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1. Comprobación rutinaria

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Pasaba por delante de Hoover Centre cuando oí a Punch gritar enfurecido detrás de mí. O quizá fueran los frenos de un coche, una sirena lejana o un Airbus a punto de aterrizar en Heathrow.

Lo oía de vez en cuando desde que había abandonado la terraza de un bloque de pisos en Elephant and Castle. A ver, no era un sonido real: solo una huella, una expresión que atravesaba la propia ciudad; lo que podríamos llamar un supervestigia si Nightingale no estuviese tan en contra de que me inventara mi propia terminología.

A veces muestra un comportamiento intimidatorio, otras le oigo como un leve lamento de desesperación que transporta el viento al pasar junto a un metro. O suplica y engatusa entre el gruñido del tráfico nocturno más allá de la ventana de mi dormitorio. Es una figura volátil, nuestro Punch. Tan variable y peligroso como una multitud foránea un sábado por la noche.

En esta ocasión transmitía rabia, irritabilidad y resentimiento. Aunque yo no entendía por qué…, no era él quien se alejaba de Londres en coche.

***

Como institución, la BBC solo tiene noventa años de antigüedad, lo que significa que Nightingale se siente lo bastante cómodo con las ondas inalámbricas como para tener una radio digital en su baño, en la que escucha Radio 4 mientras se afeita. En teoría, da por sentado que los presentadores siguen yendo vestidos como Dios manda mientras despellejan al político de turno que se haya ofrecido como sacrificio humano esa mañana en el programa Today. Y por esa razón escuchó lo de las chicas que habían desaparecido antes que yo…, cosa que lo sorprendió.

—Tenía entendido que te gustaba mucho escuchar la radio nada más levantarte —dijo durante el desayuno tras confirmarle que no estaba al tanto de lo sucedido.

—Estaba entrenando —respondí. En las semanas que siguieron al derrumbe de la Torre Skygarden, conmigo en lo más alto, me había convertido en un testigo clave de las tres investigaciones individuales, además de la que llevaba a cabo Asuntos Internos. Había pasado gran parte de los días laborables metido en las salas de interrogatorios de distintas comisarías londinenses, incluida la infame planta veintitrés del Empress State Building, donde la rama seria de Asuntos Internos tiene guardados los potros y los retuercepulgares.

Como consecuencia, me había acostumbrado a madrugar para practicar mis ejercicios y entrenar un rato en el gimnasio antes de ir a contestar la misma puñetera pregunta de cinco formas distintas. No me importaba, porque no dormía bien desde que Lesley me había disparado con una táser en la espalda. Hacia principios de agosto los interrogatorios habían acabado, pero la costumbre —y el insomnio— continuaba.

—¿Se ha recibido alguna petición de apoyo? —pregunté.

—En lo que respecta a la investigación en sí, no —respondió Nightingale—. Pero en lo que concierne a las niñas, tenemos ciertas responsabilidades.

Eran dos niñas, ambas de once años; las dos habían desaparecido de sus hogares familiares en el mismo pueblo de North Herefordshire. La primera llamada a emergencias se produjo pasados unos minutos de las nueve de la mañana anterior y la noticia llegó a los medios por la noche, cuando los teléfonos móviles de las niñas se encontraron en el monumento a los caídos en la guerra del pueblo, a más de un kilómetro de distancia de sus casas. Durante la noche, había pasado de ser un asunto local a nacional y, según Today, se esperaba que la búsqueda a gran escala comenzaran esa misma mañana.

Sabía que La Locura tenía, de facto y de forma clandestina, obligaciones nacionales de las que a nadie le gustaba hablar, pero no entendía cómo se aplicaba eso a la desaparición de unas menores.

—Por desgracia, en el pasado —empezó Nightingale—, a veces se utilizaba a los niños en la práctica de… —Se detuvo en busca del término adecuado—… de ciertos tipos de magia inmorales. Nuestra política siempre ha sido echar un cable en los casos de niños desaparecidos y, en el caso de que sea necesario, comprobar que ciertos individuos cercanos no están involucrados.

—¿Ciertos individuos?

—Magos de segunda y similares —contestó.

En el lenguaje de La Locura, un «mago de segunda» era cualquier clase de practicante que había adquirido sus habilidades ad hoc fuera de La Locura o que se había retirado a la privacidad del campo, lo que Nightingale llamaba «rusticarse». Los dos miramos a Varvara Sidorovna Tamonina, antiguo miembro del 365.° Regimiento Especial del Ejército Rojo, que estaba sentada a una mesa al otro lado del salón de desayunos, bebiendo un café solo mientras leía el Cosmopolitan. Varvara Sidorovna, formada por el Ejército Rojo, entraba sin duda en la categoría de «y similares». Pero, dado que llevaba viviendo con nosotros los últimos dos meses, a la espera de juicio, era poco probable que estuviera involucrada.

Había aparecido en el desayuno antes que yo con mucha energía, algo sorprendente teniendo en cuenta que la noche anterior la había visto terminarse dos botellas de Stolíchnaya casi enteras. Nightingale y yo habíamos intentado emborracharla con la esperanza de sonsacarle más información sobre el Hombre Sin-rostro, pero no conseguimos nada salvo algunos chistes de muy mal gusto, la mayoría bastante mal traducidos. Aun así, el vodka me dejó fuera de combate fácilmente y dormí como un lirón.

—Entonces es como ViSOR —dije.

