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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: EL GRANDE ORIENTE
II

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La escuela quedó en un instante vacía, y D. Patricio Sarmiento salió a la puerta de la calle. Sesenta años muy cumplidos; alta y no muy gallarda estatura; ojos grandes y vivos; morena y arrugada tez, de color de puchero alcorconiano y con más dobleces que pellejo de fuelle; pelo blanco y fuerte, con rizados copetes en ambas sienes, uno de los cuales servía para sostener la pluma de escribir sobre la oreja izquierda; boca sonriente, hendida a lo Voltaire, con más pliegues que dientes y menos pliegues que palabras; barba rapada de semana en semana, monda o peluda, según que era lunes o sábado; quijada tan huesosa y cortante que habría servido para matar filisteos y que tenía por compañero y vecino a un corbatín negro, durísimo y rancio, donde se encajaba aquélla como la flor en el pedúnculo; un gorrete, de quien no se podía decir que fue encarnado, si bien conservaba históricos vestigios de este color, la cual prenda no se separaba jamás de la cúspide capital del maestro; luenga casaca castaña, aunque algunos la creyeran nuez por lo descolorida y arrugada; chaleco de provocativo color amarillo, con ramos que convidaban a recrear la vista en él como un ameno jardín; pantalones ceñidos, en cuyo término comenzaba el imperio de las medias negras, que se perdían en la lontananza oscura de unos zapatos con más golfos y promontorios que puntadas y más puntadas que lustre; manos velludas, nervudas y flacas, que ora empuñaban crueles disciplinas, ora la atildada pluma de finos gavilanes, honra de la escuela de Iturzaeta; que unas veces nadaban en el bolsillo del chaleco para encontrar la caja de tabaco, y otras buceaban en la faltriquera del pantalón para buscar dinero y no hallarlo… Tal era la personalidad física del buen Sarmiento.

– ¡A Palacio! – exclamó, viendo la mucha gente que bajaba hacia San Ginés por delante de su casa y la muchísima que seguía la calle Mayor hacia Platerías. – Hoy tendremos otra gresca. ¿A cuántos estamos?

– A 5 de Febrero – repuso un joven que junto a D. Patricio apareció, con mandil de sastre, sosteniendo en la izquierda mano dos pedazos de tela y en la diestra una aguja. – Parece ser que Narices ha escrito un papel al Ayuntamiento quejándose de los insultos, y para que rabie más, hoy le van a dar más música.

– Aparte de que no me gusta que se hable del Soberano con tan poco respeto – dijo el maestro, – lo que has dicho, querido Lucas, me parece muy bien. Pues que no quiere música, désele más música. Si no, que cumpla sus deberes de rey constitucional y marche francamente por la senda aquella de que nos habló el 10 de Marzo del año pasado… Va mucha gente. ¿Por qué no dejas la obra y corres allá? Tal vez ocurra algún acontecimiento digno de ser transmitido a la posteridad. Yo iré después a la Cruz de Malta, a ver qué se decide esta noche respecto a la exposición que se proyecta dirigir al Rey contra el Ministerio. Me parece admirable idea, querido Lucas, porque has de saber que yo combato a Argüelles.

– Y yo también – replicó el sastre. – O nos dan un Ministerio liberalísimo, que de una vez acabe con todos los tunantes, o el pueblo soberano decidirá en su sabiduría… ¿Dejo el trabajo? ¿Cierro el puesto?

– Deja el trabajo, dimitte laborem, y cierra el puesto, que tiempo hay de mover el paño. Día llegará en que la patria más necesite de bayonetas que de agujas. Si no tuviera que copiar esos pliegos, también husmearía un poco. Ponte el uniforme, hijo, que en estos sucesos públicos bueno es que cada cual se presente con los arreos de su jerarquía. Los uniformes dan respetabilidad. Procura que la muchedumbre no se desborde; amonéstala, que, al verte, ella respetará la gloriosa institución a que perteneces. No grites, no vociferes, que eso no es propio de quien representa la autoridad, la fuerza pública y la soberanía armada. Consérvate sereno en medio del tumulto, y si tocan a formar y hay lucha con los guardias y demás cohortes del absolutismo, despliega, querido hijo, todo el valor de tu pecho, todo el brío de tu raza, y sé cual indomable león, que no conoce riesgo y hace estremecer al cobarde lobo sólo con el rugido de su cólera.

El joven sastre, mientras esto decía su venerable padre, vestíase a toda prisa en el mismo portal que era albergue de la sastrería. En el momento de abandonar la tienda para mezclarse al popular tumulto, un hombre llegó a la puerta y se detuvo en ella, saludando cariñosamente al señor Sarmiento.

– ¡Hola, hola… Sr. Monsalud! – dijo éste. – ¿Tan pronto de vuelta? ¿No va usted a Palacio? Dicen que habrá tocata de trágalas y sinfonía de mueras y vivas.

