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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: UN VOLUNTARIO REALISTA
VIII

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Llegó a tierra de Cardona el 1.º de agosto. El calor era sofocante y un sol canicular abrasaba y asfixiaba el país. Existe en aquel ducado uno de los más admirables prodigios de la Naturaleza en Europa, y es la montaña de sal que tiene más de cien varas de altura y una legua de circunferencia; inmenso cristal duro y brillante, con el cual podrían abastecerse todas las cocinas del mundo durante siglos de siglos, si fuese suprimido el mar. Los mágicos reflejos irisados, los cambiantes de mil colores que producen los rayos del sol al herir las vertientes de aquel peñasco, que semeja colosal diamante caído de las arracadas del cielo, seducen y embelesan la vista. No se parece aquello a nada de cuanto en otras campiñas y montañas se ve. Sus crestas relampaguean, sus costados fulguran, en sus caprichosas grutas compiten los reflejos de todas las piedras preciosas.

Al caer de la calurosa tarde, las tropas de Tilín descansaban junto a una aldea y a la sombra de espesos bosques. El jefe avanzó paseando por la carretera, en compañía de su segundo y del padre Maza, no el de los cincuenta palos, sino un beato mínimo de Cervera que se le había incorporado en calidad de capellán, asesor militar, intendente, con ciertos vislumbres y pujos de jefe de Estado Mayor por su gran pericia topográfica en aquel país. Iba Tilín meditabundo, con las manos a la espalda, ademán harto común de los grandes genios militares, y contemplaba el monte de sal que con la fuerza de los rayos del sol parecía estar sudando y brillaba de tal modo que en ciertos parajes no era posible fijar la vista en él. De pronto vieron los paseantes que por el camino abajo venía un hombre a caballo. No se le pudo distinguir bien en el primer momento porque los resplandores del vibrante sol en la montaña cristalina le envolvían en diabólica luz, semejante a telarañas de fuego; pero cuando estuvo cerca, advirtiose que era el caballero de buen porte y el corcel de magnífica estampa.

– He aquí un viajero que me parece sospechoso – dijo el padre Maza. – Trae una valija a la grupa, y yo juraría que es militar aunque viste de paisano.

– Y yo – dijo Tilín – creo que en toda Cataluña no hay un caballo como este.

Cuando estuvo a diez pasos, Tilín gritó:

– ¡Alto!.. deténgase el jinete.

Este se detuvo de mal talante.

– ¿A dónde va usted? – preguntole Tilín ásperamente.

– ¿Y a usted qué le importa?… ¿Quién es usted?

– Soy el comandante Armengol, que manda un batallón de la división de Solsona – dijo el guerrillero, pareciendo muy complacido de tomar en su boca aquellos sonoros términos militares.

– ¡Ah!… ¡ya! – exclamó el jinete con cierta sorna. – ¿Pero qué batallón y qué divisiones son ésos?… ¿Me encuentro entre la gente del célebre Tilín, que estos días da tanto que hablar en el país?

– Ese soy yo – dijo el ex-sacristán con orgullo.

El jinete saludó.

– Muy señor mío… Lo celebro mucho. Espero que no habrá inconveniente para seguir mi camino.

– Según y conforme. ¿Quién es usted?

– Soy hombre de paz. Realistas, liberales, jacobinos y apostólicos, son lo mismo para mí.

– ¿De modo que usted no es nada?

– Nada.

– Grandísima falta: es preciso ser apostólico.

– Soy comerciante.

– ¿Cómo se llama usted?

– Es curioso el señor militar.

– ¿De dónde viene usted?

– Pesadito es el interrogatorio.

– Poco a poco – dijo Tilín tomando la brida del fogoso animal. – Usted no pasa adelante sin probarnos que no es hombre sospechoso, un espía de Calomarde o del marqués de Campo-Sagrado. Será usted registrado; veremos si lleva papeles. En caso de que sea inocente le dejaré marchar quedándome con el caballo.

– No permitiré que me quiten mi caballo – afirmó el caballero con resolución y enojo. – Sabré defenderlo.

Pepet llamó a los guerrilleros que estaban más cerca.

