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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LA BATALLA DE LOS ARAPILES
IX

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Fuera de la estancia sentí el ruido de los cerrojos que corría por dentro la hermosa inglesa y me retiré a mi aposento que era el rincón de un oscuro pasillo, donde Tribaldos me había arreglado un lecho con mantas y capotes. Tendime sobre aquellas durezas y en buena parte de la noche no pude conciliar el sueño; de tal modo se había encajado dentro de mi cerebro la extraña señora inglesa, con su caída, sus desmayos, su té y su acabada hermosura. Pero al fin, rendido por el gran cansancio, me dormí sosegadamente. Por la mañana, díjome la señora de Forfolleda que la señorita rubia estaba mejor, que había pedido agua y té y pan, ofreciendo dinero abundante por cualquier servicio que se le prestara. Como manifestase deseos de entrar a saludarla, añadió la Forfolleda que no era conveniente, por estar la señorita arreglándose y componiéndose, a pesar de las heridas leves de su brazo.

Al salir a mis quehaceres, que fueron muchísimos y me ocuparon casi todo el día, encontré a sir Tomás Parr, a quien encargué lo de la maleta.

Por la tarde, después del gran trabajo de aquel día que me hizo poner un tanto en olvido a la interesante dama, regresé a casa de Forfolleda, y vi a gran número de ingleses que entraban y salían, como diligentes amigos que iban a informarse de la salud de su compatriota. Entré a saludarla, y la pequeña estancia estaba llena de casacas rojas pertenecientes a otros tantos hombres rubios que hablaban con animación. La joven inglesa reía y bromeaba, y habíase puesto tan linda, sin cambiar de traje, que no parecía la misma persona demacrada, melancólica y nerviosa de la noche anterior. La contusión del brazo entorpecía algo sus graciosos movimientos.

Después que nos saludamos y cambié con aquellos señores algunos fríos cumplidos, uno de ellos invitó a la señorita a dar un paseo; otro ponderó la hermosura de la apacible tarde, y no hubo quien no dijese una palabra para decidirla a dejar la triste alcoba. Ella, sin embargo, afirmó que no saldría hasta la siguiente mañana y con estos diálogos y otros en que la graciosa joven no hacía maldito caso de su libertador, vino la noche y con la noche luces dentro del cuarto y tras las luces un par de teteras que trajeron los criados de los ingleses. Entonces se alegraron todos los semblantes y empezó el trasiego con tanto ahínco que el que menos se echó dentro un río de licor de la China, sin que ni un momento cesase la charla. Trajeron después botellas de vino de Jerez, que en un santiamén dejaron como cuerpos sin alma, porque toda ella pasó a fortificar las de aquellos claros varones; mas ninguno perdió su gravedad. Brindamos a la salud de Inglaterra, de España, y a eso de las nueve nos retiramos todos, despidiéndonos la hermosa ninfa con afabilidad, pero sin que ni con frase, ni gesto, ni mirada me distinguiese de los demás.

Me retiraba a mi escondite cuando sentí que la desconocida echaba el cerrojo. Aquella noche me mortificó como en la anterior un tenaz desvelo; mas ya estaba a punto de vencerlo cuando hízome saltar en el lecho el chirrido del cerrojo con que aseguraba su cuarto la consabida. Miré hacia la puerta, pues desde mi alcoba-rincón se distinguía esta muy bien, y vi a la inglesa que salía, encaminándose a una galería o solana situada al otro confín del pasillo y de la casa. Como había dejado abierta la puerta, la luz de su cuarto iluminaba la casa lo suficiente para ver cuanto pasaba en ella.

Llegó la inglesa a la destartalada galería y abriendo una ventana que daba al campo se asomó. Como estaba vestido, fácil me fue levantarme en un momento y dirigirme hacia ella con paso quedo para no asustarla. Cuando estuve cerca, volvió la cara y con gran sorpresa mía, no se inmutó al verme. Antes bien con imperturbable tranquilidad, me dijo:

– ¿Andáis rondando por aquí?… Hace en aquel cuarto un calor insoportable.

– Lo mismo sucede en el mío, señora – dije; – cuando la he visto a usted pensaba salir al campo a respirar el aire fresco de la noche.

– Eso mismo pensaba yo también… La noche está hermosa… ¿y pensabais salir?…

– Sí señora, pero si usted lo permite tendré el honor de acompañarla y juntos disfrutaremos de este suave ambiente, del grato aroma de esos pinares…

– No… salid, bajad, iré yo también, – dijo con viva resolución y mucha naturalidad.

Entrando rápidamente en su cuarto de donde sacara una capa de forma extraña y echándosela sobre los hombros, me suplicó que cuidadosamente la embozara por no tener ella aún agilidad en su brazo herido; y una vez que la envolví bien, salimos ambos, sin tomar ella mi brazo, y como dos amigos que van a paseo. Por todas partes se oía rumor de soldados, y la claridad de la luna permitía ver todos los objetos y conocer a las personas.

