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2. Asistencia mutua

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Las grandes ciudades se expanden desde sus límites hacia dentro. Los chalés independientes dan paso a los adosados, que después forman hileras y, más tarde, aumentan un par de pisos antes de que llegues al casco histórico o, lo que es más habitual, a lo que ha quedado de él tras los bombardeos aéreos y la planificación de la posguerra. En el campo, las poblaciones empiezan tan de repente que un segundo estás en plena naturaleza y, al siguiente, contemplas un conjunto de casas adosadas renovadas con un estilo modernista. Y entonces, antes de que tengas la oportunidad de descubrir si aquel edificio que has visto era realmente de la época Tudor con entramado de madera o una extravagancia tardovictoriana, estás saliendo por el otro extremo con un horrible supermercado de ladrillo rojo en tu espejo retrovisor.

Leominster, pronunciado «Lemster» en caso de que os lo hayáis preguntado, era un poco más interesante que eso. Y habría dedicado un rato a visitar su plaza principal si el navegador no me hubiera conducido directamente a la circunvalación cuyo trazado era igual al que aparecía en el cacharro. El pueblo quedó a mi espalda en cuanto crucé el puente sobre el ferrocarril y me desvié en una glorieta hacia el parque industrial de aspecto aletargado en el que se situaba la comisaría local.

Las comisarías a las afueras de los pueblos se construyen en los terrenos no urbanizados por la misma razón que los supermercados: por el espacio y el aparcamiento. La primera a la que me asignaron estaba en Charing Cross, en pleno centro de una de las unidades de mando operativo más ocupadas de Scotland Yard. En el garaje, como apenas cabían todos los vehículos policiales, furgonetas, camionetas y demás coches variados para compartir, cualquiera que estuviera por debajo del superintendente no tenía plaza de aparcamiento.

Pero la comisaría de Leominster contaba con dos aparcamientos, uno público y otro para la policía. Y, tal como me enteré después, también disponía de su propio helipuerto. El edificio en sí era una construcción de tres plantas y ladrillo rojo, con una curva exuberante en un extremo parecida a una proa, de manera que, desde un lado, la comisaría tenía el aspecto de un esquife de un cuento que había encallado a kilómetros de distancia del mar. El aparcamiento de las visitas estaba repleto de coches de gama media, furgonetas con antenas parabólicas y una multitud de personas caucásicas que paseaban sin rumbo fijo. Caí en la cuenta de que aquel era el famoso grupo de la prensa. Les eché una mirada y, después, me dirigí a la entrada del aparcamiento para agentes, al otro lado del edificio. En mi opinión, tenía una valla demasiado baja y cualquier maleante con la intención de cometer alguna travesura con unidades que eran propiedad de la policía podría haberla escalado con facilidad. Tanto si tenían helipuerto como si no, el lugar no me impresionaba.

Giré hacia la puerta automática, me incliné a través de la ventanilla y pulsé el botón del intercomunicador que había sobre un poste. Le dije a la voz aguda que contestó al otro extremo quién era y le mostré la placa al pequeño y brillante ojo de la cámara. Se oyó un graznido de confirmación y la puerta se abrió con un traqueteo. Para ser un aparcamiento policial, había muy pocos vehículos oficiales; solo se veían un par de Vauxhall sin distintivo y un Rover 800 que parecía algo maltratado. Todo el mundo debía de estar trabajando en la búsqueda.

Aparqué en una plaza alejada de la entrada, donde me pareció que ningún coche o furgoneta de apresados podría arrollarme cuando regresaran. Nunca subestiméis la habilidad de un policía al volante para calcular erróneamente la posición de una columna cuando vuelve a la comisaría tras un turno de doce horas.

Un joven blanco me esperaba junto a la puerta trasera. Era rubio y tenía un rostro amplio y ojos azules. Me fijé en que su traje parecía hecho a mano, pero no lo sabía con seguridad, porque, evidentemente, lo había llevado durante las últimas veinticuatro horas. Bebía de una botella de agua que apartó de los labios cuando me vio, extendió la mano de forma amigable y se presentó como el agente Dominic Croft.

—Te están esperando —dijo, pero no especificó para qué.

Era la comisaría más limpia en la que había estado nunca. Ni siquiera desprendía ese olor inconfundible que uno esperaría de decenas de individuos que hacen turnos largos enfundados en ropa protectora. «Eau de chaleco antipuñaladas», lo llamaba Lesley. Las paredes estaban pintadas exactamente de la misma tonalidad que las de Belgravia y otra media docena de comisarías de Londres en las que había estado. Quienquiera que vendiera ese particular tono de azul claro, debía de estar forrándose.

—Normalmente, la comisaría está bastante vacía —comentó—. Solemos estar solo el grupo de agentes del vecindario.

Dominic me condujo escaleras arriba, hacia las oficinas principales, donde el aire acondicionado no llegaba al enorme grupo de policías que había en el lugar. Un par de policías que levantaron la vista cuando entrábamos en el centro de coordinación saludaron con la cabeza a Dominic y me miraron de arriba abajo con recelo antes de retomar su trabajo. Eran todos blancos y, entre ellos y el grupo de la prensa que había en la entrada principal, sospechaba que mi formación en materia de diversidad sería inútil para este caso.

No se suelen oír muchas risas en los centros de coordinación durante una investigación importante, pero la atmósfera que se respiraba ese día era desalentadora, y los rostros de los detectives estaban cubiertos de sudor y reflejaban determinación. Los casos de niños desaparecidos son duros. A ver, los asesinatos también lo son, pero al menos ya ha ocurrido lo peor: las víctimas no van a morir más de lo que ya están. Los niños desaparecidos vienen literalmente con una fecha de caducidad y lo peor es que no sabemos cuál es hasta que es demasiado tarde.

