Читать книгу Los mejores textos eclesiales de la Liturgia de las Horas - Bernabé Dalmau - Страница 4

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Introducción

Siempre las Vigilias de la Liturgia de las Horas se han caracterizado por extensas lecturas extraídas de la Biblia y de autores eclesiásticos. Entre estos últimos, los Padres de la Iglesia sobresalieron. Ya en el siglo VI, para poner solo un ejemplo, la Regla benedictina describe que «en las vigilias se leerán los volúmenes de inspiración divina, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo, y también los comentarios que de ellos han hecho los padres católicos reconocidos y de doctrina segura» (9,8).

Siguiendo esta tradición ininterrumpida, la actual Liturgia de las Horas propone «textos elegidos de los escritos de los Santos Padres, de los doctores y otros escritores eclesiásticos, tanto de la Iglesia de Oriente como de la de Occidente, de tal manera, sin embargo, que el primer lugar se concede a los Santos Padres que, en la Iglesia, gozan de una autoridad excepcional» (Ordenación general de la Liturgia de las Horas 160). El abanico cronológico que estos autores ofrecen es muy amplio, porque comúnmente los Padres de la Iglesia de Oriente llegan a san Juan Damasceno (676-749) y los de Occidente a san Bernardo (1090-1153). La liturgia actual de las horas amplía al máximo este espacio cronológico: no solo incluye a los autores medievales, sino también a los escritores de la era moderna, especialmente cuando se trata de ilustrar con un texto apropiado la figura del santo que se venera aquel día; se llama «lectura hagiográfica». Si antes del Vaticano II era muy excepcional la presencia de algún texto magisterial, ahora son abundantes los extraídos de ese Concilio del siglo XX y de algunos papas de aquella centuria actualmente canonizados.

Junto a los textos bíblicos, la razón de esta presencia patrística y eclesiástica está bien definida. «Mediante el trato asiduo con los documentos que presenta la tradición universal de la Iglesia, los lectores son llevados a una meditación más plena de la Sagrada Escritura y a un amor suave y vivo. Porque los escritos de los Santos Padres son testigos preclaros de aquella meditación de la palabra de Dios, producida a lo largo de los siglos, mediante la cual la Esposa del Verbo Encarnado, es decir, la Iglesia, que tiene consigo el consejo y el Espíritu de su Dios y Esposo, se afana por conseguir una inteligencia cada vez más profunda de las Sagradas Escrituras. La lectura de los Padres conduce asimismo a los cristianos al verdadero sentido de los tiempos y de las festividades litúrgicas. Además, les hace accesibles las inestimables riquezas espirituales que constituyen el egregio patrimonio de la Iglesia y que a la vez son el fundamento de la vida espiritual y el alimento ubérrimo de la piedad. Y por lo que se refiere a los pregoneros de la Palabra de Dios, tendrán así todos los días a su alcance ejemplos insignes de la sagrada predicación» (ibíd., 164-165).

Es posible la tentación de que alguien quisiera sustituir la segunda lectura del Oficio de Lectura por un texto de un autor más cercano en el tiempo, libremente elegido. La Iglesia, sin embargo, cuando ofrece la liturgia no piensa en tentaciones más o menos razonables, sino que simplemente presenta la oración tal como es. Si los gustos o devociones particulares se infiltran subrepticiamente en la liturgia, es ya otro problema que ahora no nos interesa.

No hay que silenciar que, de manera similar a los textos de la Sagrada Escritura, también los de los autores eclesiásticos puedan ofrecer dificultades de comprensión o aceptación. Es natural, como ocurre con cualquier autor, y sobre todo si responde a contextos culturales diferentes de los nuestros. Pero aquí también podemos aplicar lo que la historia de la literatura nos muestra: los clásicos siempre serán clásicos. Y aunque nos aproximemos a ellos con cierta reserva, el hecho de que nos acerquemos es una muestra que tienen algo útil para nuestro tiempo.

Junto con textos que contienen una doctrina que nos acerca a la fe y al conocimiento de la Biblia, de vez en cuando la Liturgia de las Horas nos ofrece algunos de los especialmente destacables entre el extenso patrimonio de la literatura eclesial. Esta excelencia puede tener varios orígenes.

En primer plano pondríamos a los que sirven más directamente al conocimiento del misterio de Dios. Después, ya encontraríamos el testimonio de la forma personal de vivir la fe y de comprender la Sagrada Escritura. Y no en último lugar, aquellos que muestran la agudeza literaria del autor y, por lo tanto, más fuertes posibilidades de persuasión. Muy a menudo los de esta última categoría están en continuidad con los de la primera. En otras palabras, gracias al poder literario del o de la que escribe, se obtiene el objetivo mismo de la existencia de la lectura patrística o eclesiástica, que es el que hemos transcrito de la Ordenación General de la Liturgia de las Horas.

