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Prefacio a la nueva edición (2015)

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Siempre he sabido que quería ser escritora. Desde que era niña, los libros me han permitido asomarme a mundos distintos al que me resultaba más familiar. Cual territorios exóticos e ignotos, los libros estaban repletos de aventuras y presentaban otras maneras de pensar y de ser. Y lo que es más importante, me aportaban una perspectiva diferente que casi siempre me obligaba a salir de mis zonas de confort. Me asombraba que los libros pudieran ofrecerme una perspectiva distinta, que las palabras de una página pudieran transformarme y cambiar mi forma de pensar. Durante mis años de estudiante universitaria, el movimiento feminista de la época ponía en tela de juicio los roles de género definidos y reclamaba el fin del patriarcado. En aquellos emocionantes años, tal replanteamiento de los géneros se conocía como «la liberación de la mujer». Y como yo nunca había tenido la sensación de encajar en los conceptos sexistas tradicionales de cómo debía ser y qué debía hacer una mujer, me sumé con entusiasmo a la liberación de la mujer con la voluntad de crear un espacio de libertad para mí misma, para las mujeres a quienes quería y, en general, para todas las mujeres.

Mi intensa implicación en la difusión de la conciencia feminista me obligó a plantearme la realidad de la diferencia de raza, clase y género. Y, así, tal como me había rebelado contra las nociones sexistas del lugar que ocupa la mujer, también cuestioné los planteamientos del lugar que ocupan las mujeres y de su identidad que propugnaban los círculos de liberación de la mujer, porque no encontraba mi hueco en el seno del movimiento. Mi experiencia como mujer negra joven no estaba reconocida. Mi voz y las voces de mujeres como yo no se escuchaban. Y lo que es más importante, el movimiento me había revelado lo poco que sabía de mí misma y del lugar que ocupaba en la sociedad.

No podría identificarme de verdad con aquel movimiento mientras mi voz no se escuchara. Pero antes de pedirles a los demás que me escucharan tenía que aprender a escucharme a mí misma y descubrir mi identidad. Asistir a cursos de estudios femeninos me había revelado lo que la sociedad espera de las mujeres. Había aprendido mucho acerca de las diferencias de género, del sexismo y del patriarcado y acerca de cómo estos sistemas modulaban los papeles de la mujer y su identidad, pero, en cambio, apenas descubrí nada sobre qué papel se asignaba a las mujeres negras en nuestra cultura. Para comprenderme como mujer negra, para entender el lugar asignado a las mujeres negras en esta sociedad, tenía que explorar más allá de las cuatro paredes de las aulas, más allá también de los numerosos tratados y libros que mis camaradas blancas estaban escribiendo para explicar la liberación de la mujer y para ofrecer modos de pensamiento nuevos y alternativos acerca del género y del lugar de la mujer.

Si quería forjar un espacio para las mujeres negras en aquel movimiento revolucionario que reclamaba la justicia de género, tenía que entender mejor qué lugar ocupábamos en la sociedad en su conjunto. Y aunque estaba aprendiendo muchísimo acerca del sexismo y de cómo el pensamiento sexista conformaba la identidad femenina, no me enseñaban nada acerca de cómo la raza influía también en su modelación. En las clases y en los grupos de concienciación, cuando llamaba la atención acerca de las diferencias creadas en nuestras vidas por la raza y el racismo, mis camaradas blancas, ansiosas por formar lazos basados en nociones compartidas de sororidad, solían tratarme con desdén. Pero allí estaba yo, una joven negra y atrevida procedente del Kentucky rural, insistiendo en que había diferencias importantes que daban forma a las experiencias de las mujeres blancas y las negras. Mis esfuerzos por entender dichas diferencias, por explicar y transmitir su significado, sirvieron de trabajo preliminar para la escritura de ¿Acaso no soy yo una mujer? Mujeres negras y feminismo.

Empecé a investigar y escribir mientras estudiaba la licenciatura. Y me asombra pensar que han transcurrido ya más de cuarenta años desde que empecé mi trabajo. En un principio, mis investigaciones toparon con el rechazo de una editorial. En aquel entonces nadie se imaginaba que pudiera haber un público para un libro acerca de las mujeres negras. En general, era más habitual que los negros denunciaran la emancipación de la mujer, por considerarla una reivindicación de las mujeres blancas. En consecuencia, las mujeres negras que se apuntaron con entusiasmo al movimiento quedaron aisladas y desconectadas del resto de la población negra. Con frecuencia éramos la única persona negra en círculos predominantemente blancos. Y sacar a colación el tema de la raza se consideraba un intento de desviar la atención de la política de género. No sorprende, por consiguiente, que las mujeres negras tuviéramos que crear un corpus teórico aparte en el que pudiéramos aglutinar nuestro entendimiento de la raza, la clase y el género.

Combinando mi política feminista radical con mi necesidad de escribir, decidí desde buen principio que lo que quería era hacer libros que pudieran leerse y entenderse más allá de las fronteras de clase. En aquel entonces, las teóricas feministas lidiábamos con el problema del público: ¿a quién pretendíamos llegar con nuestro trabajo? Llegar a un público más amplio obligaba a escribir una obra clara y concisa, al alcance de lectores que no habían estudiado en la universidad y que ni siquiera habían acabado el instituto. Imaginando a mi madre como mi público ideal, la lectora a quien más anhelaba convertir al pensamiento feminista, cultivé una escritura que resultara comprensible a lectores de diversos trasfondos de clase.

Acabar de escribir ¿Acaso no soy yo una mujer? y, diez años después, cerca de cumplir los treinta, ver cómo se publicaba supuso la culminación de mi propia lucha por la autorrealización, por ser una mujer libre e independiente. Cuando acudí a mi primera clase de estudios femeninos, impartida por la escritora blanca Tillie Olson, y la escuché hablar acerca del mundo de las mujeres que se esforzaban por conciliar el trabajo con la maternidad, mujeres a menudo cautivas de la dominación masculina, lloré con ella. Leímos su obra fundamental, I Stand Here Ironing, y empecé a ver a mi madre y a mujeres como ella, criadas en la década de 1950, bajo una nueva luz. Mi madre se casó muy joven, sin siquiera haber cumplido los veinte años, fue madre joven y, aunque nunca se consideró una defensora de las mujeres, había experimentado el dolor de la dominación sexista, lo que la había llevado a alentar a todas sus hijas, las seis, a estudiar para que en el futuro pudiéramos ser capaces de cubrir nuestras necesidades materiales y económicas sin depender de ningún hombre. Claro que encontraríamos un marido, pero antes teníamos que aprender a sobrevivir por nosotras mismas. Mi madre, cautiva de las cadenas del patriarcado, nos espoleó a liberarnos.

Más que ningún otro libro que haya escrito, mi relación con mi madre dio forma al texto de ¿Acaso no soy yo una mujer? y fue toda una inspiración para mí. Escrita en un momento en que el smovimiento feminista contemporáneo se hallaba aún en su juventud, cuando también yo era joven, esta obra temprana tiene muchos defectos e imperfecciones, pero continúa funcionando como un potente catalizador para los lectores y las lectoras que desean indagar en las raíces del feminismo y las mujeres negras. Aunque mi madre ha fallecido ya, no pasa un día en que no piense en ella y en todas las mujeres negras como ella que, sin un movimiento político que las apuntalara ni teoría alguna sobre cómo ser feministas, proporcionaron claves prácticas para la liberación y ofrecieron a las generaciones que las sucedieron el regalo de la elección, la libertad y la plenitud mental, corporal y esencial.

¿Acaso no soy yo una mujer?

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