—¿Eso es el registro de delincuentes sexuales? —preguntó Nightingale, que, sabiamente, jamás se molestaba en aprenderse los acrónimos hasta que llevaran diez años en funcionamiento. Le contesté que sí y se puso a pensarlo mientras se servía otra taza de té.

—Será mejor que consideremos el nuestro como un registro de personas vulnerables —dijo—. En esta ocasión, nuestro trabajo consiste en asegurarnos de que no se han visto envueltos en algo que puedan lamentar después.

—¿Crees que es probable, en este caso? —pregunté.

—Muy probable, no —respondió—. Pero siempre es mejor pecar por exceso de prudencia en estos asuntos. Además, te vendrá bien salir de la ciudad durante un par de días —añadió entre risas.

—Porque no hay nada que me anime más que un buen secuestro de menores —contestó.

—Exacto —dijo Nightingale.

Así, tras el desayuno, pasé una hora en la tecnocueva sacando información de la red y asegurándome de que había cargado bien el portátil. Acababa de obtener de nuevo el Certificado de Orden Público (Nivel 1) y lancé la bolsa de apoyo policial en el asiento trasero del Asbo Mark 2, junto con una bolsa de viaje. No creía que mi mono ignífugo fuera necesario, pero las resistentes botas del equipo de apoyo policial eran mejor opción que mis zapatos de calle. Ya había estado antes en el campo y aprendo de mis errores.

Volví a entrar en La Locura y me reuní con Nightingale en la biblioteca principal, donde me dio un fichero marrón atado con unas cintas rojas gastadas. Dentro, había treinta páginas de papel biblia llenas de texto mecanografiado y de lo que, evidentemente, era la fotocopia de alguna clase de documento de identidad.

—Hugh Oswald —dijo Nightingale—. Luchó en Amberes y en Ettersberg.

—¿Sobrevivió a Ettersberg?

Nightingale desvió la mirada.

—Regresó a Inglaterra —dijo—. Pero sufrió lo que ahora creo que se conoce como estrés postraumático. Sobrevive gracias a una pensión por discapacidad y se dedica a la apicultura.

—¿Es muy poderoso?

—Bueno, es mejor que no lo pongas a prueba —respondió Nightingale—. Pero imagino que estará desentrenado.

—¿Y si algo me parece sospechoso?

—No digas nada, retírate con discreción y llámame cuanto antes.

Antes de que saliera por la puerta trasera, Molly abandonó, deslizándose, los dominios de su cocina y me interceptó. Me dedicó una pequeña sonrisa e inclinó la cabeza hacia un lado con curiosidad.

—Pensaba parar de camino al pueblo —dije.

La piel pálida que había entre sus delgadas cejas negras se frunció.

—No quería molestarte —expliqué.

Molly sostuvo en alto con su mano de dedos largos una bolsa naranja del supermercado. La agarré. Me sorprendió que pesara tanto.

—¿Qué hay dentro? —pregunté. Molly se limitó a sonreír, mostrando demasiado los dientes, se dio la vuelta y se alejó.

Alcé la bolsa con cuidado; últimamente comíamos menos vísceras, pero sus combinaciones culinarias podían ser muy excéntricas. Me aseguré de colocar la bolsa atrás, en la parte del suelo en la que no daba el sol. Fueran de lo que fueran los sándwiches, no quería que se recalentaran y se estropearan, ni que empezaran a oler ni que mutaran de repente en una nueva forma de vida.

Hacía un día espléndido cuando salí de Londres: el cielo estaba azul, los turistas bloqueaban el paso en las aceras a lo largo de Euston Road y los trabajadores resoplaban desde las ventanas abiertas y observaban con anhelo a los jóvenes atléticos que pasaban por delante de ellos con pantalones cortos y vestidos veraniegos. Al detenerme para repostar en una gasolinera que conozco cerca de Warwick Avenue, me hice un lío con el sistema de calles unidireccionales que habían instaurado de forma temporal en Paddington, subí por la A40, me despedí de la magnificencia art déco del edificio Hoover y me dirigí rumbo a lo que a los londinenses les gusta pensar que es «cualquier otro sitio».

Una vez dejé a Punch y la M25 a mis espaldas, sintonicé Five Live en la radio del coche, que se esforzaba por ofrecer un ciclo informativo de veinticuatro horas a partir de solo media hora de noticias. Las niñas seguían desaparecidas, los padres habían hecho un «emotivo» llamamiento y la policía y los voluntarios peinaban la zona.

Apenas acabábamos de entrar en el segundo día y los presentadores de radio ya empezaban a adoptar el tono de desesperación propio de alguien que se queda sin preguntas que hacer a los reporteros desplegados sobre el terreno. Todavía no habían llegado a la fase de «¿En qué crees que estarán pensando en estos momentos?», pero solo era cuestión de tiempo.

Lo comparaban con los asesinatos de Soham, aunque nadie tuvo el tacto suficiente como para señalar que las dos chicas de ese caso habían fallecido antes de que sus padres llamaran a emergencias. Decían que el tiempo se acababa y que la policía y los voluntarios llevaban a cabo operaciones de búsqueda exhaustivas por los campos de los alrededores. Había especulaciones sobre si las familias harían un llamamiento a los medios aquella tarde o si esperarían al día siguiente. Dado que no tenían ni idea sobre esto, estuvieron unos buenos diez minutos hablando sobre la estrategia de comunicación de la familia antes de que los interrumpiera la noticia de que su reportero en la zona había entrevistado a una lugareña. Resultó ser una mujer con una versión pasada de moda del acento que emplea la BBC que dijo que todo el mundo estaba conmocionado, como era natural, y que uno no espera que esa clase de cosas pasen en un sitio como Rushpool.

