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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: EL GRANDE ORIENTE
III
ОглавлениеEs indispensable el conocimiento de todas las familias que vivían en aquella casa. Ocupaba el principal Salvador Monsalud con su madre, y el segundo, un señor taciturno y reservado, del cual los vecinos, a excepción de Salvador, no conocían más que el nombre, ignorando sus antecedentes y sus ideas políticas, a pesar de las impertinentes pesquisas que por averiguarlo hacía diariamente el curioso Sarmiento. Este y su hijo Lucas, sastre de oficio, ocupaban una de las habitaciones del piso tercero, sirviendo la otra de morada a Pujitos, gran maestro de obra prima, miliciano nacional, patriota, cuasi orador, cuasi héroe, y un si es no es redactor de diarios políticos, que para todo había en aquel desmesurado entendimiento.
El habitante del cuarto segundo era un hombre decente, con indicios en toda su persona de pobreza decorosamente combatida y disimulada por el aseo, la economía, las cepilladuras de la ropa y otros artificios que no siempre realizaban el fin deseado. Tenía más de cincuenta años, aspecto débil y enfermizo, rostro muy melancólico, apagados ojos, ademanes corteses y fríos, escasísima propensión comunicativa y costumbres tan tranquilas como metódicas. Jamás anochecía sin que estuviese dentro de su casa. A horas fijas salía y a horas inalterables entraba. Era rarísimo acontecimiento que alguien le visitase, y su morada era silenciosa y triste, como vivienda de cartujos.
Antes de que penetrara en ella cualquier extraño, tomábanse minuciosas precauciones, y dos ojos negros miraban por la cruz del ventanillo, examinando atentamente al inoportuno. Estos ojos negros eran los de una señorita, hija del señor Gil de la Cuadra (que así llamaban al taciturno) y única compañera suya, a más de una criada, en la triste mansión. Todo lo que tenía de antipático el padre entre los habitantes de la casa, lo compensaba en simpatías la hija. A todos agradaba; solía conversar con D. Patricio al entrar y salir, y muy a menudo pasaba a la habitación de Doña Fermina Monsalud, charlando con ella largas horas. Tenía por nombre Soledad, pero como su padre la llamaba Solita, así la decían todos, y más comúnmente doña Solita; que entonces las señoritas cargaban todavía con un Doña no menos grande que el de cualquiera quintañona.
Como cronistas sentimos tener que decir que Solita era fea. Fuera de los ojos negros, que aunque chicos eran bonitos y llenos de luz, no había en su rostro facción ni parte alguna que aisladamente no fuese imperfectísima. Verdad es que hermoseaban la incorrecta boca finísimos dientes; mas la nariz redonda y pequeña desfiguraba todo el rostro. Su cuerpo habría sido esbelto si tuviera más carne; pero su delgadez exagerada no carecía de gracia y abandono. Mal color, aunque fino y puro, y un metal de voz delicioso, apacible, que no podía oírse sin sentir dulce simpatía, completaban su insignificante persona. Es sensible para el narrador que su dama no tenga siquiera un par de maravillas entre la raíz del cabello y la punta de la barba; pero así la encontramos y así sale, tal como Dios la crió y tal como la conocieron los españoles del año 21.
El gran misterio de D. Urbano Gil de la Cuadra, lo que traía en gran inquietud a los vecinos, y principalmente a D. Patricio, era la ignorancia en que todos estaban acerca de sus ideas políticas. ¿Era liberal?¿Era servil? Enigma terrible que daba vueltas como una rueda pirotécnica dentro del febril cerebro de Sarmiento, sin ser descifrado jamás. A veces, fundándose en conjeturas, en palabras sueltas, en la letra sui generis del sobre de una carta recibida por Gil, Sarmiento le declaraba absolutista. Otras veces, fundándose en iguales datos, diputábale revolucionario. Causaba desesperación al buen preceptor que Monsalud lo supiese todo, y no lo revelase a los vecinos.
– O este hombre es un emisario de la Santa Alianza – solía decir Sarmiento, – o un apoderado de los republicanos franceses. A estos viejos ojos que tanto han visto, no se les escapa nada.
Al anochecer de aquel día en que nuestra relación comienza, entró, como de costumbre, en su casa el padre de Solita. Ésta, que se hallaba acompañando a Doña Fermina, subió a su habitación cuando sintió los pasos de Gil. Al poco rato subieron también Sarmiento y Monsalud, acompañados de Lucas, que a la sazón volvía de la plaza de Palacio, y los tres entraron en el principal, porque el maestro de escuela gustaba de platicar con Doña Fermina sobre la cosa pública, en que él era, como el lector sabe, tan experto.