Dominic llamó a una puerta con una placa metálica rectangular en la que se leía aula de instrucción, la abrió sin esperar respuesta y entró. Lo seguí y accedimos a la clase de sala larga y estrecha que existe, principalmente, porque el arquitecto tenía un par de metros libres después de dividir los espacios y no sabía qué más hacer con ellos. Había una ventana pequeña, abierta lo máximo en términos de seguridad y escasamente en términos de salubridad, y un ventilador de mesa desplazaba el aire cálido de un lado para otro. Un escritorio recorría una de las paredes y un hombre blanco y atlético con uniforme de inspector se apoyaba sobre él con los brazos cruzados sobre el pecho. Dominic me lo presentó: era el inspector Charles («bajo ningún concepto me llames Charlie») Edmondson, comisario del norte de Herefordshire, lo que significaba que este era su territorio y que no parecía precisamente encantando de que estuviera allí. Ocupando gran parte de los dos asientos disponibles se encontraba un hombre blanco, bajito y de espalda ancha, con un rostro incongruentemente alargado y una barbilla puntiaguda; parecía haber robado los rasgos a una persona más alta y delgada y haberse negado a devolvérselos. Era David Windrow, inspector jefe de la Operación Mantícora (nombre en clave de la búsqueda de Hannah Marstowe y Nicole Lacey). Me indicó con la mano que me tomara asiento en la otra silla y, cuando lo hice, adopté la expresión debidamente seria pero algo perdida que se espera de los agentes de bajo rango en tales circunstancias.

—Parece que estás aquí por asuntos oficiales —comentó Windrow.

—Sigo el curso de una investigación, señor.

—Sí —coincidió—. He hablado con tu inspector. Dice que solo era una comprobación rutinaria.

—Así es, señor.

—Y que te ofreces voluntario para ayudar en el caso.

—Sí, señor.

—Pero estás seguro de esto no tiene nada que ver con… —Windrow dudó—. De que no es un caso de los Halcones.

La policía tiene la costumbre de adueñarse de un nombre distintivo y utilizarlo indiscriminadamente como nombre, verbo e incluso en ocasiones especiales, como una retahíla de blasfemias. «Troyano» se refiere a las armas de fuego, «Guardabosques» a la protección diplomática y «Halcones» es el término que varios inspectores jefe del cuerpo de detectives que conozco utilizan para referirse a«putas rarezas». Este distintivo lleva en uso desde los setenta, pero, desde hace uno o dos años, cada vez lo emplean más y más, lo que es un presagio, dependiendo de la cafetería en la que te sientes, del amanecer de la Era de Acuario, del Fin de los Tiempos o, posiblemente, de que La Locura ahora tiene, al menos, un efectivo que sabe utilizar una Airwave como es debido.

El inspector Edmondson descruzó los brazos y suspiró.

—Entonces, ¿no tienes intención de seguir con tu investigación de los Halcones? —preguntó.

—No, señor —respondí—. Solo quiero ayudar en lo que pueda.

—Además de lo evidente —añadió Windrow—, ¿tienes experiencia en algo más?

—Vigilancia policial en general, unidad de apoyo al orden público, algo de interrogatorios y estoy capacitado para utilizar un taser.

—¿Y qué hay de la mediación familiar?

—He visto cómo se hace —contesté.

—¿Crees que podrías dar apoyo a un agente experto en mediación?

Le dije que creía que sí y Windrow y Edmondson intercambiaron una mirada. Edmondson no parecía conforme, pero asintió y los dos volvieron a fijar la vista en mí.

—Muy bien, Peter —dijo Windrow—. Si quieres ayudar, nos gustaría que te convirtieras en el segundo agente de apoyo a una de las familias, la de los Marstowe. De esa forma, podemos reasignar a Richard, el agente que se está encargando de ello ahora, a la búsqueda.

—Es un asesor policial —añadió Edmondson a modo de explicación. Un experto en búsquedas.

—Si sirve de ayuda… —comenté.

—Por aquí solemos ser expertos en varias cosas —respondió Windrow—. Intentamos abarcar demasiado.

Menos mal que las ovejas respetan las leyes, pensé, pero no lo dije en alto, así mi formación en materia de diversidad no se echaría a perder del todo.

—Probablemente no hace falta que te lo digamos, pero mantente alejado de los periodistas —me advirtió Edmondson—. Toda la información debe llegarles a través del portavoz de prensa.

—Si cualquiera de esos cabrones te pregunta algo —dijo Windrow—, los rediriges a él, ¿entendido?

Asentí con entusiasmo para demostrar que no solo no había perdido mi habilidad de ser pelota, sino que estaba al día. Atamos un par de cabos burocráticos y, después, me dejaron al cuidado del agente Dominic Croft, al que habían encargado la tarea de llevarme a Rushpool.

***

Dominic, que era un ser humano y no un GPS, me guio a través del pueblo propiamente dicho. El centro tenía uno de esos sistemas de calles unidireccionales, completamente innecesarios, que cierta generación de urbanistas tenía en tan alta estima y la mayoría de las construcciones eran casas adosadas victorianas o del estilo de la Regencia, que se amontonaban en las aceras estrechas y entre las que se encontraba alguna mole del siglo xvii con entramado de madera que parecía haber caído del cielo.

Dominic se las ingenió para no hacerme la pregunta típica hasta que hubimos llegado a la seguridad del campo.

—Entonces, ¿la magia y los fantasmas existen?

Me habían hecho esa pregunta tantas veces que ya tenía una respuesta preparada.

—Hay ciertas cosas que se salen de los parámetros normales y corrientes de la vigilancia policial —respondí.

He descubierto que hay dos clases de agentes: los que no quieren saber cuáles son esas cosas y los que sí. Por desgracia, tratar con cosas de las que no quieres oír hablar es prácticamente la definición de ser policía.

—Vamos, que sí —resumió Dominic.