El ciclo de noticias volvía a empezar a las horas en punto, y me enteré de que el pueblecito de Rushpool, ubicado en la tranquila zona rural de Herefordshire, era el centro de la masiva operación de búsqueda policial de dos niñas de once años: Nicole Lacey y Hannah Marstowe, amigas inseparables que llevaban desaparecidas más de cuarenta y ocho horas. Se decía que los vecinos estaban en estado de shock y que el tiempo se agotaba.

Apagué la radio.

Nightingale me había sugerido que saliera por el área de servicio de Oxford y que fuera por Chipping Norton y Worcester, pero yo había activado el GPS para que me llevara por la ruta más rápida, y eso significaba dar un rodeo por Bromsgrove en la M42 y la M5, y no salir hasta Droitwich. De repente, me vi conduciendo por una serie de carreteras nacionales estrechas, que serpenteaban través de los valles y pasaban por encima de puentes encorvados de piedra gris, antes de desaparecer al oeste del río Teme. De ahí en adelante, tomé unas carreteras comarcales incluso más retorcidas y atravesé un campo tan fotogénico y rural que casi esperaba encontrarme con Bilbo Bolsón al dar la vuelta a la siguiente esquina, siempre y cuando el hobbit se hubiera aficionado a conducir un Nissan Micra.

Muchas de las carreteras tenían arbustos más altos que yo y lo bastante anchos como para arañar de vez en cuando el lateral del coche. Probablemente, cualquier podría pasar a medio metro de una niña desaparecida y no saber nunca que se encontraba allí, sobre todo si estaba tumbada en el suelo, inerte.

Mi navegador me guio tranquilamente como un cordero a través de una montaña rusa en espiral hasta una cresta arbolada y, después, me llevó por una pendiente empinada llamada Kill Horse Lane. En lo alto de la colina, me sacó del asfalto y me condujo a un camino sin pavimentar, que me llevó más arriba mientras el terreno daba unos bocados diminutos a los bajos de coche. Tomé una curva y descubrí que el camino pasaba rápidamente por delante de una casa de campo y de una torre circular de tres pisos y con una bóveda ovalada que le confería un extraño toque barroco. El GPS me informó de que había llegado a mi destino, así que aparqué y salí a echar un vistazo.

El aire, cálido, estaba en calma y olía a caliza. El sol de última hora de la mañana calentaba lo bastante como para crear ondas a lo largo del sendero blanco y polvoriento. Oía el graznido de los pájaros entre los árboles cercanos y un sonido continuo, rítmico y machacón que venía del otro lado de la cerca. Me remangué y me dirigí a ver qué era.

Tras la valla, el terreno descendía hasta una hondonada en la que se erigía una casa de campo de dos pisos construida con ladrillo en medio de un jardín que habían trazado con un entramado descuidado de parcelas para un huerto, túneles de cultivo en miniatura y lo que di por hecho que eran unos gallineros techados con una malla metálica que impedía el acceso a los depredadores. A pesar de ser más o menos nueva, había algo en la cumbrera del tejado y en la forma en que las ventanas estaban alineadas que le dotaban de un aspecto imperfecto. Una puerta lateral abierta mostraba un recibidor abarrotado de botas de lluvia negras cubiertas de barro, abrigos y demás bártulos para el exterior. Estaba desordenado pero no abandonado.

Delante de la casa de campo había un espacio abierto donde dos tipos blancos observaban cómo un tercero partía troncos de leña para hacer fuego. Los tres vestían pantalones cortos color caqui pero no llevaban camiseta. Al verme, uno de ellos, mayor que los otros dos y ataviado con un gorro de pesca verde militar, comentó algo. Los otros dos se volvieron para mirar, protegiéndose los ojos con una mano. El mayor agitó el brazo y subió la cuesta del jardín en mi dirección.

—Buenos días —dijo. Tenía acento australiano y era mucho más viejo de lo que me había parecido en un primer momento: rondaba los sesenta años, quizá más, y tenía un cuerpo delgado que parecía cubierto de cuero arrugado. Me pregunté si aquel sería el tipo que andaba buscando.

—¿Hugh Oswald? —pregunté.

—Te has confundido de casa —respondió el hombre y señaló la torre extraña con la cabeza—. Vive en esa maldita cosa de allí.

Uno de los hombres jóvenes subió y se unió a nosotros. Varios tatuajes quedaban a la vista por debajo de los pantalones cortos; le recorrían los hombros y le bajaban por los brazos. Nunca había visto un diseño como ese antes: vides, plantas y flores entrelazadas dibujadas con una precisión absoluta, como en los textos de botánica del siglo xix que había visto en la biblioteca de La Locura. Era bastante reciente porque los rojos, azules y verdes aún tenían tonos vivos y nítidos. Saludó con la cabeza cuando llegó hasta nosotros.

—¿Todo bien? —preguntó. no era australiano. Tenía un acento británico, de alguna región que no identifiqué.

Abajo, junto a la casa, el tercer hombre levantó el hacha y empezó a cortar leña de nuevo.

—Viene a ver a Oswald —dijo el hombre mayor.

—Oh —exclamó el más joven—. Ya veo.

Tenían los mismos ojos: de un azul pálido y difuminado, como el de unos vaqueros desgastados; y había similitudes en el perfil de la mandíbula y los pómulos. Sin duda, eran parientes cercanos; padre e hijo supuse.

