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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: UN VOLUNTARIO REALISTA
VI
ОглавлениеA pesar de los preparativos, cuya importancia se daba a conocer por la actividad bullidora de Doña Josefina Comerford, pasaron los meses de Mayo y Junio en aparente paz. Cataluña parecía tranquila y desarmada. Solsona continuaba viviendo con aquella serenidad y monotonía que eran la delicia de sus canónigos. La compañía medio organizada de voluntarios realistas y los pocos artilleros que prestaban el servicio militar dentro de los muros, más parecían figuras decorativas que soldados en la víspera de una batalla.
Cierto día de fines de Junio vio Solsona una cosa que dio mucho que hablar. Por la calle Mayor adelante iba Tilín vestido con el uniforme de voluntario realista. Su figura no era un tipo acabado de militar gallardía; pero él marchaba por la calle abajo con desenfado, aunque sin fanfarronería, indiferente a las hablillas que sus insólitos arreos suscitaban.
– Mejor le sienta la sotana – decían en los corrillos. – ¿A dónde va ese holgazán con media vara de cartuchera y un quintal de morrión?… Mírenlo… pues no va poco tieso… Todos los bordados del cuello y solapa, así como las charreteras y los cordones del morrión se los han hecho las monjas… Es el uniforme más guapo que hay en toda Solsona… Y diz que entra en el cuerpo con el grado de alférez… Si no hay como ser sacristán de las monjas cascabeleras para llegar pronto a general… No, mujer, no entra de alférez sino de sargento; pero como haya guerra, y dicen que la habrá, verás cómo sube más vivo que un águila, con el favor de las madres… Mírale, mírale, cómo pasa sin saludar a nadie… ¡Condenado Tilín! ¡cómo se reirá de él la tropa! No habrá un solo voluntario que le obedezca.
Y siguieron los comentarios.
Así como la aparición de ciertas aves exóticas anuncia la proximidad de tempestades, aquella desusada vestimenta del sacristán de San Salomó anunció un acontecimiento que puso en grande zozobra y pasmo a la ciudad de Solsona. Era la madrugada, cuando el sueño de los pacíficos moradores fue bruscamente turbado por estrepitoso ruido de tambores. Echáronse los vecinos de las camas, fueron abrieron todas las puertas y acudieron los voluntarios a la plaza, donde había ya un par de compañías, venidas, según después se supo, de Berga al mando del ex-carnicero Pixola (Don Narciso Abres). Un fraile, puesto en pie en medio de la plaza y entre la gente armada, hizo callar con solemne gesto a los tambores, y enderezó a los solsoneses una arenga diciéndoles que Cataluña se lanzaba a la guerra porque el monarca no gozaba de la libertad necesaria para gobernar el reino. ¡Qué pico de oro! Sin abandonar su tono de sermón, añadió que S. M. había expedido órdenes reservadas autorizando el pronunciamiento e invistiendo de mandos militares a aquellos bravos y piadosísimos cabecillas, los cuales, ¡oh abnegación evangélica! abandonaban sus hogares por defender la Fe de Cristo y el glorioso trono de las Españas.
Después que el fraile hubo desembuchado lo que en su mollera traía, volvieron a sonar los tambores, y los pelotones de voluntarios recorrieron la ciudad y la muralla toda en redondo como por fórmula de toma de posesión de la plaza y de su absoluto rendimiento a las tropas apostólicas. Los pocos soldados de línea se entregaron sin vacilar porque ya estaban concertados para ello; repicaron las campanas, declarose en rebelión el municipio y alguna que otra banderola hecha por manos claustradas subió agitándose y haciendo gestos a lo alto de un palo para anunciar a los pueblos vecinos la grata nueva.