—Existen mierdas muy raras y nosotros nos encargamos de ellas —repuse—. Aunque por lo general, suele haber una explicación perfectamente racional. —Que a menudo suele ser que ha sido obra de un mago.

—¿Y qué hay de los extraterrestres? —preguntó Dominic.

Menos mal que los alienígenas llevan desviando la atención desde 1947, pensé. En una ocasión, yo mismo pregunté a Nightingale si existían y me respondió que todavía no. Por lo tanto, imagino que, si les diera por aparecer de repente, formarían parte de nuestra jurisdicción. Pero esperaba que ese suceso no tuviera lugar en un futuro cercano porque no nos faltaba precisamente el trabajo.

—Que yo sepa, no existen —respondí.

—¿No lo descartas, entonces?

Los dos llevábamos las ventanillas bajadas lo máximo que se podía para intentar que nos llegara cualquier brisa que soplara.

—¿Tú crees en los alienígenas? —pregunté.

—¿Por qué no? ¿Acaso tú no?

—Es un universo muy grande —repuse—. No creo que esté completamente vacío, ¿no?

—Vamos que sí que crees en ellos.

—Sí, pero no creo que vayan a visitarnos.

—¿Por qué no?

—¿Por qué querrían hacer un viaje tan largo?

Pasamos por delante de un pueblo alargado que Dominic identificó como Luston. Más adelante, la carretera se estrechaba y los densos setos verdes bloqueaban la visión a ambos lados.

—¿Crees que alguien se las llevó? —inquirí antes de que Dominic me hiciera otra de sus extrañas preguntas.

—¿De dos casas distintas? —preguntó—. Me parece poco probable, pero quizá alguien las incitara a salir.

—¿Crees que eran víctimas de ciberacoso sexual?

—No había nada en sus ordenadores. O al menos, no estoy al tanto.

—Quizá se tratara de alguien a quien conocían, o de algún vecino de la localidad.

—Esperemos que sea así —dijo Dominic.

Si había sido cosa de algún lugareño, habría alguna conexión. Y si había una conexión, tarde o temprano aparecería en la investigación. En el caso de los asesinatos de Soham, la policía vigiló a Ian Huntley, el principal sospechoso, desde el momento en que abrió la bocaza para admitir que había sido la última persona en ver a las víctimas con vida. Sin ninguna conexión, todo se reducía a desear que alguna persona las localizara o volvieran a casa por voluntad propia. O quizá las encontrara el cada vez más amplio grupo de búsqueda, pero no queríamos ni pensar en esa posibilidad.

Dominic quiso saber dónde me hospedaba y yo le pregunté qué había disponible.

—¿Hoy? Nada de nada. Está todo lleno de periodistas.

—Mierda. ¿Conoces algún sitio?

—Puedes quedarte en el establo de mi madre —dijo.

—¿En el establo de tu madre?

—Tranquilo, no hay ningún animal dentro.

Me habría gustado pedirle más aclaraciones, pero giré al llegar a una esquina y me vi obligado a frenar bruscamente para evitar una furgoneta, con antena parabólica en lo alto, que intentaba aparcar en el hueco que había entre un Range Rover y un Polo granate y sucio. Pasé con dificultad junto a él y me dirigí a la bifurcación situada en el centro del pueblo, pero había tantos vehículos de los medios que apenas se veían las casas.

—Asegúrate de encerrar bien a las ovejas —murmuró Dominic—. El circo ha llegado a la ciudad.

Me indicó que girara a la izquierda de nuevo y subimos por una carretera angosta en cuesta.

—La iglesia está a ese lado —indicó Dominic—. La casa del párroco está a la izquierda y el pub está bajando por donde hemos venido.

Por lo que vi del pueblo, estaba bastante limpio, pero había hierbas largas, amarillentas y descuidadas que cubrían las vallas, arbustos que invadían los caminos y flores blancas que plagaban las laderas verdes. Los árboles colgaban por encima de la carretera junto a la iglesia y el viento que soplaba bajo ellos era cálido e inmóvil y olía a coche recalentado. Nos abrimos paso entre otra furgoneta con antena parabólica y una Ford Transit azul descolorida con un logo de una empresa de alquiler de vehículos en el lateral. Pregunté a Dominic dónde estaría la prensa de verdad.

—Siguiendo la tradición, los reporteros experimentados están en el pub, los fotógrafos están esperando en el exterior de las casas y los reporteros jóvenes van de un lado para otro intentando que los lugareños hablen con ellos.

—¿Podemos aparcar en algún sitio?

—Comeremos algo en casa de mi madre y después iremos andando desde allí —dijo.

La madre de Dominic vivía en la última casa de una fila de viviendas de protección oficial de ladrillo rojo que ya no pertenecían al ayuntamiento y se localizaban en el extremo norte del pueblo. La suya era el único bungaló y estaba separada de la carretera por una entrada de gravilla y un césped delantero que necesitaba que alguien lo cortara. Seguí las indicaciones de Dominic y aparqué en un espacio que había junto a la puerta de la cocina. Me dijo que cogiera mis cosas.

—Las dejaremos en el establo y, después, pasaremos al salón —comentó.

El establo era un rectángulo de un solo piso y tejado plano que habían construido con ladrillos del color de la arena. Estaba al final de un jardín grande y descuidado que terminaba en una valla con alambre de espino tras la que se extendía un pastizal extrañamente abultado, delimitado por un viejo muro de piedra. Parecía más una extensión del garaje que un establo, pero, cuando dimos la vuelta por detrás, vi que tenía un amplio ventanal con vistas al campo. Dominic deslizó la puerta y apareció una habitación amueblada con una cama, un escritorio, una televisión plana y una esquina amurallada que probablemente contendría una ducha y un retrete.

—Debéis de adorar a vuestras vacas —dije.