—Pareces acalorado —comentó el hombre mayor—. ¿Quieres un vaso de agua u otra cosa?

Les di las gracias educadamente pero lo rechacé.

—¿Sabéis si está en casa? —pregunté.

Los dos hombres se miraron. Colina abajo, el tercer hombre dejó caer el hacha y, con crujido, partió otro tronco.

—Imagino que sí, suele estar en esta época del año —respondió el hombre mayor.

—Entonces será mejor que continúe mi camino —dije.

—No dudes en pasar a vernos cuando termines —añadió—. No suele venir mucha gente de visita hasta aquí arriba.

Sonreí, asentí y me marché. Había incluso un mirador cercado con barandillas en lo alto de la cúpula. Era la típica casa de un profesor excéntrico salido de un libro infantil de la época eduardiana… A C. S. Lewis le habría encantado.

Una marquesina de cobre, sobre lo que supuse que era la puerta principal, daba una buena sombra, y me encontraba a punto de llamar al decepcionante y corriente timbre eléctrico rematado con un hueco en blanco para poner el nombre, cuando oí un revoloteo. Miré hacia atrás a lo largo del sendero y lo vi: era una nube de abejas amarillas bajo las ramas de uno de los árboles que recorrían el camino. Su zumbido era insistente, pero me di cuenta de que se mantenían en un espacio muy concreto, como si lo marcaran.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó una voz a mis espaldas.

Me volví para ver que una mujer blanca, de unos treinta y pocos, había abierto la puerta; debía de haberme visto a través de la ventana. Era bajita, llevaba unas mallas cortas de ciclista negras y una camiseta sin mangas de licra a juego, en negro y amarillo. Su pelo era una pelusa teñida de amarillo, sus ojos oscuros, casi negros, y tenía una boca de piñón extraordinariamente pequeña. Sonrió y mostró unos dientes diminutos y blancos.

Me identifiqué y le enseñé la placa.

—Busco a Hugh Oswald —dije.

—No eres de la policía municipal —respondí—. Vienes de Londres.

Me impresionó. La mayoría de gente ni siquiera se fija en si la foto de tu placa coincide con tu cara, así que no hablamos de diferenciar los escudos.

—¿Y usted quién es? —pregunté.

—Soy su nieta —respondió, y se puso firme en el umbral de la puerta.

—¿Cómo se llama?

Si eres un delincuente profesional, un momento como este mientes con fluidez y das un nombre falso. Si solo eres amateur, titubeas antes de mentir o respondes que no tengo derecho a preguntarlo. Y si eres un ciudadano normal y corriente, entonces probablemente me darás tu nombre, a no ser que te sientas culpable, seas un insolente o extremadamente pijo. Vi que pensaba seriamente en decirme que me fuera a tomar por culo, pero, al final, se impuso el sentido común.

—Mellissa —respondió—. Mellissa Oswald.

—¿Está el señor Oswald en casa? —pregunté.

—Está descansando —contestó, y no hizo ningún movimiento para dejarme entrar.

—Me gustaría entrar a verlo.

—¿Tiene una orden?

—No me hace falta —respondí—. Su abuelo hizo un juramento.

Me miró asombrada y, después, una amplia sonrisa apareció en su boquita de piñón.

—Madre mía. Es uno de ellos, ¿verdad?

—¿Puedo pasar?

—Claro, claro —respondió—. No me jodas… La Locura.

Aún negaba con la cabeza mientras me conducía a un vestíbulo con suelo de piedra —que resultaba tenue y frío a pesar del sol de verano— y hacia una sala de estar medio ovalada que olía a popurrí y a polvo cálido. Entonces, regresamos al exterior por la puerta francesa de en medio de las tres que había.

La puerta daba a una serie de terraplenes ajardinados que descendían hacia terrenos boscosos. El jardín estaba tan descuidado que era un caos: no había ningún parterre decente. En su lugar, una mata de flores y arbustos en flor se desperdigaban por varias parcelas moradas y amarillas a lo largo de bancales.

Mellissa y yo descendimos un tramo de escaleras hacia una terraza inferior, donde había una mesa de jardín de hierro forjada, esmaltada en blanco, cubierta por una sombrilla andrajosa de color menta que daba sombra a unas sillas blancas a juego, una de las cuales estaba ocupada por un hombre delgado y cano. Estaba sentado con las manos cruzadas sobre el regazo y miraba más allá del jardín.

Al igual que cualquiera puede tocar el violín, todo el mundo puede hacer magia. Lo único que se necesita es paciencia, trabajo duro y alguien que te enseñe. La razón por la que la gente estos días no practica las formas y sapiencias, como las llama Nightingale, es porque quedan cada vez menos puñeteros profesores en el país. El motivo por el que necesitas un profesor, más allá de para que te ayude a identificar los vestigia —que es una cosa completamente distinta—, es porque, si no te enseñan bien, es bastante fácil que te provoques a ti mismo un derrame cerebral o un aneurisma mortal. El doctor Walid, nuestro criptopatólogo y jefe médico extraoficial, tiene un par de cerebros metidos en tarros de los que puede echar mano rápidamente para enseñarlos si alguien se muestra escéptico.

Así pues, como ocurre con el violín, es posible aprender magia con un método de prueba y error. Pero, a diferencia de los violinistas en potencia —que solo se arriesgan a enemistarse con sus vecinos—, los magos en ciernes tienden a morir antes de llegar muy lejos. Conocer tus límites no es algo a lo que aspirar cuando haces magia: es una estrategia de supervivencia.