Súbitamente y sin contestar a no sé qué vulgar frase pronunciada por mí, la inglesa me dijo:

– Ya sé que sois noble, caballero. ¿A qué familia pertenecéis? ¿A los Pachecos, a los Vargas, a los Enríquez, a los Acuñas, a los Toledos o a los Dávilas?

– A ninguna de esas, señora – le respondí ocultando con mi embozo la sonrisa que no pude contener – sino a los Aracelis de Andalucía, que descienden, como usted no ignora, del mismo Hércules.

– ¿De Hércules? No lo sabía ciertamente – repuso con naturalidad. – ¿Hace mucho que estáis en campaña?

– Desde que empezó, señora.

– Sois valiente y generoso, sin duda – dijo mirándome fijamente al rostro. – Bien se conoce en vuestro semblante que lleváis en las venas la sangre de aquellos insignes caballeros que han sido asombro y envidia de Europa por espacio de muchos siglos.

– Señora, usted me favorece demasiado.

– Decidme; ¿sabéis tirar las armas, domar un potro, derribar un toro, tañer la guitarra y componer versos?

– No puedo negar que un poco entendido soy en alguna, sino en todas esas habilidades.

Después de pequeña pausa y deteniendo el paso, me preguntó bruscamente:

– ¿Y estáis enamorado?

Durante un rato no supe qué responder; tan extrañas me parecían aquellas palabras.

– ¿Cómo no, siendo español, siendo joven y militar? – contesté decidido a llevar la conversación a donde la fantasía de mi incógnita amiga quisiera llevarla.

– Veo que os sorprende mi modo de hablaros – añadió ella. – Acostumbrado a no oír en boca de vuestras mojigatas compatriotas sino medias palabras, vulgaridades, y frases de hipocresía, os sorprende esta libertad con que me expreso, estas extrañas preguntas que os dirijo… Quizás me juzguéis mal…

– Oh, no señora.

– Pero mi honor no depende de vuestros pensamientos. Seríais un necio si creyerais que esto es otra cosa que una curiosidad de inglesa, casi diré de artista y de viajera. Las costumbres y los caracteres de este país son dignos de profundo estudio.

– De modo que lo que quiere es estudiarme – dije entre dientes. – Resignémonos a ser libro de texto.

– El hombre que ha dado muerte a lord Gray, que ha realizado esa gran obra de justicia, que ha sido brazo de Dios y vengador de la moral ultrajada, excita mi curiosidad de un modo pasmoso… Me han hablado de vos con admiración y contádome algunos hechos vuestros dignos de gran estima… Dispensad mi curiosidad, que escandalizaría a una española y que sin duda os escandaliza a vos… Habiendo matado a Gray por celos, claro que estabais enamorado.

Y vuestra dama (esto de vuestra dama me hizo reír de nuevo), ¿habita en algún castillo de estas cercanías o en algún palacio de Andalucía? ¿Es noble como vos?…

Al oír esto comprendí que tenía que habérmelas con una imaginación exaltada y novelesca, y al punto apoderose de mí cierto espíritu de socarronería. No me inclinaba a burlarme de la inglesa, que a pesar de su sentimentalismo fuera de ocasión no era ridícula; pero mi carácter me inducía a seguir la broma, como si dijéramos, prestándome a los caprichos de aquella idealidad tan falsa como encantadora. Todos somos algo poetas, y es muy dulce embellecer la propia vida, y muy natural regocijarnos con este embellecimiento aun sabiendo que la transformación es obra nuestra. Así es que con cierta exaltación novelesca también, mas no con completa seriedad, contesté a la damisela:

– Noble es, señora, y hermosísima y principal; pero ¿de qué me vale tener en ella un dechado de perfecciones, si un funesto destino la aleja constantemente de mí? ¿Qué pensará usted, señora, si le digo que hace tiempo cierto maligno encantador la tiene transfigurada en la persona de una vulgar comiquilla que recorre los pueblos formando parte de una compañía de histriones de la legua?

Esto era, sin duda, demasiado fuerte.

– Caballero – dijo la inglesa con estupor; – ¿pues qué, todavía hay encantamientos en España?

– Encantamientos, precisamente no – dije tratando de abatir el vuelo; – pero hay artes del demonio, y si no artes del demonio, malicias y ardides de hombres perversos.

– Veo que leéis libros de caballería.

– Pues ¿quién duda que son los más hermosos entre todos los que se han escrito? Ellos suspenden el ánimo, despiertan la sensibilidad, avivan el valor, infunden entusiasmo por las grandes acciones, engrandecen la gloria y achican el peligro en todos los momentos de la vida.

– ¡Engrandecen la gloria y achican el peligro! – exclamó deteniéndose. – Si esto que habéis dicho es verdad, sois digno de haber nacido en otros tiempos… pero no he entendido bien eso de que vuestra dama está transformada en una comiquilla…

– Así es, señora. Si pudiera contar a usted todo lo que ha precedido a esta transformación, no dudo que usted me compadecería.

