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Unas palabras preliminares

Cuando en 1970 publiqué un primer artículo sobre los moriscos, no sabía que éstos iban a ser unos compañeros de toda una vida. Es cierto que los asuntos que se referían a las relaciones entre el Magreb y Europa occidental, y a la presencia de comunidades musulmanas en los países europeos, me apasionaban desde la adolescencia, fuertemente marcada por la guerra de Argelia (1954-1962). Si desde los treinta y cinco años otros temas han podido ocupar mi atención con mayor o menor amplitud, jamás he abandonado a los moriscos con el riesgo de ser calificado de entusiasta de los moriscos, término que para la pluma de su autor, Serafín Fanjul, no era particularmente un cumplido, pero que asumo gustosamente en la medida en que, a la hora del estudio, el interés del investigador por el sujeto es indispensable con la condición de que no le conduzca a la ceguera.

Hay múltiples razones para mi fidelidad. Y en primer lugar, la importancia del campo examinado. Todo el mundo sabe que las relaciones entre cristianos y musulmanes a lo largo de la historia, desde los primeros tiempos del islam, han sido muy intensas, complejas y cambiantes. Ahora bien, la España de los siglos XVI y XVII resulta para el tema un laboratorio excepcional que ha atraído a lingüistas, especialistas en literatura, antropólogos e historiadores. Este campo, propicio al intercambio entre las disciplinas, se ha alimentado de forma permanente por el descubrimiento y la explotación de nuevos yacimientos documentales, fuentes judiciales en los catastros, manuscritos aljamiados en los registros notariales... En estas condiciones, los problemas suscitados se renuevan sin interrupción y dan lugar al continuo surgimiento de nuevos trabajos.

Por todo ello, he intentado participar en este movimiento publicando, además de la obra de síntesis redactada en colaboración con Antonio Domín­guez Ortiz, un número relativamente elevado de contribuciones bajo la forma de artículos, conferencias o, con mayor frecuencia, comunicaciones presentadas en coloquios y congresos. En 1985 y, más tarde, en 1987, la Diputación Provincial de Granada me hizo el honor de publicar dos recopilaciones de textos, Andalucía en la Edad Moderna: economía y sociedad y Minorías y marginados en la España del siglo xvii, donde se encuentran la mayor parte de las monografías –diecisiete en total– anteriores a 1987. Por el contrario, las aportaciones posteriores a esta fecha han quedado dispersas, a veces difíciles de localizar y bastante menos leídas por estar redactadas en una lengua, el francés, cada vez menos practicada internacionalmente. De ahí que esté muy agradecido a las universidades de Granada, Valencia y Zaragoza, y más particularmente, a los responsables de los departamentos de publicaciones, Rafael Peinado Santaella, Antoni Furió y Antonio Pérez Lasheras, por haber tomado la iniciativa de ponerlas a disposición del público de lengua castellana. Asimismo mi deuda es grande con Antonio Luis Cortés Peña, frater ex animo, quien ha tenido la paciencia de realizar una meticulosa traducción.

Espero que el lector encontrará una cierta coherencia en este conjunto. Algunos principios han guiado siempre mis investigaciones sobre el fenómeno morisco. He intentado variar los ángulos de estudio teniendo en cuenta los diversos aspectos del problema –económico, político, religioso, cultural– recurriendo a varias escalas de análisis, desde la microhistoria (para Benimuslem, Carlet y Benimodo) a la macrohistoria, pasando por la dimensión regional. Estoy convencido de que cada una de ellas nos revela aspectos que las otras no permiten ver. He investigado también acercándome a los indispensables documentos primarios de archivos sin dedicarme a uno sólo de los grandes grupos regionales (granadinos, valencianos, aragoneses, castellanos). Si nunca he tratado directamente a los moriscos aragoneses –aunque no desespero de realizarlo–, mi atención se ha dirigido a los otros, con una insistencia muy particular hacia los granadinos y los valencianos. Desde este lado he intentado desvelar, por una parte, la multiplicidad de las situaciones y de las opciones y, por otra, las tendencias dominantes que conducían a la adopción de estrategias o de decisiones. Siguiendo esta vía, he descubierto que, al margen de las comunidades moriscas, existían grupos de musulmanes tolerados por las autoridades cristianas y olvidados por los investigadores. Su presencia, si bien no concierne a efectivos considerables, me ha ocupado con amplitud, porque es un elemento capital de este mosaico que constituye lo que he llamado el islam tardío español.