Mientras Mellissa llamaba a su abuelo, caí en la cuenta de que aquel era el primer mago oficialmente autorizado que conocía, con la excepción de Nightingale.

—La policía ha venido a verte —le dijo Mellissa.

—¿La policía? —preguntó Hugh Oswald sin apartar la vista del paisaje—. ¿Para qué?

—Viene de Londres expresamente para verte. —Puso énfasis en la palabra «expresamente».

—¿De Londres? —dijo Hugh, que le dio la vuelta a la silla para mirarnos—. ¿De La Locura?

—Así es, señor —respondí.

Se puso en pie. Supuse que nunca había sido un hombre corpulento, pero la edad había hecho estragos en él, hasta el punto de que incluso su moderna camisa de cuadros y sus pantalones no ocultaban lo delgados que tenía los brazos y las piernas. Su rostro era alargado y estaba demacrado alrededor de la boca, y sus ojos, de un azul oscuro, estaban hundidos.

—Hugh Oswald. —Me tendió la mano.

—Agente Peter Grant.

Se la estreché. Aunque su apretón fue firme, la mano le temblaba. Cuando me senté, se dejó caer agradecido sobre su propia silla porque le faltaba el aire. Mellissa se quedó rondando por allí cerca, visiblemente preocupada.

—El estornino de Nightingale ha venido volando directamente de Londres —dijo.

—¿Estornino? —pregunté.

—¿Eres su nuevo aprendiz? —inquirió él—. El primero en… —Deslizó la mirada por el jardín como si buscara alguna pista—. Cuarenta, cincuenta años.

—Más de setenta años —repuse, y además era el primer aprendiz oficial desde la Segunda Guerra Mundial. Había habido otros aprendices extraoficiales desde entonces…, uno de los cuales había intentado matarme hacía no mucho tiempo.

—Bueno, pues entonces que Dios te ayude —contestó, y se volvió hacia su nieta—. Tomemos el té y alguno de esos… —se detuvo y frunció el ceño—, panecillos esponjosos, ya sabes a qué me refiero. —Se despidió de ella con la mano.

La observé mientras se dirigía de vuelta a la torre; tenía una cintura inquietantemente estrecha y el contoneo de sus caderas era prácticamente erótico, al estilo de un dibujo animado.

—Tortitas —dijo Hugh de repente—. Así se llaman. ¿O son crumpets?2 Da igual. Estoy seguro de que Mellissa nos lo aclarará.

Asentí sabiamente y esperé.

—¿Cómo está Thomas? —preguntó Hugh—. He oído que se las ha ingeniado para que le disparen de nuevo.

No estaba seguro de cuánto quería Nightingale que Hugh supiera acerca de lo que los policías llamamos «asuntos operacionales», también conocidos como «cosas que no queremos que sepa la gente», pero yo tenía curiosidad por saber cómo lo había descubierto Hugh. No había nada en relación a ese incidente en particular que hubiera llegado a los medios, de eso no me cabía duda.

—¿Cómo se ha enterado de eso? —pregunté. Eso es lo bueno de ser policía: no te pagan por tener tacto. Hugh me dedicó una pequeña sonrisa.

—Vaya, todavía quedan suficientes de los nuestros como para organizar una radio macuto que funcione —dijo—. Aunque los locutores empiecen a marchitarse. Y puesto que Nightingale es el único de nosotros que realmente hace algo digno de mención, se ha convertido en nuestra principal fuente de cotilleo.

Me recordé a mí mismo que tenía que sonsacar a Nightingale la lista de esos vejestorios para convertirla en una base de datos como Dios manda. La «radio macuto» de Hugh podría ser una útil fuente de información. De haber estado cuatro puestos por encima en la jerarquía, lo habría considerado una oportunidad para obtener recursos adicionales de inteligencia, mediante una mayor participación de los interesados. Pero soy un simple agente, así que no lo hice.

Mellissa regresó con el té y con lo que yo sin duda habría llamado crumpets. Nos sirvió la infusión de una tetera achaparrada y redonda escondida bajo una funda de ganchillo roja y verde con forma de gallo. Su abuelo y yo bebimos de las delicadas tazas de porcelana con sauces dibujados; ella se lo sirvió de una taza con el eslogan «Orgulloso de la BBC».

—Échese el azúcar que quieras —dijo Mellissa; después se encaramó a una de las sillas y empezó a cubrir de miel los crumpets. La miel salió de un tarrito redondo con la palabra «Hunny»3 escrita en un lado.

»Pruébela —dijo mientras colocaba un crumpet delante de su abuelo—. La producen nuestras propias abejas.

Tenía la taza a medio camino de los labios, pero titubeé. La bajé hasta colocarla de nuevo sobre el plato y miré a Hugh, que pareció desconcertado durante un segundo y después sonrió.

—Pues claro —dijo—. ¿Qué ha sido de mis modales? Por favor, come y bebe libremente, sin ninguna clase de obligación, etcétera, etcétera, etcétera.

—Gracias —respondí, y volví a levantar la taza.

—¿En serio hacéis esas cosas? —preguntó Mellissa a su abuelo—. Pensaba que te lo habías inventado todo. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué le preocupa que pase exactamente?

—No lo sé —respondí—. Pero tampoco tengo prisa por averiguarlo.

