicidades Mara, nunca olvidaré tantos momentos que hemos vivido juntas”. Era más que una nostalgia lo que sentía por ella. No solo la echaba de menos, necesitaba sus certeras intuiciones y sus sabios consejos.

Tan inquieta me encontraba en mi afán de reconocer “enviados” y “mensajeros” que había llegado a provocar situaciones ridículas. La última, apenas hacía una semana en un centro comercial de San Sebastián. Tendí la Visa a la cajera para abonar la factura.

–Necesito el DNI me dijo.

–Pero si ya no lo piden en ningún sitio.

–Aquí sí –respondió tajante.

Me pareció que su mirada era más penetrante de lo habitual. Busqué el carné en mi cartera y se lo ofrecí.

La cajera comprobó el nombre y me miró de nuevo.

–¿Te llamas Maravillas?

–Sí –respondí de pronto con todos los sentidos alerta.

–Nunca lo había oído. ¿Es muy raro, no?

Era una chica joven y atractiva. Llevaba un piercing discreto en la aleta de la nariz. Volvió a comprobar el nombre, se volvió y me sonrió. Sin duda era una actitud extraña. Entonces creí reconocer en ella a la mensajera que estaba esperando, la contactada que actuaría de intermediaria entre las “entidades cósmicas” y yo. Ni por su aspecto ni por su edad me parecía una elección acertada, pero en aquel instante recordé la frase de Raimundo Lullio: “Cuando menos lo esperas puede ocurrir algo maravilloso”. No estaba muy segura de que un mega centro comercial fuera el lugar más adecuado para que ocurriera algo maravilloso, pero de “Ellos”, los seres celestiales, podía esperarme cualquier cosa.

Procuraría no dar muestras de entusiasmo, aunque estaría atenta a cualquier detalle.

–Cincuenta con cincuenta –dijo de pronto.

–¿Cómo? –Pregunté a pesar de haber comprendido perfectamente que se refería al importe a pagar.

–Cincuenta euros con cincuenta céntimos –precisó sin dejar de sonreír–. ¿Qué curiosa cantidad, verdad?

Esta fue la señal definitiva. Pero si lo era para mí, también debería serlo para ella ¿o no? Recogí el carné y la Visa que me devolvía.

–Sí, gracias, muy curiosa –respondí intentando pensar qué podía hacer para salir de dudas.

Me tendió la cuenta y los vales que salían de la caja registradora.

–Agur –dijo después por toda respuesta.

Me resistía a marcharme de allí sin hacer una intentona por burda que fuera. De pronto escuché mi propia voz preguntando compulsivamente.

–¿Y tú cómo te llamas?

La cajera se volvió sorprendida.

–¿Yo? Me llamo Argi.

–¿Argi? –repetí extrañada.

Se encogió de hombros.

–Sí, Argi.

–¡Ah!, claro... ¡Te llamas Luz! –exclamé enfática cerrando ya el círculo de las claves del misterio.

–No me llamo Luz... me llamo Argi –insistió con gesto desconcertado.

–Sí, sí, claro, en euskera, Argi y en castellano Luz.

–¿Tú eres la periodista, verdad? –Intervino de pronto la señora que esperaba su turno detrás de mí.

Esta vez la cajera me observó con curiosidad.

–¿Eres periodista?

–¡Sí! –prosiguió la señora–. Escribe en el periódico y sale en la televisión.

Su sorpresa parecía real y significaba que la joven no me conocía ni al parecer tenía ningún interés especial en conocerme.

–¿En qué televisión?

–Pues mira he salido en casi todas.

Su expresión era totalmente distinta. Me observaba con admiración.

–¿Alguna vez has ido a Gran Hermano o a Supervivientes?

–No, pero me lo han propuesto varias veces.

–¡Jo!, tía.

Mi cordialidad desapareció como por encanto al comprobar que era totalmente ajena a mis pesquisas. Introduje las bolsas en el carro. Las inteligencias cósmicas no podían haber seleccionado una intermediaria tan poco sutil. Se trataba de una falsa alarma. No tenía nada más que hacer allí.

