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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LOS APOSTÓLICOS
VII

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Excusado es decir que las fiestas sucedieron a las fiestas, que a la alegría oficial correspondió la del inocente pueblo y que la inmensa mayoría de este no comprendió la importancia extraordinaria del suceso, origen de tanto cañoneo y regocijos tantos. Se había arrojado la moneda al juego de cara o cruz y había salido cara. Los de la cruz estaban como es fácil suponer. Había que oírles en sus camarillas, conventículos y madrigueras oscuras. No se hablaba más que de las Partidas, del Auto acordado y de la Pragmática Sanción, y la palabra legitimidad se escribió en la oculta bandera.

Luego que Jenara y Pipaón dijeron lo que escrito queda, empezaron a llegar a la casa los amigos, unos contentos, otros reservados. Aquella misma noche leyeron algunos poetas los versos en que celebraban el feliz alumbramiento de la hermosa reina, y la señora de la casa obsequió a todos con espléndido ambigú, en el cual hubo tanta alegría y abundancia tal de exquisitos vinos, que algunos salieron a la calle con más soltura de lengua y más flaqueza de piernas de lo que fuera menester.

Por mucho tiempo los temas de política extranjera cedieron en la tertulia ante el grave tema de nuestros negocios. Ya no se habló más de la revolución de Julio en Francia, asunto socorridísimo que dio para todo el verano y otoño, ni del nuevo reinillo de Grecia, ni del reconocimiento de Luis Felipe, ni de Polonia, ni aun siquiera del famoso decreto de 1º de Octubre, en el cual, para acabar más pronto con los llamados negros, se condenaba a muerte a todo el género humano o poco menos. Y la causa de esta barrabasada draconiana fue que el buenazo de Luis Felipe, viendo que aquí no le querían reconocer como Rey de los franceses, abrió la frontera a los emigrados y aun dícese que les dio auxilio y adelantó algunos dineros. Ellos que necesitaban poco para armarla, cuando se vieron protegidos por el francés, asomaron impávidos por diversas partes del Pirineo. Mina Valdés y Chapalangarra, acompañados de López Baños, Jáuregui Sancho y otros andantescos de la revolución aparecieron por Navarra. Cataluña vio en sus riscos a Milans y a Brunet, y por Roncesvalles vinieron Gurrea y Plasencia. En Gibraltar los más temibles aguardaban coyuntura para hacer un desembarco. Pero todos estos amagos no pasaron adelante. El gobierno acabó pronto con todas las partidas, y habiendo caído en la cuenta de que debía reconocer a Luis Felipe, hízolo así, y Francia cerró la frontera. De este modo ha jugado siempre la buena vecina con nuestras discordias, y lo mismo será mientras haya discordias, emigrados y fronteras.

Muchas particularidades desconocidas del público y aun del gobierno en las frustradas intentonas, fueron sabidas de los tertulios de Jenara. En la casa de esta había un grupo que solía reunirse a solas presidido por la señora, y en él la confianza y la amistad habían apretado sus dulces lazos. Allí solían leerse algunas cartas venidas de Francia, no ciertamente con intento de conspirar, sino como mensajes de cariño. Vega (a quien ya no es conveniente llamar Veguita) contaba que Pepe Espronceda había estado en la frontera batiéndose al lado del bravo y desgraciado Chapalangarra. Todo lo sabía Ventura por una carta que recibió en Noviembre y en la cual se referían las aventuras que le salieron a Espronceda desde que entró en Lisboa hasta que pasó el Pirineo, las cuales eran tantas y tan maravillosas que bastaran a componer la más entretenida novela de amores y batallas.

En Lisboa le metieron en un pontón donde se enamoró de la hija de cierto militar compañero de encierro. Este le parecía ya más que cárcel un paraíso, cuando me le cogieron y embarcándole en un pesado buque, me le zamparon en Londres. Allí vivió, mejor dicho, murió algún tiempo de tristeza y desesperación, cuando cierto día en que acertó a pasar por el Támesis vio que desembarcaba su amada. Días felices siguieron a aquel encuentro; pero cuáles serían las aventuras del poeta que tuvo que salir a toda prisa de Inglaterra y huir a Francia, donde encontró a muchos emigrados, y juntándose con ellos y con estudiantes y periodistas, empezó a alborotar en los clubs. Vinieron las célebres ordenanzas de Polignac contra los periódicos. Ya se sabe que de las ruinas de la prensa nacen las barricadas. Espronceda se batió en ellas bravamente, y sucio de pólvora y fango respiró con delicia y gritó con entusiasmo viendo por el suelo la más venerada monarquía del mundo, que con toda su veneración había caído ya tres veces con estruendo y pavor de toda Europa.