Di un sorbo al té. Estaba bien cargado, gracias a Dios. Me encanta el té suave, pero después de un rato en la carretera te apetece algo un poco más fuerte que un Earl Grey.

—Bueno, Peter, cuéntame —dijo Hugh—. ¿Qué trae al estornino tan lejos de las nieblas de Londres?

Me pregunté cuándo me había convertido en «el estornino» y por qué todo el mundo que era alguien dentro de la comunidad sobrenatural tenía tantos problemas para utilizar los nombres propios.

—¿Escucha usted las noticias? —pregunté.

—Ah, ya —contestó Hugh, y asintió—. Las niñas desaparecidas.

—¿Qué tiene eso que ver con nosotros? —preguntó Mellissa.

Suspiré; las tareas policiales serían mucho más sencillas si la gente no tuviera familiares preocupados. Para empezar, la tasa de asesinatos sería mucho más baja.

—Solo es una comprobación rutinaria —dijo.

—¿Sobre mi abuelo? —indagó Mellissa. Vi que empezaba a enfadarse—. ¿A qué se refiere?

Hugh le sonrió.

—En realidad, es bastante halagador; es evidente que me consideran lo bastante poderoso como para ser una amenaza pública.

—¿Una amenaza para los niños? —añadió Mellissa, y me miró.

Me encogí de hombros.

—De verdad que es un procedimiento completamente rutinario —afirmé. De la misma manera en que colocamos a los seres más queridos y cercanos de las víctimas en la lista de sospechosos o recelamos de los parientes que se ponen a la defensiva cuando hacemos preguntas que están justificadas. ¿Era justo? No. ¿Estaba justificado? Quién sabe. ¿Son tareas policiales? Haz alguna pregunta estúpida.

Lesley siempre decía que yo no era lo bastante desconfiado como para hacer bien mi trabajo y me disparó con una taser en la espalda para anotarse el tanto. Así que sí, recelaba de todo el mundo, incluso del carca simpático con el que tomaba el té en aquel momento.

No obstante, acepté un crumpet, porque uno puede llevar la paranoia profesional al extremo.

—¿No ha notado nada raro durante la última semana más o menos? —pregunté.

—No puedo afirmar que sí, ya no soy tan perspicaz como antes —respondió Hugh—. O mejor, debería decir que mi perspicacia no es tan digna de confianza como lo era en mis días de gloria. —Dirigió una mirada a su nieta—. ¿Y tú, querida?

—Ha hecho más calor de lo habitual, pero quizá solo sea por el calentamiento global —repuso.

Hugh sonrió con timidez.

—Eso es todo, me temo —dijo, y preguntó a Mellissa si le daba permiso para comerse otro crumpet.

—Vale —respondió esta, y le puso otro delante. Hugh extendió una mano temblorosa y, tras unos cuantos intentos fallidos, atrapó el crumpet con un jadeo triunfante. Mellissa lo observaba con preocupación mientras se lo llevaba a la boca, le daba un buen mordisco y lo masticaba con una satisfacción evidente.

Reparé en que los miraba fijamente, así que me bebí el té y me concentré en la taza.

—¡Ja! —dijo Hugh cuando terminó de masticar—. No ha sido tan difícil.

Y entonces, se quedó dormido; cerró los ojos y la barbilla le cayó sobre el pecho. Ocurrió tan deprisa que me dispuse a levantarme de la silla, pero Mellissa me indicó con la mano que volviera a sentarme.

—Lo ha agotado —dijo, y a pesar del calor, sacó una manta de tela escocesa de la parte trasera de la silla de su abuelo y lo cubrió hasta la barbilla—. Creo que es evidente, incluso para usted, que no tiene nada que ver con la desaparición de las niñas.

Me levanté.

—¿Y usted tiene algo que ver? —pregunté.

Me dirigió una mirada envenenada y, entonces, me llegó un destello, nítido e indiscutible, el chasquido de las patas y las mandíbulas, el aleteo de las alas y el aliento cálido y comunitario del enjambre de abejas.

—¿Qué querría yo de unas niñas? —pregunté.

—¿Cómo voy a saberlo? —dije—. A lo mejor quiere sacrificarlas en la próxima luna llena.

Mellissa inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿Se está haciendo el gracioso? —preguntó.

«Cualquiera puede hacer magia —pensé—, pero no todo el mundo es un ser mágico». La magia, llamémosla así en aras de este argumento, ha acariciado a algunas personas hasta el punto de que ya no lo son por completo, incluso con arreglo a la legislación de los derechos humanos. Nightingale los llama seres feéricos, pero eso es un término general, como cuando los griegos utilizaban la palabra «bárbaro» o el Daily Mail emplea el vocablo «Europa». Yo, por mi parte, había encontrado al menos tres sistemas distintos de clasificación en la biblioteca de La Locura, todos con elaboradas etiquetas en latín y, supuse, con todo el rigor científico de la frenología. Hay que ser cuidadoso a la hora de aplicar conceptos como la especiación a los seres humanos, de lo contrario terminas con esterilizaciones obligatorias,4 campos de concentración a lo Bergen-Belsen y el Pasaje del Medio5 antes de darte cuenta.

—Para nada —respondí—. He dejado de hacerme el gracioso.

—Entonces, ¿por qué no registra nuestra casa y sale de dudas? —dijo.

—Ah, pues muchas gracias, eso haré —respondí para demostrar una vez más que un poco de sarcasmo nunca viene mal.