Reunidos los cuatro, Lucas contó los sucesos de aquella tarde, que consistían en dos piedras arrojadas al coche de Su Majestad, en diversos gritos patrióticos, en un miliciano herido por un guardia, y algunas contusiones y corridas de escasa importancia.
– A pesar de eso – dijo Sarmiento gravemente, – no aprenderá. Seguirá oponiéndose a la plantificación lógica del sistema constitucional; fomentará la superstición y el fanatismo. Si yo fuera llamado a regir los destinos de la nación; supongan ustedes que lo fuera… ¿eh?, pues bien: mi primer decreto sería suprimir el cuerpo de Guardias. Mientras la camarilla tenga la probabilidad de ese apoyo, la libertad no echará profundas raíces en el hispano suelo.
– Esta tarde se ha dicho – indicó Lucas – que el Gobierno va a disolver la guardia.
– ¿Lo ven ustedes? Mi idea… es idea mía.
– Y a cerrar las sociedades patrióticas.
– Ésa no es idea mía. La rechazo. Por el contrario, Sr. D. Salvador, Doña Fermina, yo abriría en cada calle dos por lo menos, dos cafés patrióticos, y los subvencionaría con fondos del Estado, para que se propagase la idea constitucional. ¿Qué le parece al Sr D. Salvador mi idea?
– Excelente – respondió el joven, ocupado a la sazón en hojear varios libros que sobre la mesa de la habitación había.
– Ya que está aquí el Sr. D. Patricio – dijo Doña Fermina, después de hablar un rato con la criada, – no se irá sin tomar chocolate. Y lo mismo digo a usted, Lucas.
Sarmiento que, dicho sea en honor de la verdad histórica, no había ido a otra cosa, respondió de este modo:
– No se moleste la señora… Siento haber venido; pero si se ha de enojar usted con nuestra negativa, aceptamos… Madre e hijo son tan amables que, la verdad, cuando uno entra en esta casa, no encuentra la puerta para salir.
– Gracias, Sr. D. Patricio.
– ¿Saben ustedes – dijo con aire misterioso Lucas, – que esta tarde vi en la plaza de Palacio al vecino del cuarto segundo? Estaba hablando con un guardia.
– ¿Pero no saben ustedes lo mejor? – indicó Sarmiento, padre. – Pues ya me olvidaba… Que tengo nuevos datos para juzgar de las opiniones políticas del Sr. Gil de la Cuadra.
Monsalud miró fijamente al preceptor.
– Un precioso dato. Tengo por seguro que es despótico.
– Vamos, no hable usted mal de los vecinos, y menos de ese buen sujeto – dijo Doña Fermina. – Él y su niña son personas muy decentes que merecen el mayor respeto.
– ¿Respeto? No se lo niego. Oiga usted el dato, Sr. D. Salvador. Ayer tarde entró en mi academia para que le cortase una pluma. Ya sabe usted que en la pared de enfrente tengo un buen retrato de Riego. Como el Sr. Gil le mirase atentamente, yo dije: «ése es el grande hombre». Advertí en el semblante de nuestro vecino una sonrisa picaresca. Mirome, y con mucha suficiencia y pedantería, exclamó: «Es un majadero».
– Lo mismo dice mi hijo – manifestó la Monsalud, ofreciendo el chocolate a sus dos vecinos.
– ¿Lo mismo dice? Será por broma. ¡Riego, D. Rafael del Riego! Inmensa figura que se alza sobre el suelo de la patria, y con su majestuosa cabeza toca las nubes! ¡Riego, sol refulgente que todo lo inunda con su luz! ¿A quién sino a él se debe la libertad que gozamos? ¿A quién sino a él debe España el haberse puesto por montera del mundo y el estar por encima de toditas las Naciones?
– Pues Salvador dice que es una cabeza llena de viento – dijo Doña Fermina, gozando en mortificar al maestro.
– Bromas; son bromas, Sr Sarmiento – dijo el joven con benevolencia.
Monsalud había encendido una luz y examinaba cartas y papeles.
– Como bromas pueden pasar; pero son de mal género. Esas bromas puede oírlas cualquiera que no sepa discurrir… Yo no me tengo por ignorante; yo creo haber leído algo; creo poseer alguna ciencia… digo, me parece a mí…
– Por de contado.
– Algo sabe uno de lo que ha pasado en el mundo: memorables hechos y preclaras acciones, o sea lo que los eruditos llamamos historia. Y si no, que lo diga el Sr. D. Salvador.
Monsalud no dijo nada.
