Читать книгу Episodios Nacionales: Bailén - Benito Pérez Galdós - Страница 6

Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: BAILÉN
VI

Оглавление

Tal es la Mancha. Al atravesarla no podía menos de acordarme de D. Quijote, cuya lectura estaba fresca en mi imaginación. Durante nuestras jornadas nos aburríamos bastante, menos cuando Santorcaz nos contaba algún extraordinario suceso de los muchos que en lejanos países había presenciado. Una vez nos dejó con la boca abierta contándonos la fiesta de la coronación de Bonaparte, con todos sus pelos y señales, y otra nos puso los pelos de punta refiriendo la más famosa batalla de las muchas en que se había encontrado. Cuando nos hizo el cuento, íbamos caballeros en sendos machos que nos facilitaron por poco dinero unos arrieros de Villarta, y no estoy seguro si habíamos traspasado ya el término de Puerto Lápice o íbamos a entrar en él. Lo que sí recuerdo es que por huir del calor, emprendimos nuestra jornada mucho antes de la salida del sol, y que la noche estaba brumosa, el cielo encapotado y sombrío, la tierra húmeda, a consecuencia del fuerte temporal de agua que descargara el día anterior.

Debo indicar el paisaje que teníamos delante, porque no menos que la pintoresca relación de Santorcaz, contribuyó aquel a impresionar mis sentidos. El camino seguía en línea recta ante nosotros: a la izquierda elevábanse unos cerros cuyas suaves ondulaciones se perdían en el horizonte formando dilatadas curvas: en el fondo y muy lejos se alcanzaba a ver una colina más alta, en cuya falda parecían distinguirse las casas de un pueblo: a la derecha el suelo se extendía completamente llano, y en su inmensa costra la tarda corriente de un arroyo y el agua de la lluvia, formaban multitud de pequeños charcos, cuyas superficies, iluminadas por la luna, ofrecían a la vista la engañosa perspectiva de una gran laguna o pantano. He hablado de la luna, y debo añadir que aquel astro, desfigurador de las cosas de la tierra, prestaba imponente solemnidad al desnudo y solitario paisaje, esclareciéndolo o dejándolo a oscuras alternativamente, según que daban paso o no a sus pálidos rayos, los boquetes, desgarrones y acribilladuras de las nubes.

Santorcaz, después de un rato de silencio y meditación, contuvo su cabalgadura, parose en mitad del camino y contemplando con cierto arrobamiento el horizonte lejano, las colinas de la izquierda y los charcos de la derecha, habló así:

– Estoy asombrado, porque nunca he visto dos cosas que tanto se parezcan como este país a otro muy distante donde me encontraba hace tres años a esta misma hora, en la madrugada del 2 de Diciembre. ¿Es mi imaginación la que me reproduce las formas de aquel célebre lugar, o por arte milagrosa nos encontramos en él? Gabriel, ¿no hay enfrente y hacia la derecha unos grandes pantanos? ¿No se ven a la izquierda unos cerros que terminan en lo alto con un pequeño bosque? ¿No se eleva delante una colina en cuya falda blanquea un pueblecillo? Y aquellas torres que distingo al otro lado de dicha colina ¿no son las del castillo de Austerlitz?

Marijuán y yo nos reímos, diciéndole que se le quitaran de la cabeza tales cosas, y que si bien lo de los charcos era cierto, por allí no había ningún castillo de Terlín ni nada parecido. Pero él poniendo al paso la cabalgadura y mandándonos que le siguiéramos uno a cada lado, continuó hablando así:

– Muchachos, no puedo olvidar aquella célebre jornada, que llamamos de los Tres Emperadores, y que es sin duda la más sangrienta, la más gloriosa, la más hábil con que ha ilustrado su nombre el gran tirano, ese hombre casi divino, a quien ahora puedo nombrar a boca llena, porque no nos oyen más que el cielo y la tierra. Os contaré, muchachos, para que sepáis lo que es el hacha de la guerra en manos de ese leñador de Europa. Yo me hallaba en París sin recursos después de haber sido sucesivamente maestro de latín, pintor de muestras, corista en Ventadour, espadachín, servidor de los emigrados de Coblenza, postillón de diligencias, carbonero y cajista de imprenta, cuando senté plaza en el ejército de Boulogne, destinado a dar un golpe de mano contra Inglaterra… Cuando el Emperador nos trasladó de improviso y sin revelar su pensamiento al centro de Europa, estábamos un tanto amoscados porque las violentas marchas nos mortificaban mucho, y como éramos unos zopencos, no comprendíamos los grandes planes de nuestro jefe. Pero después de la capitulación de Ulm, nos creíamos los primeros soldados del mundo, y al hablar de los austriacos, de los prusianos y de los rusos, nos reíamos de ellos, juzgándolos hasta indignos de nuestras balas. Cuando pasamos el Inn ya presumíamos que se preparaban grandes cosas: al internarnos en la Moravia, después de la acción de Hollabrünn, comprendimos que el ejército ruso-austriaco nos iba a presentar batalla formal. Lo que no estaba reservado a nuestras cabezas era el discurrir si tomaríamos la ofensiva o si operaríamos a la defensiva. Pero la gran cabeza, aquella que tiene un mechón en la frente y el rayo en el entrecejo, lo iba a decidir bien pronto.

A este punto llegaba, cuando el camino por que marchábamos torció hacia la derecha describiendo una gran vuelta, de modo que formaba ángulo recto con su primitiva dirección. Santorcaz, nuevamente alucinado, con aquello que parecía para él extraordinaria coincidencia, prosiguió así:

– ¿Pero no es este el camino de Olmutz? Gabriel: o esto es aquello mismo, o se le parece como una gota a otra gota. Mira, ahora tenemos enfrente los pantanos de Satzchan y a nuestra izquierda la colina de Pratzen. Mira hacia allá. ¿No se oye ruido de tambores? ¿No se ven algunas luces? Pues allí están los rusos y los austriacos. ¿Sabes cuál es su intención? Pues quieren cortarnos el camino de Viena, para lo cual tendrán que bajar de la colina de Pratzen y situarse entre nuestra derecha y los pantanos. ¡Mira si son estúpidos! Eso precisamente es lo que quiere el Emperador y todo lo dispone de modo que parezca que nos retiramos hacia Viena. Figúrate que aquí está nuestro ejército, compuesto de setenta mil hombres, cuyo inmenso frente ocupa todas las colinas de la izquierda, el camino y parte de la llanura que hay a la derecha. El Emperador, después de llenarse las narices de tabaco, sale a media noche a recorrer el campo, y observar los movimientos del enemigo. ¿Veis?, por allí va. ¿No se oyen las pisadas de su caballo, y los gritos de entusiasmo con que le saludan los soldados? ¿No se ve el resplandor de las hogueras que encienden a su paso? ¿Pero Vds. no ven todo esto? Bah. Es ilusión mía, pero de tal modo aviva mis recuerdos la similitud del paisaje, que me parece ver y oír lo que estoy contando… Pero querréis saber cómo fue que vencimos a los rusos y a los austriacos, y os lo voy a referir. Al amanecer ¡oh chiquillos!, los rusos bajaban maquinalmente por aquella alta colina de enfrente, con objeto de venir hacia nuestra derecha para cortarnos el camino. No olvidéis que aquí delante tenemos un arroyo que viene serpenteando de izquierda a derecha hasta perderse en los pantanos. El Emperador manda que la derecha pase el arroyo, y verificado esto, los rusos la atacan. El centro, mandado por Soult y la izquierda por Lannes, ansiaban entrar en fuego; pero el Emperador contenía el ardor de aquellos generales, para aguardar a que los rusos acabasen de cometer el desatino de bajar de las alturas de Pratzen para meterse en la madre del arroyo de Golbasch. Os explicaré bien. Allá en lontananza y al pie de la loma están las aldeas de Telnitz y Sokolnitz…

– Si aquí no hay tales aldeas, señor – interrumpió Marijuán, indócil a la mistificación.

– Necio, ¿querrás callar? – continuó el francmasón. – Yo sé lo que me digo, y es que todo el afán de Napoleón después que vio bajar a los rusos, consistía en tomar aquellas aldeas para luego apoderarse de la loma que tenemos enfrente. ¿No le veis? Pues bien; los generales Soult y Lannes partieron al galope para dirigir las operaciones del centro y de la izquierda. Yo pertenecía al centro, y estaba en el 17 de línea y a las órdenes de Vandamme. Avanzamos hacia el arroyo: ¿veis?, fuimos por aquí a toda prisa.