–Bueno, agur –saludé enfilando la salida.

Caminé ensimismada en mis pensamientos. Salí a la calle. Hacía una temperatura deliciosa y el sol brillaba en el cielo. Tal vez al sentir su calor creí comprenderlo todo. Argi... ¡Luz! Lucía... ¡Lucía! Claro. Ella fue la última mensajera que llegó a mi vida y que me causó un impacto tan demoledor. Tal vez la verdadera Lucía adoptaba ahora una metamorfosis liberadora y su misión se renovaba en aquella joven cajera. Eso creí y estaba dispuesta a verificarlo (a veces las personas inteligentes son las que más estupideces cometen).

Guardé la compra en la parte trasera del coche. Estaba dispuesta a volver a la caja esgrimiendo cualquier excusa. Tal vez este aparente enredo también era una prueba, es decir, la manera de demostrar la fe que tenía en “Ellos”.

Avancé resueltamente como si me dirigiera hacia mi nuevo Destino. Era mediodía y había muy poca gente en el centro comercial. Y de nuevo una clave más. Al parecer, “casualmente”, Argi terminaba su turno y había colocado una cinta roja cerrando el acceso a su puesto.

–Hola, Argi –dije en voz baja.

–¡Ah! Hola ¿te has dejado algo?

Me pareció una idea genial ¿qué podía haberme dejado? ¿Mi cartera, el bolso, las llaves?

–Sí, creo que me he dejado por aquí las gafas de sol.

Vi su mirada de asombro.

–¿Las gafas de sol? Si las llevas en la cabeza.

–¿Ah sí? Ja, ja, fíjate qué tontería...

Señor, pensé, aparta de mí este cáliz. Aunque tal vez debía seguir intentándolo.

Ella sonrió con el gesto torcido mientras pasaba un paño húmedo sobre la cinta mecánica.

–¿Has terminado ya? –pregunté decidida a todo–. Si no tienes coche te puedo bajar al centro o a donde quieras –insistí sabiendo que pisaba un terreno resbaladizo.

Ella se cuadró frente a mí.

–Oye, de verdad, no sé de qué vas.

Aún sigo recordando esta escena con sonrojo.

–Entonces ¿tú no tienes nada qué decirme? –pregunté con expresión desesperada.

La tal Argi estaba a punto de llamar al servicio de seguridad.

–¿Yo, decirte? Lo único que te voy a decir es que no voy de ese rollo, tía...

–¿Nada más?

–Pues sí, que de bollera nada y que te pires ¿no?

Me aparté de la caja moviendo enérgicamente la cabeza.

–En absoluto es lo que te imaginas –después giré en redondo y caminé otra vez hacia la salida.

La rabia y la frustración se agolpaban en mi garganta. ¡Seré imbécil!, me repetía. Va a ser la última vez que haga un ridículo de este calibre. Esperaré que los hechos se produzcan, y si no se producen, mejor. No tengo ninguna necesidad de ser una protegida ni de salvar a mi abuela, a mi bisabuela y a todo su puto árbol familiar. Que se lo monten ellas como puedan y que cada palo que aguante su vela.

No conocía bien Oñate. Di varias vueltas por el centro del pueblo y al final encontré una pequeña plaza circular justo enfrente de un estrecho callejón. Salí afuera y miré alrededor buscando una cafetería o un simple bar por humilde que fuera. Pero no había ningún bar ni gente por la calle. Seguía haciendo un calor inusual para primeros de junio. Consulté mi reloj. Recuerdo perfectamente la hora. Eran las tres y cuarto de la tarde. Claro, pensé todo el mundo estará echando la siesta con las persianas bajadas. Euskadi tropical. Necesitaba una cerveza bien fría. Buscaría el centro del pueblo, no podía estar muy lejos.

