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Оглавление1. ¿Qué es el populismo?
Cuando se habla del estudio del populismo, hay un cliché que se impone por sobre todos los demás, sin duda: los expertos no pueden acordar una definición del fenómeno, aunque en ello les vaya la vida. Esta disputa supuestamente insalvable en relación con el término, así como las afirmaciones respecto de su “falta de sentido”, cada cierto tiempo van acompañadas por la exigencia de que la noción sea abandonada o arrojada al basurero de los conceptos inútiles. El razonamiento es el siguiente: si los especialistas ni siquiera se ponen de acuerdo acerca del significado del concepto, ¿cómo puede resultar útil para alguien?
Como pasa con la mayoría de los clichés, este es cierto solo en parte. De hecho, existe un grado de acuerdo considerable entre los especialistas: muchos coinciden en que el fenómeno tiene como eje la división fundamental entre “el pueblo” y “la élite”. En otras palabras, existe consenso respecto de las características centrales del populismo. Algunos autores incluyen otros criterios –como el liderazgo personal (Weyland, 2017), el pronunciamiento de la crisis (Moffitt, 2015a; Rooduijn, 2014), la exclusión de un “otro” peligroso (Albertazzi y McDonnell, 2008)–, pero estas definiciones tienden, en su expresión mínima, a basarse en la brecha pueblo-élite. Es más, hay un grado de consenso significativo en cuanto a los casos más importantes de populismo: si bien los especialistas suelen adoptar diferentes definiciones del fenómeno, terminan por etiquetar a los mismos líderes, partidos o movimientos como populistas (pese a todo, como veremos más adelante, se observa un notable disenso en relación con otros casos).
En lo que los especialistas sin duda no concuerdan es en el tipo de fenómeno que constituye el populismo: si se trata de una ideología, una estrategia, un discurso o un modo de actuación política. Este desacuerdo no es nuevo: desde hace más de cincuenta años, se han multiplicado los debates acerca de qué tipo de fenómeno representa el populismo, como lo ejemplifican las diferentes definiciones propuestas en Populism. Its Meanings and National Characteristics (Ionescu y Gellner, eds., 1969), una compilación seminal que reunió los resultados de un congreso celebrado en 1967 en la London School of Economics bajo el título “Para definir al populismo”. No es necesario señalar que el congreso no alcanzó su objetivo. Pese a que muchos especialistas han intentado argumentar que la persistencia de estos debates en torno a la definición del populismo carece de relevancia o es fruto de un planteo excesivamente puntilloso –Mudde y Rovira Kaltwasser (2018: 1668) sostienen que “si bien cada uno de estos términos posee sus propias especificidades, las diferencias entre ellos son menores y no pertinentes a numerosas preguntas de investigación”–, en el presente capítulo se sostiene lo contrario. Dichos debates tienen valor e importantes ramificaciones y consecuencias para el estudio del populismo: qué clase de fenómeno consideren los autores que es el populismo tenderá a reflejar abordajes ontológicos, epistemológicos y metodológicos muy diferentes. Esas elecciones determinan los tipos de actores políticos que se estudian –partidos, líderes, movimientos, ciudadanos o seguidores–; cómo se los estudia –a partir de sus dichos, sus actos, los textos que producen u otros elementos–, y si se considera que el populismo es un concepto binario o gradacional, es decir, si la distinción entre populismo y no populismo es como la diferencia entre blanco y negro o si existen zonas grises. Es más, la elección refleja una división fundamental entre quienes piensan que el populismo es una propiedad o un atributo de un actor político (una ideología) y quienes creen que es algo que los actores políticos “hacen” (un discurso).
En este capítulo se desglosan esas diferencias delineando los enfoques más destacados de la bibliografía sobre populismo –el ideacional, tipificado por el trabajo de Mudde (2004, 2007, 2017a), Rovira Kaltwasser (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2017), Hawkins (Hawkins y Rovira Kaltwasser, 2017a y b) y Müller (2016); el estratégico, ejemplificado por la labor de Weyland (2001, 2017), Roberts (1995, 2003) y Jansen (2011); y el discursivo-performativo, representado por los estudios de Laclau (2005a), Mouffe (2018), Wodak (2015) y Ostiguy (2017)– y poniendo de relieve sus distinciones teóricas y metodológicas. En este recorrido, se presta especial atención al linaje intelectual de cada enfoque: se rastrea la influencia metodológica de la labor de Sartori (1970), Ragin (2000) y Tilly (2008) en el enfoque estratégico, y la influencia teórica del trabajo de Laclau y Mouffe (1985) en el enfoque discursivo-performativo. Asimismo, se describen las posturas epistemológicas que subyacen a cada enfoque, casi siempre inexploradas en los debates contemporáneos acerca de diferentes campos conceptuales. Y si bien el capítulo no se ocupa de todas las definiciones de populismo –existe, además, un floreciente corpus de trabajos en la bibliografía atinente a las comunicaciones políticas que concibe al populismo como un modo de comunicación o expresión (véase Aalberg y otros, eds., 2017), en cierto sentido diferente de la concepción del enfoque discursivo-performativo, aunque en otros similar–, las que aquí se analizan representan las tendencias más destacadas de la literatura contemporánea sobre el tema y brindarán al lector una buena orientación respecto del estado actual del debate conceptual.