Finalmente, he procurado de forma constante mantenerme alejado de los peligros que amenazan a todos los que se acercan a la historia de los moriscos. El problema principal, por no decir el único que se nos ha planteado, es el de la convivencia entre grupos de religiones diferentes, entre sí y con el otro. La misma nunca es fácil; de ahí que no sea por azar el hecho de que un capítulo de la Historia de los moriscos. Vida y tragedia de una minoría se titule «La difícil convivencia». Bien entendido que quiere demostrar que una buena armonía entre comunidades encuentra, en la documentación, una suma de experiencias suficientes en apoyo de su hipótesis. Ahora bien, para lograrlo, es preciso eliminar todas aquellas de signo contrario. Hay en este propósito una intención, la que defiende la posibilidad de una buena convivencia en común, lo que me parece loable, pero que desemboca en una interpretación errónea de la sociedad medieval o la del siglo XVI. Siendo dicha convivencia evidentemente difícil en la actualidad, sería preciso renovarla con los valores y las prácticas de un pasado lejano; sin embargo, éste no era el mundo irenista que a veces se describe.

Expreso en este volumen lo que me separa de la postura de Francisco Márquez Villanueva, de Juan Goytisolo y de los investigadores que comparten su punto de vista. Con todo el respeto que tengo hacia su inmensa obra y hacia su pensamiento generoso, tengo que decirles que su voluntarismo falta a la realidad. Quieren pensar que la medida de la expulsión de los moriscos de España en 1609 estaba en total contradicción con los deseos de la sociedad de la época, tanto cristiana vieja como morisca, lo que lleva a la tesis poco convincente de un diktat de una archiminoría de individuos, encabezados por el duque de Lerma. El valido habría actuado como en el teatro, a la manera de un deus ex machina. El alegato apasionado y apasionante de Francisco Márquez Villanueva está impregnado de un sentimiento angelical y menosprecia el recelo hacia el morisco del siglo XVI, ciertamente diferente del racismo que conocemos hoy en día, pero bien activo, ya que descansa en fuertes representaciones del Otro, hostiles y operativas.

Pero he aquí que aparece otro peligro, el de la idea de la existencia de una fosa infranqueable entre las dos comunidades, cristiana vieja y morisca. Éste ha sido ampliamente desarrollado en dos libros recientes de Serafín Fanjul (al-Andalus contra España, la fuerza del mito y La quimera de al-Andalus); en ellos, además, atribuye la responsabilidad de su existencia únicamente a los moriscos. Eso sí, el autor afirma, en un primer momento, que los cristianos participaban de forma activa en el rechazo del otro –«el enfrentamiento era feroz por ambas partes»–; sin embargo, toda la demostración que sigue está constituida por una relación de iniciativas, en ese sentido, sólo de los moriscos. La conclusión, expuesta en dos tiempos, es concluyente: «Como se ve, el diálogo islamocristiano tiene unos años; su falta de resultados, también»; y posteriormente: «para terminar –en la España de hoy, generosa y abierta a todas las etnias, culturas y religiones como es– sólo nos queda hacer votos por la integración, como españoles en la plenitud de sus derechos y deberes, de todas las minorías actuales, ya sean gitanos o inmigrantes de cualquier procedencia. Pero para que tan deseable objetivo se logre no basta una sola voluntad: hacen falta dos». No se está lejos del tema del inmigrante por su permanente falta de ser inasimilable.

La tesis de Serafín Fanjul debe tanto más ser medida cuanto que mezcla hábilmente unas críticas fundadas que llama «el mito de las tres culturas», y que merecería mejor denominarse el mito de la armonía entre las tres religiones del Libro, unos desarrollos apoyados en una amplia documentación (la débil influencia del islam en el continente americano antes del siglo XIX), con unas citas bien poco representativas de sus autores bien sacadas de su contexto, y con unas afirmaciones extrañamente lapidarias, como por ejemplo, en el prólogo: «Y así en Andalucía o en otras regiones, las pervivencias árabes son poquitas, qué le vamos a hacer: así es la cosa». Si esta frase, como muchas otras, merece debate, al menos sería preciso decir que las destrucciones cristianas, a semejanza de las destrucciones de los maestros musulmanes en situación comparable, son por algo.

