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3 DOS PARTOS DIFÍCILES
ОглавлениеPasaban los días; Alcmena había salido ya de cuentas y, sin embargo, no tenía ningún síntoma de parto. Su nodriza procuraba animarla, los curanderos no advertían nada anormal y los adivinos no eran capaces de observar ningún fenómeno extraño.
Sin embargo, Tiresias tuvo un sueño cuya interpretación le pareció concluyente desde el primer momento. Al despertar, repasó una y otra vez las imágenes, recordó con precisión cada palabra, y no tuvo ninguna duda de lo que significaban. Salió de su habitación con gesto preocupado y se dirigió hacia las estancias de Alcmena, pues el sueño le había revelado la razón por la que el parto se retrasaba.
Al acercarse a la zona de las mujeres se cruzó con varias sirvientas cuyos rostros delataban preocupación. Preguntó a una de ellas y supo que el sufrimiento de Alcmena había empezado y que, quizá, se habían desencadenado ya los dolores previos al parto. Cruzó un patio de luces y,repentinamente, sintió la presencia de una sombra sentada sobre una escalera. Se esforzó por concentrarse, intentando percibir con su mente lo que sus ojos eran incapaces de ver y, entonces, se dibujó sobre el clarividente mapa de sus sentidos la figura de una mujer cuyo rostro no conocía. Sin embargo, sabía muy bien lo que significaba la postura con que, completamente inmóvil, estaba sentada sobre las escaleras de acceso al patio. Tenía las manos y las piernas cruzadas, y permanecía rígida, contraída, igual que una estatua de piedra. Nadie la veía ni percibía su presencia.
Un grito hirió la calma de la mañana, confirmando los peores temores del adivino. La hora del parto había quedado atrás hacía muchos días, pero, por fin, los dolores se estaban desencadenando. Las contracciones herían las entrañas de Alcmena como un terremoto agrietando la tierra, pero su útero no dilataba, sus músculos no se distendían, aunque el hijo que había crecido en el interior de su vientre pugnaba por ver la luz.
La prodigiosa mente del adivino, capaz de ver con antelación los sucesos del futuro, se esforzaba ahora denodadamente en visualizar los sucesos del pasado. Apretó los dientes, intentó penetrar con el ariete de su instinto la muralla del tiempo, pero no consiguió nada. Un telón blanco, luminoso, deslumbraba su mente. Entonces, desanimado, rezó a la diosa Atenea, causante de su ceguera y, a la vez, de su don clarividente.
—Señora Atenea —imploró—, permite que mi mente penetre en las cosas que han sucedido; haz que la deslumbradora luz que ciega ahora mis sentidos se desvanezca y pueda ver la razón del sufrimiento de quien lleva en su vientre al hijo de tu divino padre.
Entonces, Tiresias recogió todo su cuerpo en un gesto de oración y esperó la respuesta de la diosa. Su cuerpo comenzó a temblar, las cuencas de sus ojos parecieron contener una rígida pared, blanca como la nieve, y una espuma densa emergió de las comisuras de sus labios.
Los sirvientes apenas repararon en él, acostumbrados a ver al anciano ciego en los momentos en que, inopinadamente, era poseído por el trance adivinatorio. Como tantas otras veces, bajaron la vista y se alejaron prudentemente.
Mas no era el futuro lo que Tiresias estaba viendo; era, por fin, el pasado. La luz que deslumbraba su entendimiento se fue difuminando, filtrada por el tamiz de unas imágenes que, poco a poco, se fueron haciendo nítidas, claras como el casco de una nave emergiendo de la niebla. El anciano se vio en el Olimpo, presenciando una asamblea de los dioses. Su cuerpo se tensó todavía más, todas sus articulaciones se volvieron de rígido bronce, cayó al suelo, como si estuviera siendo atacado por la enfermedad sagrada, y vio a Zeus dirigiéndose solemnemente a los demás dioses; su voz resonaba en los oídos de Tiresias amplificada por las oquedades y grietas de las rocosas paredes del Olimpo.