El enfoque ideacional
El enfoque ideacional del fenómeno del populismo es, posiblemente, el más difundido en la literatura académica contemporánea. Este enfoque concibe al populismo como una ideología, un conjunto de ideas o una cosmovisión. Existen, por cierto, razones intuitivas para visualizarlo de esta forma: por tratarse de un fenómeno político cuyo nombre termina en “-ismo”, parece natural situarlo junto a otros “ismos” que resultan ser, en la mayoría de los casos, ideologías, como el liberalismo, el socialismo, el anarquismo, etc.
Es posible trazar un linaje bastante claro de estudiosos que concibieron el populismo como un fenómeno ideacional. Mudde (2017a: 27) señala que los estudios tempranos del US People’s Party –Partido del Pueblo de los Estados Unidos– (Ferkiss, 1957) y de los narodniki rusos (Pipes, 1960) se centraron en los contenidos ideacionales del partido y del movimiento. En su trabajo sobre el macartismo, Shils (1956: 100-101) identificó al populismo como “un fenómeno difundido […] que existe en todo aquel lugar donde impere una ideología del resentimiento popular contra el orden impuesto por una clase dirigente diferenciada y establecida, de la cual se cree que detenta el monopolio del poder, la propiedad, el abolengo y la cultura”, mientras que MacRae (1969) sostuvo de manera explícita que el populismo debía conceptualizarse como una ideología. El influyente trabajo de Canovan sobre el tema también desarrolló una visión ideológica del populismo; en sus análisis más recientes, lo denominó “la ideología de la democracia” (Canovan, 2002: 25).
En la actualidad, la definición de populismo citada con más frecuencia en el marco de este enfoque es la de Mudde (2004: 543): “Una ideología delgada [thin-centered ideology] que considera que, en última instancia, la sociedad está separada en dos campos homogéneos y antagónicos, ‘el pueblo puro’ y ‘la élite corrupta’, y que sostiene que la política debe ser una expresión de la voluntad general del pueblo”. Otros autores, como Stanley (2008), Albertazzi y McDonnell (2008) y Rooduijn (2014), desarrollaron enfoques similares del populismo como ideología “delgada”, y si bien no lo describen de manera explícita con ese término, sugieren que el populismo no se sostiene solo como ideología y que siempre necesita combinarse con otras. Estas definiciones fueron aplicadas, en general, para entender los partidos populistas europeos (especialmente en Europa Occidental), aunque también se las adoptó en estudios recientes del populismo latinoamericano (véase Hawkins y Rovira Kaltwasser, 2017a). Esta concepción ideacional del populismo también se utilizó para medir actitudes populistas en las poblaciones (Akkerman, Mudde y Zaslove, 2014; Hawkins, Rovira Kaltwasser y Andreadis, 2018). Müller (2016: 19-20) elaboró una definición similar del fenómeno: si bien no asigna al populismo la denominación de “ideología”, se acerca mucho a la descripción de Mudde: “Una manera de percibir el mundo político que sitúa a un pueblo moralmente puro y totalmente unificado –pero, en última instancia, […] ficticio– frente a unas élites consideradas corruptas o de otra manera inferiores en el aspecto moral”. Ambos autores destacan:
1 la brecha entre “el pueblo” y “la élite”, y
2 la homogeneidad, unificación y “pureza” moral del “pueblo”.
En la base de los supuestos teóricos más amplios que subyacen al enfoque ideacional del populismo se sitúa el trabajo de dos autores fundamentales. El primero es Michael Freeden, de quien se toma la definición de qué es una ideología y cómo opera. En oposición a las visiones marxistas y gramscianas de la ideología como forma de falsa conciencia, este autor postula un abordaje “morfológico” que concibe a las ideologías como “configuraciones distintivas de conceptos políticos” que “crean patrones conceptuales específicos a partir de un conjunto de combinaciones indeterminadas e ilimitadas” (Freeden, 1996: 4). Al estudiar las ideologías desde este punto de vista, su objetivo reside en estipular cómo se definen y disponen esos conceptos y sacar a la luz las relaciones entre conceptos centrales y periféricos. Así, ese autor distingue entre ideologías “delgadas” y “densas”: las primeras no tienen más que “un núcleo restringido adosado a una variedad más reducida de conceptos políticos” y, por ende, son “limitadas en cuanto a sus ambiciones y alcance ideacionales” (Freeden, 1998: 750), mientras que las segundas ofrecen “un amplio menú de soluciones para los problemas sociopolíticos más relevantes” (Freeden, 2003: 96) y forman una “configuración de amplio alcance que atribuye significados despolemizados a una variedad de conceptos políticos que se definen mutuamente” (2003: 54).
Para los autores ideacionales, el populismo no es una ideología densa como sí lo son el liberalismo y el socialismo, sino que pertenece a la familia de las ideologías delgadas como el nacionalismo, el feminismo y las políticas verdes (Freeden, 1996, 1998). Esta caracterización del populismo como “delgado” o de “núcleo delgado” fue postulada por Mudde (2004) y Fieschi (2004) y desarrollada en mayor profundidad por Stanley (2008). En líneas generales, quienes trabajan dentro de la tradición ideacional han dado por sentada esta descripción.[2] El atractivo de este enfoque, según los especialistas, radica en que permite comprender la “capacidad [del populismo] para convivir con otras ideologías, más abarcadoras” (Stanley, 2008: 100), como también entender la manera en que “el populismo aparece casi siempre asociado a otros elementos ideológicos, que resultan cruciales para la promoción de proyectos políticos que atraigan al gran público” (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2017: 6); en otras palabras, de qué manera le resulta posible al populismo asociarse con otras ideologías de centro delgado o adoptar formas de izquierda o de derecha combinándose con ideologías densas como el socialismo o el conservadurismo. Desde esta perspectiva, resulta difícil imaginar cómo sería un populismo “puro”... pues necesita convivir con otras ideologías para tener sentido: en este aspecto, la división pueblo-élite solo puede “llenarse” con el contenido de otras ideologías; de otro modo, carece de significado.