Pixola publicó en seguida un bando disponiendo que se entregasen todas las armas, y que todos los oficiales indefinidos domiciliados en la ciudad y su término se presentasen inmediatamente en esta comandancia general para recibir órdenes. Obedecieron algunos por miedo o porque simpatizaban con la insurrección, o quizás porque estaban cansados de una vida oscura; pero otros contestaron a los emisarios de Pixola con insultos y bravatas, por lo cual enfurecido el cabecilla, juró que haría una degollina de indefinidos si Dios no lo remediaba. El más reacio fue un coronel retirado, viejo, terco y realista por más señas, que tenía por nombre D. Pedro Guimaraens y por vivienda una casa solar a media legua de Solsona y a la opuesta orilla del río Negro.
– Di a ese desollador de carneros – contestó al portador del mensaje – que si voy a Solsona será para arrancarle las orejas por bandido y ladrón, y que tengo aquí muchas armas, sí, muchas, para defensa del Rey y de la Religión, y que si él desea probarlas que se de un paseo por acá con toda esa cuadrilla de sacristanes y salteadores de caminos.
Tal como lo oyó de los labios de Guimaraens se lo dijo el emisario a D. Narciso Abres, el cual, bramando de ira se levantó de la mesa donde comía para ir en persona a castigar tamaña afrenta.
– Sosiéguese vuecencia – le dijo con calma Pepet Armengol que en la misma mesa comía, juntamente con otros dos jefes y el padre capellán de San Salomó, pues allí no había categorías. – A ese espantajo de Guimaraens no se le conquista con amenazas. Yo le conozco bien, porque he ido muchas veces a llevarle recados de las madres… Ya sabe usted que una hermana suya está en San Salomó… Le conozco bien, y sé que es una oveja. Déjeme vuecencia ir allá, y verá cómo sin ruido ni amenazas sino antes bien con maña y tiento, le sonsaco las armas y le obligo a reconocer la autoridad que ha dado a vuecencia la Junta de Cataluña.
– Me parece buena idea – dijo Mosén Crispí de Tortellá dando un golpe en la mesa con el vaso de vino después de vaciado. – Veamos el estreno de Tilín… Una hazaña, querido Abres, tendremos una hazaña, porque este Tilín ha leído mucho.
Pixola se echó a reír.
– No se tome esto a broma – añadió el capellán. – Tilín es amigo de Guimaraens, el cual es el mayor y más refinado glotón que ha comido perdices en todo el Principado… ¡Ah! señores; no sólo el pez muere por la boca; muere también el valiente por la misma parte. Guimaraens que en una batalla sería más bravo que cien leones, no hará jamás lo que hizo D. Mariano Álvarez en Gerona, porque no tiene el heroísmo del ayuno. ¿Saben ustedes cómo se conquista a ese hombre? Con la artillería de las monjas de San Salomó, cuyo ginovesado ha rendido ya muchas plazas… Dese esta empresa a Tilín, querido Abres, y verá usted qué victoria alcanza nuestro bravo rapavelas si, como creo, consigue de las madres un par de perdices en adobo, o siquiera un mediano plato de esas natillas sin igual que no deben divulgarse mucho para que el género humano no se corrompa y enerve con las delicias de Capua.
Pixola y los demás reían a carcajadas.
– Anda, hijo, anda – dijo Tortellá a su antiguo acólito dándole un pescozón. – Dile a la madre Purificación que se esmere… se trata de una gran conquista: se trata de ganar el nuevo Zaragoza.
– Puedes ir – indicó Abres al sacristán-soldado. – ¿Necesitas gente?
– Tres hombres escogidos por mí.
– Toma los que quieras.
– Dentro de dos horas estaré de vuelta. Conozco la casa. El Sr. Guimaraens estará en la huerta fumándose un cigarro. No le faltará la compañía de los dos artilleros viejos y de los dos criados, y de la señora Badoreta… Vamos allá… la casa tiene dos puertas… en la huerta hay un ángulo… después se suben tres escalones… ya… ya… Vamos a hacer una visita de cumplimiento a casa del señor coronel.