Existe un punto importante del ensayo de Serafín Fanjul que merece un comentario inmediato, pues me lleva a precisar mi percepción del hecho morisco. El profesor de literatura árabe plantea la pregunta: «¿Eran españoles los moriscos?» Presentada de este modo, conduce naturalmente por parte de su autor a una respuesta negativa. Ahora bien, pienso que la interrogación, tal como está expresada, es anacrónica. Se puede, ciertamente, debatir sobre lo que define la pertenencia a la comunidad española, pero en el siglo XVI, tanto los moriscos como los cristianos viejos, no tenían ninguna duda al respecto, ya que el apego de las minorías a su tierra natal, a la de sus antepasados, no era objeto de discusión. No conozco hasta hoy ningún texto surgido de la sociedad mayoritaria que lo niegue. El gran tratadista Pedro de Valencia escribe sobre los moriscos en 1606: «son españoles como los demás que havitan en España, pues ha casi 900 años que nacen y se crían en ella y se echa de ver en la semejanza e uniformidad de los talles, con los demás moradores de ella»; y Vicente Espinel pone en boca de un morisco en su «Marcos de Obregón»: «yo nací con ánimo y espíritu de español». Los historiadores tienen cierta dificultad para no abusar de la superioridad que supone el hecho de saber cómo se ha resuelto el enfrentamiento entre moriscos y cristianos viejos; también tienen cierta tendencia a hacer de los moriscos unos extranjeros antes de tiempo, como si los condenásemos a la expulsión antes incluso de que Felipe III se hubiese pronunciado sobre la misma. Precisamente, la falta de los moriscos era tanto más grave en cuanto que a su delito de herejía habían añadido el de traición al rey. Y si subrayo este aspecto, al cual espero dedicar próximamente un artículo, no es evidentemente con la intención de poner el acento sobre alguna culpabilidad española en la expulsión de 1609. Pienso que ya es tiempo de alejarse de las cuestiones estériles del tipo si fue justa o no la medida de la expulsión. Toda la Europa cristiana aplaudió la decisión del rey Católico y Luis XIV no obró de otra forma con los protestantes de Francia en 1685. Lo que importa comprender es el porqué y cómo se llegó a tal solución.

Desde este planteamiento, se comprenderán las razones que me han lle­­vado a elegir por título del libro El río morisco. Lejos de una historia que tiende a construir una sociedad que no ha existido más que en nuestros sueños, incluso, lejos asimismo de una historia que convierte a los moriscos en unas víctimas propiciatorias y trata de hacernos creer en la fábula de una leyenda negra cuidadosamente mantenida, defiendo una historia, quizás poco espectacular, atenta a infinidad de matices, a los conflictos y a las muestras de simpatía, a las frustraciones y a las esperanzas, a los cambios y a los rechazos, a la mayoría silenciosa y a los activistas de todas las tendencias; en una palabra, una historia equilibrada que no oculte nada e intente explicarlo todo. Pero, más allá, la metáfora del río muestra bien lo que fue la historia concreta de los moriscos. Esta historia que se desarrolla en un tiempo bastante largo, algo más de un siglo –de 1502 a 1609–, está marcada por unas fases de tensiones y de tregua hasta el momento final de la llegada al mar donde el río desaparece. Y éste está formado de corrientes diversas que a veces se reúnen y a veces se separan, dado que son atraídas por una u otra orilla, la de su tierra o la de su fe. Es toda la ambigüedad de esta disyuntiva la que hace que nuestras investigaciones resten siempre inacabadas pero al mismo tiempo sean siempre actuales. Por estas razones no he modificado nada de los textos aquí reunidos, aunque algunos sean ya relativamente antiguos y puedan ser completados a continuación con la lectura de los trabajos de otros investigadores y con el descubrimiento de nuevos documentos. Lamento también tal o cual formulación o imprecisión, pero sin renegar de nada. El lector, espero, podrá así, juzgar la evolución de una investigación, tanto de sus dudas y de sus lagunas como de sus avances.

BERNARD VICENT

El río morisco

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