De pronto, el viento movió a mi espalda una ráfaga de aire fresco. Tanto, que a pesar de los veintiocho grados y el sol cayendo a plomo, sentí un ligero escalofrío. Miré hacia atrás, la corriente venía del callejón. ¿Qué estaba ocurriendo? Sería absurdo decir que algo me arrastraba hacia aquel lugar, pero lo cierto era que me fui acercando como un autómata. Estaba a punto de atravesar el umbral y adentrarme en él, cuando escuché sus risas. Eran voces y risas de niños que jugaban. Suaves bisbiseos como si hablasen de mí a escondidas.

No pude evitarlo. Entré en el callejón y observé el lugar con una sensación extraña, como de inquietud.

–¡Holaaa! –grité.

En aquel instante se hizo el silencio.

–No os veo ¿dónde estáis? –pregunté de nuevo.

Al momento volvieron los bisbiseos y las risas suaves.

–Hemen nago... ¡Aquí estamos! –dijeron voces distintas.

–¡Hola...! Soy Maravi...

–Ya lo sabemos, eres la hija de la Brígida del caserío Irureta.

Por un momento temí ser presa de una alucinación, o de un espejismo. Aquellos niños o lo que fueran, me conocían.

–¿Quiénes sois?

No dejaban de reírse, como si jugaran a un juego excitante.

–No puedes vernos...

–Ez, ezin duzu –repitieron a coro otras voces.

–¿Pero por qué no puedo veros?

–Porque aún no hemos nacido.

–Bai, hori da –dijeron de nuevo entre risas.

Todo estaba a punto de producirse. Sentí un fuerte dolor en el corazón. Como si de pronto una garra, una mano, una fuerza invisible lo aprisionase. Casi no podía respirar.

–¿No te acuerdas de nosotros? Estuvimos contigo cuando se quemó el caserío de tu tía...

¿Qué era aquello? ¿Otro sueño fantasmal? No, no era un sueño, era un recuerdo que llegaba hasta mí desde un lugar muy remoto. Poco a poco, conforme se abría paso en mi memoria, el dolor en el corazón iba remitiendo.

Las certezas se agolpaban en mi mente. Comprendí que estaba a punto de conocer un episodio importante de aquella infancia que hacía muchos años decidí olvidar para siempre.

Tendría unos siete u ocho años y mi abuela Úrsula me llevaba de la mano. Me habían puesto la ropa de los domingos porque íbamos a recoger a mi madre que llegaba en La Estellesa. Petra, la vecina, nos advirtió que ya habían visto el autobús desde la ventana coger la curva de Susarreta y eso quería decir que llegábamos tarde.

–Adi, korrika egin! –me apremiaba.

Ninguna de las calles de Izarra estaba asfaltada. El suelo que pisábamos era una amalgama pastosa de barro y excrementos de animales. El archivo profundo de la memoria es de una perfección y una exactitud milimétrica. Soy capaz de recrear la visión de mis zapatitos blancos sorteando a cada paso las enormes cagadas de las vacas. Unas secas y endurecidas y sobre ellas otras más frescas y resbaladizas.

–Kontuz, Maravi, a ver dónde metes el pie, que luego va a decir tu madre que te llevo sucia.

–Mi amá no dice eso y además no le importa porque si voy sucia me quiere igual –contesté resoplando por la caminata.

De las pocas veces que se reía mi abuela, casi siempre era conmigo. Yo lo sabía por eso me esmeraba en resultar ingeniosa y amena.

–Madarikatua! ¡Eres un demonio! ¿A quién te pareces, eh? –decía a menudo.

–Pues no sé, siempre dices que me parezco a ti –respondía yo invariablemente. Entonces ella me cogía por los hombros y me zarandeaba cariñosamente. Mi abuela Úrsula no sabía besar.

–Vamos –dijo viendo ya a mi madre que nos saludaba a los lejos.

Entonces la escuché murmurar en voz baja frases en vasco imposibles de entender.

–¿Qué dices, amoña?

–Nada que te importe –respondió tirando de mi mano.

Pero yo sabía que ellas no se querían.