—Está a punto de nacer —dijo el dios— quien habrá de ser mi último hijo con una mujer mortal. No será uno más de entre los muchos hijos que he tenido, pues he necesitado el tiempo de tres noches para engendrarlo. Tres noches de placer y esfuerzo —añadió clavando su mirada en el rostro de Hera.
La cima del monte sagrado devolvió las palabras de Zeus como si surgieran de la garganta de la misma tierra, y Hera se removió en su sitial; la ira y los celos se fueron acumulando en su pecho y sus ojos, habitualmente plácidos como los de una novilla, parecieron los de una loba que prepara sus fauces para asestar un mordisco mortal a una rival.
—Hago un solemne juramento ante todos vosotros —continuó Zeus—: el primer descendiente de Perseo que, a partir de hoy, nazca de una mujer mortal, reinará sobre la tierra de Argos para siempre. Y después de él, sus descendientes.
Tiresias se convulsionaba en el suelo. Las palabras de Zeus se fueron alejando de su mente y, con progresiva nitidez, en su lugar fue emergiendo el rostro de Hera. Entonces, ante las vacías cuencas de sus ojos, sentada sobre la escalera del patio, la figura de la mujer con manos y piernas cruzadas apareció de nuevo y Tiresias supo que se trataba de Ilitía, hija de Hera, fiel criada de su madre y servidora de sus odios. Con angustia creciente, el anciano comprendió que, mientras la diosa de los alumbramientos permaneciera con las piernas y las manos cruzadas, el parto sería imposible, el nacimiento del hijo de Zeus se prolongaría día tras día, noche tras noche, y Alcmena seguiría sufriendo en vano dolores inhumanos.
Con los párpados abiertos, Tiresias fue abandonando el trance infundido por Atenea y, paulatinamente, comenzó a percibir con claridad las voces de quienes poblaban el patio. Algunos gritos y unos pasos precipitados lo sacaron por completo de su ensueño y lo devolvieron de nuevo al presente. Con un gran esfuerzo, apoyando el escaso peso de su cuerpo sobre el viejo báculo de olivo, se puso de pie y se dirigió hacia el lugar de donde provenían las voces.
Un heraldo había llegado al palacio de Tebas. En medio de la plaza de la Cadmea relataba una noticia sorprendente:
—El hijo de Esténelo, mi señor, y Nícipe, descendiente de Perseo, primo del hijo que ha de alumbrar Alcmena, acaba de nacer en Micenas. Algún dios —añadió— ha hecho que el parto de Nícipe se adelante dos meses, pero el niño, a pesar de haber nacido muy débil, está vivo. Su nombre es Euristeo —sentenció el heraldo.
Un temblor sacudió el cuerpo de Tiresias. Inmediatamente sintió que Ilitía abandonaba el palacio.
Los ojos vacíos del adivino se abrieron por completo, redondos como anillos de oro, y sobre sus blancas cuencas se dibujó con claridad el camino del futuro.
Por fin el parto de Alcmena había comenzado. La mujer sintió que su cuerpo comenzaba a prepararse: los músculos estaban distendiéndose, los huesos de su cuerpo parecían ensancharse y notaba en su interior el empuje de su hijo.
Mientras ahogaba su dolor con gritos desgarradores, en el cielo de Tebas las nubes comenzaron a amontonarse. Era noche cerrada, sin luna, oscura como una grieta en medio de la tierra. El gran Zeus contemplaba el nacimiento de su hijo herido en su orgullo, pues Hera había utilizado la solemne promesa que él mismo había hecho a los demás inmortales para hacer que Euristeo, el hijo de Esténelo, reinara sobre Argos. Lleno de rabia, se sentía prisionero de su propio juramento y, en cierta medida, vencido por el ingenio de su taimada esposa, que había retrasado el parto de Alcmena y adelantado el de Nícipe. Se sentía frustrado y no dejaba de pensar en la mejor manera de vengarse.
