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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: BAILÉN
II

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Los tres me miraron y yo observé claramente cuanto me rodeaba, pudiendo apreciarlo todo sin mezcla de vagas imágenes, ni mentirosas visiones. Hallábame en una cama, de cuyo durísimo colchón daban fe las mortificaciones de mis huesos y la instintiva tendencia de mi cuerpo a arrojarse fuera de ella, mientras uno de mis brazos, fuertemente vendado se negaba a prestarme apoyo, tan inmóvil y rígido como si no me perteneciera. Asimismo rodeaba mi cabeza complicado turbante de trapos que olían a ungüentos y vinagre, y mi débil y extenuado cuerpo sentía por aquí y por allí terribles picazones. El lecho en que yacía tan incómodamente ocupaba el rincón del cuarto, el cual era de ordinarias dimensiones, con blancos muros y suelo de ladrillos, mal cubiertos por una vieja y acribillada estera de esparto. Algunas láminas de santos, a quienes el artista grabador había dado nuevo martirio en sus impíos troqueles, adornaban la desnuda pared, en uno de cuyos testeros ostentaba su temerosa longitud la lanza del Gran Capitán. En el centro de la pieza hallábase la mesa, que sostenía un candil de cuatro mecheros, y junto a ella sentados en sendas sillas de cuero, que lastimosamente gemían al menor movimiento, estaban los tres personajes cuya conversación hirió mis oídos cuando volví de un largo paroxismo.

Todos fijaron en mí la atención, y doña Gregoria, acercándose maternalmente a mi cama, me habló así:

– ¿Estás despierto, niño? ¿Ves y entiendes? ¿Puedes hablar? Pobrecito: ya se te ha quitado la terrible calentura, y el Santo Ángel de tu Guarda ha conseguido del Padre Eterno que te otorgue el seguir viviendo. ¿Cómo estás? ¿Nos ves a los que estamos aquí? ¿Nos conoces? ¿Entiendes lo que decimos? Debes de estar bien, porque ya no dices desatinos, ni quieres echarte de la cama, ni nos insultas, ni dices que nos vas a matar, ni llamas a D. Celestino ni a la doña Inés, que te traían trastornado el juicio. Estás bien, ya estás fuera de peligro, y vivirás, pobre niño; pero ¿has perdido la razón, o Dios quiere que te veamos en tu ser natural, sano y completo y cuerdo, tal y como estabas, antes de que aquellos caribes…?

– Y en verdad, no sé cómo ha escapado el infeliz – dijo Fernández a Santorcaz. – Tres balazos tenía en su cuerpecito: uno en la cabeza el cual no es más que una rozadura, otro en el brazo izquierdo, que no le dejará manco, y el tercero en un costado, y en parte sensible, tanto que si no le hubieran sacado la bala, no le veríamos ahora tan despiertillo.

Aquellas bondadosas personas me instaron para que hablase, mostrándoles que mi razón, como mi cuerpo, se había repuesto de la tremenda crisis a que estuviera sujeta. También acudió con cariñosa solicitud a darme alimento la ejemplar doña Gregoria, y tomado aquel ávidamente por mí, me sentí muy bien. ¿Había resucitado o había nacido en aquella noche?

– Ahora, chiquillo, estate tranquilo – continuó doña Gregoria sentándose a mi lado. – ¡Cuánto se va a alegrar el Sr. Juan de Dios cuando te vea!

– ¡Cómo! – exclamé con la mayor sorpresa. – ¿Juan de Dios vive aquí? ¿Pues en dónde estoy? ¿Y ustedes quiénes son? ¿Qué ha sido de Inés?

– ¡Otra vez Inés! Este joven no está todavía bueno. Dejémonos de Ineses y a descansar.

Santorcaz se llegó a mí, y mostrándome algún interés, me dijo:

– ¡Pobrecito!, ¡con que te fusilaron! El gran duque de Berg es hombre terrible y sabe sentar la mano. Dicen que mataste más de veinte franceses. Ya me contarás tus hazañas, picarón. Y di, ¿tienes ánimos de volver a hacer de las tuyas? Me parece que no… porque habrás visto que esa gente gasta unas bromas un poco pesadas.

Dicho esto, Santorcaz, tomando su capa, se marchó.

La sensación que yo experimentaba al verme allí, tornado nuevamente y de improviso, según mi entender, a la vida; en presencia de personas desconocidas y volviendo sin cesar al pasado mi pensamiento recién salido de una sombra profunda; las impresiones de mi alma, a quien el repentino despertar después de un largo entumecimiento había dado cierta actividad ansiosa, fueron causa de que no pudiera estar tranquilo como me rogaban el Gran Capitán y su mujer. Hacíales mil preguntas diversas, con la curiosidad del que volviendo al mundo después de un siglo de muerte real, deseara conocer en un instante cuanto ha pasado en el planeta durante su ausencia. A todo contestaban que me estuviese quieto y sin cuidarme de nada, para que no me repitiesen los accesos de fiebre; pero no pude conseguir este objeto, y si descansé un poco, procurando poner a un lado mis terribles recuerdos y apartar de la vista las siniestras figuras que se habían hecho compañeras inseparables de mi espíritu, poco después, cuando, ya avanzada la noche, llegó Juan de Dios, me sentí tan vivamente inquieto al verle, que a no impedírmelo mi debilidad, habría saltado del lecho para correr hacia él, arrastrado por un odio terrible y una curiosidad más fuerte aún que el odio. El antiguo mancebo de D. Mauro Requejo estaba tan demacrado, tan excesivamente amarillo y mustio, que parecía haber vivido diez años de penas en el trascurso de algunos días. Sus ojos encendidos conservaban huellas de recientes lágrimas, y su desmadejado cuerpo se movía con pesadez, como si le fatigara su propio peso. Arrojose en una silla junto a mi cama, cuando los dos ancianos se retiraban a su aposento, y me habló así:

– Gabriel, ¿ya estás bueno? ¿Has recobrado el juicio? ¿Entiendes lo que se te dice?

– ¿Dónde está Inés? – le pregunté con ansiedad.

– ¡Oh, desgraciado de mí! – exclamó ocultando el rostro entre las manos. – Tú estás enfermo todavía, y si te doy la noticia… ¿Que dónde está Inés? Espántate, Gabriel, porque no lo sé. Yo estoy loco, yo estoy imbécil. Llevo quince días de dolores que a nada son comparables. Las lágrimas que he derramado podrían agujerar una peña. Ahora mismo… ¿de dónde crees que vengo? Pues vengo de la bóveda de San Ginés, adonde voy todas las noches a mortificarme el cuerpo con disciplinazos, por ver si Dios se apiada de mí y me devuelve lo que me quitó, sin duda en castigo de mis grandes pecados.

Después de enjugar sus lágrimas y sonarse con estrépito, continuó así:

– Yo saqué a Inés de la huerta del Príncipe Pío. ¡Ay!, si no te salvaste también tú, fue porque no pude, que bien lo intenté; te juro que lo intenté. Inés se desmayó, y no pudiendo traerla aquí, por ser esto muy lejos, Lobo me indujo a llevarla a casa de unas que él llamaba honradísimas señoras, donde permanecería hasta tanto que fuera posible traerla aquí para casarme con ella… ¡Oh, infame legista, miserable enredador, tramposo y falsario! Inés me abofeteó, Gabriel, al verse en aquella casa, y me clavó en las mejillas sus deditos. No puedes formarte idea de las palabras tiernas que le dije para que se calmara, pero nada podía consolarla de que no os hubierais salvado también tú y el buen sacerdote. En vano le dije que sería mi mujer; en vano le dije que la adoraba con profundísimo amor; también le mostré mi dinero, prometiéndole gastar una buena parte en huir para siempre de Madrid y de España si así lo deseaba. ¡Infeliz de mí!, a estas irrecusables pruebas de mi cariño, sólo contestaba llamándome bestia y ordenándome que se le quitara de delante… A cada instante te llamaba, y luego se deshacía en lágrimas, y quería después arrojarse fuera de la casa para volver a la Montaña. A pesar de esto yo era feliz, porque la tenía en mis brazos, apartábale de la frente los desordenados cabellos, y con mi pañuelo limpiaba sus lágrimas divinas, con las cuales se refrescarían, si las bebieran, los condenados del infierno… El pérfido Lobo no se apartaba de allí, y desde luego me parecieron sospechosos el esmero y solicitud con que la atendía. Inés no cesaba un momento de gemir, y tanto a mi compañero como a mí nos mostraba mucha repugnancia, ordenándonos que la dejáramos sola, porque no quería vernos, y que la matáramos, porque no quería vivir. Su desesperación llegó a tal punto que no la podíamos contener, y se nos escapaba de entre los brazos, diciendo que pues no le era posible salvaros la vida, quería ir a daros a entrambos sepultura. Por último, a fuerza de ruegos logramos calmarla un poco, prometiéndole yo acudir al lugar del suplicio a cumplir tan triste obligación. Cuando esto le dije, me miró con tanta ternura, y después me lo ordenó de un modo tan persuasivo, tan elocuente, que no vacilé un instante en hacer lo prometido y salí dejándola al cuidado de Lobo. ¡Nunca tal hiciera y maldito sea el instante en que me separé de aquel tesoro de mi vida, de aquel imán de mi espíritu! Gabriel, corrí a la Moncloa, me acerqué a los grupos en que eran reconocidos los cadáveres, y anduve de un lado para otro esperando encontrarte entre aquellos que, abandonados hasta en tan triste ocasión, no tenían quien formara a su alrededor concierto de llantos y exclamaciones… Al fin encontré al sacerdote; pero tú no estabas a su lado, pues unas mujeres compasivas, habiendo notado que vivías, te habían llevado a un paraje próximo para prodigarte algunos cuidados. Grande fue mi alegría cuando te vi abrir los ojos, cuando te oí pronunciar algunas frases oscuras, y observé que tus heridas no parecían de mucha gravedad; así es que en cuanto dimos sepultura a tu buen amigo, me ocupé de los medios de traerte a mi casa. Rogué a aquellas mujeres que te cuidaran un momento más, mientras yo volvía con una camilla, y al salir de la huerta, me regocijaba con la idea de participar a Inés que estabas vivo. «¡Cuánto se va a alegrar la pobrecita!» decía para mí, y yo me alegraba también, porque había comprendido por sus palabras que aquella flor de Jericó te apreciaba bastante ¿no es verdad? ¡Ay!, Gabriel, tú hubieras sido nuestro criado, tú nos hubieras servido fielmente, ¿no es verdad?… Pues bien, hijo, como te iba diciendo, corrí desalado a comunicarle la feliz nueva de tu salvación, y cuando entré en la casa donde la había dejado, Inés ya no estaba allí. Aquellas señoras desconocidas dijéronme que Lobo se había llevado a la muchacha, y como yo les manifestara mi extrañeza e indignación, llamáronme estúpido y me arrojaron de su casa. Volé a la de ese miserable ladrón; mas no le pude ver ni en todo aquel día ni en los siguientes. Figúrate mi desesperación, mi agonía, mi locura; yo no sé cómo no entregué el alma a Dios en aquellos días, porque además de mi gran pena, me consumía una fuerte calentura, a consecuencia de la herida de esta mano, pues bien viste que perdí dedo y medio en la calle de San José… ¿Crees que me curaba? Ni por pienso. Después que el boticario de la Palma Alta me vendó la mano, no volví a acordarme de tal cosa, y no digo yo dedo y medio, ¡sino los cinco de cada mano me hubiera yo arrancado con los dientes, con tal de hallar a mi idolatrada Inés, a aquella rosa temprana, a aquel jazmín de Alejandría! Durante este tiempo no me olvidé de ti, pues el mismo día 3 te hice conducir a esta casa, que es la mía, en la cual has permanecido hasta hoy, y donde, gracias a los cuidados de tan buena gente, has recobrado la salud.