—Somos famosos por ello —contestó Dominic.

Dentro hacía tanto calor como en un coche cerrado, así que dejé mis cosas rápidamente junto a la cama y cerré la puerta. Dominic echó la llave y me la dio, pero, en lugar de volver por donde habíamos venido, nos dirigimos a la valla, donde un par de cajas de plástico gris y un neumático de tractor formaban una escalera improvisada.

—A mi madre se le metió en la cabeza que no hacía falta tener un permiso de obra para las construcciones agrícolas —explicó Dominic mientras subía por los escalones con la facilidad que da la práctica—. Quería alquilarlo como bed and breakfast.

Subí los peldaños con precaución. No quería aparecer en mi primera sesión informativa con un agujero en los vaqueros.

—¿Lo del permiso de obras es verdad? —pregunté.

—Creo que se supone que además tienes que ser granjero —respondió Dominic—. Eres nuestro primer huésped.

Seguí a Dominic por el perímetro del campo que, hasta donde me parecía, recorría el otro lado del grueso seto que delineaba la carretera de salida del pueblo. Se oían los vehículos que pasaban por detrás, pero no se veían, así que había estado en lo cierto. Buscar niños desaparecidos en la campiña debe de ser una pesadilla. A juzgar por lo compacto que estaba el suelo, era una ruta popular entre los lugareños. En las raras ocasiones en las que me había aventurado a salir por la campiña inglesa cuando era pequeño, estoy bastante seguro de que me dijeron que no cruzara los terrenos de la gente.

—No estamos en una vía de uso público, ¿verdad? —pregunté.

—Qué va —dijo Dominic—, pero, antes, esto era un huerto.

Eso explicaba el muro de piedra que rodeaba el perímetro, pensé.

—El ayuntamiento lo compró para construir casas —añadió, y añadió que la de su madre había sido la última. También habían adjudicado una parte a un nuevo centro cívico municipal y lo habían financiado con la venta del resto del terreno a un promotor.

—El constructor lo convirtió en terreno urbanizable con la esperanza de cambiar los términos del permiso de obras —me explicó Dominic.

Por lo visto, el nuevo plan era construir casas de lujo para atraer a los foráneos (todo me sonaba deprimentemente familiar), pero los lugareños se las habían ingeniado para bloquear la solicitud.

—Dieron con un vacío legal —dijo.

Le pregunté con cuál, pero Dominic contestó que había preferido no hacer preguntas.

—Bastante me ansiedad me provoca mi novio con respecto al medio ambiente como para querer que mi madre lo haga también —concluyó.

El centro cívico se encontraba a unos cien metros más arriba del establo. Era un edificio extraño, construido con tablillas de madera y un tejado con mansardas que daba la impresión de haber salido del Medio Oeste americano para que después lo montara un grupo de constructores de establos amish sincronizados. Tenía un aparcamiento de asfalto delante que estaba vacío salvo por un Vauxhall Vivaro nuevo con los distintivos Battenberg del territorio de West Mercia. Una oficial de apoyo hacía guardia junto a la carretera para asegurarse de que nadie aparcaba allí y vigilaba a los periodistas desperdigados que se agrupaban frente a la entrada principal; Dominic me había guiado hasta la entrada de atrás por esta razón.

El centro cívico no era más que una gran sala diáfana hasta el techo con un escenario en un extremo, unas puertas que daban a la zona de la cocina y unos baños. Según Dominic, allí se celebraban fiestas de cumpleaños y se representaban obras de teatro amateur, y además, el local albergaba la temible discoteca de los jóvenes granjeros. «Temida en varios kilómetros a la redonda», me explicó. En ese momento se empleaba como campo base de la búsqueda de Nicole y Hannah, motivo por el cual la prensa estaba fuera. Y puesto que todos los efectivos disponibles estaban inmersos en la tarea, estaba desierta. Había petates y mochilas apiladas en las esquinas y palés de botellas de agua envueltos en plástico bajo mesas hechas con caballetes, sobre las que además se amontonaban vasos de poliestinero y botes de café instantáneo. Se habían colgado en un corcho dos mapas del Servicio Estatal de Cartografía forrados de plástico y se habían colocado uno encima del otro para que las áreas coincidieran. Había dibujadas sobre ellos flechas, curvas y espirales con rotulador que indicaban las zonas de búsqueda hasta entonces. El ambiente era cálido, no corría aire y olía a creosota.

—¿Hola? —dijo en voz alta Dominic—. ¿Hay alguien ahí?

—¡Un momento! —respondió una mujer tras la puerta de los servicios.

Mientras esperábamos, eché un vistazo al mapa. Hoy en día, las búsquedas no consisten solo en dividir los mapas en cuadros y en revisarlos de uno en uno. Hay que fragmentarlos según las probabilidades: ¿dónde podría haber ido el sujeto por propia voluntad en una determinada ventana de tiempo? Así, el área de búsqueda aumenta como la escarcha en una telaraña, se expande por carreteras y camino, y se extiende en oleadas por los campos y jardines.

La puerta de los servicios se abrió y salió una mujer voluminosa con una rebeca beige. Tenía el rostro redondeado, la tez blanquecina y el cabello moreno, que llevaba en una práctica coleta. Llevaba gafas, colgadas al cuello con un cordón rosa, una falda marrón que le llegaba a la altura de la rodilla y unos zapatos de salón cómodos. Parecía la típica entrometida digna de confianza del pueblo, pero sus perspicaces ojos azules, que no dejaban de ir de un lado a otro, asimilando todo, la delataban; eran los ojos de una policía nata.

Aun así se movió afanosamente de un modo muy profesional cuando me vio, me tendió la mano y se presentó como la sargento Allison Cole.

—Debes de ser Peter Grant —dijo—. Gracias por ofrecerte voluntario. Aunque Dios sabe lo qué opinara la familia de ti.