Un rayo enorme, brillante, precedió al horrible rugido del trueno, y toda la ciudad tembló en el momento en que el hijo de Zeus emergía del útero de su madre: su cabeza estaba perfectamente formada y sus ojos parecían querer reconocer, desde los primeros instantes de su vida, el lugar al que llegaba. Los rayos del cielo inundaban de luz la oscura noche y el estruendo de los mugidos del cielo paralizaba a los animales en sus cubiles y a los hombres en sus chozas.
La partera no tuvo que hacer ningún esfuerzo por extraer el cuerpo del recién nacido; con un brío completamente inaudito, el bebé se abrió paso por sí mismo. Abrió la boca, como intentando comunicarse, estiró los miembros, permaneció atento, en guardia, como si supiera que la luz de los rayos y el estrépito de los truenos eran la voz de su padre, celebrando su nacimiento.
Su pequeño cuerpo era perfecto: músculos definidos, ojos inquisitivos, rostro de roca y, sobre todo, una fuerza descomunal que se percibía en la tensión de sus miembros y en la facilidad con que, apenas nacido, fue capaz de ponerse en pie y gatear hacia el regazo de Alcmena, donde se acurrucó como un cachorro de león, dejándose acariciar por las suaves manos de su madre.
Anfitrión entró en la habitación ardiendo de curiosidad. Deseaba ver al hijo de su esposa y contemplar con sus propios ojos la obra de Zeus. Cuando intentó cogerlo, el bebé lo miró con desconfianza. Anfitrión lo tomó en brazos con reserva, pero el niño pareció intuir inmediatamente la bondad dibujada en la honda mirada de aquel hombre desconcertado.
El peso del bebé excedía toda regla. Anfitrión tuvo que esforzarse para poder sujetarlo. Lo miró con fingida ternura, lo atrajo sobre su pecho y lo abrazó despacio, intentando que algún sentimiento paterno fluyera desde el interior de su ánimo. Entonces, la cegadora luz de un rayo iluminó por completo la estancia; el rostro del recién nacido se llenó con la luz del cielo y Anfitrión aceptó definitivamente que tenía entre sus brazos al hijo de un dios. Lo separó de su pecho y, mirándolo a los ojos, dijo:
—Te llamarás Alcides, como tu abuelo, mi padre.
Dejó al niño y, sin volver la cabeza, salió de la habitación. Alcmena lo recibió de brazos de la nodriza y, de pronto, sintió miedo. Aunque era hijo de Zeus, sabía que el odio de Hera se cebaría en él y en ella misma, y maldijo haber sido elegida por el dios como madre de uno de sus hijos. Abrazó al pequeño Alcides, creyó percibir en el ritmo de su respiración la precisión de un fuelle y se estremeció ante la fuerza de su mirada.
Mientras susurraba a su hijo recién nacido dulces palabras, lágrimas furtivas, nacidas de la inseguridad que el futuro le deparaba, se deslizaron por sus blancas y hermosas mejillas. Entonces, el niño Alcides, sin llevar en el mundo más que una pequeña sucesión de instantes, enjugó con sus dedos las lágrimas de su madre e, incorporándose sobre su regazo, acarició su rostro y lo abrazó con las palmas de sus manos, mirándola con tal serenidad, con una calma tan profunda, que Alcmena cerró los ojos, respiró hondo y se durmió, vencida por el cansancio y las emociones.
Mas no fue una noche tranquila; el interior de su cuerpo seguía bullendo y su vientre no parecía relajarse. Los magos, congregados alrededor de su lecho, discutían entre sí sin ponerse de acuerdo sobre las razones que impedían el descanso de la mujer. Palpaban su vientre y notaban una dureza extraña que de vez en cuando se mezclaba con un movimiento interior, como si el hijo que esperaba continuara dentro de ella.