Espronceda no se contentaba con libertar a Francia. Era preciso libertar también a Polonia. Entonces era casi una moda el compadecer al pueblo mártir, al pueblo amarrado, desnacionalizado, cesante de su soberanía. La cuestión polaca fue llevada al sentimentalismo, y al paso que se hicieron innumerables versos y cantatas con el título de Lágrimas de Polonia, se formaban ejércitos de patriotas para restablecer en su trono a la nación destituida. El que cantó al Cosaco se alistó en uno de aquellos ejércitos, que en honor de la verdad más tenían de sentimentales que de aguerridos. Pero afortunadamente para el poeta, Luis Felipe que como Rey nuevecito quería estar bien con todo el mundo, incluso con los rusos, prohibió el alistamiento. A la sazón el banquero Lafitte daba (con mucho sigilo se entiende), dinero y armas a los emigrados españoles para que vinieran a meter cizaña a la frontera. En esto era correveidile del francés que deseaba probar a España los inconvenientes de no reconocer a los reyes nuevos. Espronceda, que se ilusionaba fácilmente como buen poeta, al ver los aprestos de la emigración creyó que ya no había más que entrar, combatir, avanzar, ganar a Madrid, repetir en él las jornadas de Julio y quitar a Fernando el dictado de rey de España para llamarle de los españoles, trocándolo de absoluto y neto en soberano popular, bourgeois, bonnet de coton o como quisiera llamársele. Ya se sabe el término que tuvieron estas ilusiones. Después de las escaramuzas quedamos, con el sanguinario decreto de Octubre, más absolutos, más netos, más apostólicos, más narizotas y más calomardizados que antes.

Si Vega y otros de los tertulios recibían de peras a higos alguna carta, Jenara las tenía constantemente y con puntualidad, cosa notable en un tiempo en que la correspondencia o no circulaba o circulaba después que la paternal policía se enteraba bien de su contenido para evitar camorras. La correspondencia de Jenara se salvaba por mediación del gran Bragas, que la sacaba incólume del correo, y al mismo tiempo recibía de él numerosas confidencias de sucesos más o menos misteriosos. De estas confidencias muchas no le servían para nada, otras las utilizaba para favorecer a los amigos que caían en desgracia del gobierno, y de todas tomaba pie para burlarse a la calladita de Calomarde, personaje a quien estimaba lo menos posible.

Habían pasado muchos días desde el nacimiento de la princesa de Asturias, esperanza de la patria, cuando Pipaón fue a ver a Jenara y le anunció con misterio que tenía que comunicarle cosas de importancia.

– O yo no soy quien soy – dijo sentándose junto a ella en el gabinete, – o yo he perdido el olfato, o nuestro endemoniado amigo está en Madrid.

– ¿Será posible? ¡En Madrid!… ¡qué locura!, ¡y sin ponerse bajo nuestra protección! – exclamó la dama palideciendo un poco.

– Yo no le he visto; pero hay en Gracia y Justicia algunos datos que permiten creer que está aquí… Y no habrá venido seguramente a matar moscas. Algún jaleo lindísimo traen entre manos esos bribones, que no quieren dejarnos en paz. El Gobierno teme algo en Andalucía, por lo cual no hay carta que no se abra ni vivienda que no se registre. Manzanares, Torrijos y Flores Calderón andan por allá preparando algo, y al fin, tanto va a la fuente el cántaro de la represión que en una de estas se rompe…

– ¡Sangre… horca! – dijo maquinalmente Jenara mirando al suelo.

