Читать книгу Yo fui la elegida - Begoña Ameztoy - Страница 4

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Pensé de nuevo en la dureza de la mirada de mi madre y fue entonces cuando recordé aquella conversación con su hermana Jacinta a nuestra llegada al caserío. Estábamos en la eskaratza. Ni siquiera habíamos entrado en la cocina. Mi tía me observó sin demasiado interés.

–Cuánto ha crecido la chica –dijo.

Al besarme sentí la repugnante humedad de sus labios mutilados. Giré la cabeza con disimulo para pasarme la mano por la mejilla.

–Sí, está muy maja... ¿Qué tal vosotros?

Jacinta se encogió de hombros.

–Bueno, mal... ya sabes... –esperó unos segundos para añadir–. ¿Cuánto has traído?

Mi madre agachó la cabeza.

–Cinco mil pesetas.

Jacinta desorbitó los ojos en un gesto de estupor que distorsionó aún más su terrible rostro.

–¡Solo cinco mil pesetas! Nora goaz horrekin!

–Eliseo ha tenido una mala racha... Ya sabes lo que es trabajar por tu cuenta.

Jacinta en un gesto de desesperación cruzó las manos sobre el pecho.

–Jangoikoa, Jesus, Ama ni!!!

Mi madre subió el tono de voz.

–¡A lo mejor a quien le tienes que apretar las tuercas es a Genaro!

Jacinta se revolvió como si le hubiera picado una serpiente.

–¡No señor, hace mucho que no apuesta en el frontón!

–¡Pues yo no tengo esas noticias!

Jacinta no respondió. Volvió a entrelazar las manos cabeceando despacio como si recitara una extraña letanía.

Después de un silencio tenso, mi madre dulcificó su actitud.

–¡Somos siete hermanos, Jacinta! Y unos pueden más que otros. Yo no te pido que me devuelvas esas cinco mil pesetas, sabes que te estoy agradecida, pero no he podido conseguir más. Pídele a Salomé, ella te puede dejar y cuando terminen las obras, poco a poco le vais pagando.

Jacinta no parecía escuchar, cabeceaba sin descanso.

–¡Cinco mil pesetas! –repetía– ¡Jesssúúússs! Nora goaz horrekin!

Claro, no iban a ningún sitio. Al final las cinco mil pesetas se quemaron dentro de la maleta de mi madre. Entonces comprendí la razón de su mirada. No era despótica ni distante. Era doblemente desesperada y angustiosa. Por su hermana Jacinta y por la pérdida de aquel dinero que tanto necesitábamos. Se lo preguntaría esa noche cuando fuéramos a dormir.

A pesar de lo alejada que estaba la campa en la que me encontraba, el olor a humo lo invadía todo. Miré de nuevo hacia el punto más distante que abarcaban mis ojos. Las primeras casas del pueblo de al lado, parecían más próximas de lo que en realidad estaban. Como la inmensa mole del monte Berian, tan lejos también y tan cerca. Suspiré enredada en mis temores y ensoñaciones, cuando me envolvió de pronto aquella brisa suave, no era fría, sin embargo, me hizo estremecer. Miré hacia atrás y entonces escuché sus voces. Decían mi nombre completo, muy suave como si lo tarareasen “Maaa-raaaa-viiii-llaasss”.

Me puse en pie de un salto mirando a mi alrededor. No había nadie... ¿Quién me llamaba?

Y otra vez, y otra... Fueron tres veces “Maaa-raaa-viiii-llaassss”.

–¿Quién es? ¿Quién me llama?

Pero nadie respondió. No tuve el impulso de huir, necesitaba saber lo que estaba ocurriendo. Recorrí el seto sintiendo los arañazos de las zarzas en la palma de mi mano. Entonces descubrí que entre los arbustos había un vacío, un orificio por el que se podía penetrar. ¿Pero a dónde? Lo inspeccioné despacio con la misma sensación de automatismo que muchos años después volví a sentir en aquel callejón de Oñate después de mi entrevista con Demetrio Araquistain.

Me agaché para atravesar el seto. Cuando me incorporé y levanté la mirada, lo que no pude ver fue lo más desconcertante. Era como si flotara en el vacío. Sin que nadie me lo dijera y sin que jamás hubiera oído hablar de conceptos tan elevados como el tiempo y el espacio, con ocho años comprendí que me encontraba en un lugar en el que no existía nada... Sé que es difícil explicar que “La Nada” existe y es un lugar fuera del tiempo y del espacio, pero es así.

La respuesta más inmediata llegó a la vez que la paz y la tranquilidad a mi ánimo. Mi respiración se ralentizó. Estaba dentro de un sueño. Pues solamente dentro de un sueño se puede vivir en el presente, en el pasado y en el futuro, incluso todo al mismo tiempo. Solo dentro de un sueño podemos respirar a través de branquias como los peces, o volar como las aves. Nos limitamos a decir que es un sueño, sin embargo, ese momento para el durmiente es tan real, tan angustioso o tan feliz como el que vive despierto.

–¡Hoolaaa! –¿Quiénes sois? –pregunté.

Estaba dispuesta a esperar su respuesta todo el tiempo que fuera necesario.

–No nos conoces. Ez, ez gaituzu ezagutzen –dijeron de pronto dos voces distintas.

Escuché paralizada, temiendo que cualquier movimiento pudiera modificar aquel fascinante escenario en el que me encontraba.

–Quiero veros.

–No puedes.

–¿Por qué no puedo?

–Porque aún no hemos nacido.

–Bueno, este nació y se murió –corrigió la segunda voz.

–¿Quién es este?

Eran voces armoniosas con una sonoridad cantarina.

–Un hermano tuyo que nació y se murió. Bai hori da. Nació y se murió. Jaio eta hil egin zen –repitieron como un latiguillo monocorde–. Dile quién eres –añadió la voz que parecía de más autoridad.

–Sí, dile cómo te llamas –insistió otra voz distinta.

–No puede decir cómo se llama porque se murió enseguida. No tiene nombre. Ez du izenik –respondió de nuevo la primera.

–Mentira –yo no tengo hermanos– protesté muy alterada.

–Tu madre no te lo ha dicho, pero tu hermano se murió.

No podía ser cierto ¿por qué mi madre no iba a decirme que tuve un hermano que había muerto?

–También sabemos lo que ha hecho tu tía Jacinta.

–¿Qué ha hecho? –pregunté sin disimular mi asombro.

–Ha quemado el caserío –respondió una voz musical desconocida hasta entonces.

–Bai. Jazintak erre du. Sí, Jacinta ha sido. Aún no ha venido, pero todos los muertos pasan por aquí –exclamaron dos voces al unísono.

–Y algunos se quedan para siempre –intervino de nuevo la voz de más autoridad.

–Sobre todo los que se han muerto como ella.

Calculé que había cuatro voces distintas, pero era imposible distinguir de dónde llegaban. Parecía que estuvieran en torno a mí, rodeándome.

