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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LA BATALLA DE LOS ARAPILES
IV
ОглавлениеDejando el camino real a la derecha, nos dirigimos por una senda áspera y tortuosa para atravesar la sierra. Vino la aurora y el día sin que en todo él ocurriese ningún suceso digno de ser marcado con piedra blanca, negra ni amarilla, mas en el siguiente tuve un encuentro que desde luego señalo como de los más felices de mi vida.
Marchábamos perezosamente al medio día sin cuidado ni precauciones, por la seguridad de que no encontraríamos franceses en tan agrestes parajes. Iban cantando los soldados, y los oficiales disertando en amena conversación sobre la campaña emprendida, dejábamos a los caballos seguir en su natural y pacífica andadura, sin espolearles ni reprimirles. El día era hermoso, y a más de hermoso algo caliente, por lo cual caía la llama del sol sobre nuestras espaldas, calentándolas más de lo necesario.
Yo iba de vanguardia. Al llegar a la vista de San Esteban de la Sierra, pueblo pequeño, rodeado de frondosa verdura y grata sombra de árboles, a cuyo amparo habíamos resuelto sestear, sentí algazara en los primeros grupos de soldados, que marchaban delante, rotas las filas y haciendo de las suyas con los aldeanos que se parecían en el camino.
– No es nada, mi comandante – me contestó Tribaldos, a quien pregunté la causa de tan escandalosa gritería. – Son Panduro y Rocacha que han topado con un fraile agustino, y más que agustino pedigüeño, y más que pedigüeño tunante, el cual no se apartó del camino cuando la tropa pasaba.
– ¿Y qué le han hecho?
– Nada más que jugar a la pelota – respondió riendo. – Su paternidad llora y calla.
– Veo que Rocacha monta un asno y corre en él hacia el lugar.
– Es el asno de su paternidad, pues su paternidad trae un asno consigo cargado de nabos podridos.
– Que dejen en paz a ese pobre hombre, ¡por vida de!… – exclamé con ira – y que siga su camino.
Adelanteme y distinguí entre soldados, que de mil modos le mortificaban, a un bendito cogulla, vestido con el hábito agustino, y azorado y lloroso.
– ¡Señor – decía mirando piadosamente al cielo y con las manos cruzadas – que esto sea en descargo de mis culpas!
Su hábito descolorido y lleno de agujeros cuadraba muy bien a la miserable catadura de un flaquísimo y amarillo rostro, donde el polvo con lágrimas o sudores amasado formaba costras parduscas. Lejos de revelar aquella miserable persona la holgura y saciedad de los conventos urbanos, los mejores criaderos de gente que se han conocido, parecía anacoreta de los desiertos o mendigo de los caminos. Cuando se vio menos hostigado, volvió a todos lados los ojos buscando su desgraciado compañero de infortunio, y como le viese volver a escape y jadeando, oprimidos los ijares por el poderoso Rocacha, se apresuró a acudir a su encuentro.
En tanto yo miraba al buen fraile, y cuando le vi volver, tirando ya del cordel de su asno reconquistado, no pude reprimir una exclamación de sorpresa. Aquella cara, que al pronto despertó vagos recuerdos en mi mente, reveló al fin su enemiga, y a pesar de la edad transcurrida y de lo injuriada que estaba por años y penas, la reconocí como perteneciente a una persona con quien tuve amistad en otro tiempo.
– Sr. Juan de Dios – exclamé deteniendo mi caballo a punto que el fraile pasaba junto a mí. – ¿Es usted o no el que veo dentro de esos hábitos y detrás de esa capa de polvo?
El agustino me miró sobresaltado, y luego que por buen rato me contemplara, díjome así con melifluo acento:
– ¿De dónde me conoce el señor general? Juan de Dios soy, en efecto. Doy las gracias a su eminencia por haber mandado que me devolvieran el burro.
– ¿Eminencia me llama usted…? – repuse. – Todavía no me han hecho cardenal.
– En mi turbación no sé lo que me digo. Si su alteza me da licencia, me retiraré.
– Antes pruebe a ver si me conoce. ¿Mi cara ha variado tanto desde aquel tiempo en que estábamos juntos en casa de D. Mauro Requejo?
Este nombre hizo estremecer al buen agustino, que fijó en mí sus ojos calenturientos, y más bien espantado que sorprendido dijo:
– ¿Será posible que el que tengo delante sea Gabriel? ¡Jesús mío! Señor general, ¿es usted Gabriel, el que en Abril de 1808…? Lo recuerdo bien… Deme usted a besar sus pies… ¿Conque es Gabriel en persona?