–Estás hablando de mi madre.

–Ni? Zure amarena?, qué mentirosa eres. Igual que tu tía Maravillas.

–¿Pero no dices que soy igual que tú?

Los tres meses de verano los pasaba en Izarra. Excepto alguna semana que me llevaban a Goñi, el pueblo de mi madre. Precisamente ella venía para quedarse conmigo unos días en casa de su hermana Jacinta.

Al encontrarnos recibí una catarata de abrazos y besos.

–Bihotza! ¿Qué ganas tenía de verte? ¿Qué tal te has portado?

Mi abuela asistía a la escena muy erguida.

–De todo ha habido –dijo moviendo la cabeza.

Mi madre se volvió para saludarla.

–¿Ah sí? Zer moduz, Úrsula?

–Ondo, esan beharko da...

–Os he traído unas tabletas de chocolate... y... el sostén que me pidió Maravillas.

–Sí, no sé por qué le ha dado ahora por llevar sostén. ¿Cuánto te ha costado?

–No, nada, es un regalo.

Úrsula se encogió de hombros.

–Eskerrik asko, pues.

Recuerdo que entonces no estaba muy segura de lo que era un sostén.

–¿El sostén es eso donde se meten las tetas?

–Mi madre rio con ganas.

–Bai, cariño.

–Pues a la tía Maravillas no le van a caber.

Nuestro vecino Beltza nos iba a llevar a Goñi en su furgoneta, pero al final, no sé por qué, llegamos montadas en el camión del pescatero.

Jacinta, la hermana mayor de mi madre vivía con su marido Genaro Zaldua en el caserío Irureta. Pero aquel viejo caserón de madera que ella había heredado por la ley navarra del mayorazgo, se caía a pedazos. Así que el resto de los hermanos acordaron aportar una cantidad, al menos para apuntalarlo y reformarlo parcialmente e impedir que se derrumbara.

–Que aguante al menos mientras viva Jacinta –decidieron en una secreta reunión familiar.

No parecía ir para largo a la vista de todos los achaques que padecía. Según un conocido curandero de Pamplona, la predisposición genética de mi tía Jacinta unida a una menopausia precoz, le había provocado una epilepsia que, a pesar de la medicación, se manifestaba ya con bastante regularidad. Lo más llamativo era el modo en que los ataques se anunciaban. De pronto se quedaba inmóvil y pensativa y al instante brotaba de su garganta una especie de carcajada aguda y chirriante. Después perdía el conocimiento en medio de convulsiones.

Fue a raíz de caer sobre las brasas del fuego bajo cuando Genaro, su marido, junto con el resto de los hermanos, acometieron las obras de reforma del caserío para instalar una cocina de gas.

De aquel accidente nefasto le quedaron a Jacinta graves secuelas. Al final fue necesario recortar parte del cuero cabelludo, de la piel del rostro y de los brazos. Después de varias operaciones, le había desaparecido medio labio superior y parte de la nariz. Lo que quedaba del rostro era de una blancura transparente, una superficie tensa y tirante como la piel de un tambor a punto de desgarrarse. Aquella insólita ausencia de arrugas le hacían parecer una horrible niña vieja. Recuerdo el miedo que me inspiraba cada vez que fijaba en mí su mirada.

Aquella primera noche dormí abrazada a mi madre.

–¿Amá, por qué la tía Jacinta tiene esa cara?

–Porque se le quemó, bihotza. La pobre ha sufrido mucho.

Pero la desgracia final de su vida ocurrió al día siguiente de nuestra llegada a Goñi. Mi madre y yo estábamos invitadas a disfrutar de una merienda-cena en casa de otra hermana suya que vivía en la parte baja del pueblo. El despliegue fue extraordinario, morcillas, tripochas, higadillos, jamón, queso, vino a destajo y pacharán para los dulces.

–¡Pero esto es un banquete, Francisca!

–Para una vez al año que venís, Brígida –dijo dirigiéndose a mi madre–. Mira Maravi qué mayor está.