Fue una larga noche. Muchos hombres sintieron una honda inquietud al observar que algo había cambiado en el cielo. Pastores que dormían cerca de los apriscos del ganado, amantes furtivos que escondían sus amores bajo las sombras de la noche y se imaginaban el futuro bajo la luz de las estrellas, astrónomos y observadores del movimiento de los astros vieron con claridad que un chorro de estrellas desconocido, recién nacido, blanco como la leche, había aparecido en el cielo formando sobre la negra sábana un camino de puntos resplandecientes.
La misma noche del nacimiento de Alcides, Zeus comenzó a velar por él. Viendo que Alcmena seguía sufriendo dolores, decidió enviar a su hija Atenea al lugar donde el recién nacido descansaba y encomendarle una misión que debía de cumplir dos objetivos: el primero era procurar a su hijo una fuerza impropia de un mortal; el segundo era actuar contra su esposa con astucia y decisión, las mismas armas utilizadas por ella al adelantar el parto de Euristeo.
Atenea, fiel a su padre, tomó al niño en secreto y lo llevó al Olimpo, al lugar en que Hera dormía profundamente. Con todo el sigilo de que fue capaz, depositó al hijo de Zeus sobre el regazo de la diosa, justo al lado de uno de sus pechos. Atenea contempló cómo la boca de Alcides se abría y rodeaba con sus tiernos labios el pezón de Hera, que no dio muestras de despertar. El niño comenzó a beber aquella leche.
Mas Alcides chupó con tal ansia, succionó con tal violencia, que Hera despertó sobresaltada. Antes de que pudiera comprender cabalmente lo sucedido, Atenea arrancó al niño del pecho inmortal para ponerlo a salvo de la ira de la diosa. Mientras desaparecía de la estancia y volaba de nuevo hacia la Tierra con el pequeño en los brazos, del pezón de la esposa de Zeus brotó un chorro que roció el cielo de la noche con infinidad de gotas de su sagrada leche.
Alcides, dormido profundamente, seguía moviendo los labios mientras, con sumo cuidado, las manos de Atenea lo dejaban de nuevo en el interior de su hermosa cuna de madera.
En la noche que siguió al nacimiento de Alcides, Alcmena tuvo otro hijo. Los magos y curanderos comprendieron por fin lo que sucedía en el interior de su cuerpo y ella pudo, finalmente, descansar. Esta vez el cielo no rugió ni los adivinos vieron señal alguna: fue un parto normal que trajo al mundo a un niño normal, concebido en la noche del victorioso regreso de Anfitrión de la campaña contra Pterelao y los telebeos.
Mientras Alcmena, por fin tranquila, dormía, Anfitrión contemplaba a su hijo, el hermano de Alcides, y reconocía en su rostro, contraído por los esfuerzos del parto, algunos de sus rasgos. Por primera vez se veía a sí mismo en el pequeño cuerpo, apenas recién nacido, de un hijo. Tomó al bebé en sus brazos, lo balanceó dulcemente y aspiró el olor de los aceites perfumados con que había sido ungido por las sirvientas.
Sin darse cuenta, sin saber el origen de la melancolía que lo invadía, Anfitrión repasó, con su hijo en brazos, los episodios que habían conformado su vida. Poco a poco, igual que el fanal de un barco va columbrándose lentamente, irradiando con su pequeña luz algo de calor en medio de la helada soledad del mar, Anfitrión iba vislumbrando escenas de su propia vida, sintiendo que el tenue calor de su hijo irradiaba algo de luz en el grisáceo océano de sus recuerdos.
Recordó la batalla contra los hijos de Pterelao en la playa, la muerte de Electrión y sus últimas palabras, y percibió la fragilidad con que la vida humana puede quebrarse en apenas un instante. Recordó también el rostro de reptil de Esténelo, pronunciando la inapelable sentencia que lo desterraba de la tierra de Argos, y evocó con vívida melancolía el momento en que Alcmena tomó la decisión de recorrer con él los caminos del exilio.