– El mismo soy. ¡Cuánto me alegro de que nos hayamos encontrado! Usted hecho un frailito…
– Para servir a Dios y salvar mi alma. Hace tiempo que abracé esta vida tan trabajosa para el cuerpo como saludable para el alma. ¿Y tú, Gabriel?… ¿Y usted Sr. D. Gabriel, se dedicó a la milicia? También es honrosa vida la de las armas, y Dios premia a los buenos soldados, algunos de los cuales santos han sido.
– A eso voy, padre, y usted parece que ya lo ha conseguido, porque su pobreza no miente y su cara de mortificación me dice que ayuna los siete reviernes.
– Yo soy un humildísimo siervo de Dios – dijo bajando los ojos – y hago lo poco que está en mi miserable poder. Ahora, señor general, experimento mucho gozo en ver a usted… y en reconocer al generoso mancebo que fue mi amigo, y con esto y su venia, me retiro, pues este ejército va sierra adentro, y yo busco el camino real.
– No permito que nos separemos tan pronto, amigo mío, usted está fatigado y además no tiene cara de haber cumplido aquel precepto que manda empiece la caridad por uno mismo. En ese pueblo descansará el regimiento. Vamos a comer lo que haya, y usted me acompañará para que hablemos un poco, refrescando viejas memorias.
– Si el señor general me lo manda, obedeceré, porque mi destino es obedecer – dijo marchando junto a mí en dirección al pueblo.
– Veo que el asno tiene mejor pelaje que su dueño y no se mortifica tanto con ayunos y vigilias. Le llevará a usted como una pluma, porque parece una pieza de buena andadura.
– Yo no monto en él – me respondió sin alzar los ojos del suelo. – Voy siempre a pie.
– Eso es demasiado.
– Llevo conmigo este bondadoso animal para que me ayude a cargar las limosnas y los enfermos que recojo en los pueblos para llevarlos al hospital.
– ¿Al hospital?
– Sí, señor. Yo pertenezco a la Orden Hospitalaria que fundó en Granada nuestro santo padre y patrono mío el gran San Juan de Dios, hace doscientos y setenta años poco más o menos. Seguimos en nuestros estatutos la regla del gran San Agustín, y tenemos hospitales en varios pueblos de España. Recogemos los mendigos de los caminos, visitamos las casas de los pobres para cuidar a los enfermos que no quieren ir a la nuestra y vivimos de limosnas.
– ¡Admirable vida, hermano! – dije bajando del caballo y encaminándome con otros oficiales y el hermano Juan a un bosquecillo que a la vera del pueblo estaba, donde a la grata sombra de algunos corpulentos y frescos árboles nos prepararon nuestros asistentes una frugal comida.
– Ate usted su burro en el tronco de un árbol – dije a mi antiguo amigo – y acomódese sobre este césped junto a mí, para que demos al cuerpo alguna cosa, que todo no ha de ser para el alma.
– Haré compañía al Sr. D. Gabriel – dijo Juan de Dios humildemente luego que ató la cabalgadura. – Yo no como.
– ¿Qué no come? ¿Por ventura manda Dios que no se coma? ¿Y cómo ha de estar dispuesto a servir al prójimo un cuerpo vacío? Vamos, Sr. Juan de Dios, deje a un lado esa cortedad.
– Yo no como viandas aderezadas en cocina, ni nada caliente y compuesto que tenga olor a gastronomía.
– ¿Llama gastronomía a este carnero fiambre y seco y a este pan más duro que la roca?
– Yo no puedo probar eso – repuso sonriendo. – Me alimento tan sólo con yerbas del campo y raíces silvestres.
– Hombre, lo admiro; pero francamente… Al menos beberá usted un trago. Es de Rueda.
– No bebo más que agua.
– ¡Hombre… agua y yerbecitas del campo! Lindo comistrajo es ese. En fin, si de tal modo se salva uno…
– Ya hace tiempo que hice voto firmísimo de vivir de esa manera, y hasta hoy, D. Gabriel mío, aunque no limpio de pecados, tengo la satisfacción de no haber cometido el de faltar a mi voto una sola vez.
– Pues no insisto, amigo. No se vaya usted a condenar por culpa mía. La verdad es que tengo un hambre… Pobre Sr. Juan de Dios…
– ¡Quién había de decir que nos encontraríamos después de tantos años…! ¿No es verdad?
– Sí señor.
– Yo creí que usted había pasado a mejor vida. Como desapareció…
– Entré en la Orden en Enero del año 9. Acabé mis primeros ejercicios en Marzo y recibí las primeras órdenes el año último. Todavía no soy fraile profeso.
– ¡Cuántas cosas han pasado desde que no nos vemos!
– ¡Sí señor, cuántas!