Poco después Tilín pasaba el río por el puente de Llobera, acompañado de tres montañeses de la Cerdaña sin uniforme y con armas. En vez de tomar en línea recta la dirección de la casa de Guimaraens, que a la distancia de un cuarto de legua se destacaba sobre la verdura de un bosque espeso, caminaron a la derecha río abajo, y describiendo luego una gran curva, subieron hacia la montaña por extensa ladera de viñas y almendros. No tardaron en penetrar en el bosque, y allí con precaución y silencio se acercaron a la casa. Por espacio de un cuarto de hora estuvo Tilín cuchicheando con su gente. Subió después a un árbol, desde donde podía explorar la huerta, y vio a la señora Badoreta tendiendo ropa en el jardinillo delantero; Valentín, el más bravo de los dos veteranos, limpiaba el caballo y Suárez estaba regando las judías y poniéndoles tutores. No viendo por ninguna parte a los otros dos criados, supuso que estaban dentro de la casa. Bajando del árbol, dio Tilín sus órdenes a los que le seguían, repitiéndoselas hasta tres veces para que se les clavaran bien en la mollera; les señaló una ventana baja que desde allí se veía abierta; indicoles los puntos por donde podían escalar fácilmente la tapia, y después penetró solo en la casa.
Condújole la señora Badoreta al interior, no sin reírse de su chistosa metamorfosis, y al verse Tilín en presencia del Sr. Guimaraens en la sala donde este residía comúnmente, oyó una carcajada de franca burla, seguida de estas palabras:
– Tilín, Tilín de todos los demonios… ¿Conque es cierto que te has echado a militar? ¡No he visto en mi vida mamarracho semejante! ¡Hombre, vuélvete de espaldas para verte por detrás!… ¡Y tienes bayoneta!… ¿Cómo no te han dado fusil esos pillos? ¡Serías capaz hasta de hacer fuego con él!… ¡Vaya con Tilín!… Hombre de Dios, pues es verdad que así, así, con esa albarda, nadie diría que eres sacristán… ¡Qué demonio! si ayudas a misa con esa facha, te juro que he de ir a verte. ¿Y qué dicen las reverendas?
– Las señoras no tienen novedad – repuso Tilín secamente.
– ¿Me traes algo de parte de ellas?… Vamos, tú nunca has venido a mi casa con las manos vacías.
El Sr. Guimaraens era un tipo militar de los de la guerra del Rosellón, viejo, sin barba ni bigote, con el blanco pelo un poco largo, cual si no hubiese renunciado aún a ponerse coleta. Aunque anciano era fuerte y membrudo y tenía la presencia majestuosa, la talla corpulentísima, el semblante agraciado y noble. Era hombre muy devoto y realista ferviente aunque no de los furibundos; y cuando Tilín se presentó a él estaba sentado en su lustroso sillón de cuero, leyendo la vida del santo del día, costumbre piadosa a que no había faltado en treinta años. Era célibe y vivía en compañía de dos viejos, leales camaradas de sus campañas allá en los tiempos del general Ricardos y ora criados que parecían amigos. Un pinche, un mozo de cuadra y la señora Badoreta, famosa en el cocinar y antaño criada en San Salomó, completaban la familia del pacífico veterano.
Vio con desconsuelo que Tilín no traía consigo cesta ni bandeja cubierta con la blanquísima servilleta monjil, y dando un desconsolado suspiro le dijo:
– Esas señoras reverendísimas, ocupadas de la insurrección, han dejado apagar los hornillos. ¡Qué pícaras! Siéntate, Tilín, hablaremos un poco y echarás un cigarro.
– Gracias, señor; tengo que marcharme pronto – dijo el voluntario dando un paso hacia él.
– ¿Entonces a qué has venido?
– A traer a usted un recado.
– ¿De las monjas?
– De las monjas, sí, señor.
– ¿Qué quieren esas señoras mías?
– Que me entregue usted inmediatamente todas las armas que tiene en su casa, y que se venga conmigo para ponerse a las órdenes de Pixola.
Dijo esto Tilín con tal osadía y aplomo, que Guimaraens se quedó perplejo por un momento; pero al punto recobrose, y tomando el caso a risa, como era natural, empezó a batir palmas. Reía con estrépito, echado el cuerpo hacia atrás y apretándose los ijares.