–¿Por qué lo sabéis?

–Porque nosotros lo vemos todo, pero desde un sitio que tú no conoces y al que no puedes venir.

–¿O quieres venir? –esta vez era la voz de un niño muy pequeño, le costaba esfuerzo pronunciar las palabras.

–Si quieres te decimos cómo puedes venir –respondieron todas las voces a la vez–. Nahi izanez gero, esango dizugu nola etor zaitezkeen –repitieron a coro.

Entonces les creí. Creí que era cierto lo que decían y comprendí que me ocurría todo aquello porque yo era una niña especial y tendrían que pasarme esas cosas y otras y tendría que aprender a vivir con ellas. Fue entonces cuando sentí un miedo irracional. ¿Dónde querían llevarme? ¿Qué iban a hacer conmigo? Apreté los ojos y los puños con fuerza “tengo que salir de aquí, tengo que salir de aquí”.

Busqué a tientas, desesperadamente, el orificio por el que había penetrado en aquel lugar. Cuando abrí los ojos de nuevo, me vi fuera del seto y ya era de noche. Había entrado a media tarde y por la oscuridad del cielo debían ser más de las diez. Sin embargo, estaba segura de haber permanecido apenas unos minutos en aquel lugar. ¿Cuánto tiempo había transcurrido en realidad?

Se oían ladridos de perros y una voz fuerte y angustiada gritó muy cerca de mí.

–Aurkitu dute Jainkoari esker! ¡Aquí está, aquí está!

Todo el pueblo estaba buscándome. Vi llegar a mi madre, despeinada con gesto extraviado y los ojos arrasados en lágrimas. Se abalanzó sobre mí para abrazarme.

–Jainkoari esker! Mi querida hija. ¡Gracias a Dios! –repetía entre sollozos.

Yo intenté decirle todo lo que me había ocurrido en aquel lugar, hablarle de las voces de los niños, de mi hermano muerto, decirle que había sido la tía Jacinta la que había quemado el caserío. Pero fue inútil. Sentí que entre todos me llevaban en volandas hasta la casa de la tía Francisca. Me dieron un tazón de leche con Cola Cao, me pusieron una camiseta blanca de hombre que me llegaba hasta los pies y me llevaron a la cama.

–No quiero quedarme sola, amá –supliqué a mi madre que se arreglaba el pelo reflejada en el cristal de la ventana. Habían ocurrido demasiados acontecimientos aquel día. Tenía el rostro demudado.

–No te preocupes voy a cenar algo con la tía Francisca y vuelvo enseguida.

–Tengo algo que decirte –insistí.

Se sentó en la cama a mi lado y me acarició la mejilla.

–¿Qué pasa, bihotza?

–No sé, pero he hablado con unos niños en un sitio muy raro que me han dicho que tuve un hermanito y se murió y que el caserío lo ha quemado la tía Jacinta.

No pareció sorprenderse, pero tampoco esperaba que hiciera lo que hizo. Respiró hondo y cogió con fuerza mi cara entre sus manos.

–Escúchame bien –dijo con los labios apretados–. No quiero que te pase lo mismo que a mí. ¿Me has oído? ¿Me entiendes?

Yo apenas podía mover la cabeza.

–Sí –balbucí.

–No me importa a quién has visto ni lo que te han dicho. Olvídate de todo. Para siempre. Nunca más recuerdes lo que ha ocurrido hoy. Nunca más –repitió. Se levantó, apagó la luz y se marchó.

Me cubrí con las sábanas hasta los ojos. Era una noche calurosa de verano. Por la ventana abierta penetraba el olor a humo y se oía un lejano concierto de cigarras. Sé que mi madre volvió enseguida para acostarse a mi lado. Medio dormida la vi quitarse la ropa y enseguida sentí su cálido abrazo.

–Ya estás aquí, amá –susurré.

–Bai, bihotza, venga a dormir... ondo lo egin.

Si esperas hasta el final, es probable que la vida te conceda una segunda oportunidad. Pero mi tía Jacinta prefirió no arriesgarse por si la segunda oportunidad era aún peor que la primera. Sus restos carbonizados aparecieron entre los escombros. Imposible reconocer su identidad. Tal vez esa fue su verdadera intención al elegir aquella forma de morir. Odiaba el rostro deforme que el espejo le devolvía. Por eso decidió tomarse la justicia por su mano. Creía que ya nada podía esperar de la vida ni de nadie. No la juzgo, pero mi madre no merecía el desprecio que demostró por aquellas cinco mil pesetas que tanta falta nos hacían.

Mi segunda oportunidad tardó más de treinta años en producirse. Este es el único inconveniente. Para “Ellos” no existe el tiempo ni el espacio. Por eso nunca tienen prisa.

Las voces infantiles que me hablaron de niña eran las mismas que acababa de escuchar en un callejón perdido de Oñate. Solo se disiparon en el momento en el que sentí un punzante dolor en el corazón.

En el frío todo duerme. El calor despierta al frío, pero duele. Lo mismo que duele una pierna dormida y agarrotada cuando despierta. Mi memoria revivió aquel episodio de infancia en toda su magnitud. Mi mente lo había borrado premeditadamente. Pero todo lo espectral desaparece cuando la mente reconoce, comprende y asume.

Volví al coche, desistí de buscar un bar para tomar una cerveza, se me había pasado hasta la sed. Estaba tan desubicada que me costó encontrar la salida del pueblo. Cuando por fin enfilé la autopista, respiré. No puse música en el trayecto, cosa extraña. Necesitaba el silencio para profundizar en tantas y tan variadas emociones y en aceptar las que aún estarían por venir.

Bajaría a comer un plato combinado al Orly y después haría las fotocopias de los manuscritos de Oteiza. No me importaba entregar los originales a Demetrio Araquistain. Me seguía pareciendo un buen negocio canjearlas por el dossier de Herminio Etura. Estaba deseando conocer a Manay y empezar a escribir su historia.

Fui directa al último cajón de mi viejo secreter de madera de olivo inglés. Era algo incómodo pero valioso. Me había acompañado en todos mis traslados y le tenía cariño. Allí estaba la carpeta negra con una enorme pegatina blanca con su nombre en varios colores “O T E I Z A”. La abrí para cerciorarme de que todo estaba en orden. Lo primero que apareció ante mis ojos fue aquella carta de amoroso desamor. Me parecía escuchar su voz profunda y rota: “Mi querida y circular amiga, no encontraré las palabras para expresar el malestar de no querer verte...”.

Sonreí satisfecha. Joder, el fraile Araquistain, qué potra conseguir esos manuscritos a tan bajo precio. Él nunca podría rentabilizar el dossier de Manay, sin embargo, aquellos documentos de puño y letra de Jorge Oteiza tenían un gran valor, económico y sentimental. Se podía dar con un canto en los dientes. O pedrada en un ojo, que solía decir Miguel.