– ¿Pero Lobo ha desaparecido también? – pregunté con afanoso interés. – Si no ha desaparecido, ¿no puede obligársele a decir qué ha hecho de Inés?

– Al cabo de diez días lo encontré al fin en su casa. ¿Sabes tú lo que me dijo el muy embustero? Pues verás. Después de reírse de mí, llamándome bobo y mentecato, me dijo que no pensara en volver a ver a Inés, porque la había entregado a sus padres. «¿Pues acaso Inés tiene padres?» le dije. Y él me contestó: «Sí, y son personas de las principales de España, por lo cual he creído de mi deber entregarles la infeliz muchacha, desde tanto tiempo condenada a vivir fuera de su rango y entre personas de inferior condición». Me quedé atónito; pero al punto comprendí que esto era invención de aquel inicuo tramposo embaucador, y en mi cólera le dije las más atroces insolencias que han salido de estos labios… ¿No crees tú como yo que lo de entregarla a sus desconocidos padres es pura fábula de Lobo, para ocultar así su crimen? Gabriel, ¿no te estremeces de espanto como yo? ¿Dónde estará Inés? ¿Dónde la tendrá ese monstruo? ¿Qué habrá hecho de ella? ¡Ay! Yo la he buscado sin cesar por todo Madrid, he pasado noches enteras junto a la casa de la calle de la Sal examinando quién entraba y quién salía; he dado dinero a los criados, aguadores, lavanderas, a los escribientes del licenciado, a cuantas personas visitaban la casa; pero nadie me ha sabido dar razón: nadie, nadie. ¿Es esto para desesperarse? ¿Es esto para morirse de pena? ¡Trabajar tanto, cavilar tanto para sacarla del poder de sus tíos, cometer grandes pecados, y exponer uno su alma a las horribles penas del infierno, para ver desvanecida como el humo aquella esperanza encantadora, aquella soñada dicha y suprema felicidad!… ¿Será castigo de Dios por mis culpas, Gabriel? ¿Lo crees tú así? ¿Apruebas lo que estoy haciendo ahora, que es rezar mucho y pedir a Dios que me perdone, o que me devuelva a Inés, aunque no me perdone? ¿Crees tú que concurriendo a la bóveda de San Ginés con gran constancia y devoción, podré alcanzar de Dios alguna misericordia? ¡Ay! Si las lágrimas que he derramado hubiesen caído todas en el corazón de ese infame Lobo, habríanle atravesado de parte a parte haciendo el efecto de un puñal. ¿Dónde está Inés? ¿Qué es de ella? ¿Vive o muere? Gabriel, tú tienes ingenio, y Dios ha querido que recobres tu preciosa vida para que desbarates los inicuos planes de ese monstruo, y devuelvas a Inés su libertad, así como a mí la paz del alma que he perdido quizás para siempre.

Así habló el afligido hortera, y oyéndole no pude menos de compadecerle por los tormentos de su alma tan apasionada como inocente. No se cansó de hablar hasta muy avanzada la noche, siempre sobre el mismo tema y con iguales demostraciones dolorosas. Al fin, su voz se perdió para mí en el vacío de un silencio profundo, porque me quedé dormido, cediendo mi atención y curiosidad a la fatiga y flaqueza de ánimo que me consumían aún.

Episodios Nacionales: Bailén

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