– ¡Bravísimo, deliciosísimo, señor sacristán! – exclamó poniéndose como la grana de tanto reír. – Di a tus amas que me he reído de la gracia hasta morir… ¿Con que armas?… ¡Bendito seas Dios! ¡Pobre Tilín!… Me dan ganas de abrazarte por el gusto que me das. Eres un mamarracho…, pero chistosísimo… y con esa casaca… y esos humos de general… ¿Conque mis armas? Pide por esa boca, monago.
Guimaraens dejó de reír, porque vio a Tilín transformado de súbito. El rostro del voluntario realista estaba lívido, sus ojos centelleaban, y su mano convulsa mostraba una pistola. Fiero e imponente el monago, exclamó:
– No he venido aquí a hacer reír.
– ¿Miserable, qué haces? – dijo Guimaraens levantándose y poniéndose a la defensiva.
– Saltarle a usted la tapa de los sesos si no me obedece.
Tilín apuntó al rostro del venerable anciano, que al punto echó mano a una silla.
– Si usted se mueve – dijo Tilín intrépido y osado hasta lo sumo, – si usted da un grito pidiendo socorro, le mato como a un perro. Tengo cuarenta hombres en el bosque a espaldas de la casa, con encargo de arrasarla y de matar a todos sus moradores si se me hace resistencia.
– ¡Ratero! – gritó furioso Guimaraens – ¡qué has de tener tú!… ¡Hola, Valentín!… ¡Suárez!
Al punto apareció despavorido un hombre, un jovenzuelo. Oyéronse dos disparos en la huerta y los gritos de la señora Badoreta que exclamaba: ¡ladrones! El joven abalanzose a la defensa de su amo; pero Tilín, rápido como el pensamiento guardose las espaldas apoyándose en un alto ropero, y disparó sobre el criado que cayó muerto sin exhalar un grito. Guimaraens al ver desarmado a Tilín que arrojara al suelo su pistola, arremetió a él como un león. Pero recibiole Pepet con un puñal, sin que por esto se acobardase el veterano. Trabáronse estrechamente de manos, y después de una lucha breve y terrible, en la cual Armengol se esforzaba en defenderse de su enemigo sin herirle, apareció bañado en sangre uno de los tres montañeses de Pixola.
– ¡Miserables ladrones – gritó el coronel – no os valdrá vuestra alevosía!… ¡Suárez!… ¡Valentín!
Guimaraens fue acorralado, vencido, pero aún se necesitó el concurso de otro guerrillero para atarle los brazos por la espalda. El valiente y noble anciano rugía, y de su espumante boca salían blasfemias, como sale del volcán la hirviente lava.
Valentín, uno de los veteranos que servían a D. Pedro, entró malherido, echando venablos por la boca, armado de tremenda espada con que acometió ciego de ira a los guerrilleros que sometían a su amo; pero como se hallaba descalabrado, tuvo que someterse sin que le valiera de nada su fiera intrepidez. Suárez estaba atado al tronco de un árbol y herido también. Sorprendidos cuando el uno se hallaba limpiando el caballo y el otro trabajando en las hortalizas, no tuvieron tiempo ni de armarse ni de pedir auxilio a los payeses de las cercanías. El plan de Pepet Armengol había tenido realización cumplida, aunque no fácil porque uno de los guerrilleros quedó muerto por Suárez que pudo disponer de la azada; otro recibió un sartenazo de la señora Badoreta, a quien el peligro dio los alientos y el rencor de una leona.
Antes de anochecer Tilín y los tres hombres de su cuadrilla, penetraron en Solsona llevando atado como alimaña recién cogida, al respetable coronel D. Pedro Guimaraens. A poca distancia les seguía un carro lleno de armas diversas. Inmenso gentío se agolpaba para ver al preso, a quien no compadecían muchos por ser hombre repudiado de orgulloso, y que últimamente, a causa de la sospechosa templanza de su realismo, era acusado de jacobino.