¡Miguel! Sonreí al recordarle y evoqué su sonrisa con una cierta melancolía. Creí que no le echaría de menos, pero había vuelto a equivocarme. Demasiadas cosas me recordaban a él. Si al menos pudiera saber cuándo le dieron de alta en el hospital y si había vuelto a su trabajo. Tal vez dejó la comisaría y aceptó ejercer de abogado como le habían propuesto. Lo cierto era que nunca puse tanto empeño en amar a un hombre como lo intenté con él. Quise utilizarle para encauzar definitivamente mi vida. Pero es un error depositar tanta responsabilidad en “el otro”. Cada cual, primero debe encauzarse a sí mismo y solo cuando eres autosuficiente, estarás preparado para emparejarte. Así el amor sería duradero. Pero el amor, como otras tantas emociones humanas, es, sobre todo, utilitarista. Decimos que amamos, pero es solo por interés. No amamos, amar es otra cosa. Decimos “te quiero” y es lo correcto, porque solo sabemos querer y queremos porque necesitamos a esa persona, porque nos gusta, nos apetece, nos conviene o nos interesa. Interés puro y duro que se enmascara y se oculta en eso que llaman “enamoramiento”.

En varias ocasiones llamé al inspector Arroiz para preguntar por la recuperación de Miguel, en ningún caso respondió a mis llamadas. Intenté enviarle mensajes, pero me había bloqueado en su wasap.

Iba a cerrar la carpeta y a colocarla en su lugar, cuando llamaron al timbre de la puerta. Instantes después sonaron unos rítmicos golpecitos. Solo Cloti, mi vecina, llamaba así.

A pesar de todo antes de abrir tuve la precaución de preguntar.

–¿Es usted, Cloti?

–Sí... hola Mara, te he oído llegar.

Traía un sobre en la mano.

–¿Es para mí?

La sonrisa se borró de su rostro.

–Sí, es del juzgado. Lo siento, yo no quería cogerlo, pero me ha dicho el chico que si no lo cogía te citarían por el boletín oficial y que era mucho mejor que lo cogiese. Yo también he tenido que firmar en un cuaderno que traía.

Parecía agobiada. Era una mujer mayor. Seguro que le había dado muchas vueltas a la parrafada que acababa de pronunciar.

Tenía aspecto de ser una desagradable sorpresa. No esperaba nada del juzgado. Miré el sobre timbrado con los oportunos garabatos de bolígrafo, la rúbrica sin duda del agente que lo había entregado.

–No se preocupe.

–¿Será muy grave?

La miré con simpatía. Cloti necesitaba saber de qué se trataba. Probablemente ella no había recibido una carta del juzgado en toda su larga vida. No podía dejarla a medias.

–Lo vamos a ver ahora mismo –dije rasgando el sobre. Saqué una cuartilla doblada y resoplé mientras leía ávidamente su contenido. La sección Segunda de la Audiencia Provincial de San Sebastián me citaba como testigo en la querella criminal presentada por D. Miguel Villalba Garrido contra D. Carlos Olaizola Sagües y dos intervinientes más.

–¿Qué? –preguntó con los ojos muy abiertos.

–¡Qué putada! –dije.

–¡Por Dios! No me asustes ¿qué es?

Chasqué la lengua realmente contrariada.

–¡Uf...! Lo que menos me esperaba, Cloti.

–¡Y yo lo he firmado! ¡A ver si ahora me van a complicar a mí la vida! –exclamó desolada.

Tenía ganas de cerrar la puerta y bajar a comer al Orly, pero antes se imponía tranquilizar a la vecina.

–A usted no le va a complicar la vida nadie. Y espero que a mí tampoco. Es un asunto que tenía pendiente, fíjese que precisamente hace un momento me estaba acordando de esta persona. De verdad, no se preocupe, Cloti, puede estar tranquila. Le dejo que me están esperando. Y muchas gracias.

–¡Ah, bueno! Qué susto. Vale, vale, Mara.

¡Qué curioso! Una vez más las casualidades se confabulaban para hacerme dudar si aquella evocación de Miguel que acaba de tener, era mero azar o un presentimiento, la anticipación de un episodio desagradable que iba a marcar un tiempo complicado.

Volví a leer el texto de la citación. Eran formulismos legales en aquella jerga rancia y anacrónica que tanto gustaba a la administración pública y a los leguleyos. Una querella criminal promovida por mi expareja Miguel Villalba contra Carlos Olaizola, otra pareja anterior mía. Eso significaba que existían pruebas de su culpabilidad, o al menos de su participación, en la agresión de la que Miguel fue víctima. La vista era el veintisiete de junio a las diez treinta horas. La única ventaja era que el palacio de la Audiencia estaba a treinta metros mal contados desde mi casa.

Ya eran las cuatro y media de la tarde cuando entré en la cafetería del Orly. Me instalé en la mesa del fondo dispuesta a comer cualquier cosa y largarme a hacer las fotocopias para el fraile. Después llamaría a Marcos, tenía que ponerle al tanto de mi decisión de escribir la novela de nuestra familia. No le iba a hacer ninguna gracia.

Me pedí un plato combinado, croquetas, patatas fritas, merluza rebozada y ensalada. De una vez por todas, estaba dispuesta a tomarme en serio el tema de la alimentación ayurvédica y me lo proponía cada día. Otra cosa distinta era que cumpliera mis propósitos. Al parecer mi prima Lorena, siguiendo los pasos de Naomi Campbell, ya había comenzado a consumirla y aseguraba que el tratamiento costaba una pasta, pero resultaba realmente milagroso. Aunque lo cierto era que entre mi prima Lorena y Naomi Campbell, a pesar de la alimentación ayurvédica, seguían existiendo sutiles diferencias.

Estaba terminando de comer y a punto de pedirme un cortado cuando me di cuenta que alguien me hacía gestos desde la puerta. Sin las gafas no podía distinguir su rostro, así que me limité a saludarla pensando que sería una conocida. Pero ella no se conformó con eso. La vi acercarse sin poder evitar un gesto de fastidio.

–¡Mara...! ¡Eres Mara Asparren!

Su cara se me hacía familiar, pero no conseguía ubicarla.

–Espera, eres...

–Sí, soy ¡Verónica! –exclamó.

–Claro... ¡Eso! Verónica Casariego.

Me levanté y nos besamos.

–Qué alegría encontrarte –prosiguió–. No sabía a quién pedir tu teléfono. Cambié de móvil y perdí tu contacto. He llamado a tu periódico, pero no me lo han dado. Dicen que no dan teléfonos privados de los colaboradores.

–Ya, es la norma.

–Es que leí tu columna donde hablabas de un bisabuelo tuyo que emigró a Filipinas y tu bisabuela Vicky y el joyero Cartier y la novela que quieres escribir.

No entendía a dónde quería llegar.

–Ah sí, claro.