—¿Qué? —Mellissa dio un paso atrás y me miró fijamente—. Estaba de broma.

Pero yo no. La primera regla de un policía es que nunca tomas la palabra a nadie sobre ningún tema; siempre te aseguras de comprobar las cosas por ti mismo. Muchos niños desaparecidos estaban ocultos bajo las camas o en los cobertizos de jardín de propiedades en las que sus padres habían jurado que habían buscado; «¿Por qué están perdiendo el tiempo cuando deberían estar buscando por ahí fuera? Por el amor de Dios, ¡es increíble que traten como criminales a personas decentes! Las víctimas somos nosotros y no, no hay nada ahí dentro. Solo un congelador. No tiene sentido entrar a buscar nada. ¿Por qué iban a estar en el congelador? Oiga, no tiene derecho a… ¡Madre mía! ¡Cuánto lo siento! No pretendía hacerle daño, se resbaló y ¡entré en pánico!».

—Hay que ser meticuloso —expliqué.

—Estoy bastante segura de que ahora mismo está violando nuestros derechos —dijo.

—No —repuse con la absoluta certeza del hombre que se ha tomado la molestia de comprobar las leyes correspondientes antes de salir de casa—. Su abuelo hizo un juramento y firmó un contrato que permite el acceso a individuos acreditados, como yo, cuando sea necesario.

—Pensaba que ya estaba jubilado.

—Sí, pero eso no te exime de las obligaciones del contrato —dije. En realidad la cláusula decía: «hasta que la muerte te libere de este juramento». La Locura, retornando las buenas y antiguas prácticas policiales.

—¿Por qué no me enseña la propiedad? —pregunté. Así sabré que no estás machacando partes de un cuerpo en la astilladora.

Puede que Moomin House se pareciera a La Locura si hubiera estado ubicada en un edificio victoriano, pero, de hecho, era el monstruo arquitectónico más raro que había visto nunca: un edificio moderno con estilo clásico. Su arquitecto, el célebre Raymond Erith, no había invocado el espíritu de la Ilustración, sino que, más bien, le había robado los planos. Al parecer, lo había construido en 1968 como favor para Hugh Oswald —un amigo de la familia—, y era hermoso y triste al mismo tiempo.

Empezamos por las dos pequeñas alas de la casa, una de las cuales se había ampliado para albergar un dormitorio adicional y una cocina de buen tamaño. Puede que, como arquitecto, Erith fuera un clasicista progresista, pero compartía con sus contemporáneos el error de no comprender que necesitas abrir la puerta del horno sin tener que salir de la cocina para ello. En el dormitorio extra había una cama con una práctica estructura de latón acabada con un pasamanos, los suelos estaban cubiertos con una moqueta suave y gruesa, y todas las esquinas picudas de la vieja cómoda de roble y del armario estaban recubiertas con protectores redondeados de plástico. Olía a sábanas limpias, a popurrí y a gel desinfectante.

—Mi abuelo se trasladó a esta habitación hace un par de años —dijo Mellissa, y me mostró el baño nuevo que habían instalado al lado, con una bañera con un asiento, grifos adaptados y pasamanos. Resopló cuando volví a entrar en el dormitorio para echar un vistazo bajo la cama, pero su sentido del humor se esfumó cuando comprendió que iba a comprobar también los armarios de la escoba y de la leña.

Una escalera de caracol con escalones de madera sin revestir ascendía al primer piso y me condujo a lo que sin duda había sido el despacho de Hugh antes de que se trasladara a la planta inferior. Me esperaba varias estanterías de roble, pero, en su lugar, la mitad de la circunferencia de la habitación estaba cubierta de baldas de madera de pino montadas sobre soportes metálicos. Reconocí muchos de los libros porque los teníamos en la biblioteca no mágica de La Locura, entre ellos un ejemplar increíblemente sobado de Histoire Insolite et Secrète des Ponts de Paris, de Barbey d’Aurevilly. Había demasiados libros como para que cupieran en las estanterías, así que estaban esparcidos en pilas sobre la mesa plegable con alas que claramente había hecho las veces de escritorio, sobre el mullido sofá de cuero desgastado y sobre cualquier espacio que quedara libre en el suelo. Muchos de ellos parecían volúmenes de historia local, ficción moderna o guías sobre apicultura. No había ninguno que fuera sobre magia. De hecho, ninguno estaba en latín salvo las ediciones de tapa dura antiguas de Virgilio, Tácito y Plinio el Viejo. El de Tácito me sonaba; era la misma edición que Nightingale me había regalado.

No había nada que me llevara a pensar en las niñas desaparecidos, así que le pedí a Mellissa que me llevara arriba y me enseñara su dormitorio, que ocupaba toda la planta superior. Había un tocador victoriano, una cama de la tienda Hábitat y varios armarios y cómodas hechos con madera prensada y laminada. Estaba extraordinariamente desordenado: todos los cajones estaban abiertos y de cada uno de ellos colgaban, al menos, dos prendas. Solamente las braguitas tiradas en el suelo habrían hecho que mi madre se volviera loca, aunque se habría mostrado algo comprensiva con los zapatos amontonados a los pies de la cama.

—De haber sabido que vendría la policía, la habría recogido un poco —dijo Mellissa.

Aunque todas las ventanas estaban abiertas, hacía mucho calor y gotas de sudor me recorrían la espalda y la frente. Percibí también un olor empalagoso; no era horrible ni olía a podredumbre, pero era persistente. Vi que había una escalera incorporada a una pared y una trampilla justo encima. Mellissa vio que la miraba fijamente y sonrió.