Seleccionar los textos que pueden parecer mejores es una tarea discutible. Por ejemplo, en este dossier no se han incluido los de los documentos del Concilio Vaticano II. Sin embargo, la selección hecha puede ayudar a los lectores en aquella iniciación elemental a los textos de la mencionada Liturgia de las Horas que en última instancia nos permitirán entrar en el espíritu de la liturgia. Porque es liturgia de la Iglesia, y no creación subjetiva de lo que nos resulta más cómodo para la oración personal, penetrar los textos litúrgicos favorecerá la base indispensable para aumentar nuestro sentido de comunión eclesial.

Autores de los textos elegidos

Agustín, San, obispo y doctor. Convertido por el ejemplo de su madre y el magisterio de San Ambrosio, Agustín (354-430) llevó una vida ascética, que mantuvo después de ser elegido obispo de Hipona. Pastor de almas durante treinta y cuatro años, instruyó a los fieles con sus numerosos sermones y escritos, lo que lo convirtió en el más ilustre de los padres de la Iglesia occidental.

Ambrosio, San, obispo y doctor. Prefecto de Liguria y Emilia, fue aclamado obispo cuando iba a poner la paz en la Iglesia de Milán, inquieta por los disturbios de la elección. Bautizado e instruido por san Simpliciano, se convirtió en un gran maestro de sus fieles y un verdadero padre espiritual de los emperadores y del joven Agustín. Destacó en sus habilidades como escritor y por su gran talla pastoral. Descansó en la paz de Cristo en el año 397.

Andrés de Creta, San, obispo. Vivió a caballo entre los siglos VII y VIII y fue señalado como predicador y autor de himnos sagrados. Originario de Damasco y monje en San Sabas de Jerusalén, estuvo vinculado a la Iglesia de Constantinopla que le confió la sede metropolitana de la isla de Creta.

Anónimo sobre el Sábado Santo. Una homilía anónima se ha hecho popular porque la liturgia la propone como meditación para la expresión «Cristo descendió a los infiernos» con el fin de confesar que Jesús realmente murió y que, con su muerte, derrotó a la muerte y al diablo. Para ilustrar esta dimensión del Símbolo, también el Catecismo de la Iglesia Católica (núm. 635) transcribe los párrafos más significativos.

Anselmo, San, obispo y doctor. Anselmo (1033-1109), monje y abad de Bec, tuvo que dejar su refugio para convertirse en arzobispo de Canterbury, donde tuvo que oponerse al rey de Inglaterra, lo que le valió dos exilios. Su pensamiento teológico consiste en una búsqueda ardiente de Dios, a la luz de la inteligencia y de la fe; representa un deseo de racionalización sin perder el carácter contemplativo.

Basilio Magno, San, obispo y doctor. Basilio (330-379), monje austero, fue metropolitano de Capadocia, donde desplegó una gran actividad de caridad. Defendió la fe de Nicea y contribuyó a la formulación de la doctrina del Espíritu Santo. Sus habilidades como organizador tradujeron a la vez una gran energía de espíritu y un sentido de equilibrio. Escribió Reglas morales y Reglas monásticas y predicó numerosas homilías.

Beda el Venerable, San, presbítero y doctor. Desde los siete años pasó su vida en el monasterio de Jarrow o en el vecino de Wearmouth. Es el prototipo del sabio eclesiástico de la era carolingia. Hombre polifacético, destaca principalmente como exegeta e historiador de Inglaterra. Murió en 735, a la edad de 62 años.

Bernardo de Claraval, San, abad y doctor. El hombre de mayor importancia religiosa y política en el siglo XII es considerado el último de los padres de la Iglesia y la síntesis del ideal monástico y caballeresco. Su nombre es conocido en todas partes por su influencia en el Cister y las Cruzadas.

Bonifacio, San, obispo y mártir. Monje que evangelizó Alemania sobre la base de la creación de monasterios. Mantuvo contactos con los papas y los francos y los anglosajones. Obispo de Maguncia, fue asesinado en el año 754 por los paganos que estaba convirtiendo.

Cipriano, San, obispo y mártir. Obispo de Cartago, dio apoyo moral al papa Cornelio, durante su pontificado romano de dos años, cuando fue maltratado por los rigoristas de Novaciano. Más tarde, se produjeron tensiones con Roma porque era partidario de volver a bautizar los procedentes de la herejía. El exilio impuesto por el emperador galo-romano a Cornelio y la decapitación de Cipriano cinco años más tarde, en 258, pusieron fin a sus vidas. Es un escritor considerable.

Clemente de Roma, San, papa y mártir. Tercer sucesor de san Pedro en Roma, de su tiempo es la carta que entre 96 y 98 escribió la comunidad romana a la de Corinto.