–Es que verás mis abuelos y mis padres han vivido en Manila muchos años. Mi abuelo era embajador y mi padre, que ya sabes que es filipino, tenía una empresa de barcos. Precisamente el otro día estuvimos en casa de mi abuela viendo cantidad de fotos de gente de allí. Oye, si necesitas cualquier cosa... Mara, me encantará ayudarte.

Aquel sí que era un buen augurio. Tal vez pudiera contrarrestar la putada de la citación de la Audiencia.

–No me vendría mal. Estaba a punto de tomar un café. ¿Quieres acompañarme?

Movió la cabeza enérgicamente.

–Qué pena, ahora no puedo –sacó el móvil de su bolso con rapidez– dime tu número, te hago una llamada y quedamos cuando quieras.

Al día siguiente tenía que recoger el manuscrito de Herminio Etura. Calculé que en uno o dos días podría leerlo y tendría acceso a una información de Manay, de Liu Xinjiang y de otras personas relacionadas con la clase social alta de aquella época. Sin duda la misma o parecida a la que pertenecía la familia de Verónica Casariego.

–Genial. Yo por mí esta misma semana, Vero.

–¡Ah! Es verdad, no me acordaba que me llamabas Vero. Pues encantada, qué ilusión me hace. Mira, te estoy llamando.

Después de comprobarlo, deslicé el dedo sobre la pantalla para colgar.

–¿Qué te parece el viernes por la tarde?

Lo pensó un segundo.

–Perfecto, viernes por la tarde, te lo reservo. Llámame.

Nos besamos otra vez. Cuando desapareció, me asaltó el recuerdo del inspector Matías Arroiz despidiéndose de mí, seis meses atrás, en aquel mismo lugar a solo dos mesas de distancia de donde me encontraba. Cuando le confesé que había decidido no ir al hospital a ver a Miguel ni continuar mi relación con él, me devolvió una mirada de infinito desprecio antes de decirme: “Lo siento, me había equivocado. Es usted mucho peor de lo que pensaba”.

En aquel momento sus palabras me impactaron y lloré amargamente en el baño de la cafetería. Arroiz era un tipo pétreo y desagradable con una historia de divorcio muy dura a sus espaldas. Se veía reflejado en la experiencia de Miguel y por eso jamás me perdonaría.

Volví a casa para dejar la carpeta y las fotocopias y me senté en mi sillón favorito. Una pequeña butaca frente a la ventana de mi habitación, desde la que se divisa una minúscula porción de mar y dos grandes rocas bajo el Aquarium donde rompen las olas.

Estaba demorando la llamada a mi primo. Ni siquiera había decidido qué iba a decirle. Pero en cualquier caso sería cordial con él. Nunca olvidaba que Marcos y Antoine eran socios.

–¡Hola, Marcos!

–¡Ya era hora de que me llamaras, prima!

Parecía eufórico, seguro que se había pillado nueva novia.

–No te he llamado antes porque he estado muy liada y además ya sé que Antoine te ha puesto al día de todo.

–Ya, bueno, pero la versión femenina siempre es más certera y detallista.

Por supuesto empezaría con París y Cartier y terminaría con Filipinas y Manay ¿o tal vez al revés?

–El viaje muy bien. Antoine es un espléndido cicerone y fíjate que hace quince días que hemos vuelto y ya quieren que vayamos otra vez.

–Ja, ja –rio encantado–. Es una magnífica idea. Además, le viene bien a Antoine, tiene negocios en París y suele ir a menudo.

–Bueno, ya se verá. Yo también estoy liada ahora –hice unos segundos de pausa–. Por fin voy a empezar a escribir el libro.

Se hizo un breve silencio.

–¿Ah, sí? ¿Y vas a hablar de los Cartier?

–Sí, claro. Aunque no serán los personajes más importantes.

No le interesaba mi comentario.

–No creo que a ellos les guste.

–¿Y qué?

–Pues no sé, ahora que hemos tomado contacto.

–Te lo he dicho, Marcos, no hay nada que rascar.

–Es posible que tengas razón. Lo que pasa es que tampoco me apetece que escribas la historia de nuestra familia.

Sabía que era eso lo que realmente le desagradaba.

–Lo siento, Marcos, también es mi familia y a mí sí me apetece.

Respiró hondo junto al teléfono. Quizás contara hasta diez antes de responder. Prefirió echar balones fuera. Ya tendríamos ocasión de profundizar.

–¡Qué increíble la historia de Vicky! Os dijeron que era bailarina y conoció a Cartier en un night club, ¿no?

–No es cierto, no era un night club público, era una sala privada, muy restringida. Vicky conoció el mismo día a Cartier y a un marajá indio. Y no fue Cartier, sino el marajá quien esa primera noche ya le regaló un broche alucinante. Tal vez por eso al principio se enrolló con él y fueron juntos a Londres.

–¿Y Cartier?

–Dejaron de verse ese mismo día. Tardaron meses en encontrarse otra vez en una fiesta de la embajada india en Londres.

Calló de pronto, no sabía cómo formular la siguiente pregunta.

–¿Y lo de que la bisabuela Victoriana era médium? ¿Tú te lo has creído?

Me fastidió el comentario. Daba por hecho que yo era una persona crédula y poco exigente.

–Igual Antoine se lo ha creído más que yo.

Forzó una risa artificial.

–Ja, ja... solo te he preguntado.

–¡Uf! Hay mucho qué hablar de eso.

–Fantástico ¿entonces cuándo vienes a comer a Zarautz?

–¿A tu casa?

–No, podemos ir a Bedua. Lorena con su marido, Antoine y tú... y yo con Leire –carraspeó antes de añadir–. Así os presento oficialmente a mi novia.

–¡Ahhh! ¿Se llama Leire?

–Sí... ja, ja.

–¿Qué tal es?

–Muy guapa.

–¿A qué se dedica?

–De momento a nada, solo a mí.

–Estoy segura que lo dices de verdad.

–Pues claro.

–No me extraña. Qué moro eres, tío. Bueno, si ella está de acuerdo. Vale, primo, me alegro.

Mi primo es mi primo y le quiero, pero eso no significa que no sea un tontolaba. Y encima se cree el “capo” de la familia. Solo me faltaba aguantar sus chorradas. Como si no tuviera ya bastantes problemas. Demasiados. El último, comparecer como testigo en un juicio. Probablemente a propuesta del inspector Arroiz. Supe que me detestaba desde el primer día que me vio. Tendría que consultar con un abogado la posibilidad de negarme a ir. No me interesaba revolver todo aquello y enfrentarme a Carlos y a Miguel ¡oh Dios! Ver otra vez a Carlos con su odiosa sonrisa de machista prepotente, como si dijera: “Al final caíste en la trampa, tía. Te pasé por la piedra sin ningún esfuerzo. ¿Lo ves? Te conozco muy bien”. Carlos siempre será un canalla. Aunque en el fondo preferiría enfrentarme a él, antes que soportar la mirada acusadora de Miguel, su decepción y su tristeza. Sí, le puse los cuernos, le engañé, tenía miedo, soy cobarde, es difícil de explicar.