– Este hombre es preso – les dijo. – Llevadle al ventorrillo donde está mi alojamiento. Vamos allá, padre Maza, que, o mucho me engaño, o este encuentro ha de dar algo de sí.

Viendo el jinete que la resistencia, a más de ser muy arriesgada, habría empeorado su ya malísima situación, se dejó llevar con el alma inflamada de ira y maldiciendo entre dientes la hora menguada en que su mala suerte le llevara por aquel infernal camino. En el breve trayecto hasta la vivienda del jefe, esforzose en tomar cierto aire de dignidad y confianza, porque mostrarse débil y receloso entre semejante gente, habría sido excitarla más y más a la barbarie. Si le tomaban por un personaje de posición elevada, de ésos que con sus amistades y relaciones se sobreponen a todos los obstáculos, incluso a los de la justicia, fácil sería que no le hicieran daño. Así cuando se apeó junto al tinglado del ventorrillo entre un círculo de soldados y guerrilleros que admiraban la soberbia estampa del caballo, entregó este al mismo que le había conducido y en tono de amo le dijo:

– Dale un pienso y agua. Cuídalo bien si quieres una buena propina. Si en vez de la propina quieres tres palos míos y una reprimenda del Sr. Tilín, trátamelo mal.

Dando dos palmadas de cariño al generoso animal, entró en el alojamiento, que consistía en dos fementidas piezas comunicadas entre sí, y ambas horriblemente sucias y desmanteladas, sin más muebles que las cojas mesas y los bancos de figón manchados de polvo y vino. El caballero hizo que entraran su valija, y después se paseó por la estancia sin dignarse mirar a los guerrilleros que allí había, dormitando unos y bebiendo o jugando los otros.

Era el preso un hombre como de treinta y cuatro años, de gallarda figura y hermoso semblante. Su fisonomía, como sus modales y su vestir, revelaban esa hidalguía que antes se consideraba principalmente vinculada en la alcurnia, pero que ha tiempo ha pasado al patrimonio de todas las clases, aunque siempre viene desde la cuna. Su mirar tenía severidad y altivez en la precisa dosis que cabe dentro de la cortesía. Era bastante moreno, con hermoso pelo y bigotes negros: calzaba botas polacas, y su traje tenía un corte especial que a distancia indicaba la mano de sastre extranjero. Su sombrero, que llevaba con gracia, no tenía entonces precedente en las modas españolas, pues era uno de esos blancos platos de lana que después se usaron mucho llevando el nombre de boinas. Este no era aún un nombre fatídico.

No hacía diez minutos que el caballero estaba allí cuando entró Armengol, acompañado de su segundo y del padre Maza. Antes que le dirigiera la palabra, el preso dijo:

– Conviene que estemos un rato solos, señor brigadier.

Y él mismo señaló con un gesto la puerta a los guerrilleros. El padre Maza, juzgando que la orden de despejo no rezaba con él, acomodaba su crasa humanidad en un banco, cuando el caballero le dijo sonriendo:

– Si hoy necesito confesión religiosa, llamaré al padre mínimo. Por ahora únicamente tengo que hablar con el señor brigadier.

Quedáronse solos, y Tilín le dijo:

– Ha de saber usted que yo no soy brigadier.

– ¿No? Yo creí que sí… Como en Cardona oí hablar tanto de usted, y se decía que había sometido toda la provincia de Lérida, juzgué que un caudillo de tanto valor no podía menos de tener un grado muy alto en los ejércitos de la Fe.

– Soy comandante – afirmó secamente Tilín.

– Me habían dicho que era usted muy joven – dijo el caballero observándole con curiosidad y admiración – pero nunca creí que fuera tanta su mocedad. Usted llegará a los primeros puestos, aunque es preciso contar con la envidia que intentará estorbar su carrera. Los jefes procurarán oscurecer sus triunfos, le rebajarán, le calumniarán tal vez… Hoy mismo, cuando son tan evidentes los servicios de Tilín, he oído censurarle por excesivamente atrevido, y hasta me han dicho que Pixola piensa quitarle el mando de esta fuerza… Amigo mío, no contaba usted con la envidia, que en nuestro país por desgracia, ennegrece todas las cosas…

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