– ¿Ha salido mi madre? – preguntó el joven sin hacer caso de las observaciones de su amigo.

– No he visto salir a la señora Doña Fermina – replicó Sarmiento. – Debe de estar arriba, acompañando a doña Solita y al Taciturno.

– Subiré a decirle que no salga esta tarde.

– Aguarde usted, D. Salvador. Si no va usted más que a eso, le mandaré un recado con Lucas. Quédese usted aquí. Vámonos a la esquina a ver pasar la gente y hablaremos un rato. ¿Qué me dice usted de estas cosas?

– ¿Pero no tiene usted escuela?

– He soltado al infantil rebaño. Si no lo hiciera, me alborotaría la escuela, y mis lecciones se perderían en la algazara como semilla que se arroja al viento. Es preciso transigir un poco con la inquietud bulliciosa y la precocidad patriótica de estos chiquillos que han de ser ciudadanos. De esta manera les voy educando sin tiranías, y mansamente les inculco sus deberes y les preparo para que ejerzan la soberanía en los venideros años venturosos, en los cuales nuestra Nación se ha de empingorotar por encima de todas las Naciones.

El amigo y vecino de nuestro excelente D. Patricio sonrió.

– No crea usted – continuó el maestro – que imitaré la conducta de ese pedante insoportable, émulo y antagonista mío, el maestro Naranjo, de la calle de las Veneras, el cual, cada vez que hay bullanga o revista de milicianos u otra cualquier función vistosa, encierra a los chicos y no les permite ver ni que regocijen sus tiernas almas con las emociones de la cosa pública. Pero bien sabe usted que Naranjo es un poco y un mucho servilón, hombre forrado en oscurantismo y encuadernado en intolerancias, amigo de los enemigos de la Constitución, indiferente en efigie, pero absolutista en esencia, con vislumbres de persa vergonzante y amagos de realista monacal. ¿Qué ha de hacer con los pobres chicos un hombre de estas cualidades? Tiranizarlos, ennegrecer su espíritu, imbuirles ideas despóticas, educarles en el desprecio de la Constitución y en el amor al servilismo. ¡Desgraciada nación la nuestra si prevalecieran en ella los alumnos de Naranjo! Vea usted, Sr. D. Salvador, una cosa de que el Ministerio debiera ocuparse sin levantar mano: extirpar esas infames cátedras, suprimiendo todos los maestros de escuela que con su conducta están sembrando la cizaña del servilismo, para que en lo venidero estorbe y ahogue la frondosa planta de la Constitución.

– Sí, es preciso poner mano en eso-respondió distraídamente Monsalud. – Me parece que ya no pasa tanta gente.

– Si no tuviera que barrer la escuela y copiar unos pliegos, señor D. Salvador, nos iríamos usted y yo a meter nuestro hocico en la plaza de Palacio y oír algo de la rechifla… pero ¡cómo ha de ser!… Primero es la obligación que la devoción.

Diciendo esto, D. Patricio entró en el aula, y tomando la escoba que detrás de la puerta estaba, empezó su tarea.

– Si usted me lo permite – dijo Salvador, siguiéndole también adentro, – escribiré una carta aquí en la mesa de usted.

– Gran honor es para mí… Aquí tiene usted la pluma que he cortado hace poco; aquí, la tinta; aquí, el papel. Me callaré para que usted pueda escribir tranquilo… Pues, como iba diciendo, yo me alegro de que a Su Majestad, de quien siempre hablaré con mucho respeto, le den estas lecciones de constitucionalismo. Los reyes, amigo mío, no aprenden de otra manera. Les dice uno las cosas, y nada; se las repite, se las vuelve a repetir, y ni por ésas; es preciso gritar y manotear para que fijen la atención… ¡Ah!… Perdone usted. Estoy levantando mucho polvo. Regaré un poquito.

Salvador Monsalud escribió lo siguiente:

«A L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·.

Pod.·. Sob.·. Gr.·. Com.·. y Secr.·. Gran Maest.·. del Gran Oriente de España.

S.·. F.·. U.·.

Aristogitón.·. gr.·. 18.

(SALVADOR MONSALUD.)»

Después se quedó un rato pensativo mordiendo las barbas de la pluma.