Si las entidades cósmicas se apiadasen de mí, daría cualquier cosa a cambio. Hasta podría dejar de ver a Antoine y empezaría una vida tranquila y ordenada junto a Miguel, sin ambiciones ni fantasías que jamás se van a cumplir. Me casaría y tendría hijos. Seguro que con Miguel hubiera tenido al menos un hijo. Ser madre con cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años ahora es algo muy normal.

Busqué en internet el teléfono de la Ertzaintza. Tenía en mis contactos el móvil personal del inspector, pero me mantenía bloqueada. Llamaría a la centralita y pediría que me comunicaran con su despacho.

–Egun on! Ertzaintza komisaria, bai, esan?

–Egun on, ¿me pasa por favor con Matías Arroiz?

–Sí ¿de parte de quién?

Le daría de su medicina. Recordé a mi vecina Cloti entregándome la citación del juzgado.

–Mire, soy una vecina suya y viene un mensajero con un paquete para él. Quiero preguntarle si debo recogerlo.

Cuanto más absurda y estúpida sea la mentira, más te van a creer. La recepcionista no la puso en duda. Al momento escuché su voz al otro lado. Desde luego Arroiz no se la había creído.

–¿Quién llama? –preguntó con su voz agria de siempre.

–Soy Mara Asparren, por favor no me cuelgue.

Lo que no esperaba era que fuera yo. Transcurrieron varios segundos de lento y espeso silencio.

–¿Qué quiere?

–Darle las gracias por citarme como testigo en el juicio de Miguel ¿por qué lo ha hecho?

Me pareció que le sorprendía mi comentario.

–Tengo mucho trabajo para atender llamadas estúpidas.

–Le advierto que voy a testificar todo lo que pasó.

–Supongo que para eso le han citado. Y le recuerdo que será bajo apercibimiento de perjurio.

No tenía nada que hacer con él. Por lo menos intentaría informarme qué ocurriría en caso de que no acudiese.

–No podré ir, el día 27 de junio estoy en el extranjero.

Escuché una especie de sonrisa sarcástica.

–Pues tendrá que pedir a cualquiera de sus amigos macarras que le traigan. Si no acude, yo mismo me encargaré de denunciar ante la Sala su mala fe. Se le pondrá en busca y captura y podría ser conducida por la fuerza.

–Escuche inspector...

–No tengo nada más que escuchar...

–¿Está Miguel trabajando con usted?

–Déjele en paz, bastante daño le ha hecho.

Inmediatamente después sonó una señal intermitente. Había colgado el teléfono.

Podía intentar llamar a Miguel. Esa era mi divisa: no darme por vencida jamás. Sí, le llamaría. Al menos para saber si estaba incorporado en su trabajo. Tal vez ya ni siquiera vivía en San Sebastián.

Marqué de nuevo el teléfono de comisaría.

–Egun on! Ertzaintza Komisaria, bai, esan?

Seguro que no era necesario, pero imposté la voz.

–Hola, por favor, me pasa con Miguel Villalba.

Contuve la respiración.

–¿De parte de quién?

Sentí cómo se me aceleraba el pulso. No estaba segura de ser capaz de hablar con él.

–De parte de Carmen, gracias.

–Un momento, por favor.

Comencé a contar los segundos compulsivamente, solo lo hacía en situaciones límite. En qué número saltaría la banca... uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... nueve...

¡Nueve! Era su voz y mi número de la suerte...

–Sí, dígame.

No pude responder...

–¿Quién es, dígame! –esperó unos segundos antes de añadir: ¡No conozco a ninguna Carmen! ¿Quién es usted?

No pude, no podría. Me tapé la boca con la mano para no sucumbir a la tentación.

–¿Quién es? –insistió tal vez comprendiendo que fuera yo, temiéndolo, deseándolo, ¿cuáles serían sus sentimientos hacia mí, sus emociones?

Podría decirle: “Lo siento, no tenía ninguna intención de complicarte la vida y mucho menos de hacerte daño. O que alguien te hiciera daño por mi causa. Te he querido como seguramente no he querido a ningún hombre y ahora mismo dejaría a Antoine y volvería contigo. Quiero que sepas que siento nostalgia de ti, que muchas veces me acuerdo de nuestros paseos, de tu risa contagiosa y de cuando hacíamos el amor, Miguel”.

Pero no dije nada de eso. Iba a cortar la comunicación cuando comprendí que él se me había adelantado. Miguel colgó el teléfono antes que yo. Tal vez esa era también su respuesta.

Sí, quizás sospechó que era yo la que estaba al otro lado. Esas cosas se intuyen. El instinto percibe mucho más de lo que podemos llegar a imaginar. Curiosamente, me sentí algo humillada, pero no dolida, incluso podría comprender que hubiera colgado el teléfono.

Tenía razón Stephan Zweig cuando dijo: “No podré olvidar mis faltas mientras otro ser humano se acuerde de ellas”. Seguro que el escritor también vivió una situación así. Estas frases solo se te ocurren cuando algo te hace reflexionar. En cualquier caso, Zweig es un autor de culto y siempre quedas bien citándole.

No significa que no crea que pedir perdón exorciza el daño y redime la culpa. Lo creo firmemente. Por eso, además de pensar en Miguel también recordé a Olga. No me había portado bien con ella. Su amistad y su ayuda fueron vitales para mí. Quizás entonces no quise reconocer que sentí rabia o envidia porque después de haber dejado plantado a mi primo Marcos encauzara su vida con su exnovio el fiscal. Sí, tal vez esa fuera la razón. Una actitud miserable por mi parte.

Merecería que no apareciera otra “contactada” en mi vida, hasta que no me disculpara con Olga. Sospechaba que “Ellos” estaban muy hartos de mí y no iban a consentirme muchos errores más.

Dormí inquieta aquella noche. Cuando desperté mi mente estaba en blanco. No tenía el mínimo vestigio, ni el más vago recuerdo de haber soñado. Solo al final, en esa especie de duermevela cerca del despertar, llegaban a mi memoria dos imágenes. Una mujer vestida de negro, que no era mi abuela Úrsula, y unas habitaciones en una casa grande en un lugar desconocido. Que tampoco eran Izarra ni la casa de Amets. De la mujer no conseguía ver su rostro, pero se trataba de una presencia desagradable con una gran carga negativa. Como si fuera el negro presagio de que se acercaba una época difícil.

Necesitaba relajarme. Saldría a dar un paseo por la playa. Mejor pasear por la playa que comer chocolate compulsivamente intentando distraer la ansiedad. Esperaba la llamada de Demetrio Araquistain precisando la hora de la cita de la tarde. Todo lo que deseaba en aquel momento era tener en mis manos el manuscrito de Herminio Etura y descubrir la fascinante historia de Manay.