Este enfoque ha sido objeto de significativas críticas (Aslanidis, 2016a; Moffitt, 2016), ninguna más condenatoria que la del propio Freeden (2017), quien argumenta que el populismo no es una ideología sino algo todavía más “delgado”, más similar a un discurso, un estilo o una modalidad discursiva. Según señala, el populismo es
sencillamente demasiado endeble para ser siquiera delgado. […] Una ideología de centro delgado implica que existe potencialmente algo más que un centro, pero el núcleo populista es todo lo que hay, no es un centro potencial de algo más amplio o inclusivo: es raquíticamente delgado, más que de centro delgado (2017: 3).
En ese espíritu, sostiene que el populismo carece de cohesión interna; que no tiene el potencial para convertirse en una ideología “completa” o “densa” (a diferencia de otras ideologías delgadas como el feminismo o el ecologismo), y que no encaja en ninguna “familia” ideológica. Dados esos atributos, sugiere que incluirlo en la familia de “ideologías delgadas” es un error: al fin de cuentas, el populismo “carece no solo de un carácter abarcativo sino también de una especificidad sutil en lo que efectivamente ofrece” (Freeden, 2017: 10), con lo cual quiere decir que otorgarle el estatus de ideología, sea delgada o densa, es un craso error.
La segunda influencia metodológica fundamental (aunque menos explícita) en el desarrollo del enfoque ideacional del populismo proviene de Giovanni Sartori (1970, 1976), un teórico cuya labor en la formación de conceptos es seminal en el campo de las ciencias políticas. Este autor argumentó sólidamente en favor de los conceptos dicotómicos[3] del tipo “o… o…”, que considera necesario desarrollar antes de distinguir grados (valoraciones del tipo más o menos) o subtipos de determinada noción. Como resultado, para muchos defensores de este enfoque, el populismo es, ante todo, un concepto binario: los partidos, los líderes y los movimientos son populistas o bien no lo son. Decir que son “algo populistas” no encaja en su enfoque: hay que poder etiquetar a los actores políticos como decididos populistas y no necesariamente medir su populismo de manera “gradualista” (para emplear el término de Sartori).[4] También muchos siguen a Sartori en la construcción de una definición clásica y mínima del concepto: al restringirse a las características centrales y esenciales del populismo, logran construir taxonomías provechosas de subtipos, como se ha visto en relación con las divisiones entre populismo excluyente e inclusivo (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2013) o entre populismo de derecha y de izquierda. Los autores ideacionales sostienen, además, que este tipo de definiciones mínimas dan respuesta al “problema del estiramiento conceptual” (Sartori, 1970: 1033), pues no son solo específicas de un período histórico o de una zona geográfica, sino que pueden trascender y “cruzar” esos límites.
Más allá de que este enfoque fue adoptado por varios teóricos (Abts y Rummens, 2007; Müller, 2016; Rovira Kaltwasser, 2014), su influencia se sintió con mayor fuerza en el campo de la política partidaria y la política comparada, por diversos motivos. Si bien los teóricos ideacionales afirman que “hay muchos autores que emplean un enfoque ideacional, aunque le rehúyan al uso del término ‘ideología’” (Mudde, 2017a: 28), entre quienes incluyen a aquellos que conciben al populismo como un discurso, un estilo, un lenguaje o una práctica comunicativa, muchos de los autores asociados con esos enfoques han sido en realidad críticos del abordaje ideacional (Aslanidis, 2016a; De Cleen, Glynos y Mondon, 2018; Moffitt, 2016; Stavrakakis y Jäger, 2018). Quizá el problema fundamental sea el indicado por Mudde (2017a: 40) cuando señala que el enfoque ideacional “es de orientación empírica, es positivista y apunta a desarrollar niveles teóricos de medio alcance” –en otras palabras, muy en consonancia con la política comparada tradicional–, y muchos especialistas más orientados al discurso o la comunicación (o, también, teóricos políticos) se irritarían si fueran descriptos como positivistas. En rigor, como veremos, quienes enfocan el populismo desde un punto de vista discursivo-performativo son, en su mayoría, pospositivistas y adhieren a una ontología constructivista social.
El enfoque estratégico
El segundo enfoque fundamental identificable en la bibliografía sobre populismo es aquel que lo concibe como una estrategia. A diferencia de quienes adoptan el enfoque ideacional, los defensores del enfoque estratégico no tratan al populismo como una característica inherente a un actor político, sino como algo que se hace: en palabras de Jansen (2011: 75), el populismo no es una “cosa” o un “objeto” que estudiar, sino un “modo de práctica política”. La definición exacta que asignan estos especialistas a ese modo de práctica puede variar –estrategia, modo de organización, tipo de movilización política– pero lo que los une es que ninguno de ellos se interesa por lo que los populistas afirman creer (su ideología) ni tampoco por lo que dicen o el modo en que actúan (su discurso o estilo político), sino que se enfocan en “cómo procuran alcanzar el poder y conservarlo” (Weyland, 2017: 50), y también en “los modos y medios fundamentales por los cuales un actor político accede al poder y toma y hace cumplir decisiones de autoridad” (2017: 55). Esta orientación se detecta en las definiciones básicas empleadas en este enfoque: Weyland (2001: 14) entiende al populismo “como una estrategia política con la cual un líder personalista busca obtener o ejerce el poder gubernamental basado en el apoyo directo, no mediado ni institucionalizado, que le brinda un gran número de seguidores que en su mayor parte no están organizados”, mientras que Jansen (2011: 82) considera movilización populista
cualquier proyecto político sostenido y de gran escala que moviliza a sectores sociales por lo general marginados y los lleva a desarrollar una acción política confrontativa y públicamente visible, al tiempo que articula una retórica antielitista y nacionalista que otorga valor al individuo común.