– Cuidadito; retire usted un poco los pies, que mojo – dijo Don Patricio, agitando la regadera junto a la mesa. – Ahora se puede barrer sin cuidado… No de otra manera la benéfica lluvia de la libertad impide que se levante el sucio polvo de la tiranía… Vea usted, Sr. D. Salvador, qué poco aprenden los reyes. Como los chicos, no entienden sino a palos. Yo digo que la Constitución con sangre entra. En Octubre del año pasado, cuando Su Majestad no quería sancionar la reforma de monacales, por instigación de D. Víctor Sáez y del embajadorcillo de Su Santidad, el pueblo amenazó con una revolución y Fernando no] tuvo otro remedio que sancionar. ¿Pero sirviole de enseñanza este suceso? No, señor, porque en El Escorial conspiraba contra el Gobierno, y el nombramiento de Carvajal en decreto autógrafo era un proyecto de golpe de Estado. ¡Iniquidad funesta! Pero el pueblo no se duerme. Cuando Fernando entró en Madrid… ¡qué día, qué solemne día! ¡qué 21 de Noviembre! En vez de vítores y palmadas, galardón propio de los sabios monarcas, Fernando oyó gritos rencorosos, mueras furibundos, amenazas, dicterios, oyó ternos como puños y vio puños como ternos. No ha presenciado Madrid una escena tan imponente. Allí era de ver el pueblo ejerciendo el soberano atributo de amonestación; allí era de oír el trágala, cantado por las elegantes mozas del Rastro. Miles de brazos se agitaban amenazando y todas las bocas espumarajeaban de rabia. Los que llevábamos en la mano el libro de la Constitución, lo besábamos en presencia del Rey. Un fraile pronunció varios discursos que encendían más los ánimos. De repente, por entre apiñadas cabezas, se alzan multitud de manos que sostienen un niño. Es el hijo de Lacy. La multitud soberana grita: «¡Es el vengador de su padre! ¡Es el hijo del gran patriota! ¡Mueran los tiranos! ¡Viva la Constitución!» El Rey oía todo, y su semblante echaba fuego… Pues bien: ¿cree usted que esta lección fue provechosa? Nada de eso. La camarilla sigue conspirando; la Corte desafía a la nación, al mundo y al linaje humano con la infame conspiración y plan de D. Matías Vinuesa que ha escandalizado a Madrid días pasados.

Salvador prestando escasa atención a las palabras del maestro, escribió despacio y con largos descansos lo siguiente:

«Dispensad, H.·. y M.·. Q.·. H.·. la libertad con que os manifiesto mi pensamiento después de saludaros con los s.·. y b.·. c.·. en este Or.·. de Madrid.

«Faltaría a los más altos deberes si no me negara a aceptar vuestros ofrecimientos y la misión que me encomendasteis, porque estando convencido de que ese Or… es un centro de libertinaje y de anarquía, y tal como está organizado produce efectos contrarios a los verdaderos principios liberales, deseo que se me considere como H.·. D.·. y se aparte mi humilde persona de todos los trabajos de la O.·. Quizás sea mío el error y no de los de V.·. H.·. pero…».

Al llegar a este punto se detuvo, recorrió con la vista lo escrito, hizo un gesto de disgusto, y, rompiendo el papel, empezó a escribir otro.

– ¿No sale, no sale la cartita? – dijo D. Patricio, sonriendo. – Se conoce que es de amores. No a todos los mortales es dado manifestar elegantemente sus pensamientos en forma literaria. ¿Quiere usted que vea si puedo yo sacarle del paso?

– Gracias; no es preciso… ¿Con que decía usted, Sr. D. Patricio, que el Rey…?

– No aprende nunca. Veremos qué tal efecto produce la amonestación de esta tarde. Observe puntualmente la Constitución; sea amigo del pueblo; ame la libertad como la amamos todos, y entonces no habrá más que aclamaciones y flores… Pero ¿estuvo usted anoche en Malta?

– Yo no voy a ese manicomio.

Y en La Fontana? Dicen que van a cerrar los cafés patrióticos.

– Harán bien.

– Bien sé que usted al hablar de este modo, lo hace por espíritu de oposición, y que dice lo contrario de lo que piensa. Es particular que le parezcan a usted detestables esas sociedades tan propias de un pueblo libre, y que se le antojen majaderos y charlatanes los hombres eminentes que en ella derraman el fructífero rocío de la palabra constitucional. Si no conociese el gran entendimiento de usted…

El joven siguió escribiendo sin atender a las palabras del dómine. Pasó un rato, durante el cual uno y otro callaron. Después, Monsalud rompió por segunda vez el papel escrito y empezó otro.

– Vamos, que está durilla esa oración primera de activa. Ya van dos pliegos rotos.