Caminé a buen paso por el paseo de Miraconcha que llega al palacio Miramar, después bajé hasta Ondarreta y me detuve en el pequeño jardín de la estatua de la reina. Siempre me pareció un lugar especial. Me senté a fumar en un banco solitario de espaldas al paseo. Encendí un cigarro disfrutando a conciencia la primera calada. Después saqué el móvil para repasar los últimos wasaps de Olga. No dejaba de pensar en ella. Fue entonces cuando vi las llamadas perdidas y los mensajes. Uno de Jaume, mi representante ¡y el otro de Carlos!

Me dio un vuelco el corazón. ¿Qué quería decirme? Mi primer impulso fue devolverle la llamada inmediatamente, pero me contuve intentando decidir cuál sería la manera más apropiada de dirigirme a él. No había vuelto a verle desde la noche que pasamos juntos en el chalé de Santander. Sin duda su llamada tenía que ver con el juicio en el que íbamos a comparecer, él como acusado y yo como testigo. Pero estaba tan impaciente por conocer más detalles de aquel asunto, que no lo pensé demasiado.

Presioné la tecla de rellamada con una inquietud creciente. Debía estar pegado al teléfono porque no tardó ni un segundo en contestar.

–¿Cómo estás, churri?

Su tono era el de siempre, chulesco y prepotente, pero no iba a conseguir amilanarme. Ni siquiera respondí a su saludo.

–Me han citado como testigo en tu juicio –dije intentando marcar distancias.

–Sí, ya lo sé, te ha citado mi abogado.

Aquello era demasiado.

–¡¡¿Tu abogado?!! ¡Pero por qué! ¿Qué coño quieres ahora?

–Ja, ja, ja... No me lo pongas tan a huevo ¿hace falta que te responda?

Ya era demasiado tarde para rectificar.

–¿Qué quieres? ¿Qué tengo que ver yo con tus mierdas?

–Tienes mucho que ver ¿o has olvidado que hiciste de intermediaria en la venta de los coches?

–¿Pero qué dices? Ese no es el tema. El tema es la querella que te han metido por la agresión que sufrió Miguel Villalba.

–¡Ah sí, tu novio! –Hizo un paréntesis para echarse a reír de nuevo. –Bueno, tu exnovio ya ¿no? Me han dicho que se enteró que le pusiste los cuernos conmigo y te ha dejado apeada.

–Eres un cabrón, tío. Te voy a colgar el teléfono.

–¿A que no lo cuelgas?

–¡A qué sí! –dije presionando la tecla de fin de llamada.

También era demasiado tarde para rectificar.

De inmediato volvió a sonar. Descolgué esperándome lo peor. Su actitud era totalmente distinta.

–No vuelvas a hacerlo –dijo entre dientes.

–Y tú no seas tan chulo.

Hizo un breve silencio.

–Te espero esta tarde en el Udaberri a las siete. No puedo explicarte nada ahora. Más vale que aparezcas.

Conocía ese tono de voz. Sentí miedo, pero necesitaba saber lo que estaba tramando. Procuraría que la cita con Demetrio Araquistaín fuera lo más pronto posible.

–No puedo a esa hora.

–¿Cuándo puedes?

–Hacia las ocho.

–Está bien. A las ocho.

Aplasté contra el suelo el cigarro a medio consumir antes de colgar.

Carlos Olaizola era un tipo altamente tóxico. Podías notar cómo te robaba energía cada vez que lo tenías cerca. Necesité tomarme un largo respiro antes de escuchar el audio que me enviaba mi representante, por wasap.

“Ascolta nena. ¿Com va tot? Tengo varias cosas para ti que no vas a poder rechazar. Llámame, ¡joder! Y a ver si coges el teléfono cuando te llamo”. De despedida, dos emoticonos: una mierda con ojos y el signo de la victoria. Ese era Jaume.

Fue una tarde frenética. Supuse que la entrevista con Demetrio Araquistain sería un trámite rápido. Intercambiaríamos los respectivos manuscritos y poco más. Pero ninguna de las dos entrevistas transcurrió según mis previsiones. En cuanto a la de Carlos, ni en el peor de los supuestos podía imaginar que aquel miserable intentara sobornarme con algo tan ruin. Pero él tampoco imaginaría que yo estuviera dispuesta a todo. Mucho antes de nuestro encuentro, comencé a perfilar una estrategia, y si para llevarla a cabo pudiera conseguir la ayuda que necesitaba, daría con sus huesos en la cárcel.

Demetrio Araquistain llegó eufórico a la cita. No podía disimular la satisfacción que le producía el negocio que estaba a punto de cerrar. El lugar elegido me pareció muy poco apropiado para un fraile tan intelectual y austero como él, pero no era el caso de poner obstáculos.

–Entonces –pregunté algo sorprendida–: ¿En la puerta del hotel de Londres... o dentro en la cafetería?

Pareció que dudaba un instante.

–Bueno, de momento quedamos en el hall del hotel. Luego ya veremos. ¿Tiene los manuscritos en su poder?

–Sí, claro.

Hablaba como si no pudiera evitar sonreír.

–Perfecto. Yo llego en cinco minutos. A las seis y media en punto estoy ahí.

Me senté a esperarle en el coqueto hall del hotel. Estaba intentando resolver qué haría con el dossier que el fraile me iba a entregar para no llevarlo a mi cita con Carlos, cuando sonó mi móvil. En el visor salió la foto sonriente de mi prima Geli. Tenía que ser algo importante para que me llamara desde Berlín.

–¡Hola, Geli, que sorpresa!

–Hola Maravi, lo siento, no te has enterado ¿verdad?

Me puse en guardia. No creo que pudiera soportar una sorpresa más.

–¿Enterarme de qué?

–Ha muerto Ascensión –dijo en un susurro.

¿Ascensión? Necesité algunos segundos para comprender lo que me decía.

–¿Qué Ascensión? ¿La de la residencia de Irún?

–Pues claro –respondió sorprendida.

No supe si debía mostrar tristeza o alegría.

–¡Ah ya! Pobre vieja ¿y cuándo se ha muerto?

No respondió a mi pregunta.

–Me han dicho los de la residencia que un par de días antes de morir les entregó una carta a tu nombre.

–¡¡¿Quééé?!!

–Sí, como no les dejaste ningún teléfono me han llamado a mí.

–¿Una carta?

–Sí, es un detalle ¿no?

Ya era hora de que Geli supiera quién era realmente Ascensión. ¡Claro! Entonces lo comprendí. Era ella la vieja que apareció en mi sueño. Una mujer sin rostro vestida de negro en una casa grande. Volvía del reino de los muertos para atormentarme.

–¿Cuándo murió? –volví a preguntar.

–Hace dos días.

–Sí, exacto, hace dos días.

–¿Qué pasa?