Nos sentamos a una de las mesas con caballetes. La sargento Cole extrajo una botella de agua de uno de los paquetes y me la ofreció; negué con la cabeza. Entonces, la abrió y se la bebió, agradecida.

—Estamos teniendo suerte con el tiempo —comentó—. Si están por ahí fuera, al menos no morirán congeladas.

—El verano más cálido que se recuerda —añadió Dominic—. Deberías estar en tu casa..

Ni siquiera me molesté en lanzarle una mirada; no habría entendido a santo de qué venía.

—¿Dónde te hospedas? —me preguntó Cole.

—Lo he colocado en el establo de mi madre —explicó Dominic.

—Pensaba que el ayuntamiento quería derribarlo —comentó Cole.

—Todavía no han decidido nada.

—Al menos, no estarás lejos —dijo Cole—. Y vendrá bien tener a alguien a mano durante la noche. Así podré irme a casa con mis hijos.

—¿Crees que esto se va a prolongar? —pregunté.

—¿Quién sabe? —respondió, lo que significaba que sí.

—¿Crees que las encontraremos?

—Eso espero —contestó, lo que significaba que no.

Dio otro sorbo de agua y se secó la frente con el dorso del brazo.

—Será mejor que te resumamos cómo va la investigación y que te presentemos a la familia —dijo.

***

Los Marstowe vivían en un chalet adosado de estilo neogeorgiano descafeinado, el diseño de rigor en los planes de construcción de casas rurales durante la posguerra. Situada al final de una calle sin salida, era, según me contó Dominic, la última propiedad de todo el pueblo que aún pertenecía al ayuntamiento. El resto las habían comprado sus inquilinos en las décadas de 1980 y 1990 y, después, estos se las habían vendido a forasteros con dinero.

—A excepción de tu madre —dije.

—No quería venderla —contestó—. Ahora, desde luego, parece un auténtico genio, tal y como están los precios.

A juzgar por el Volkswagen Rabbit gris destrozado y las bombonas de gas vacías entre el largo césped sin cortar del jardín delantero, parecía que los Marstowe esperaban salir en el siguiente documental del Canal 4 sobre empobrecimiento o en un reportaje a dos páginas del Daily Mail. Aunque para asegurar la historia en el Mail probablemente antes tendrían que adoptar a un refugiado rumano o algo similar. Al otro lado del seto cuadrado, el jardín delantero del otro adosado estaba cubierto de un césped cuidado pero desprovisto de flores. Como las ventanas y las puertas de ese lado estaban bien cerradas, la casa tenía aspecto de estar vacía. El propietario, un catedrático de la Universidad de Birmingham, había sido de los primeros lugareños a los que habían investigado después de que las chicas desaparecieran. Vamos, que lo habían rastreado, identificado y eliminado de la ecuación, por si acaso alguien se lo preguntaba.

—Está en su villa de la Toscana —me había dicho Dominic. Llevaba allí desde finales de julio.

—¿Una villa en la Toscana y una casa para los fines de semana en el campo? —pregunté—. ¿Cuánto cobran?

Al parecer, su plan había consistido en trasladarse junto a toda su familia a Rushpool, pero su mujer había solicitado el divorcio cuando lo descubrió con una alumna hablando sobre el papel crucial de Borges en el desarrollo de la literatura poscolonial, con la ayuda de un plumero, un chaleco de látex y una tarrina de helado de Ben&Jerry’s con sabor a brownie.

Pregunté si alguna de las dos mujeres lo había acompañado a la Toscana.

—La mujer y los hijos —respondió Dominic—. Y la alumna.

El adosado estaba al final de una calle sin salida que se desviaba de la carretera del pueblo. Por lo que vi, los medios mantenían una especie de cordón de seguridad extraoficial; en ningún momento sobrepasan la intersección. Dominic dijo que se estaban portando bien y —de momento— estaban respetando la intimidad de la familia. Me pregunté cuánto duraría.

La puerta principal de la casa de los Marstowe se mantenía abierta con un ladrillo y se oían los gritos de unos niños. Dominic llamó un par de veces a la puerta, lo intentó con el timbre (que no funcionaba) y volvió a llamar con los nudillos. Entonces, me miró y se encogió de hombros. Los gritos se oyeron con más intensidad. «Tiene al menos un bebé y un par de niños mayores», pensé. Uno de ellos estaba verdaderamente irritado porque no le dejaban salir de casa.

Dominic se rindió y estaba a punto de entrar cuando un chico blanco, de unos nueve años, vino corriendo por el pasillo y se detuvo de golpe al vernos. Iba vestido con una camiseta verde con la imagen del dibujo animado de Psy y se aferraba a un bate de cricket rosa de plástico. Fijó la vista en Dominic, después en mí, se mordió el labio por la consternación y volvió a echar a correr por donde había venido.

—Ryan —dijo Dominic—. El hijo mayor.

Seguimos a Ryan al interior.

A pesar del aspecto rústico del jardín delantero, el interior del domicilio estaba sorprendentemente ordenado o, al menos, todo lo que puede estarlo una casa con cuatro niños menores de doce años sin un servicio de limpieza contratado a tiempo completo. Seguí a Dominic por el corto pasillo y accedimos a la cocina, al fondo, donde me presentó a Joanne Marstowe.

Era una mujer pequeña con una nariz estrecha y respingona, ojos azules y un color de pelo como el de los niños de Los cuclillos de Midwich.6 Estaba delgada a pesar de haber dado a luz a cuatro niños. Al más pequeño, Ethan, de un año, lo balanceaba en un brazo. Tenía el mismo pelo rubio platino que su madre y daba la impresión de que, no hacía mucho, había tenido la cara sumergida en un potito de cerdo con manzana. Vi el tarro en la mesa de la cocina y la trona con el cuenco de flores azules y rosas volcado sobre la bandeja. Ryan se había situado detrás de su madre y se asomaba con precaución para comprobar que no íbamos a por él. Un tercer niño, que por proceso de eliminación debía de ser Mathew, de siete años y con el pelo rubio pegado a la frente por el sudor, estaba sentado tranquilamente a la mesa. Parecía un niño al que habían sometido a más de un castigo razonable según lo establecido en la sección 58 de la Ley del Menor de 2004.