Desde niña sentía una repugnancia terrible por aquellas vísceras malolientes. Apenas comí un trozo de queso sobre una rodaja de pan.

Pero ellas, mi madre, mis tías Francisca y Salomé, así como el resto de vecinas y comadres, devoraron en un tiempo récord con gran apetito y excelente humor todas las vituallas. De aquella exhibición gastronómica-porcina no quedaron ni las raspas.

Parecían eufóricas. Se quitaban la palabra unas a otras. No paraban de hablar y de reírse. No podía ser de otra manera después de las tres botellas vacías que había sobre la mesa.

Recuerdo que cada poco tiempo tiraba de la manga de mi madre para hacerme notar.

–¿Qué quieres? – me preguntaba sin ocultar su fastidio.

–Venga, amá, vámonos, me aburro.

Mi tía Francisca colocó en el centro de la mesa una enorme cazuela de arroz con leche.

–Deja en paz a tu madre que está contando una cosa muy interesante. ¿Cuándo viene tu prima Geli a Izarra?

–En agosto –respondí cariacontecida.

–Pues aguanta, que agosto llega enseguida... ¡Sigue lo que estabas contando, Brigida!

Mi madre me acarició la mejilla y prosiguió encantada su relato.

Yo ya me conocía la historia. La había escuchado docenas de veces en las situaciones más inverosímiles. Gregorio el padre de mi madre que era albañil y alcohólico, abría una zanja en el cementerio para enterrar a un vecino, cuando sufrió un infarto y cayó, precisamente en el agujero que había terminado de cavar. Al parecer también ese día estaba borracho.

–¡Mira, bien contento que se fue al otro barrio! ¡Ya me gustaría a mí! –gritó una vieja gorda con la cara muy roja.

–¡Pobre Gregorio, poco bien que le vendría el agujero que había hecho, seguro que diría ¡pues ya que me he tomado el trabajo, lo aprovecho yo! –apostillo otra que rebañaba su taza con deleite.

De pronto, por encima de la risotada general, se escuchó algo parecido a una sirena. Era un sonido urgente, una alarma intermitente y desafinada.

Después de unos instantes de desconcierto, mi madre se puso en pie como catapultada por una fuerza desconocida.

–¡¿Fuego?! Herrian sua dago!

Entre gritos, exclamaciones y ruidos de sillas que caían al suelo, salimos de la casa en desbandada. Fuera, un humo denso y espeso se extendía por todos los rincones. La humareda más negra provenía de las casas de arriba. Estoy segura que mi madre lo comprendió antes que nadie. Corrió en dirección al monte sin mirar atrás. Yo apenas podía seguirla.

–¡Amá, espérame! –gritaba, pero no parecía escucharme.

Llegó antes que nosotras. Era nuestra casa la que estaba ardiendo. Enormes lenguas de fuego, amarillas y naranjas ascendían por las ventanas de las habitaciones hacia el tejado, reventando los cristales y devorando sin compasión todo lo que encontraban a su paso. Era un espectáculo dantesco y fascinante al mismo tiempo.

–¡¡¡Jacinta!!! ¡¡¡Jacinta!!! –llamaba mi madre a gritos–. ¡¡Está dentro!! ¡¡Está dentro!! ¡¡Sacadla, por favor!! Mesedez! –gemía sin consuelo.

Ella era la única que lo sabía con certeza. Por eso lloraba con desesperación y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás cubriéndose la cara con las manos. Los vecinos también lo sospechaban. Jacinta rara vez salía de casa. No tenía hijos. Era una mujer solitaria y depresiva que vivía aislada del resto del mundo. El caserío Irureta, situado paradójicamente muy cerca de un viejo depósito de agua en desuso, era la última casa antes de iniciar la subida al monte Beriain.