– Pues bien – añadió Sarmiento sorbiendo la mitad de lo que contenía la jícara, – yo declaro que conozco pocos varones de la antigüedad (y ahí está Plutarco que lo certifique…) sí, conozco pocos que se igualen a este atrevido comandante, que desafió al absolutismo, a toda la Europa, señora; a la Santa Alianza, a los Borbones todos, a los serviles todos. Y tan gran fin realizó sin derramamiento de sangre, porque… vean ustedes la historia: Harmodio y Aristogitón derramaron mucha sangre; las sediciones de los Gracos también fueron cruentas; Bruto mató a César; Robespierre y Danton, ya sabemos que cortaban cabezas como yo plumas; Cromwell degolló a Carlos I, etc. Pero nuestro hombre ha dicho: Sea la libertad, y la libertad ha sido. Su espada no ha necesitado herir para vencer. Con su vívido fulgor deslumbráronse los tiranos, y, despavoridos, huyeron cual asustadas liebres. ¿No es verdad, señor D. Salvador? ¿No es verdad esto?
Monsalud tampoco dijo nada, ni hacía caso de la disertación sarmentil.
– ¡Y a hombre tan insigne, a este campeón que le dijo a España, como el ángel a María: El Señor o la Libertad es contigo; a ese apóstol, señores, se le tiene alejado de la Corte, como si fuera una plaga, un pedrisco u otra calamidad aterradora! Se le desterró primero a Asturias; se le desterró después, porque destierro es, a la Capitanía General de Aragón… ¡Oh! si yo llegase a regir los destinos de la España; si yo… pongamos por caso, llegase a ser ministro… mi primera disposición sería para recompensar dignamente a ese héroe inaudito…
– ¿Más todavía?… – indicó festivamente Monsalud.
– ¿Pues qué? – dijo Sarmiento con ciceroniano ademán, poniendo sobre la mesa la jícara vacía, – acaso se le han tributado honores correspondientes a sus servicios? Ni aun en la jerarquía militar ha tenido la elevación a que es acreedor. Él era comandante: le plantaron en mariscal de campo… Bueno; pues eso, digan lo que quieran, es bien poco, es poquísimo; y aún me parecían una bicoca los tres entorchados. Usted tenga presente cómo recompensó Inglaterra a Lord Vellintón después de la campañita aquella en que derrotó a Bonaparte. Así se premian los grandes servicios, no con estas mezquindades de aquí.
– Tiene razón el Sr. Sarmiento – dijo Doña Fermina. – Si por lo de militar merece los tres entorchados, por lo que tiene de orador y de hombre discreto se le puede señalar una renta. Vaya, que la escena y los discursos aquellos del teatro fueron cosa bonita.
– Extraordinariamente buena, aunque usted, señora mía, lo diga con cierto tonillo zumbón. Lucas, ¿te acuerdas?… Nosotros fuimos desde muy temprano a la cazuela. ¡Qué tumulto, qué palmadas, qué entusiasmo! Yo me puse tan ronco que en ocho días no pude dar lección a los chicos. Aún me parece que veo a nuestro querido General levantarse del asiento con aquella majestad que él sólo tiene, y echarnos un discurso que me pareció de perlas, si bien con el mucho alboroto no se oía una palabra desde arriba. Aún me parece que estoy oyendo la pomposa música del himno que entonó el público. Riego, con aquella gracia suma que Dios le ha dado, levantose y dijo: «La música del himno no es así, sino de esta otra manera». Y se puso a cantarlo. Sus ayudantes llevaban el compás.
– ¡Estaría bonito!…
– Después, uno de los ayudantes cantó el trágala, perro, y aquí fue Troya. Yo creo que hasta las figuras pintadas en el techo cantaron en aquel instante. ¡Sublime momento, señora!… Pero los envidiosos no faltan en ninguna parte. Empéñase el jefe político en decir que aquello era un desorden. Quiere hacernos callar; encréspase el público como el Océano agitado por rabioso Noto; empiezan las puñadas, los dimes, los diretes, los ternos de pimentón, las cantáridas gramaticales. Riego mira con desdén al jefe político. Algunos de sus ayudantes, mostrando una impavidez pasmosa, le insultan. Aporréanle dos o tres paisanos, Paco Rincón y Blas Cortada, si no me engaño; el teatro parecía una caldera hirviendo; el General se retira al fin, y, ¡oh, pavor!, las calles están llenas de gente, la tropa se encierra en los cuarteles, y todo es zozobra y miedo de trifulcas. Sin la imprudencia del jefe político, nada habría pasado. Pero el despotismo es así: no le gusta oír el himno ni el trágala; no quiere ver la faz del libertador del hesperio suelo, y aquí tienen ustedes el resultado: guerras, asolamientos, fieros males, como dijo el poeta. Nada, nada; según esa gente estólida, a la Libertad debe ponérsele bozal para que no muerda.