– ¿Y dónde están la encantada y el encantador? Les doy estos nombres porque veo que creéis en encantamentos.

– Están en Salamanca.

– Como si estuvieran en el otro mundo. Salamanca está en poder de los franceses.

– Pero la tomaremos.

– Decís eso como si fuera lo más natural del mundo.

– Y lo es. No se ría usted de mi petulancia; pero si todo el ejército aliado desapareciera y me quedase solo…

– Iríais solo a la conquista de la ciudad, queréis decir.

– ¡Ah, señora! – exclamé con énfasis. – Un hombre que ama no sabe lo que dice. Veo que es un desatino.

– Un desatino relativo – repuso. – Pero ahora comprendo que os estáis burlando de mí. Os habéis enamorado de una cómica y queréis hacerla pasar por gran señora.

– Cuando entremos en Salamanca podré convencer a usted de que no me burlo.

– No dudo que haya cómicos en el país, ni menos cómicas guapas – dijo riendo. – Hace dos días pasó por delante de mí una compañía que me recordó el carro de las Cortes de la Muerte. Iban allí siete u ocho histriones, y, en efecto dijeron que iban a Salamanca.

– Llevaban dos o tres carros. En uno de ellos iban dos mujeres, una de ellas hermosísima. Venían de Plasencia.

– Me parece que sí.

– Y en otro carro llevaban lienzos pintados.

– Los habéis visto; pero no sabéis lo que yo sé. Cuando pasaron por delante de mí, sorprendiéndome por su extraño aspecto que me recordaba una de las más graciosas aventuras del Libro, un vecino de Puerto de Baños me dijo: «Esos no son cómicos sino pícaros masones que se disfrazan así para pasar por entre los españoles, que les descuartizarían si les conocieran».

– No me dice usted nada que yo no sepa – contesté. – Señora, ¿ha oído usted decir a lord Wellington cuándo lanzará nuestros regimientos sobre Salamanca?

– Impaciente estáis… Quiero saber otra cosa. ¿Amáis a vuestra Dulcinea de una manera ideal y sublime, embelleciéndola con vuestro pensamiento aún más de lo que ella es en sí, atribuyéndole cuantas perfecciones pueden idearse y consagrándole todos los dulces transportes de un corazón siempre inflamado?

– Así, así mismo, señora – dije con entusiasmo que no era enteramente falso, y deseando ver a dónde iba a parar aquella misteriosa mujer, cuyo carácter comenzaba a penetrar. – Parece que lee usted en mi alma como en un libro.

Después que oyó esto, permaneció largo rato en silencio, y luego reanudó el diálogo con una brusca variación de ideas, que era la tercera en aquel extraño coloquio.

– Caballero, ¿tenéis madre? – me dijo.

– No señora.

– ¿Ni hermanas?

– Tampoco. Ni madre, ni padre, ni hermanos, ni pariente alguno.

– Veo que está muy malparado el linaje de Hércules. De modo que estáis solo en el mundo – añadió con acento compasivo. – ¡Desgraciado caballero! ¿Y esa gran señora, cómica, o mujer masónica, os ama?

– Creo que sí.

– ¿Habéis hecho por ella sacrificios, arrostrado peligros y vencido obstáculos?

– Muchísimos; pero son nada en comparación con lo que aún me resta por hacer.

– ¿Qué?

– Una acción peligrosa, una locura; el último grado del atrevimiento. Espero morir o lograr mi objeto.

– ¿Tenéis miedo a los peligros que os aguardan?

– Jamás lo he conocido – respondí con una fatuidad, cuyo recuerdo me ha hecho reír muchas veces.

– Estad tranquilo, pues los aliados entrarán en Salamanca, y entonces fácilmente…

– Cuando entren los aliados, mi enemigo y su víctima habrán huido corriendo hacia Francia. Él no es tonto… Es preciso ir a Salamanca antes…

– ¡Antes de tomarla! – exclamó con asombro.

– ¿Por qué no?

– Caballero – dijo súbitamente deteniendo el paso. – Veo que os estáis burlando de mí.

– ¡Yo, señora! – contesté algo turbado.

– Sí; me ponéis ante los ojos una aventura caballeresca, que es pura invención y fábula; os pintáis a vos mismo como un carácter superior, como un alma de esas que se engrandecen con los peligros, y habéis adornado la ficción con hermosas figuras de Dulcinea y encantadores, que no existen sino en vuestra imaginación.

– Señora mía, usted…

– Tened la bondad de acompañarme a mi alojamiento. El olor de esos pinares me marea.

– Como usted guste.

Confieso ¿por qué no confesarlo? que me quedé algo corrido.

La elegante inglesa no me dijo una palabra más en todo el camino, y cuando subimos a casa de Forfolleda y la conduje a su cuarto, que ya empezaba a figurárseme regio camarín tapizado de rasos y organdíes, metiose en su tugurio como un hada en su cueva, y dándome desabridamente las buenas noches, corrió los cerrojos de oro… o de hierro, y me quedé solo.

Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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