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TORRE LATINO
ОглавлениеPara José Úzquiza, que encontró su casa en México
Mientras dormía soñó con el Hombre Hormiga.
Al despertar, lo primero que pensó fue en lo extraño de su sueño, pues aquel personaje era tan sólo un punto diminuto en lo alto de la cruz de Catedral. Aquella imagen pertenecía a una fotografía de 1920, colgada en uno de los muros del Museo de Sitio, ubicado en el piso treinta y ocho de la Torre Latinoamericana. Una multitud sepia observaba desde la plancha del Zócalo. En realidad, su sueño tenía que ver con esa masa expectante que acudía a atestiguar el prodigio del hombre que desafiaba las leyes de la gravedad. Todo un héroe. Sin embargo, para Jiménez fue un mal sueño, porque sufría de acrofobia. Y, en el sueño, él era parte de la multitud.
Lo segundo que pensó fue qué carajos hacía dormido a esa hora en la oficina, ubicada en el piso treinta y cuatro. Eran las once de la noche, la cabeza le dolía, tenía la boca pastosa y el aliento le apestaba a alcohol. Poco a poco, los acontecimientos del día se acomodaron en su cabeza: después de la comida hubo un brindis por Navidad, el jefe destapó la primera botella de vino blanco y luego de repartir los abrazos respectivos se marchó a una junta. Jiménez se sentía descorazonado y bebió con frenesí: sus súplicas de que lo trasladaran a otra oficina caían en oídos sordos. Debía seguir laborando desde semejantes alturas. Continuarían las taquicardias, el vértigo y los sudores excesivos.
El brindis se prolongó más de lo previsto; en algún momento, Jiménez se deslizó al despacho del jefe para recostarse en el sillón. Sólo diez minutos, se dijo, mientras se me baja la borrachera. Ahora se había despertado horas después, completamente solo en la oficina. ¿En verdad nadie me vio? No quiso lamentarse: aún podía llegar a la cena familiar. Llamó al elevador y bajó al vestíbulo, pero lo encontró a oscuras, vacío. El velador no aparecía por ningún lado. Lo que me faltaba, pensó. El infeliz pidió un permiso especial. Intentó abrir la puerta principal; como era lógico, estaba cerrada con llave. Del otro lado del cristal, algunos coches aguardaban la luz verde sobre el Eje Central. Se puso a hacerles señas desesperadas. Nadie reparó en su presencia.
Sólo quedaba una opción, pero sabía que era mala idea: llamar a alguno de sus compañeros de trabajo y pedirle que lo ayudara a salir. Ya se imaginaba el escándalo que se armaría: “Jiménez se quedó dormido por borracho en la oficina del jefe”. Lo correrían. El semáforo cambió de luz, los automóviles se alejaron y la avenida quedó desierta. Entonces lo aceptó: tendría que pasar la Nochebuena solo, en aquel rascacielos de pesadilla.
Jiménez pensó en lo irónico de su situación: el lugar en el que se encontraba había sido zoológico, convento, oficina de seguros y ahora su prisión. Un lugar que históricamente propiciaba el encierro. En medio de su desasosiego, tomó una decisión que incluso lo sorprendió a él mismo: regresaría al piso treinta y cuatro. Lanzó una última mirada al Eje Central y subió al solitario elevador. De regreso en la oficina, se puso a husmear entre los escritorios. Encontró una botella de vino abierta. Le dio un largo trago y, al tiempo que sentía cómo el alcohol lo reconfortaba, tomó la segunda decisión importante de aquella noche: recorrería la torre piso por piso, entraría en las oficinas que siempre representaron un misterio para él. Con la botella en la mano se dirigió al piso treinta y tres. Los pisos superiores los dejaría al último.
Su recorrido se detuvo media hora después, en el piso veintisiete.
En cuanto la puerta del elevador se abrió, se dio cuenta de que no era la única persona en el edificio. En esa oficina había una muchacha de vestido verde, sentada sobre un escritorio. Intentaba marcar el teléfono mientras prorrumpía en sollozos. Jiménez se acercó.
–Hola –dijo–. Yo también me quedé encerrado.
La mujer estaba despeinada; el rímel le corría por las mejillas.
–No puedo acordarme del número –dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas.
Parecía bastante borracha. Jiménez imaginó que le había sucedido lo mismo que a él.
–¿Cómo te llamas? –preguntó.
La mujer le arrebató la botella, le dio un trago y se calmó un poco.
–Hace un momento casi salto al vacío –dijo, señalando con la cabeza hacia el fondo de la oficina.
Jiménez se percató que de una de las ventanas estaba abierta. Un viento helado se colaba a través de ella.
–Vámonos de aquí –dijo, sintiendo un escalofrío–. Te voy a llevar a mi lugar favorito del edificio.
La tomó de la mano y la condujo por el elevador hacia el piso treinta y ocho. A pesar de los estragos que la bebida le había causado, la mujer conservaba su atractivo. Jiménez se dio cuenta de que poseía un aire familiar pensó que la había visto antes. En el edificio, por supuesto, pero, ¿cuándo?
Llegaron al Museo de Sitio e hicieron el recorrido: del zoológico de Moctezuma al temblor del 85. Jiménez se lo sabía de memoria, pero hasta ese momento comprendió. El Centro Histórico era una conjunción de cosas que no terminaban de desaparecer, como mostraban los muros de la exposición: la antigua Universidad, la Casa de los Perros, el Hotel Regis, incluso la misma Tenochtitlan. Nada era una sola presencia, sino la suma de sus avatares.
Jiménez soltó el brazo de la mujer y regresó a su fotografía favorita: el Hombre Hormiga.
–Ven –dijo, sin dejar de mirar la imagen–. A este hombre lo envidio porque puede hacer algo a lo que yo no me atrevo: desafiar las alturas.
Giró la cabeza: la mujer había desaparecido. Sin eco de pasos, ni la estela de un perfume. Sólo el silencio.
Jiménez se sintió repentinamente lúcido y resignado. No tenía que buscarla. Sabía que, si lo hacía, no la encontraría. No en ese momento. La próxima Navidad, quizá, volverían a coincidir.
Regresó la mirada a la fotografía y, concentrándose, se buscó entre la multitud.