– D. Tadeo pierde cada día su fuerza, y el Rey se está haciendo todo mantecas a medida que la gente de orden y el respetabilísimo clero ponen los ojos en el Infante, única esperanza de esta nación francmasonizada y hecha trizas por el ateísmo. Ya no es nuestro Rey aquel hombre que se ponía verde siempre que le hablaban de liberalismo. Con los achaques y el mal de ojo que le ha hecho la Reina, pues el amor que le tiene parece maleficio, está más embobado que novio en vísperas. Doña Cristina sabe a dónde va y dulcifica que te dulcificarás, está haciendo la cama al democratismo. Ya se habla de amnistía, de abrir la puerta a los lobos, señora, y traernos otros tres añitos como los de marras.

Al decir esto, el ilustre D. Juan, inflamado en patriótica ira, dio un porrazo en el suelo con la contera de su bastón, añadiendo luego:

– Pero no será, no será; que antes que doblar el cuello a las melifluidades pérfidas de la napolitana, antes que dejarnos llevar por ella a la ratonera liberalesca, echaremos a rodar Pragmática y Reina y la áurea cuna de la angélica Isabel, como dicen esos menguados poetastros, y habrá aquí un Vesubio, señora, un Etna…

La señora no le hizo caso y seguía meditando.

– Se levantará la nación – dijo el cortesano levantándose de la silla para expresar emblemáticamente su idea, – y veremos cuántas son cinco. Tenemos un príncipe varón, sabio, religioso, honesto; tenemos doscientos mil voluntarios realistas que se beberán el ejército como un vaso de agua, tenemos el reverendo clero con los reverendísimos obispos a su cabeza; tenemos el apoyo de la Europa, que, fuera de la nación francesa, marcha por las vías apostólicas. ¡Viva el señor Don…!

– ¡Silencio! – indicó la dama. – No me atormente usted con su entusiasmo. Estoy de apostólicos hasta la corona y deseo que los kirie-eleysones del cuarto de D. Carlos no lleguen hasta mi casa trayéndome el olorcillo a sacristía que tanto me enfada… Pasando a otra cosa, ¿sabe usted que es temeridad venir a Madrid sin ponerse bajo nuestro amparo?… Yo le ofrecí mi protección para que viniera… Sin ella está en grandísimo peligro y tan bien ahorca a Juan como a Pedro.

– Exactamente. ¿Pero le ha visto usted hacer cosa alguna que no fuera temeridad, locura y disparate?

– Trabajo le doy a quien intente averiguar dónde está escondido – dijo la dama sin cuidarse de disimular su inquietud. – ¿Será posible averiguarlo?

– Muy posible – repuso Pipaón soplando fuerte; que era en él signo claro de legítimo orgullo. – Como que ya tengo si no averiguado, casi casi…

– ¿De veras? Estará en casa de algún amigo.

– Que te quemas… digo, que se quema usted.

– ¿En casa de Bringas?

– No.

– ¿En casa de Olózaga?

– Nones.

– ¿En casa de Marcoartú?

– Requetenones… En suma, señora mía, yo no sé fijamente dónde está; pero tengo una presunción, una sospecha…

– Venga… Si no me lo dice usted pronto, le contaré a Calomarde sus picardías.

– No por la amenaza de usted sino por mi cortesía y deseo de complacerla le diré que me tendré por el más bobo, por el más torpe de los cortesanos de este planeta si no resultase que nuestro temerario trapisondista está en casa de Cordero.

– ¡En casa de Cordero!

La dama pronunció estas palabras con asombro y quedó luego sumergida en el mar de sus pensamientos, sin que los comentarios de Pipaón lograran sacarla a la superficie.

– ¿Estorbo? – dijo al fin el cortesano advirtiendo que la dama no le hacía más caso que a un mueble.

– Sí – repuso ella con la franqueza que tanta gracia le daba en ocasiones.

– ¿Va usted de paseo?

– No… me duele la cabeza… Abur, Pipaón, no olvide usted mis recomendaciones, a saber: la canonjía, la canonjía, Santo Dios, que esos benditos primos me tienen loca… la bandolera para el sobrino del canónigo; que su familia no me deja respirar… el pronto despacho en la censura de teatros de ese nuevo drama traducido por el busca-ruidos… en fin, no sé qué más. Esto no es casa, es una agencia.

Despidiose Pipaón después de prometer activar aquellos asuntos, y la dama, al punto que se vio sola, empezó a vestirse con gran prisa y turbación. Le había ocurrido que aquel día necesitaba de ciertos encajes y no quería dilatar un minuto en ir a comprarlos.

Episodios Nacionales: Los apostólicos

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