– Si aquí no hay tal arroyo – dijo Marijuán riendo. – Vd. sí que tiene la cabeza llena de arroyos y aldeas, y derechas e izquierdas.

– Llegamos a la aldea de Telnitz y allí comenzó el ataque – continuó imperturbablemente Santorcaz. – En la loma quedaban todavía veintisiete batallones de infantería rusa y austriaca, mandados en persona por los dos Emperadores y por el general en jefe ruso Kutusof. ¡Ah, muchachos, si hubierais visto aquello! Mirad hacia enfrente, pues desde aquí se distingue muy bien la posición que respectivamente teníamos, ellos encima, nosotros debajo… Al principio nos acribillaban; pero Soult nos manda subir a todo trance, y subimos desafiando la lluvia de balas. Para ayudarnos, el general Thiebault, que pertenecía a la división de Saint-Hilaire, refuerza nuestra derecha con doce piezas de artillería que bien disparadas hacen grandes claros en las filas enemigas. Estas tienen al fin que retroceder al otro lado de la loma. ¿Veis aquel repecho que hay a la izquierda? Pues allí fue el 17 de línea. Piquemos nuestras caballerías y nos hallaremos en el mismo sitio. Estúpidos, ¿no os entusiasmáis con estas cosas? Mira, Gabriel, ya estamos subiendo: esta es la loma que veíamos desde lejos: este repecho que miráis a la izquierda es el repecho de Stari-Winobradi, a donde el general Vandamme nos condujo. ¿Pero creéis que era cosa de juego? El repecho estaba defendido por numerosas tropas rusas, y una formidable artillería. La cosa era peliaguda; pero cuando los generales dicen adelante, adelante, no es posible resistir, y aunque del 17 de línea no quedamos más que la tercera parte para contarlo, ayudados por el 24 de ligeros, tomamos al fin el repecho, apoderándonos de la artillería. Los rusos se desbandaron por el otro lado de la loma, dirigiéndose hacia aquel caserío que a lo lejos clarea a la luz de la luna y que no es otro que el castillo de Austerlitz.

Marijuán reventaba de hilaridad. Yo, a mi vez, no pude menos de hacer alguna observación al narrador, diciéndole:

– Señor de Santorcaz, allá no se ve ningún castillo, como no sea que se le antoje fortaleza la cabaña de algún pastor de carneros, únicos rusos que andan por estos lugares.

– Tú sí que no sabes lo que te dices – prosiguió Santorcaz deteniendo su macho en medio del camino. – Os seguiré contando. Mientras los del centro hacíamos lo que habéis oído, allá por la izquierda, en esa tierra llana que tenemos a este lado, la caballería cargaba portentosamente al mando de Lannes y Murat. Francamente, rapaces, de esto poco os puedo hablar, porque caí herido: por un buen rato se me pusieron ciertas telarañas ante los ojos, y mis oídos no percibían sino un vago zumbido. Pero ahí hacia la derecha se remataba a los rusos y austriacos del modo más admirable. ¿No veis los pantanos de Satzchan? A lo lejos brilla su engañosa superficie: están helados, y los rusos, impelidos por Soult, se precipitan sobre ellos. En el acto el Emperador manda que la artillería de la guardia dispare algunos cañonazos sobre el hielo para que se hunda, y entre los desmenuzados cristales, caen al agua dos mil rusos con sus cañones, caballos, pertrechos, armas, municiones y carros, precipitándose confusamente, sin que sus compañeros les prestaran socorro, porque no pensaban más que en huir, y huyendo se ahogaban, y quedándose morían barridos por la metralla francesa. ¡Qué espantoso desastre para aquella pobre gente, y qué gran victoria para nosotros! Estábamos locos de entusiasmo. ¡Pero qué veo! Gabriel, y tú, Marijuán, ¿no os entusiasmáis? Sois unos gaznápiros. Aquello fue prodigioso. Sólo entramos en fuego cuarenta mil hombres, y merced a las hábiles disposiciones del gran tirano, derrotamos a noventa mil aliados, matándoles o ahogando quince mil, cogiendo veinte mil prisioneros y ciento veinte cañones. ¿No había motivo para que nos volviéramos locos con nuestro jefe? ¡Ah, muchachos, si hubierais estado allí cuando recorrió el campo de batalla mandando recoger los heridos! Creo que hasta los muertos se levantaban para gritar «¡viva el Emperador!», y cuando a la noche siguiente encendimos una gran hoguera, en este mismo sitio donde ahora estamos, y vino él a situarse allí enfrente para recibir al emperador de Austria, parecía un dios rodeado de aureola de fuego y teniendo al alcance de su mano los rayos con que destruía tronos y reyes, imperios y coronas.