– Antes me dejaré matar – dijo Monsalud en un arranque espontáneo – que contribuir a este desorden y figurar en una sociedad que es un hormiguero de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de corrupción e infames compadrazgos, una hermandad de pedigüeños…

– ¡Ah, ya veo, ya comprendo de quién habla usted! – exclamó Sarmiento, soltando rápidamente la escoba y sentándose frente a su amigo. – Esos intrigantes, esos compadres, esos pedigüeños, esos hermanos son los masones. Bien, muy bien dicho; todas esas picardías las he dicho yo antes que usted y las repito a quien quiera oírlas. El Grande Oriente perderá a España, perderá a la libertad, por su poco democratismo, sus transacciones con la Corte, su repugnancia a las reformas violentas y prontas, su templanza ridícula, su orgullo, su justo medio, su doceañismo fanático, su estancamiento en las pestíferas lagunas de lo pasado, su repulsión a todo lo que sea marchar hacia adelante, siempre adelante, por la senda constitucional. O hay progreso o no lo hay. Si lo hay, si se admite, fuerza es que demos un paso cada día, que a cada hora desbaratemos una antigualla para construir una novedad, que a cada instante discurramos el modo de dar al pueblo una nueva dosis de principios, y que no se aparte de nuestra mente la idea de que hoy hemos de ser más liberales que ayer y mañana más que hoy… Pero ¿se ríe usted?

– No, no me río. Oigo al Sr. D. Patricio con muchísimo gusto.

– Adelante, siempre adelante – añadió Sarmiento con calor. – En virtud de este criterio, yo y todos los verdaderos patriotas hemos dado de lado a la masonería para fundar la grande y altísima y por mil títulos eminente y siempre española sociedad de Los Comuneros.

– He estado mucho tiempo fuera de Madrid – dijo Salvador, – y al regresar he oído hablar mucho de esa nueva hermandad. Por lo visto, el Sr. Sarmiento pertenece a ella. Sírvase usted explicarme en qué consiste.

– ¡Explicar! ¿A qué vienen esas explicaciones? ¿Por qué no ha de conocer usted de visu lo que difícilmente podrá comprender ex audita? Véngase usted conmigo. Le presentaremos en la sociedad, le haremos caballero de Padilla, y para mí será tan grande honor presentarle como para la Confederación recibirle.

– ¡Confederación! ¡Padilla! ¿Qué ensalada es ésa?

– En el primer artículo de los estatutos se dice que nos reunimos y nos esparcimos por el territorio de las Españas con el propósito de imitar las virtudes de los héroes que, como Padilla y Lanuza, perdieron sus vidas por las libertades patrias.

– ¿Y la Confederación se divide en talleres?

– ¿Qué talleres? Eso es cosa de artesanos. Aquí todos somos caballeros. Llámase nuestro jefe el Gran Castellano; la Confederación se divide en Comunidades, éstas, en Merindades; éstas, en Torres, y las Torres en Casas Fuertes. Todo es caballeresco, romancesco, altisonante. Si la masonería tiene por objeto auxiliarse mutuamente en las pequeñeces de la vida, nosotros nos reunimos y nos esparcimos, asimismo se dice… para sostener a toda costa los derechos y libertades del pueblo español, según están consignados en la Constitución política, reconociendo por base inalterable su artículo 3.º Nada de empeñitos; nada de lloriqueo de destinos ni de asidero de faldones. El artículo 17 del capítulo 2.º, dice que ningún caballero interesará el favor de la Confederación para pretender empleos del Gobierno. ¿Qué tal? Esto se llama catonismo. ¡Hombres incorruptibles! ¡Pléyade ilustre! Tenemos Código penal, alcaides, tesoreros, secretarios. Nuestras logias se llaman Fortalezas, a las cuales se entra por puente levadizo nada menos. La admisión es peliaguda. Está mandado que al iniciar a alguno no se revele nada del objetivo y modo de la Confederación; pero yo le digo a usted todo, todito, porque confío en su discreción y prudencia.

– ¿Y se puede ver eso? ¿Se puede ir allá? – dijo Salvador, demostrando curiosidad. – Supongo que habrá juramentos y pruebas…

– Le presentaré, Sr. D. Salvador. Nuestra Confederación se honrará mucho con que usted entre en ella.

– No; preguntaba si se puede ir a las Fortalezas como se va al teatro, para ver, para reírse un rato.

– Amigo mío – dijo Sarmiento con gravedad, – no es cosa de risa una sociedad donde se jura morir defendiendo a la patria y donde se cumple lo que se jura.

– Eso es lo que no se ha probado todavía.

– Yo se lo probaré a usted, se lo probaré – exclamó vivamente Don Patricio, apoyándose en la escoba como un centinela en el fusil.

– Si usted me hiciera el favor… – indicó sonriendo Monsalud.

– ¿De probárselo?

– No; de callarse. Un momento nada más, queridísimo amigo mío.

– Si no digo una palabra… Escriba usted – indicó el maestro, recomenzando su interrumpida tarea. – Voy a purificar mi escuela, a barrer, digámoslo así, mientras usted escribe la carta. ¿Quiere usted que se la dicte?

– No, gracias. El asunto es delicado; pero a la tercera ha de salir.

Y en efecto, salió.

Episodios Nacionales: El Grande Oriente

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