– Bozal para que no muerda – repitió taciturnamente Monsalud.
– De la cosa más sencilla, del desahogo más ingenuo – continuó el vehemente preceptor, – toma pie el despotismo para extender su férreo dominio… Volvamos a nuestro invicto Don Rafael. De nada vale el popular deseo. Se empeñan en que ha de salir de aquí, y le echan como se echa un perro que incomoda. Las sociedades patrióticas dejan oír su autorizada voz en contra de tal vilipendio; pero no son oídas. Manifiesta el pueblo su voluntad de mil maneras; fíjanse pasquines; gritamos, pedimos, suplicamos, amenazamos. Yo pongo a todos los niños de mi academia la cinta verde con el lema Constitución o muerte. Ni por ésas. ¿Cómo contestan a nuestras honradas exhortaciones? Echando los cañones a la calle; lanzando de los cuarteles la caballería para que pisotee al pueblo; acuchillando sin piedad a la gente indefensa. En tanto Argüelles habla en las Cortes de las célebres páginas, y Feliú habla de los hilos; se alborotan también los diputados, y cuando un gran patriota como Romero Alpuente se dispone a defender al pueblo, ahogan su generosa voz los chillidos de los serviles. Riego es desterrado, y ¡qué ignominia! disuelven el ejército de la Isla, que había proclamado la Constitución; y por este camino volveremos a la tiranía y oscurantismo del año 14, y al despotismo puro, el cual, después de todo, es mejor que el mixto, vergonzante, tibio o moderado que ahora tenemos. ¿No es verdad, Sr. D. Salvador?
– Sí, amigo D. Patricio; todo lo que usted quiera. ¡Y pensar que tantas cosas malas se remediarían con que el Sr. D. Patricio fuese ministro media docena de días!…
– No se burle usted – dijo el preceptor, algo picado. – Yo no seré ministro, yo no puedo ser ministro, porque soy muy honrado, porque no soy intrigante, porque no soy ambicioso. Si tuviera un duro por cada vez que me he negado a aceptar este o el otro destinillo, sería un Fúcar… Pero supongamos que fuera ministro, y sentemos esa atrevida hipótesis…
– Silencio – dijo Monsalud. – Están llamando a la puerta.
Atendieron todos. Oyéronse fuertes golpes en la puerta de la casa.
– ¿Quién será? – murmuró con temor Doña Fermina. – Aquí no viene nadie después de anochecido.
– Iré a ver – dijo Lucas, a quien los golpes sorprendieron descabezando un sueño.
Pocos momentos después entraba Solita, con semblante pálido y consternado, sin aliento, encendidos de llorar los ojos.
¡Mi padre está enfermo! – exclamó, dirigiendo a todos una mirada suplicante.
– Iremos a buscar un médico – dijo D. Patricio con oficiosidad. – ¡Lucas!… Corre al momento.
– No es preciso médico – dijo Solita, deteniendo a los Sarmientos con un expresivo ademán.
– Yo entiendo algo de medicina…
– No necesitamos cosa alguna – añadió la joven, mirando a Doña Fermina. – Lo que tiene mi padre es muy singular.
– ¿Congestión cerebral, ataque de gota, síncope, jaqueca…?
– Mi padre está enfermo del ánimo – dijo tristemente Soledad. – No quiere médicos ni medicinas; lo que quiere es hablar con el señor Monsalud, y por eso vengo a rogarle que pase ahora mismo a casa.
Asombráronse todos de ver enfermedad que se aliviaba hablando.
– También puede que tenga algo que revelarme a mí – dijo Sarmiento, dando algunos pasos. – Voy allá corriendo.
– No, usted no – replicó la joven, deteniéndole. – Salvador solo. Mi padre desea verle y hablarle ahora mismo, ahora mismo.
Salvador subió sin tardanza al segundo piso.
Malísimo humor tenía Sarmiento cuando se retiró a su casa. No pudiendo refrenar la abrasadora curiosidad que le consumía, detúvose junto a la puerta del misterioso vecino, y aplicó el oído, anhelando percibir algo de la conversación o confidencia que dentro se efectuaba; pero ni una sílaba llegó a sus grandes orejas. Resignose a no saber nada, y al entrar en su casa, dijo a Lucas:
– Insisto en que es absolutista, hijo; un infame persa que nos ahorcaría a todos si le dejáramos.