No tenía por qué decírselo, pero cada vez era más consciente de lo poco que me importaba lo que pensaran los demás.

–Esta noche he soñado con ella y ahora entiendo por qué... Estaba muerta y venía a intentar joderme un poco.

–¿Pero qué dices, Maravi?

–Me da igual lo que pienses. Ascensión era una bruja.

Se quedó callada esperando una explicación, cuando descubrí el orondo perfil de Demetrio Araquistain entrando en el hotel con una carpeta bajo el brazo. Me hizo el gesto de que siguiera hablando tranquila.

–¡Qué dices! –repitió Geli sin salir de su asombro.

–No puedo explicártelo ahora. Me están esperando. Ya te contaré.

Pero ella no estaba dispuesta a que la dejara así.

–No importa quién te espere, oye... dime algo.

Me levanté del asiento y saludé al fraile con la mano. Después me di la vuelta para seguir hablando en voz baja.

–No tienes ni idea de cómo era. En Goñi la odiaban, la echaron del pueblo. Ni te imaginas cómo puteó a mi madre, era malísima y todo el mundo lo sabe.

–¡No me lo puedo creer!

–Lo que oyes... Y más cosas que me he enterado y no puedo decirte ahora.

–¡Luego me llamas! –exclamó a la desesperada.

–No, luego no puedo, estoy súper liada. Te llamaré por Skype cuando recoja la carta. Adiós, prima, un beso.

La escuché decir.

–¡Pero oye!

Me volví hacia Demetrio Araquistain que esperaba sonriente.

–No tengo prisa, Mara, no se preocupe.

No sé por qué lo hice. Tal vez porque inconscientemente sé que nunca nos encontramos con nadie por azar. Que unas personas nos llevan a otras. Que siempre hay que estar alerta.

–Ya, muchas gracias –dudé un instante antes de continuar–. Es que me ha llamado una prima para decirme que un familiar nuestro había muerto.

El fraile asintió con expresión seria.

–¡Ah! Vaya, lo siento.

–No lo sienta, era una vieja bruja, que hizo mucho daño a mi familia... Y por cierto anoche soñé con ella. Ha sido una premonición.

Demetrio arrugó la nariz y echó los labios hacia delante.

–Muy interesante –dijo cabeceando. Después me invitó a sentarme de nuevo–. Espere un momento, por favor, ahora vuelvo. Voy a reservarme habitación para esta noche.

No pude evitar un gesto de sorpresa.

–¿Aquí, en el Londres?

–Sí, vengo a menudo –sonrió–. Tengo una cena y no quiero volver a Oñate de noche.

Vi con cuanta cordialidad le saludaban en recepción. Al momento, regresó.

–Bueno, todo arreglado –dijo sentándose frente a mí–. Cuénteme, me interesa mucho.

–¿Ah sí? ¿Por qué?

Respiró hondo y dejó la carpeta sobre la mesita central.

–Ya ve que he cumplido mi parte del trato.

–Yo también –dije señalando los manuscritos.

Comprendí que su mirada había cambiado. Ya no me observaba con suspicacia, sino con curiosidad. Probablemente había preguntado por mí en la fundación Oteiza. La respuesta, aunque contradictoria, seguro que no había sido del todo desfavorable.

Se arrellanó en el sillón.

–Claro que me interesa lo que me acaba de decir. O sea, que piensa usted que tiene alguna facultad adivinatoria.

Me eché a reír.

–Bueno, no sé qué significa esa pregunta. En todo caso es demasiado general ¿no cree?

Abrió los brazos en el vacío.

–Puede responderme lo que quiera.

Nos miramos en silencio. Un fraile dominico, capaz de alojarse en el hotel de Londres y admirador de Jorge Oteiza, tenía que ser un tipo especial.

–Sí, es posible que tenga algún tipo de intuiciones o premoniciones. No es tan extraño, mucha gente las tiene.

Asintió de nuevo. Como si quisiera demostrarme que era capaz de escuchar sin un gesto de sorpresa cualquier secreto que deseara confiarle.

–Muy bien, la creo. Entonces...

Resoplé demostrando la pereza que me producía comenzar un relato pormenorizado de mis singulares características.

Parecíamos entendernos solo con la mirada. Ojalá cualquiera de mis novios hubiera tenido su perspicacia.

–Solo necesito un relato sinóptico. Cuatro pinceladas –añadió intentando darme ánimos.

Acepté su reto.

–Está bien –me detuve observando con aparente interés un platillo art decó que adornaba la mesa–. ¿Cuatro pinceladas? Ahí van y por este orden: En ocasiones veo muertos, que diría el amiguito de Bruce Willis, a menudo oigo voces, y eso que no soy nada cotilla, “los sueños de cuarta dimensión” para mí son pan comido... y además me creo una elegida –bueno rectifiqué–, más que una elegida, una protegida. La inteligencia cósmica vela por mí.

Me miró despacio encajándose las gafas en el puente de la nariz.

–¿No es lo mismo una elegida que una protegida? –preguntó como si fuera la única precisión importante.

–No –respondí tajante–. Una elegida corre el peligro de morir en el intento, de perderse por el camino, de no encontrar la salida. Los “protegidos” tenemos un contrato blindado, un plus. “Ellos” –hice un paréntesis algo teatral–, imagino que cuando digo “Ellos” sabe que lo hago por abreviar. Pues bien “Ellos” se comprometen más con nosotros. No pueden permitirse el lujo de perdernos.

Demetrio Araquistain carraspeó y volvió a hacer aquel gesto de arrugar la nariz y echar los labios hacia delante. Era un gesto que repetía a menudo.

–¿Y qué me dice de los sueños de cuarta dimensión? ¿Por qué los llama así?

Respiré hondo.

–¡Uf! Si nunca los ha tenido, es largo de explicar.

–¿Lo intentamos otra vez con cuatro pinceladas?

–Vale –sonreí–. En realidad, son estados de conciencia que se pueden alcanzar por la ingesta de algún tipo de alucinógenos... O porque el individuo esté mentalmente adiestrado o inducido a partir de regresiones, hipnosis, etc. En mi caso no necesito nada. Solo dormir y soñar. En este caso la realidad y el sueño constituyen la misma unidad, participan de la misma experiencia vital. Dentro del sueño, sueñas y despiertas. Los sufíes dicen: “El que sueña que sueña... despierta” –le observé despacio sabiendo que me comprendería–. Es decir, despierta a otra dimensión, a una realidad superior, espiritual, trascendente.

El fraile permaneció en silencio unos instantes como si necesitara ordenar los elementos de un puzle. Después repitió de nuevo el gesto de ajustarse las gafas y echar los labios hacia adelante.

–Me han hablado de usted esta tarde –confesó.

–Ya me lo imaginaba. Su actitud conmigo es diferente a la de ayer.

–¿Ah sí? ¿En qué sentido?