—Hola, Joanne —saludó Dominic.

Joanne lo fulminó con la mirada, se fijó en mí y volvió a centrarse en Dominic.

—¿Quién coño es este? —preguntó.

—Peter —dijo Dominic—. Va a trabajar con Allison Cole y contigo.

—¿De dónde viene? —preguntó.

—De Londres —respondí, lo que pareció complacerla.

—Bien. Ya era hora de que se tomaran esto en serio. Tome asiento.

Mathew me observó con desconfianza mientras lo hacía. Joanne preguntó a Dominic si iba a quedarse, pero este se excusó y se marchó, aunque no sin antes darme apoyo desde la puerta a escondidas con los pulgares hacia arriba.

—¿Quiere una taza de té? —preguntó Joanne.

—Gracias, puedo prepararlo yo si quiere —me ofrecí.

—Dios, no —contestó, y empujó a Ethan hacia mis brazos—. Pero si puede encargarse del monstruito, se lo agradecería.

Puede que sea hijo único, pero tengo muchos primos. Y sus padres compartían la creencia de mi madre de que cuando eres lo bastante grande como para sostener a un bebé sin ayuda, también lo eres para cuidar de ellos mientras los adultos toman té y tratan los temas importantes del día. Ethan dio un grito de sorpresa cuando lo coloqué sobre mi regazo. La curiosidad sobrepasó su enfado, y su rostro rosado y extremadamente caliente se relajó. Había papel de cocina sobre la mesa. Corté un par de trozos y le limpié la mayor parte de la comida de la cara. Era un chiquillo fuerte y algo pesado para estar colgado de la cadera de su madre. Me pregunté si estaría asimilando el estilo de los adultos que lo rodeaban.

—¿Hay alguien más que la esté ayudando? —pregunté—. ¿Algún familiar?

—Muchísimos —respondió—. Si hubieran venido antes, se los habrían encontrado aquí. Siempre están dispuestos a ayudar, hasta tal punto que he tenido que deshacerme de ellos… al menos durante un rato.

La observé mientras se detenía frente al armario de la cocina y tamborileaba nerviosa con uno de los dedos sobre la encimera.

—Mami —dijo Ryan, y le dio un tirón a la pierna.

—¡Calla! Estoy intentando recordar qué coño se supone que estaba haciendo. ¿El té, verdad?

—O café, si es más sencillo.

—¿Qué prefiere? —preguntó con irritación.

—Café —dije.

—¿Puedo tomar café yo también? —inquirió Mathew.

Lo que significaba que Ryan también quería, aunque al final los dos se conformaron con una lata de Coca-Cola para cada uno y un par de trozos pequeños de brazo de gitano, el soborno favorito de los padres a nivel nacional. Yo puse de mi parte y balanceé a Ethan arriba y abajo e hice ruidos raros hasta dejarlo tan confuso que no podía enfadarse. Para cuando tenía la taza de café instantáneo de marca blanca delante, Ryan y Mathew se había trasladado al salón contiguo para ver los dibujos animados. Joanne se desplomó sobre la silla que había al otro lado de la mesa, frente a mí, y se tapó la cara con las manos.

—Ay, Señor —dijo.

Ethan eructó de forma inquietante y dejé de hacer malabares con él por si acaso. Existen límites para los sacrificios que estoy dispuesto a hacer en nombre de la policía.

—¿Cuándo regresará su marido? —pregunté.

Joanne levantó la cabeza y suspiró.

—No volverá hasta que anochezca —indicó—. Es probable que tengan que traerlo a rastras. No puede quedarse sentado esperando, le daría algo.

—¿Y usted?

—Creo que no tengo alternativa, ¿no? —dijo—. Vicky me preguntó si quería esperar en su casa. Claro que la que no iba a venir a «esperar» aquí es ella, ¿no? ¿Ha visto su casa? Se imagina a esta prole… —Hizo un gesto que abarcó a sus hijos y el estado de su cocina—. No, si quiere compañía… No es que le falten amigos precisamente. —Me miró de una forma extraña—. ¿Los entrenan a ustedes para que mantengan la boca cerrada? Porque parece que la única que habla aquí soy yo.

—Se supone que debemos ser discretos —expliqué.

—¿Ah, sí? ¿Así ya nos incriminamos nosotros solitos, no?

En realidad, era exactamente por eso… entre las otras muchas tareas que se supone que debe realizar un mediador de la policía.

—Nos han formado para eso —dije—. La idea es no complicarles la vida más de lo necesario.

Aquello le hizo gracia y soltó una carcajada breve y triste. Entonces, fijó sus ojos en los míos y me mantuvo la mirada.

—¿Cree que voy a recuperar a mi hija? —preguntó.

—Sí —contesté.

—¿Por qué?

Porque hay que mantener la esperanza y no tener noticias es una buena noticia. Y porque lo mejor que puedes hacer es parecer franco y sincero. Si recuperan a sus hijos, ni siquiera recordarán lo que les dijiste, y si no lo hacen…, entonces nada más importará.

Trataba de dar con alguna mentira convincente cuando una voz procedente del pasillo me salvó.

—¿Jo? ¿Estás en casa? —Por su voz era un hombre adulto de clase alta.

—¡En la cocina! —vociferó Joanne.

Oímos que se detenía en la puerta del salón y que les preguntaba a los chicos si estaban bien.

—Nada de desanimarse —les dijo, y después entró en la cocina.