Cutberto, monje. Alumno de san Beda, fue el biógrafo y posiblemente también abad de Jarrow, donde el santo doctor había muerto en el año 735.

Diogneto. Destinatario de un breve tratado apologético, el mejor de su género, de finales del siglo II, escrito en un tono de doctrina espiritual serena.

Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio, diáconos, Santos mártires. Conocidos por las actas de su martirio, primer testimonio del cristianismo en tierras ibéricas, murieron quemados en Tarragona el 21 de enero de 259, durante el Imperio de Valeriano y Galieno. San Agustín y Prudencio ya se hicieron eco de la veneración que pronto adquirieron.

Fulgencio de Ruspe, San, obispo. Abrazó la vida monástica (siglo VI) y fue elegido para la sede episcopal de Ruspe (Túnez). Por su fe en la divinidad de Cristo, lo exiliaron a Cerdeña, donde fundó un monasterio en Cagliari.

Gregorio Magno, San, papa y doctor. Prefecto de Roma, se retiró en uno de los siete monasterios fundados por él, y, una vez ordenado diácono, fue legado papal en Constantinopla durante seis años. Contemplativo por naturaleza, fue experto en asuntos teológicos y políticos a lo largo de los trece años y medio de pontificado. Envió a los primeros misioneros a Inglaterra y se mostró solícito hacia los necesitados. Sorprende la serenidad y la profundidad de sus escritos, en medio de una época tan agitada y con un temperamento enfermizo. Murió en el año 604.

Gregorio de Nisa, San, obispo. Hermano menor de san Basilio y obispo de la ciudad por la que es designado, influyó decisivamente en la doctrina mística de Oriente gracias a su «Vida de Moisés» y al «Tratado de virginidad».

Ignacio de Antioquía, San, obispo y mártir. Segundo sucesor de san Pedro en Antioquía, la tradición le atribuye el martirio en Roma en 107 y siete cartas que son la expresión de una personalidad fuerte y carismática.

Ignacio de Loyola, San, presbítero. Vasco herido en Pamplona en 1521, experimentó una conversión decisiva. En Manresa escribió el libro de los Ejercicios Espirituales, habiendo velado las armas ante la Virgen de Montserrat. Regresó de una peregrinación a Tierra Santa, realizó estudios eclesiásticos y fundó la Compañía de Jesús en París.

Imitación de Cristo. Libro clásico de espiritualidad en forma de breves consejos según la escuela de la Devotio moderna y publicado anónimamente durante el primer cuarto del siglo XV. Tomás de Kempis es considerado el autor más probable. Es uno de los libros cristianos más influyentes después de la Biblia y con más lectores.

Ireneo, San, obispo y mártir. Discípulo de san Policarpo, perteneció a la colonia griega establecida en la Galia. Presbítero y luego obispo de Lyon luchó contra los gnósticos. Es uno de los principales teólogos del siglo II, defensor de la predicación evangélica confirmada por la sucesión apostólica.

Isaac de Stella, abad. Monje cisterciense probablemente en Pontigny. En 1147 se convirtió en abad en el pequeño monasterio de Stella, cerca de Poitiers. En un momento de su vida, quizás en 1167, fue exiliado a un remoto monasterio en la isla de Ré, probablemente debido a su apoyo al arzobispo Thomas Becket. Más tarde regresó a Stella. Se sabe que vivió allí hasta los años 1170.

Juan Bosco, San, presbítero. Dedicó su vida a la juventud de la ciudad de Turín, donde creó un hospicio para estudiantes y trabajadores. En 1864 instituyó la congregación salesiana, que en su vida llegó a doscientas cuarenta casas, donde los jóvenes recibían educación cristiana y formación profesional. Para las niñas fundó, con Santa María Mazzarello, el Instituto de María Auxiliadora. Murió en 1888.

Juan Crisóstomo, San, obispo y doctor. Con buena formación helenística, ya adulto recibió el bautismo y formó parte del clero de Antioquía, su ciudad natal, excepto en algunos períodos de vida monástica. Una vez sacerdote, fue el brazo derecho del obispo Flaviano de Antioquía. En ese momento sobresalió como predicador, una cualidad que le valió la elección de patriarca de Constantinopla. Talento práctico y organizativo, supo estar por encima de las intrigas de la ciudad imperial. La claridad de sus homilías le valió dos exilios. Murió en el año 407.

Juan de la Cruz, San, presbítero y doctor. Santa Teresa de Jesús lo ganó para la reforma de Carmelitas, en la que sobresalió como maestro espiritual. Ascético y serio, no siempre lo entendieron. Sus escritos tuvieron un peso decisivo en la espiritualidad moderna. Se durmió en el Señor en Úbeda, en el año 1591.