–Parece que está algo desconcertado. Intenta saber que hay en mí de verdad y de mentira. Le han dicho que tengo una buena trayectoria profesional. Y, por otra parte, aunque parezca que puedo estar pirada, tengo un discurso bien estructurado y coherente y lo más importante –moví la cabeza afirmativamente– Oteiza no solo era inteligente, sino muy listo. Muy zorro, jamás hubiera dado crédito a una trepa, a una buscona o a una pirada.

Nuevo silencio breve cuajado de interrogantes.

–Es una buena respuesta.

–Ya lo sé.

–¿Cuándo podemos vernos otra vez? –preguntó sin rodeos–. Yo también estoy en posesión de alguna que otra característica singular que le puede interesar conocer.

–Estoy segura.

–Esta noche ceno con personas muy piradas y muy especiales. Un cabalista, algún exorcista, un par de médiums y otra gente de mal vivir.

–Me encanta la gente de mal vivir.

–Me alegro mucho Mara. Entonces –preguntó adelantándose en el asiento–. ¿Hacemos el trueque?

–Sí –respondí sonriendo.

Intercambiamos las carpetas.

–Yo también he hecho fotocopias del manuscrito de Manay –precisó.

–Está bien. Por cierto, creo que voy a dejar la carpeta en la caja fuerte del hotel. Ahora tengo otra cita y no quisiera perderla.

–Perfecto. Se la guardarán encantados –no pudo ocultar el brillo de su mirada detrás de las gafas. Tal vez intentando imaginar quién sería mi próximo interlocutor–. Usted me dio su tarjeta y yo ahora le doy la mía. Llámeme, me gustaría que siguiéramos en contacto.

Sabía que Carlos me haría esperar un buen rato y no me equivoqué. Llegó pasándose la mano por el pelo, demostrando que pensaba dejárselo crecer como a mí me gustaba. Por si tuviera alguna duda, en aquel momento comprendí la repugnancia que me inspiraba cada uno de sus gestos. Hacia él, por lo que era y hacia mí misma, por haber soportado tanto tiempo a un tipo tan mediocre y vulgar.

Estas certezas ocurren así, de pronto, como siguiendo el compás de un chasquido de dedos.

–Es imposible aparcar en esta puta ciudad –dijo sentándose frente a mí–, Jodé macho, jodidos gabachos, todos los parkings petaos –murmuró.

No pensaba darle tregua y siempre que pudiera evitaría mirarlo a los ojos. Yo tampoco le saludé.

–¿Qué es lo que tienes que decirme?

Sonrió echándose hacia atrás.

–¿Quieres entrar directamente a matar, o qué?

Consulté mi reloj.

–Perdona, no tengo mucho tiempo. Han convocado reunión de vecinos y ya llego tarde.

–¡Hombre! Qué tal sigue Cloti.

Me encogí de hombros.

–Muy bien, te pido por favor que esto sea un trámite rápido.

Carlos Olaizola soportaba muy mal que le marcaran los tiempos, pero al parecer se había propuesto no ser tan desagradable como de costumbre.

–Vale, como tú quieras.

–Te escucho –dije.

Me observó en silencio largos segundos.

–Necesito que testifiques en el juicio que pasaste conmigo la noche del veinticuatro de diciembre.

Me quedé paralizada. Esa fue la noche de la brutal agresión a Miguel. Eso significaba que Carlos temía que existiera alguna prueba que pudiera implicarle. Tenía que mantener la calma y pensar con rapidez. Por eso fingí no haber comprendido su propuesta.

–No sé de qué va esto, pero no te entiendo.

De pronto se levantó y se acercó a la barra. Le oí pedir: “Ponme un pelotazo de Hendrix bien cargado”. Esperó allí mismo a que se lo preparasen y volvió a la mesa.

–¿Has tenido tiempo de pensar? –preguntó bebiendo un trago largo.

–No voy a testificar eso.

Se encogió de hombros.

–Vale. Atente a las consecuencias.

Todas mis intenciones de no mirarle a los ojos se fueron al traste.

–¿Qué consecuencias?

Estaba nervioso, inquieto. Se acercó la copa a los labios.

–Tengo unas fotos tuyas –comentó. Después bebió de nuevo compulsivamente, como si quisiera emborracharse con rapidez.

–¿Qué fotos? ¿De qué me hablas?

Se adelantó en el asiento para sacar la cartera del bolsillo de su pantalón. La abrió y buscó con torpeza en el compartimento de los billetes.

–Estas –dijo mostrándomelas.

Eran tres fotos que fue pasando como las cartas de una baraja. Tendí la mano, pero él las retiró impidiendo que las cogiera. A simple vista era un montaje obsceno. Una pareja en la cama imitando posturas de un kamasutra doméstico.

Por supuesto no era yo. Era una mujer más o menos parecida a mí. Larga melena oscura y complexión delgada.

Bebí un pequeño sorbo de cerveza intentando disimular mi rabia y mi inquietud. Lo importante era demostrar aplomo y seguridad.

–No pensaba que fueras tan estúpido. El montaje es muy burdo.

Él sonrió.

–Es posible, pero mientras quieras aclarar que no eres tú, calcula la cantidad de gente que las puede ver en Internet con tu nombre debajo.

La situación era complicada y podía complicarse mucho más. No valía cualquier respuesta. Sin embargo, algo no encajaba. Sin duda el montaje era muy burdo, pero Carlos Olaizola no era ningún estúpido. Tal vez aquellas fotos no se hicieron para colgar en Internet, sino exclusivamente para amedrentarme. Lo que él esperaba era que yo le creyera capaz de hacerlo y accediese a sus pretensiones. Tal vez guardara otra amenaza en la manga.

–¿Y por qué no le pides que testifique a la tía de las fotos?

Se echó a reír pasándose de nuevo la mano por el pelo.

–Porque tú tienes más credibilidad y más caché ¿no? A ella igual no le creerían... pero a ti, sí.

Yo misma me sorprendí pensando en recurrir de nuevo a Miguel y al inspector Arroiz. El chantaje no solo era una excusa perfecta para llegar a ellos, sino para intentar acabar para siempre con el canalla miserable que tenía enfrente. Cuanto más le miraba, más decidida estaba a cargármelo. Una y otra vez volvía a sentir tanto desprecio por él como rabia hacia mí misma, por haberme sentido atraída en algún momento por un tipo tan absurdo y patético.

–Supongo que sabes que esto te puede salir de culo.

Movió la cabeza categóricamente.

–No, porque no tienen ni una puta prueba.

–Quieres decir ni una puta prueba de lo que realmente hiciste.

Su respuesta solo fue una carcajada a medias. No pudo mantenerla ni sostener mi mirada. Pero de momento, estaba dispuesta a seguir su juego.

–Eres un tipo despreciable –murmuré.

–No vayas de intelectual, yo diría un hijo de puta.

Consulté de nuevo mi reloj.

Yo fui la elegida

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