Apretó contra su pecho el cuerpo de su hijo y, colmado de una emoción que no había sentido nunca antes, pronunció despacio, casi con solemnidad, su nombre:
—Ificles —dijo casi con miedo—. Hijo mío, hermano de un prodigio, ojalá la vida te depare la felicidad y la calma que yo no he tenido.
Pensó un momento en Alcides, solo una noche mayor que su hijo, y arrugó la frente comprendiendo que la paz era un deseo imposible para un hijo de Zeus. Trató de visualizar al pequeño Ificles haciendo su camino en solitario, enfrentándose al futuro por sí mismo, con determinación y esperanza, pero apenas consiguió imaginarlo a la sombra de Alcides, siempre a su lado, como su fiel escudero en las muchas pruebas que, sin duda, se avecinaban.
Dejó al bebé en brazos de la nodriza y salió de la habitación. Siguiendo su propio impulso, paseó un rato por las murallas, contemplando sus enormes bloques de piedra, sus siete imponentes puertas, cerradas durante la noche. Desde lo alto de las almenas, vio los caminos que parecían comunicar a Tebas con todos los rincones de Grecia, como si aquella ciudad que lo había acogido como a un hijo fuera el centro del mundo.
La serenidad se fue abriendo paso en su ánimo. Apoyó su espalda sobre el lienzo de la muralla y dejó que su cuerpo se deslizara hasta el suelo, sintiendo una profunda sensación de descanso. Cerró los ojos, apretó las mandíbulas y se dejó atrapar por aquel estado que lo hacía sentirse en un mundo ambiguo, en un territorio sin dueño, en un espacio de frontera entre el sueño y la vigilia.
Entonces vislumbró una pequeña silueta emergiendo de las sombras. Al principio creyó que formaba parte de aquel estado de dulce sosiego, pero enseguida vio, asombrado, que era Alcides dirigiéndose hacia él. A la débil luz de las antorchas, no fue capaz de ver con claridad lo que sucedía, pero, antes de que pudiera reaccionar, Alcides se acercó a él, se introdujo en el hueco de sus piernas, cruzadas sobre el suelo, lo abrazó con sus pequeños brazos cargados de fuerza y se durmió en un instante, como si la presencia de quien habría de ser su padre mortal lo tranquilizara por completo.
Anfitrión sintió una oleada de calor recorriendo sus entrañas. Notaba el peso de Alcides, su respiración, su dulce olor, y, lentamente, impulsado por el sentimiento más enérgico que había experimentado jamás, abrazó el pequeño cuerpo de su hijo.
Mientras las estrellas declinaban y la rosada luz de la aurora comenzaba a dibujarse sobre el horizonte, Anfitrión supo que tenía dos hijos y se prometió a sí mismo que viviría por ellos y lucharía por ellos aceptando cualquier desafío que el destino le tuviera preparado. Entonces el cansancio lo venció por completo y se durmió bajo el lienzo de la noche, con el pequeño Alcides entre sus brazos y una dulce sensación de serenidad anclada en lo más profundo de su ánimo.
Mas, en ese mismo momento, en el límite entre el cielo y la tierra, sobre la helada cumbre del Olimpo, el ánimo de Hera hervía lleno de ira contenida. La diosa sujetaba su furia mientras contemplaba a Alcides entre los brazos de Anfitrión, sobre la muralla de Tebas. Debía actuar con inteligencia y reflexión, pues no podía atraerse la furia de su esposo: ya había conseguido burlarlo haciendo que Euristeo naciera antes que Alcides; ahora debía ceñirse a su plan.
—Nadie recordará que una vez te llamaste Alcides —musitó entre dientes.
Entonces una sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios mientras cavilaba la manera de hacer sufrir al nuevo bastardo de su esposo antes de que llegara el día de convertirlo en su servidor.