Marijuán y yo nos reíamos; pero pronto nos fue forzoso disimular nuestra hilaridad, porque habiendo preguntado el joven aragonés con mucha sorna que cuál fue la ventaja sacada de tal lucha, Santorcaz se amoscó, y amenazando castigarnos si no nos entusiasmábamos como él, nos dijo:

– Mentecatos, podencos; ¿acaso la paz y tratado de Presburgo es paja? Prusia quedó aliada de Francia, perdiendo Austria el apoyo de su hermana. Austria abandonó a Francia el estado de Venecia y cedió el Tirol a Baviera, reconociendo al mismo tiempo la soberanía de los electores de Baviera, Wurtemberg y Baden, después de pagar a Francia cuarenta millones de indemnización de guerra. Al mismo tiempo, pedazos de alcornoque, por el tratado de Schœnbrunn, Francia cedió a Prusia el Hannover, Prusia cedió a Baviera el marquesado de Anspach y a Francia el principado de Neufchatel y el ducado de Cleves.

Marijuán y yo volvimos a mirarnos y nos volvimos a reír, lo cual, advertido por Santorcaz, fue causa de que este nos sacudiera un par de latigazos, que a ser repetidos, nos habrían obligado a defendernos, haciendo allí mismo un segundo Austerlitz. Más bien estábamos para burlas que para veras, y Marijuán especialmente, no dejaba pasar coyuntura alguna en que pudiera zaherir a nuestro compañero; así es, que habiendo acertado a encontrar un rebaño de ovejas y cabras, dijo el aragonés:

– Apartémonos aquí junto al charco para ver de derrotar a estos austriacos y rusiacos, que vienen mandados por el tío Parranclof, emperador del Zurrón y rey de los guarros, y subamos a la loma de la Panza para quitarles la artillería y hacerles meter en el castillo.

Yo en tanto, acordándome de D. Quijote, contemplaba el cielo, en cuyo sombrío fondo las pardas y desgarradas nubes, tan pronto negras como radiantes de luz, dibujaban mil figuras de colosal tamaño y con esa expresión que sin dejar de ser cercana a la caricatura, tiene no sé qué sello de solemne y pavorosa grandeza. Fuera por efecto de lo que acababa de oír, fuera simplemente que mi fantasía se hallase por sí dispuesta a la alucinación que siempre produce un bello espectáculo en la solitaria y muda noche, lo cierto es que vi en aquellas irregulares manchas del cielo veloces escuadrones que corrían de Norte a Sur; y en su revuelta masa las cabezas de los caballos y sus poderosos pechos, pasando unos delante de otros, ya blancos, ya negros, como disputándose el mayor avance en la carrera. Las recortaduras, varias hasta lo infinito, de las nubes, hacían visajes de distintas formas, de colosales sombreros o morriones con plumas, penachos, bandas, picos, testuces, colas, crines, garzotas; aquí y allí se alzaban manos con sables y fusiles, banderas con águilas, picas, lanzas, que corrían sin cesar; y al fin, en medio de toda esa barahúnda, se me figuró que todas aquellas formas se deshacían, y que las nubes se conglomeraban para formar un inmenso sombrero apuntado de dos candiles, bajo el cual los difuminados resplandores de la luna como que bosquejaban una cara redonda y hundida entre las altas solapas, desde las cuales se extendía un largo brazo negro, señalando con insistente fijeza el horizonte.

Yo contemplaba esto, preguntándome si la terrible imagen estaba realmente ante mis ojos, o dentro de ellos, cuando Santorcaz exclamó de improviso:

– Miradle, miradle allí. ¿Le veis? ¡Estúpidos!, ¡y queréis luchar con este rayo de la guerra, con este enviado de Dios que viene a transformar a los pueblos!

– Sí, allí lo veo – exclamó Marijuán, riendo a carcajadas. – Es D. Quijote de la Mancha que viene en su caballo, y seguido de Sancho Panza. Déjenlo venir, que ahora le aguarda la gran paliza.

Las nubes se movieron, y todo se tornó en caricatura.

Episodios Nacionales: Bailén

Подняться наверх