Roberts (2003, 2015), Barr (2009) y Urbinati (2017) proponen definiciones similares.
Los principales adherentes a este enfoque trabajan, casi con exclusividad, con casos latinoamericanos de populismo; los pocos que lo aplican a otros ámbitos regionales se enfocan en el Sur Global, como Resnick (2014), que estudia el populismo en África, o P. Kenny (2017), que se centra en la movilización populista y el clientelismo en India. A diferencia de Europa, que se ha visto dominada por el populismo de derecha casi con exclusividad, América Latina ha sido testigo de populismos de muy diferentes tipos ideológicos o programáticos a lo largo del siglo XX. Este fenómeno se volvió visible con el giro abrupto del “neopopulismo” dominante en los años noventa, cuando figuras como Alberto Fujimori y Carlos Menem combinaron neoliberalismo y populismo, hacia la “marea rosa” del populismo de izquierda que tuvo lugar en el siglo XXI, en la que figuras como Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa fusionaron socialismo con populismo. Cambios tan radicales, así como la enorme diversidad ideológica involucrada, han llevado a una comprensible reticencia a aplicar una interpretación ideacional al populismo.
En el enfoque estratégico del populismo, el rol del líder es vital. A diferencia del ideacional –que presta atención al hecho de que una amplia variedad de actores puede abrazar las ideas populistas–, en el enfoque estratégico “el populismo es una estrategia política que gira en torno a un político individual. Específicamente, el populismo se funda sobre un líder personalista” (Weyland, 2017: 56). Ese acento puesto sobre el líder como actor fundamental del populismo ayuda a explicar cómo es posible que ciertos líderes populistas cambien varias veces de filiación partidaria sin que esos cambios afecten de manera negativa el apoyo popular con que cuentan. Es más, la importancia de la atracción del líder refleja “la sorprendente imprevisibilidad, variabilidad y desorganización en el ejercicio del poder gubernamental y la elaboración de políticas públicas” (2017: 60) del populismo: a menudo libres de las trabas que implican la camisa de fuerza de la coherencia ideológica o las estructuras partidarias tradicionales, los populistas tienden a dar giros de ciento ochenta grados en materia de políticas o a efectuar triunfales anuncios relativos a medidas, con escaso cumplimiento posterior.
El enfoque estratégico también asigna importancia vital a la idea de que los líderes populistas operan a través de apelaciones no mediadas, cuasi directas, a “el pueblo”, con la intención de evitar los intermediarios “normales” como los partidos y las redes clientelistas. Los estudiosos que adhieren a este enfoque señalan que los medios de comunicación han desempeñado un papel clave al posibilitar la comunicación “no mediada”, en especial la televisión y las redes sociales (2017). Recurriendo a estos medios, los líderes populistas logran mostrarse en contacto “directo” con sus seguidores y comunicarse con ellos de modo instantáneo y multidireccional, si bien el trabajo empírico ha puesto en evidencia que, en la realidad, buena parte de la comunicación sigue siendo de arriba abajo (Waisbord y Amado, 2017).
Al igual que en el enfoque ideacional, es posible identificar los antecedentes del enfoque estratégico en los primeros trabajos que abordaron el tema del populismo. En el volumen compilado por Ionescu y Gellner (1969), Wiles (1969: 169) sostiene que el populismo “está laxamente organizado y carece de disciplina: se trata de un movimiento más que de un partido” y subraya la presencia de “grandes líderes en contacto místico con las masas”: los dos rasgos centrales del enfoque. Este autor compila una larga lista de supuestos populistas que cuadran en dicha definición; entre ellos, los levellers, los cartistas, los narodniki y Gandhi (1969: 178). Durante ese período, también las investigaciones de Di Tella (1965) y de Smith (1969) sobre el populismo latinoamericano ponen de relieve el rol desempeñado por líderes fuertes en la forja de alianzas multiclasistas en nombre de “el pueblo”.
Los teóricos que adoptan este enfoque en su trabajo toman de diversas fuentes sus fundamentos. Jansen (2011, 2017) recurre a la bibliografía de la sociología política en el campo específico de los movimientos sociales y la política confrontativa (Tilly, 2008) para desarrollar su noción del populismo como forma de movilización. Los estudios anteriores alternaban entre adoptar un ángulo “clásico” sartoriano (Weyland, 1996) y visualizarlo como un concepto radial, de “parecidos de familia” (Roberts, 1995), pero en el último tiempo esos autores tendieron a adoptar una perspectiva más gradualista. Weyland (2017: 65), por ejemplo, ha sostenido que
un gato es un gato y un perro es un perro; pero en el mundo de la política, la complejidad conceptual y la inventiva humana difuminan (o incluso borran) esas fronteras; pueden existir tipos parciales y mixtos que las categorías conceptuales claramente definidas no consiguen captar.