—¿Quiere echar un vistazo al desván? —preguntó.

Estaba a punto de contestar que por supuesto cuando me percaté de que el grave sonido de tamborileo que inundaba el resto de la casa —apenas audible—, se oía más alto aquí y que, parecía que provenía de arriba.

Le dije que sí, que me gustaría inspeccionarlo si no tenía inconveniente y, entonces, me tendió un sombrero de ala ancha con un velo: una careta de apicultor.

—Estará de broma… —dije, pero Mellissa negó con la cabeza, así que me lo puse y dejé que me abrochara las cintas por debajo de la barbilla. Tras rebuscar brevemente en los cajones del tocador, encontró una pesada linterna con una funda de goma vulcanizada y la probó, aunque, a plena luz del día, era difícil saber si la vieja bombilla incandescente se encendía o no.

Cuando subí por la escalera, me llegó un ola de calor pegajoso. Esperé un momento y escuché el tamborileo, que sonaba cada vez más alto. No era ningún rugido amenazador ni tampoco pitaba de forma siniestra; sonaba tan uniforme como antes. Entonces, le pregunté a Mellissa a qué se debía.

—Son los zánganos. Tienen dos tareas, básicamente: tirarse a la reina y mantener la temperatura de la colmena. Si no hace movimiento muy bruscos, todo irá bien.

Me adentré en la cálida oscuridad. De vez en cuando, alguna abeja pasaba por delante del halo de luz de mi linterna, pero eso era todo. Alumbré el extremo más alejado del desván y distinguí la colmena por primera vez. Era inmensa; una masa de columnas acanaladas y crestas esculpidas que ocupaban la mitad del espacio. Era una maravilla de la naturaleza… y daba un miedo que te cagas, de manera que me quedé el tiempo suficiente para asegurarme de que no había ningún colono —o niño— emparedado y salí pitando de allí.

Mellissa se arrastró detrás de mí por la escalera de caracol con una mirada de petulancia y me siguió al exterior, más por asegurarse de que me marchaba que por educación. Cuando llegué al coche, advertí que la nube de abejas se había contraído y se había convertido en una masa sólida bajo una de las ramas principales. Para mi sorpresa, era una forma ovoide que parecía colgar del árbol a través de un hilo fino, como las colmenas de los dibujos animados que a menudo caen sobre la cabeza a sus personajes.

Le pregunté a Mellissa si se mantendría en el árbol

—Es la reina —dijo con un resoplido—. Se está pavoneando. Pero si sabe lo que le conviene, volverá.

—¿Sabe algo sobre las niñas desaparecidas? —pregunté.

Me pareció escuchar un ruido rítmico detrás de Mellissa, proveniente de la casa; un sonido grave, como el de unos golpes, que se intensificó y, después, se desvaneció en la distancia.

—No, a no ser que vinieran a comprar miel —comentó.

—¿No la cultivan para consumo propio? —pregunté.

La luz del sol vespertino se posó sobre el aterciopelado vello rubio de sus brazos y hombros.

—No diga tonterías —dijo—. ¿Qué haríamos con tanta miel?

***

No me marché de inmediato. Me recosté sobre el maletero del Asbo, donde daba algo de sombra, y tomé notas en mi cuaderno. Siempre es buena idea hacerlo nada más acabar un interrogatorio porque tus recuerdos están frescos y porque se sabe que los sospechosos asustados dan por hecho, pasado un rato, que la policía se ha ido y salen por la puerta principal con toda clase de pruebas incriminatorias. Entre ellas, partes de un cuerpo, como sucedió en un caso famoso. Antes de ponerme a ello, sin embargo, levanté la vista hacia los canales de West Mercia y encendí mi Airwave para escuchar las comunicaciones sobre la operación mientras terminaba.

Dado que muchos periodistas tienen acceso a una Airwave o conocen a alguien que lo tenga, en los casos verdaderamente importantes la jerga policial puede volverse algo densa. Nadie quiere ver sus bromas «poco apropiadas» en la primera página de un periódico los días que no hay noticias relevantes; ese tipo de cosas suelen acabar con tu carrera. La operación se volvía cada vez más crítica a medida que terminaba de tomar notas. La Asociación de Jefes de Policía no suele utilizar la Airwave, pero estaba claro que las solicitudes de asistencia ahora se realizaban a través del Centro de Coordinación de la Información de la Policía Nacional (PNICC), conocido comúnmente como «Pánico» (sobre todo si has llegado al punto de tener que acudir a él).

No era mi caso y, si seguía alejándome de mi jurisdicción, la gente empezaría a hablar en otra lengua, probablemente galés. Además, si la policía de West Mercia quería mi asistencia, habría que coordinarlo a través del PNICC, y ni siquiera tenía claro qué clase de ayuda les prestaría.

Pero no puedes desentenderte de algo así. Sobre todo si hay niños involucrados.

Llamé a Nightingale y le expliqué lo que quería hacer. Le pareció una «idea magistral» y se ofreció a hacer los arreglos necesarios.

A continuación, me monté en el coche, que estaba a punto de ebullición, y busqué en el navegador la comisaría de Leominster.

Durante un instante me pareció escuchar un grito de enfado que sobrevolaba las colinas hasta donde me encontraba, pero debía de ser algún animal del campo, alguna clase de pájaro.

«Sí, probablemente será un pájaro», me dije a mí mismo.

Verano venenoso

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