Era más alto que yo, tenía unos cuarenta y cinco años e iba vestido con unos pantalones de camuflaje, unas botas de goma verdes y una camiseta de rugby azul y dorada que no era lo bastante ancha como para ocultar una barriguita. Tenía una espalda ancha que aumentaría de tamaño, los ojos marrones, la nariz estrecha y una frente amplia. Estaba a punto de decirle algo a Joanne cuando se percató de mi presencia.

—Hola —dijo—. ¿Quién es usted?

Joanne nos presentó. Era Derek Lacey, el padre de la otra chica desaparecida. Había estado ayudando con la búsqueda sobre el terreno, pero empezaban a quedarse sin luz.

—Solo quería asegurarme de que estabas bien —dijo.

—Todo lo bien que puedo estar —contestó Joanne.

Derek retiró una silla y la situó al final de la mesa antes de sentarse. Se colocó todo lo cerca que pudo para interponerse entre Joanne y yo, pero tampoco tanto como lo hubiera estado de haberse apoyado con las piernas cruzadas sobre la mesa. Me pregunté si sería consciente de lo que había hecho. Joanne le ofreció un café; él pidió algo más fuerte.

—A Vicky no le parece bien —me contó, mientras Joanne pescaba media botella de whisky Bell’s de un estante alto del armario que quedaba convenientemente fuera del alcance de los niños—. Pero, joder, ahora mismo necesito una copa.

Joanne se la sirvió en un vaso naranja con el dibujo de un pulpo feliz y la botella de whisky regresó rigurosa y definitivamente al estante. Derek se lo bebió de dos tragos. Inspirado, Ethan arrugó la cara y empezó a llorar hasta que lo calmaron con zumo de naranja.

—¿Dónde está, Andy? —preguntó Joanne.

—Íbamos en partidas distintas —explicó Derek—. Creo que ellos se dirigían a Bircher. —Sus ojos se desplazaron primero hacia el armario donde el Bell’s estaba a buen recaudo, después hacia Joanne y de nuevo hacia mí.

—No pretendo ser borde —dijo—, pero me gustaría hablar en privado con Joanne.

Miré a Joanne en busca de una confirmación y ella asintió ligeramente.

—Por supuesto —contesté, y le tendí a Ethan simplemente para ver su reacción. Derek alzó en brazos al chiquillo con naturalidad y Ethan no pareció tener ninguna objeción, aunque quizá estuviese distraído con el zumo de naranja.

Noté que estaban esperando a que me marchara por el pasillo y saliera por la puerta. Pensé en dar la vuelta y ver si podía escuchar algo, pero consideré que aquello parecía sacado de una novela de Enid Blyton y que era demasiado, incluso para mí.

Rushpool estaba en el lateral de un valle que se extendía, aproximadamente, de noroeste a sudeste siguiendo, lo que más tarde descubrí gracias a una fuente de información impecable, el curso del Rushy, uno de los muchos arroyos que convergían más abajo con el arroyo Ridgemoor, antes de encontrarse con el Lugg en Leominster. En términos hidrográficos, en realidad es más complicado que eso, pero, dado que me quedé dormido durante parte de la explicación, no puedo aleccionar a nadie. Aunque todavía era pronto, el sol ya se había puesto tras la cresta de las montañas que había detrás de la casa de los Marstowe, y había dejado en su estela un resplandor brumoso y anaranjado y ofrecía al pueblo en una refrescante sombra. Oía el murmullo de las voces de la aglomeración de periodistas en el pub —que seguían esperando en la entrada de la calle sin salida— y veía la punta de sus cigarrillos electrónicos y los ocasionales flashes de sus cámaras. Me extrañaba que Nightingale quisiera ver mi cara en las noticias, de manera que me escabullí por un lado para asegurarme de que un arbusto me tapara. Después, llamé a la sargento Cole para informarle de que me había marchado ya del domicilio.

Me dijo que no me alejara por si acaso volvían a necesitarme «o por si se desatara una buena pelea». No tuve ocasión de preguntarle si pensaba que eso podía ocurrir. Los equipos de búsqueda estarían fuera hasta que cayera la noche, pero el jefe de policía Windrow ofrecería una sesión informativa para el equipo de investigación durante la siguiente hora más o menos. Hasta entonces, yo era el único efectivo disponible en la zona.

—Me acercaré después de la reunión para hablar con la familia —comentó Cole—. Cabe la posibilidad de que mañana por la mañana demos una rueda de prensa. Si eso sucede, yo me encargaré de la familia. Windrow quiere que estés disponible por si surgiera algo; Dominic te avisará.

Tras colgar, eché un vistazo a través del arbusto para ver si la prensa se había relajado un poco. Mientras observaba, un temblor pareció extenderse por el grupo y los que se encontraban a la izquierda se separaron del resto y subieron por la angosta carretera. Enseguida los siguieron más y más de sus compañeros, hasta que el rebaño entero se marchó ruidosamente tras ellos. Algunos rezagados, armados con teleobjetivos, se quedaron haciendo guardia en la calle sin salida. Me encorvé para ofrecer mi mejor imitación de un cockney o, para ellos un mockney,7 me comporté con amabilidad y pregunté adónde había ido todo el mundo.

—A Leominster —dijo un fotógrafo con rastas pelirrojas y pecas—. Por si la policía local hace algún anuncio más tarde.

«En cuanto me miran, saben que soy policía», pensé. Aunque, a veces, tengo la sensación de que no se plantean esa posibilidad, lo cual puede resultar muy útil.

—¿Qué tal está el pub? —pregunté.

—¿El Cisne? —dijo, y meneó la cabeza de un lado a otro—. Un poco pijo, pero tiene una gran variedad de cervezas.