En vista de este hecho, el autor aboga por una vuelta a los enfoques de conjunto difuso postulados por Ragin (2000) para tener en cuenta diferentes grados de populismo. En este contexto, una puntuación de conjunto difuso de 1.0 indicaría un populista “pleno” (que emplea con exclusividad la estrategia populista), una puntuación de 0 indicaría un no populista cabal (que no emplea la estrategia), mientras que las puntuaciones intermedias identificarían a populistas parciales (que recurren al populismo junto con otras estrategias). Aplicando este enfoque, Weyland (2017: 66) sostiene que populistas plenos son Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Fernando Collor de Mello, Rafael Correa, Silvio Berlusconi y Pim Fortuyn. Estas figuras –que “gozaron de gran autonomía personal, fundaron sus propios vehículos electorales endebles y jamás se vieron condicionados por esos aparatos”– obtuvieron una puntuación de 1,0 en la escala de Weyland, frente a líderes con partidos bien organizados, como Luiz Inácio Lula da Silva o Michelle Bachelet, o líderes que privilegiaron “la pureza ideológica” por encima del apoyo popular, como Jean-Marie Le Pen, que obtienen una puntuación de 0 (lo cual resulta curioso, dado el lugar central que ocupa Le Pen en la bibliografía sobre el populismo en Europa Occidental). Entre los extremos se sitúan figuras como Carlos Saúl Menem, Pablo Iglesias, Jörg Haider y Yorgos Papandréu, que alcanzan un puntaje de 0,66 debido a sus vínculos estrechos con sus partidos, y Evo Morales, que obtiene 0,33 puntos en virtud de su relación con movimientos sociales autónomos. Este enfoque es objeto de críticas tanto por ser laxo en exceso como estricto en demasía. Respecto de la laxitud, Hawkins (2010a: 168) señala que esas definiciones podrían aplicarse de igual modo a
otras organizaciones, como partidos de base religiosa o sindical y movimientos milenaristas, que también cuentan con líderes carismáticos y/o bajos niveles de institucionalización en el inicio de su ciclo de vida organizacional y pueden proponerse como meta cambiar el sistema político; sin embargo, no se los considera necesariamente populistas.
En lo atinente a la excesiva restricción, surgen problemas al traducir este enfoque a otros contextos regionales. Se trata de una deficiencia que el propio Weyland (2017: 62) ha reconocido, al señalar que “la prevalencia de larga data de partidos relativamente bien organizados, programáticos en buena parte de Europa, deja escaso margen para movimientos populistas”. Sin embargo, ese problema, no se ve limitado a los partidos europeos, sino que se presenta en todas las democracias avanzadas del mundo y pone de manifiesto el trasfondo –debido a la teoría de la modernización– que subyace a este enfoque. Si el populismo puede prosperar únicamente en un entorno subinstitucionalizado, donde sus adherentes no están organizados o socializados en partidos, entonces, por defecto, solo puede surgir en democracias en ciernes. Pero esta explicación no es suficiente para dar noción del gran segmento del mundo que vivencia y comprende el populismo. Es más, en muchos entornos subinstitucionalizados las fuerzas populistas están en condiciones de crear instituciones informales que persisten a lo largo del tiempo.
El enfoque discursivo-performativo
Pasamos ahora al enfoque discursivo-performativo que, por mucho, sigue siendo el más usual entre los teóricos políticos, no así entre los investigadores empíricos, preferencia que tal vez constituya un reflejo de las raíces de este enfoque en la obra de Ernesto Laclau, uno de los politólogos más influyentes de finales del siglo XX.
Esta etiqueta general abarca a una franja relativamente amplia de teóricos del campo del populismo. Muchos conciben el fenómeno como un discurso que enfrenta a “el pueblo” con “la élite”; lo que difiere, en este caso, es qué entienden esos teóricos por “discurso”. Algunos (Panizza, eds., 2005; Stavrakakis y Katsambekis, 2014) son seguidores de la teoría del discurso de la Escuela de Essex, que recibe la influencia de Laclau y Mouffe (1985), combina las teorías postestructuralistas y gramscianas de la hegemonía, y concibe el discurso como intentos de fijar significados e identidades en el contexto de la lucha por el poder. Otros, en cambio, se inscriben en el enfoque del análisis crítico del discurso inspirado por Wodak (Wodak y Meyer, eds., 2001; Wodak, 2015) y Fairclough (2003), que se centra en las dimensiones lingüísticas y los efectos ideológicos del discurso.[5] Otros adoptan una definición aún más amplia del discurso (Hawkins, 2010a).[6] Y otros autores ofrecen variaciones del enfoque discursivo al considerar al populismo como una suerte de marco discursivo (Aslanidis, 2016a) o como una forma de expresión de reivindicaciones [claim-making] (Bonikowski y Gidron, 2016b). Lo que une a todas estas corrientes es su foco primario en el populismo como un tipo particular de lenguaje que tiene efectos significativos en la manera en que se estructura y obra la política (y la identidad política).
Otros autores fueron más allá del nivel discursivo lingüístico-verbal y extendieron su definición para incluir factores no verbales o performativos. La definición del populismo de Ostiguy (2017: 77) como “ostentación de lo bajo” en política refiere a esos elementos; este autor apunta que
lo bajo y lo elevado tienen que ver con modos de relacionarse con el pueblo, y en ese sentido van más allá de los “discursos” en cuanto palabras: incluyen sin duda cuestiones relativas al acento, los niveles de lenguaje, el lenguaje corporal, los gestos y las maneras de vestir. Como modo de relación con el pueblo, también abarcan la manera de tomar decisiones en política.