– Usted, retirado del mundo, vive de un modo beatífico sin penas ni alegrías, contento de su estado…
Juan de Dios exhaló un suspiro profundísimo y después bajó los ojos. Observándole bien, advertí las señales que en su extenuado rostro patentizaban no ser jactancia de beato aquello de las campestres yerbecitas y agua de los arroyos cristalinos. Bordeaba sus ojos un cerco violáceo muy intenso que hacía más vivo el brillo de sus pupilas, y marcándosele los huesos de la cara bajo la estirada y amarillenta piel. Su expresión era la de las almas exaltadas por una piedad que igualmente hace sus efectos en el espíritu y en el sistema nervioso. Misticismo y enfermedad al mismo tiempo es una devoción singular que ha llevado hermosísimas figuras al cielo de las grandezas humanas. Si en un principio creí ver en Juan de Dios un poco de artificio e hipocresía, muy luego convencime de lo contrario, y aquel santo varón arrojado por las tempestades mundanas a la vida contemplativa y austera, estaba inflamado por un fervor tan ardiente y verdadero. Se le veía quemarse, se observaba la combustión de aquel cuerpo, que poco a poco se convertía en ceniza, calcinado por la llama de la espiritual calentura; se veía que aquel hombre apenas tocaba a la tierra, apenas al mundo de los vivos, y que la miserable arcilla que aún mantenía el noble espíritu con endeble atadura, se iba descomponiendo y desmenuzando grano a grano.
– Es admirable, amigo mío – le dije – que haya llegado a tan lisonjero estado de santidad un hombre que no se vio libre ciertamente de las pasiones mundanas.
La fisonomía de fray Juan de Dios contrájose con ligero temblor. Pero serenándose al punto su rostro, me dijo:
– ¿No sabe usted qué ha sido de aquellos benditos señores de Requejo? Sentiría que les hubiese pasado alguna desgracia.
– No he vuelto a saber de ellos. Estarán cada vez más ricos, porque los pícaros hacen fortuna.
El fraile no hizo gesto alguno de asentimiento.
– Pero Dios les habrá castigado al fin – continué – por los martirios que hicieron padecer a aquella infeliz muchacha…
Al decir esto advertí que en las venas de aquel miserable cuerpo humano, que la tumba pedía para sí, quedaba todavía un resto de sangre. Bajo la piel de la cara se traslucieron por un instante las hinchadas venas azules, y un ligero tinte amoratado encendió la austera frente. No me hubiera sorprendido más ver una imagen de madera sonrojándose al contacto del beso de las devotas.
– Dios sabrá lo que tiene que hacer con los señores de Requejo por esa conducta – me contestó.
– Creo que no le será indiferente a usted saber el fin que ha tenido aquella desgraciada joven.
– ¿Indiferente? no – repuso poniéndose como un cadáver.
– ¡Oh! Las personas destinadas a padecer… – dije observando atentamente la impresión que en el santo producían mis palabras. – Aquella pobre joven tan buena, tan bonita, tan modesta…
– ¿Qué?
– Ha muerto.
Yo creí que Juan de Dios se conmovería al oír esto; pero con gran sorpresa vi su rostro resplandeciente de serenidad y beatitud. Mi asombro llegó a su colmo cuando en tono de convicción profundísima, dijo:
– Ya lo sabía. Murió en el convento de Córdoba, donde la encerró su familia en Junio de 1808.
– ¿Y cómo sabe usted eso? – pregunté respetando el engaño del pobre agustino.
– Nosotros tenemos visiones singulares. Dios permite que por un estado especial de nuestro espíritu, sepamos algunos hechos ocurridos en país lejano, sin que nadie nos los cuente. Inés murió. Yo la he visto repetidas veces en mis éxtasis, y es indudable que sólo se nos presenta la imagen de las personas que han tenido la suerte de abandonar para siempre este ruin y miserable mundo.
– Así debe de ser.
– Así es, aunque los torpes ojos del cuerpo crean otra cosa. ¡Ay! Los del alma son los que no se engañan nunca, porque hay siempre en ellos un rayo de eterna luz. La corporal vista es un órgano de quien dispone a su antojo el demonio para atormentarnos. Lo que vemos en ella es muchas veces ilusorio y fantástico. Yo, Sr. D. Gabriel, padezco tormentos muy horrorosos por las continuas pruebas a que sujeta mi espíritu el Señor de cielo y tierra, y por los pérfidos amaños del ángel de las tinieblas, que anhelando perderme, juega con mis débiles sentidos y se burla de esta desgraciada criatura.
– Querido amigo, cuénteme usted lo que pasa. Yo también sirvo a veces de juguete y mofa a ese señor demonio, y puedo dar a usted algún buen consejo sobre el modo de vencerle y burlarse de él en vez de ser burlado.