El Cisne entre los Juncos no era lo que yo esperaba de un pub rural, aunque debo admitir que mis expectativas provenían, en su mayor parte, de la prolongada adicción de mi madre a la serie Emmerdale8 durante los noventa. Situado al final del pueblo, junto al estanque que, al parecer, daba su nombre al lugar —aunque no advertí ningún junco en él—, había un edificio achaparrado de finales de la época victoriana construido para reemplazar el viejo molino de agua, que quedó obsoleto en cuanto llegó la electricidad. Al poco tiempo se convirtió en un pub que bautizaron con el engañoso nombre de El Viejo Molino y, después , lo compró y renombró el dueño actual. Se presentó como Marcus Bonneville y me contó que, aunque era de Shropshire, había ganado un dineral en Londres haciendo algo que no especificó y había decidido volver al campo.

La gente no debería ser tan discreta a la hora de contar de dónde saca su dinero, sobre todo con la policía. La única razón por la que no tomé nota de su nombre para buscar después su historial fue porque estaba bastante seguro de que la pandilla de Windrow lo había hecho el primer día, probablemente antes del desayuno. Cuando tratas con la pasma, tener un pasado misterioso es contraproducente.

El hombre tenía buen gusto y, en lugar de engalanar el pub con las típicas antiguallas, había optado por un estilo art déco más elegante y había colocado mesas de comedor de madera de nogal clara con sillas a juego y lámparas circulares de metacrilato que colgaban del techo. La barra de caoba tenía las esquinas redondeadas y detalles de latón, y había pósteres de estilo retro enmarcados que anunciaban destinos en los que resultaba imposible ponerse moreno: Llandudno, Bridlington y Bexhill-on-Sea. Solo hacía falta una rica heredera asesinada para que Hércules Poirot se hubiese sentido como en casa. La cocina era algo sofisticada, y aunque soy un defensor de la transparencia en la cadena de alimentación, no me interesa saber con precisión qué raza de ganado de un rebaño en particular ha dado su vida para que disfrute de un filete de 170 g servido con salsa de pimienta, setas a la parrilla, tomate, patatas fritas gruesas y media pinta de sidra por menos de veinte libras.

Estaba pensando en pedirme una ración de pudding de pan y mantequilla con helado de moca cuando el grupo de la prensa empezó a arremolinarse en la puerta principal, por lo que decidí escabullirme por detrás con el vaso de sidra Bulmers en la mano. Dicho acceso me condujo a una descuidada zona de aparcamiento de gravilla con la encantadora vista de unos cubos de basura y las puertas de la cocina, que habían dejado abiertas para que entrara algo de aire fresco. Mientras me terminaba la sidra, observé cómo el personal, ataviado con ropa blanca, se preparaba para la locura que vendría después de la sesión informativa. Marcus sacaría provecho a la crisis; después de todo, no hay mal que por bien no venga.

Para entonces, el sol ya se había ocultado tras las montañas y estaba prácticamente oscuro. Por encima del ruido de los cacharros de la cocina y las voces del bar distinguí el zumbido de un helicóptero que volaba bajo y velozmente en dirección sur. La búsqueda había terminado por hoy.

Llamé a Nightingale y le dije dónde me hospedaría, a lo que él me preguntó que cuánto tiempo pensaba quedarme allí.

—No lo sé —respondí—. Pero West Mercia se está equipando para una investigación larga. Creo que no piensan que esto vaya a terminar bien.

—Ya veo —dijo Nightingale—. Lo prepararé todo para que te envíen algunas cosas de primera necesidad.

—Hay un par de bolsas de viaje en mi cuarto —dije—. Una de ellas está debajo de la cama y la otra debería de estar en el armario.

—Le diré a Molly que se encargue de ello esta noche —contestó Nightingale, lo que tendría que haberme alarmado de inmediato.

Nos interrumpió una llamada de la sargento Cole, que me informó de que podía considerar que estaba fuera de servicio pero de guardia hasta el amanecer del día siguiente, cuando las operaciones de búsqueda se reanudaran. Cuando colgué a Cole, le pregunté a Nightingale si tenía algún consejo que darme.

—Mantén los ojos abiertos. Y hazlo lo mejor que puedas —me ordenó.

El pueblo no tenía farolas en las calles, pero de las casas salía bastante luz como para iluminar mi camino colina arriba. Me escurrí entre los fotógrafos que seguían de guardia en la calle sin salida y subí hacia el bungaló de la madre de Dominic. Las luces estaban encendidas tras los visillos y oí que tenía la televisión puesta. Me tropecé con algo dolorosamente compacto a la izquierda del camino que daba la vuelta a la casa y percibí, más que vi, que el establo era la sombra más clara que había en la oscuridad. Me encaminé con precaución hacia la parte delantera. Estaba buscando las llaves cuando levanté la vista y miré el cielo por primera vez.

Cuando era pequeño, mi madre volvió a Sierra Leona con maletas llenas de regalos y baúles repletos de tanta ropa «casi nueva» como para haber provisto a una filial de Oxfam durante un año y medio. En el último momento, quizá para asegurarse de que le permitían llevar más equipaje, decidió que viajara con ella. No recuerdo mucho de ese viaje, pero mi madre tiene varios álbumes colmados exclusivamente de fotografías mías en las que o aparezco solemne o aterrado, mientras una sucesión de parientes me pasa de unos brazos a otros. Una cosa que sí que recuerdo es mirar el cielo nocturno y verlo atravesado por un río de estrellas.

Esa misma noche, vi lo mismo: una corriente trenzada de luz formó un arco sobre mi cabeza mientras un cuarto de la luna cruzaba el horizonte. Durante un instante, creí haber olido algo dulce y ligeramente fermentado, y la luz de la luna me hizo pensar que el campo vacío que había tras el jardín de la madre de Dominic estaba repleto de árboles. Pero en cuanto encendí las luces del establo, estos desaparecieron.

Verano venenoso

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