De un modo afín, he argumentado que el populismo debe entenderse como un estilo político –“los repertorios de actuaciones/performances corporizadas, simbólicamente mediadas que, realizadas ante los públicos, se emplean para crear y explorar los campos del poder que constituyen lo político” (Moffitt, 2016: 38)– que consiste en una apelación a “el pueblo” contra “la élite”, los “malos modales” y una performance/actuación de la crisis, el fracaso y la amenaza.
Mientras el enfoque ideacional se aplicó mayormente en los análisis del populismo en Europa y América, y el enfoque estratégico en el Sur Global, el enfoque discursivo-performativo cuenta con mayor alcance en términos comparativos en lo que respecta a su área de aplicación: carece de una región “natural” y, como resultado, fue empleado en contextos tan diversos como Grecia (Stavrakakis y Katsambekis, 2014), Sudáfrica (Mbete, 2015), los Estados Unidos (Bonikowski y Gidron, 2016b), la Argentina (Ostiguy, 2009), Filipinas (Curato, 2017) y Australia (Moffitt, 2017a). Esta diversidad muestra la “transitabilidad” o viabilidad de las definiciones empleadas por estos analistas: a diferencia de los enfoques ideacionales y estratégicos, que tienden a universalizar subtipos regionales de populismo como si representaran el fenómeno en su totalidad, el enfoque discursivo-performativo abarca un conjunto verdaderamente global de casos. También se ha mostrado menos propenso que otros enfoques a formular aseveraciones normativas acerca del populismo en cuanto “peligro” para la democracia; en rigor, algunos de sus adherentes incluso han tomado la dirección opuesta al proponer el populismo como cura para los males de la democracia (Mouffe, 2018).
Como ya se señaló, muchos de los autores incluidos en este grupo tienen como guía teórica a Ernesto Laclau (1977, 2005a), quien tanto en su propio trabajo como en la labor conjunta con su pareja y coautora Chantal Mouffe (Laclau y Mouffe, 1985), desarrollaron una teoría del populismo que procuró ir más allá de “las categorías básicamente sociologistas que abordan el grupo, sus roles constitutivos y sus determinaciones funcionales para llegar a la lógica subyacente que hace posibles estas categorías” (Laclau, 2000: xi). ¿Qué significa eso en un lenguaje menos denso? En pocas palabras, a diferencia de las nociones trilladas de identidad grupal empleadas en la literatura sobre populismo que tenderían a presuponer que grupos como “el pueblo” y “la élite” son preexistentes o tienen, al menos, una base sociológica clara, Laclau explicita su interés en el modo en que se forman esos grupos: para él, el populismo es, precisamente, la construcción de “el pueblo” contra “la élite”. Mientras los enfoques alternativos podrían preguntar “¿quién es el pueblo?”, enfocándose tal vez en las características demográficas de los votantes de partidos populistas o en personas que exhiben actitudes populistas, el enfoque discursivo-performativo se preguntaría “¿cómo se construye el pueblo?”. Esta diferencia refleja la ontología socioconstructivista que subyace a este enfoque: las identidades políticas no son dadas de antemano, sino que deben ser construidas por los actores políticos. Entonces, la dimensión “performativa” de este enfoque no solo tiene que ver con la performance en el sentido teatral, que por supuesto es relevante cuando se trata de populismo, sino también con el poder de la performatividad, tal como la esbozan autores como Austin (1975) y Butler (1990): las palabras y el discurso no solo describen el mundo sino que, en realidad, operan sobre el mundo. En nuestro caso, constituyen sujetos políticos como “el pueblo” y “la élite”.
Las herramientas teóricas proporcionadas por Laclau y Mouffe incluyen un vocabulario desarrollado a partir de la lingüística, el psicoanálisis y el postestructuralismo en torno a conceptos como significantes vacíos y flotantes, antagonismo, exteriores constitutivos, puntos nodales, fronteras, cadenas de equivalencia y hegemonía, un conjunto de herramientas conceptuales formales y difíciles de asir para quienes no pertenecen al campo, lo cual podría explicar por qué su trabajo es más influyente en el mundo de la teoría que en el de la política comparada. Tanto es así que Mudde y Rovira Kaltwasser (2012: 7) criticaron la labor de Laclau en relación con el populismo por considerarla “extremadamente abstracta” y señalaron que “presenta problemas graves a la hora de analizar el populismo en términos más concretos” (2012: 6). Los estudios del campo del análisis crítico del discurso también ocuparon un lugar de influencia en este sentido (Fairclough, 2003; Wodak, 2015; Wodak y Meyer, eds., 2001); puede decirse que se trata de trabajos más “concretos”, que ofrecen un conjunto de herramientas metodológicas más claras para el análisis del populismo que el enfoque de Laclau y Mouffe. En lo que respecta a la dimensión performativa, los autores se enmarcaron en la labor de Canovan (1981, 1984, 2005), Knight (1998) y Bourdieu (1977) para desarrollar una comprensión de los elementos estilísticos y socioculturales del populismo, con foco puesto en los libretos, escenarios y habitus de varios populistas.
Dado que para el enfoque discursivo-performativo el populismo es algo que se hace antes que una propiedad de los actores políticos –“un atributo del mensaje y no de quien lo pronuncia” (Bonikowski y Gidron, 2016a: 9)–, los autores que se inscriben en este marco tienden a considerar al populismo como un concepto gradacional antes que binario. Por lo tanto, es algo que los actores políticos pueden emplear en distintos términos de frecuencia e intensidad antes que una categoría solo blanca o negra. Así, es acertado decir que mientras los estudiosos ideacionales se interesan en analizar a los populistas –identificar, comparar y comprender a los actores incluidos en esa categoría–, los autores inscriptos en la tradición discursiva-performativa tienden a poner su atención en el populismo como fenómeno general, y por lo tanto lo ven como un fenómeno más difundido (otros enfoques limitarían ese alcance).