Justino, San, mártir. Nacido en Samaria y decepcionado por el estoicismo y otras filosofías, se convirtió al cristianismo. Escribió al menos ocho obras, de las cuales solo se conservan dos Apologías y un diálogo con el judío Trifón. Se distinguió por el deseo de buscar y admirar la verdad, dondequiera que estuviera. Murió decapitado a causa de la fe, en Roma, alrededor del año 163.

León Magno, San, papa y doctor. Papa durante veintiún años, destaca por la destreza política, las cualidades de orador, las relaciones con Oriente y el buen desempeño de su misión. Detuvo a los vándalos, pero no fue tan afortunado en los contactos con los hunos. Murió en el año 461.

Melitón de Sardes, San, obispo. En el siglo II sirvió al ministerio episcopal en esa ciudad cerca de Esmirna y fue un escritor prolífico aunque sus obras nos han llegado fragmentariamente.

Orígenes, presbítero. Discípulo de Clemente de Alejandría, se dedicó a la enseñanza y como catequista inició a algunos paganos que querían aprender sobre el cristianismo. Escribió cuatro libros sobre los principios racionales y un tratado contra el hereje Celso. Sus comentarios bíblicos son especialmente apreciados. Murió en Tiro probablemente a principios de 254, tal vez como consecuencia de los malos tratos sufridos.

Pablo VI, San, papa. Giovanni Battista Montini (1897-1978) ejerció el ministerio sacerdotal al servicio de la Santa Sede hasta que fue nombrado arzobispo de Milán. Elegido papa en 1963, llevó a cabo el Concilio Vaticano II y su aplicación a través de la creación de instituciones posconciliares y una enseñanza en la que se mostró como creyente y maestro de fe.

Pablo Miki y compañeros mártires. Los veintiséis primeros mártires canonizados del Lejano Oriente –seis misioneros franciscanos españoles, tres jesuitas japoneses y diecisiete laicos también japoneses– murieron crucificados en Nagasaki el 5 de febrero de 1597. Pablo Miki, jesuita, destacó por predicar en las ciudades y murió perdonando a sus verdugos y rezando por Japón.

Pedro Claver, San, presbíteros. Este jesuita de Verdú (1580-1654), juró ser él mismo «esclavo de los etíopes» y, en su apostolado en Colombia, fue tan fiel que muy apropiadamente León XIII lo proclamó patrón de las misiones entre los negros.

Pedro Crisólogo, San, obispo y doctor. Metropolitano de Rávena, entonces ciudad donde vivían los emperadores. El epíteto que tiene desde el siglo VIII proviene de la calidad y belleza de sus sermones. Murió alrededor del año 450.

Policarpo, San, obispo y mártir. Fue discípulo de los apóstoles y amigo de san Ignacio de Antioquía. Murió en el teatro de Esmirna, dando gracias al Señor «por haber sido considerado digno de participar con los mártires en el cáliz de Jesucristo». Era el 23 de febrero del año 155; había cumplido los ochenta y seis.

Sofronio, San, obispo. Destinatario del famoso libro «El prado espiritual», de Juan Mosco, rigió la iglesia de Jerusalén, que vio destruida por los sarracenos. Último heredero de la tradición monástica palestina, murió alrededor del año 640.

Teresa del Niño Jesús, Santa, virgen y doctora. Carmelita a la edad de quince años, vivió nueve años de intensa vida religiosa a través de la «infancia espiritual» y experimentando en su propia existencia la oscuridad de la fe y la claridad del amor de Dios. Penetrada de una gran responsabilidad eclesial, su espíritu misionero le hizo sentir, como nadie, solidaria para con todos. Murió en Lisieux en 1897.

Tertuliano. Vivió entre los siglos II y III, fue uno de los padres de la Iglesia cristiana, apologeta, filósofo y jurista. Es el escritor que sentó las bases para hacer del latín cristiano un nuevo lenguaje de artístico.

Tomás de Aquino, San, presbítero y doctor. Educado sucesivamente en Montecasino y Nápoles, a los dieciocho años de edad entró en la orden de los predicadores. Continuó sus estudios en París y Colonia bajo el magisterio de san Alberto Magno. Contemplativo y silencioso, todo el mundo lo apreciaba. Más intelectual que místico, enseñó filosofía y teología, temas sobre los que escribió extensamente. Murió, yendo al Concilio de Lyon, en Fossanova en el año 1274.

Tomás Moro, San, mártir. Hombre de gran cultura, murió en 1535, con unos días de diferencia con el obispo Juan Fisher, por defender la fe católica contra las pretensiones de Enrique VIII. Padre de familia, escritor y primer canciller laico del reino.

Vicente de Lerins, San, presbítero. Este monje del siglo V ha pasado a la historia de la teología por su doctrina sobre la tradición y el progreso de las formulaciones dogmáticas.

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