Todo el pueblo acudió al lugar formando una cadena de hombres, mujeres y niños que lanzaban cubos de agua, manejaban extintores caseros o golpeaban frenéticamente las llamas más pequeñas con mantas humedecidas. Pero todos los esfuerzos fueron inútiles. La desgracia se consumó con una rapidez inaudita. ¡Qué fácil resulta destruir lo construido! A pesar de los esfuerzos y la eficacia de los vecinos, del caserío Irureta solo quedaron cuatro muros mordidos por el fuego y un montón de escombros humeantes.

Nadie se atrevió a entrar para buscar a Jacinta. En pocos minutos las llamas habían alcanzado tal fuerza y virulencia que hubiera resultado suicida intentar rescatarla. Al día siguiente se esperaba la llegada de un Juez de Pamplona que certificara la muerte y se procediera al levantamiento del cadáver. Mi madre y yo lo dimos todo por perdido. No teníamos más ropa que la que llevábamos puesta. Ni siquiera habíamos deshecho las maletas. Aquella noche, triste y sombría, la pasaríamos en casa de mi tía Francisca.

Genaro Zaldua, el ya viudo de mi tía Jacinta acababa de entrar en la cocina lívido y demudado. Se sentó junto a mi madre y comenzó a llorar silenciosamente. No se escuchaba su llanto, solo se percibía el rítmico movimiento de su pecho.

–Es una desgracia terrible, Genaro, mi pobre hermana... morir así, después de lo que ha sufrido en la vida –dijo mi madre dando rienda suelta a sus lágrimas.

Después de un largo silencio, en el que nadie habló, Genaro, salió por fin de su letargo.

–No la creí... No la creí capaz –murmuró entre nuevos suspiros.

Todos se volvieron hacia él, pero recuerdo perfectamente la mirada de mi madre.

–¿Qué quieres decir?

Genaro levantó la cabeza, tenía los ojos enrojecidos.

–Estaba desesperada y me dijo que iba a prender fuego a la casa.

–Horrek ezin du izan! ¡Mentira! Estás loco... –gritó Francisca.

Mi madre posó con fuerza la mano sobre el brazo de su cuñado.

–¿Por qué? ¿Por qué estaba desesperada Jacinta?

–¡Por el dinero! –exclamó Genaro levantando violentamente el puño en el aire.

Mi tía Francisca se acercó sin poder contener su rabia.

–¿Dinero? ¿Qué dinero? ¡Será el que no le traías tú a casa... o el que te gastas por ahí!

–Ixo! –gritó Genaro enfrentándose a ella–. ¡Qué sabrás tú... si no haces otra cosa que hablar mal de la gente y poner guerra en las casas!

Francisca movió la cabeza enérgicamente.

–¡Sinvergüenza! Lotsagabe! –dijo entre dientes.

Genaro se levantó con el gesto desencajado.

–¡Cuidadito con lo que dices!

Había más gente en la cocina que yo no conocía. Todos comenzaron a hablar a la vez. Era una sensación extraña y asfixiante. Me acerqué a mi madre buscando su protección, pero ella me apartó.

–¡Vete a la calle! –dijo indicándome la puerta de salida–. ¡No te quedes aquí!

Yo la miré sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo.

–¡No has oído...! ¡Vete!

Salí a la calle y eché a correr sin saber muy bien hacia dónde. Nunca había visto aquella mirada en los ojos de mi madre, ni siquiera cuando me reñía o me castigaba. Su expresión era totalmente desconocida para mí.

Cuando al final me detuve, estaba ya fuera del pueblo. Sin darme cuenta había llegado a una campa grande llena de arbustos donde algunas veces solíamos ir a coger moras.

Me senté sobre una piedra rectangular que aún conservaba el calor del sol. A pesar del olor a humo que se extendía por los alrededores, era un precioso atardecer de julio. “Pronto será agosto y ya quedan pocos días para que venga Geli al pueblo”, pensé. Era terrible lo que había ocurrido y sentía pena por la muerte de mi tía Jacinta, pero más pena me daban mis vestidos quemados y Bemba, una muñeca negra que dejé sentada sobre la cama apoyada en la almohada.

Yo fui la elegida

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