Vale la pena señalar que, mientras los teóricos discursivos-performativos suelen coincidir en una orientación socioconstructiva y centrada en la práctica, también existen diferencias significativas entre ellos. Los autores alineados con la Escuela de Essex comparten un compromiso con el esquema teórico general de Laclau y Mouffe, según el cual toda política es una lucha por la hegemonía y “todos los objetos son objetos del discurso” (Howarth y Stavrakakis, 2000: 3). Este esquema, sin embargo, ha sido criticado por sus problemáticos enunciados universales acerca de la naturaleza de la política, por su estructura teórica que se autovalida (Arditi, 2007; Beasley-Murray, 2010; Robinson, 2005), y por las dificultades que plantea tratar de emplearlo en el estudio empírico del populismo sin aplicar este esquema teórico de manera indiscriminada (Moffitt, 2016). Los analistas críticos del discurso, al igual que quienes adhieren a enfoques más performativos para el estudio del populismo, tienden a adoptar una ontología menos rígida y estricta del modo en que “funciona” la política en general. Más aún, la postura de Laclau y (en particular) la de Mouffe retratan el populismo como una fuerza positiva para la política de izquierda; sin embargo, esta no es una concepción normativa compartida por todos aquellos que se enmarcan en esta definición.
Comparación de los tres enfoques en el estudio del populismo
Si se confrontan los tres enfoques que ocupan un lugar central en la bibliografía académica contemporánea, ¿qué resultado arroja la comparación? La tabla 1.1 resume las diferencias más importantes.
Como se puede observar, existen diferencias significativas e importantes entre los enfoques, especialmente:
1 en términos de si el populismo se concibe a. como un concepto binario o gradacional, y b. como un atributo o una práctica de los actores políticos y
2 en función de las regiones que los autores que adoptan esos enfoques tienden a analizar.
Esas diferencias informan el modo que los autores consideran más adecuado para abordar la identificación de los actores populistas, así como para medir y analizar el populismo; además, brindan una orientación respecto de qué argumentaciones desplegarán en lo atinente a las dimensiones normativas del populismo.
Acerca de casos individuales de populismo, todos los enfoques tienden a reconocer un conjunto de nombres: es poco probable que la categorización de Perón, Chávez, Berlusconi y Trump como populistas suscite algún tipo de cuestionamiento por parte de los especialistas. El disenso empieza a surgir en relación con el punto de inflexión binario-gradacional: para los autores ideacionales, la pregunta es si un caso es o no populista, mientras que para los estratégicos y discursivo-performativos cualquier caso es una cuestión de grados, es decir, algunos casos son más populistas que otros. Por ende, los últimos suelen tener una visión más amplia de qué constituye un caso de populismo.
Tabla 1.1. Comparación de enfoques conceptuales en el estudio del populismo
Ideacional | Estratégico | Discursivo-performativo | |
¿Se concibe el populismo un concepto binario o gradacional? | Binario | Gradacional (conjunto difuso) | Gradacional |
¿Se considera al populismo un atributo o una práctica? | Atributo | Práctica | Práctica |
Autores clave | Mudde, Rovira Kaltwasser, Hawkins, Canovan, Müller | Weyland, Roberts, Jansen | Laclau, Mouffe, Wodak, Ostiguy |
Principales regiones estudiadas | Europa; América Latina | América Latina; África; Asia | Todas |
Existen desacuerdos incluso dentro del enfoque ideacional, que concibe al populismo como una categoría binaria. Mientras las definiciones de Mudde y Müller son casi sinónimas o equivalentes, Müller es mucho más estricto y coherente en cuanto a custodiar las fronteras de su definición. Así, sostiene que Bernie Sanders no debe ser catalogado como populista pues su posición no postula una caracterización antipluralista, monista y unificada de “el pueblo” (Müller, 2016: 93, 2019); por su parte, los coautores de Mudde (Hawkins y Rovira Kaltwasser, 2018) sostienen que Sanders fue la figura más populista en la elección presidencial y las primarias correspondientes celebradas en 2016 en los Estados Unidos, pasando por alto su propio trabajo con Mudde (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2017), que afirma que el pluralismo es lo opuesto al populismo. Müller (2016: 20) señala que, “además de ser antielitistas, los populistas son siempre antipluralistas: los populistas afirman que ellos, y solo ellos, representan al pueblo”, mientras que esta dimensión antipluralista constituye un criterio aplicado de manera menos rigurosa en buena parte del enfoque ideacional, ya sea por Mudde o por otros autores inspirados en su labor: Mudde y Rovira Kaltwasser (2017: 37) consideran “populistas” a entidades como el movimiento Occupy Wall Street o los partidos Podemos y Syriza, ninguno de los cuales podría llamarse antipluralista. Volveremos a ocuparnos de esta tensión en torno a la relación entre populismo y pluralismo a la hora de categorizar casos individuales en el capítulo 4.
Ni el enfoque estratégico ni el discursivo-performativo consideran que el antipluralismo o monismo de “el pueblo” sea una condición necesaria del populismo; esta característica, sumada a la concepción gradacional de ambos enfoques, implica que probablemente consideren populista una variedad más amplia de casos que los así catalogados por el enfoque ideacional. Sin embargo, el enfoque estratégico se encuentra limitado por su foco necesario en el líder: mientras es probable que los abordajes ideacional y discursivo-performativo acordaran en que el Tea Party fue un movimiento populista, el enfoque estratégico no podría categorizarlo de igual modo debido a su índole dispar y en cierto modo “carente de líder” (o, para ser más precisos, debido al hecho de contar con varios líderes expresivos).
Con el objetivo de reconocer la riqueza y variedad de los casos considerados o interpretados como populistas en el mundo entero, el presente trabajo adhiere a la visión del enfoque discursivo-performativo en ese aspecto específico. Esto significa que aquí el populismo se entiende como a) un fenómeno no estrictamente antipluralista y b) un fenómeno que puede expresarse por medio de líderes, movimientos y partidos o adoptar su forma. Si bien algunos lectores tal vez disientan con la categorización de ciertos casos, este abordaje permite estudiar una variedad más amplia a la luz de los argumentos teóricos presentados, en lugar de limitarse a una región o subtipo específico de populismo.
Las diferencias entre enfoques también se presentan en el nivel de los debates normativos y teóricos en torno al fenómeno que aquí se estudia. Si bien existe una amplia variedad de visiones entre los autores que trabajan en cada uno de los enfoques, es justo señalar que muchas de las voces antipopulistas más destacadas (Müller) adoptan el enfoque ideacional, mientras que entre las voces propopulistas más prominentes (Mouffe) existe mayor afinidad con el enfoque performativo-discursivo. Como vimos antes, el enfoque estratégico ha ejercido un fuerte impacto en los estudios comparados sobre el populismo, aunque no se lo adoptó en gran medida en la literatura de carácter teórico. Así, el lector observará que la mayor parte de los análisis expuestos en los capítulos que siguen giran en torno a las tensiones centrales entre los enfoques ideacional y discursivo-performativo, lo cual es evidente en el capítulo 5, que trata la relación entre populismo y democracia.
Señalar todas las diferencias mencionadas no significa, sin embargo, que los enfoques carezcan de rasgos comunes. Existen solapamientos significativos entre ellos: todos subrayan la brecha entre “el pueblo” y “la élite” y asimismo, en diverso grado, todos reconocen el papel que le cabe al líder populista (sin considerarlo necesariamente esencial). Los enfoques estratégico y discursivo-performativo tratan el populismo como una práctica –algo que se hace– y como un fenómeno gradacional. Estos solapamientos indican que los enfoques aquí presentados no operan en universos distintos: en rigor, existe un consenso considerable respecto de casos centrales de populismo; en otras palabras, todos ellos pueden dialogar. Y, por cierto, lo hacen: los autores asociados con cada enfoque continuamente construyen sobre la base de los trabajos de los otros autores e interactúan con ellos, y algunos combinan diferentes abordajes en sus análisis (Engesser, Fawzi y Larsson, 2017; Resnick, 2017; Urbinati, 2014; Van Kessel, 2014).
¿Qué conclusiones podemos derivar de una situación en la cual coexisten un disenso significativo y un acuerdo considerable en la bibliografía académica acerca de la pregunta de qué es el populismo? En primer lugar: las trilladas afirmaciones respecto de que los estudiosos del populismo no están de acuerdo en nada deben descartarse porque no son verdaderas. En segundo lugar: la existencia de tres enfoques diferentes para su estudio muestra que las aseveraciones más difundidas acerca de que no existe una definición de populismo es falsa. Estos tres enfoques cuentan con linajes intelectuales definidos, diferentes compromisos ontológicos y una variedad de metodologías asociadas, lo cual demuestra la madurez del campo de los estudios sobre esa materia en comparación con lo que ocurría veinte años atrás. En estas circunstancias, quienes afirman que el populismo “no tiene significado alguno” o carece de una definición clara no han indagado lo suficiente: al respecto, existe una bibliografía conceptual de gran riqueza. Tercero, el hecho de que los autores del campo se involucren en debates acerca del populismo debe interpretarse como un signo de la importancia y la vitalidad del concepto, no de su inutilidad. Si el debate constituyera una señal de inutilidad, entonces otros conceptos que son claves para nuestra comprensión de la política –poder, libertad, justicia, democracia– serían pasibles de igual sospecha, visto que el desacuerdo y el debate acerca de su significado son de larga data. Nadie afirmaría seriamente que esos conceptos deben borrarse de nuestro vocabulario. ¿Por qué habría de ocurrir algo diferente con el populismo?
[2] Si bien fue la primera en aplicar al populismo el enfoque de la ideología propugnado por Freeden, Canovan (2002: 32) desestima la distinción ideología densa versus ideología de centro delgado en este caso particular, aduciendo que “la falta de sustancia fuera de tal meollo [ideológico] no es de interés para nosotros”.
[3] Pese a asegurar que seguía a Sartori –y pese a que, por definición, las dicotomías contrastan solo dos elementos–, Mudde (2017a: 34) sostiene que el populismo presenta “dos opuestos claros: el elitismo y el pluralismo”, afirmación que lleva a confusión.
[4] Una importante excepción es el trabajo de los autores asociados con el Team Populism, <populism.byu.edu>, que es marcadamente gradualista (favorece las diferencias de grado por sobre las diferencias de especie).
[5] Acerca de las diferencias entre el análisis del discurso característico de la Escuela de Essex y el análisis crítico del discurso, véase Jorgensen y Phillips (2002).
[6] Si bien en la actualidad Hawkins se identifica con el enfoque ideacional (véanse Hawkins y Rovira Kaltwasser, 2017a y b; Hawkins y otros, eds., 2018), su trabajo previo en el área del populismo (Hawkins, 2010a) se alinea con la concepción discursiva.