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2 EL ÚLTIMO HIJO DE ZEUS

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Sobre la ladera del Olimpo un águila majestuosa vuela, dibujando su silueta sobre las grises rocas de la cima. Encoge sus alas y gana velocidad, deslizándose como una estrella fugaz en el oscuro cielo de la noche. El vuelo parece complacerla, pues va y viene, remonta y cae, jugando en el aire, sintiendo el beso del viento fluyendo entre sus plumas, suaves como una caricia. Su cabeza gira en todas direcciones y sus enormes ojos exploran, sondean, ahondan. Reconoce cada rincón de los valles, cada cresta de las montañas, y otea desde el cielo los movimientos de los hombres.

Desde la tierra se oyen sus agudos graznidos, que las paredes rocosas repiten sin descanso, y todos los animales se detienen, permanecen petrificados, sin que el más leve movimiento pueda delatarlos. El águila se posa en uno de los riscos, inclina la cabeza, la mueve despacio a un lado y a otro, como intentando cerciorarse de que nadie la observa. Es un lugar apartado y solitario, cuajado de enormes olivos; la luz del sol derrama sobre el paisaje las retorcidas siluetas de sus troncos.

Entonces el animal parece desvanecerse, se diluye entre los contornos del paisaje, convirtiéndose en parte de los árboles, de la hierba, de la tierra y del cielo. Una luz, primero intensa, luego suave y cálida, como el paisaje, se vierte sobre aquel territorio virgen, desconocido de hombres y dioses, y, a medida que la figura del águila desaparece, emerge la figura del dios: los ojos profundos, el rostro cargado de serenidad. Todo en él sugiere satisfacción, como si hubiera llevado a cabo con éxito un plan largamente meditado.

En sus manos sostiene un colgante modesto, una piedra pulida. La observa igual que el vencedor de un combate admira su trofeo. En aquel lugar apartado, lejos de la mirada de su esposa, la diosa Hera, el gran Zeus se siente victorioso, complacido. Un hijo suyo nacerá de Alcmena, un hijo cuyo nombre recordarán innumerables generaciones de mortales.

En su rostro se esboza una ancha sonrisa mientras acaricia con suavidad el colgante robado y, con un gesto casi imperceptible, lo arroja al aire. La gema vuela a través del éter, girando sobre sí misma como un planeta impelido por una fuerza irresistible. Recorre el mundo, sobrevuela mares y tierras, y cae sobre el estrecho brazo en que se unen las aguas del mar y el gran océano, como si el dios estuviera fijando en el recorrido de ese trofeo robado el destino de su hijo.

Un mensajero había llegado a la ciudad. En el salón del trono del palacio, el emisario había anunciado la victoria de Anfitrión y sus aliados sobre Pterelao, rey de los telebeos, habitantes de Tafos. Mas en su relato había un punto de reserva: a pesar de la ayuda del propio Creonte, de Céfalo de Ática, de Panopeo de Fócide y, especialmente, de su tío Heleo, hermano de su padre y del propio Electrión, la victoria solo había sido posible gracias a una traición.

Tras salir del palacio, el mensajero dirigió sus pasos hacia el ágora, donde, rodeado por todos los ciudadanos de Tebas, contó que un antiguo oráculo establecía que la ciudad de los telebeos nunca podría ser tomada mientras estuviera vivo Pterelao, pues un cabello dorado, insertado en su cabeza por Poseidón, lo hacía inmortal.

—Mas los dioses han querido —añadió el mensajero con énfasis—, que el infame Pterelao pague sus delitos y su desmedida ambición no por la intervención de aquellos poderosos caudillos, sino por la traición de su propia hija, Cometo. —Hizo una pausa, percibiendo el murmullo que nacía de la multitud—. La muchacha —continuó—, se ha enamorado perdidamente de Anfitrión y, ofuscada por su pasión, ha cortado durante la noche el cabello dorado de su padre, causando su muerte y la desgracia de su patria.

El pueblo de Tebas escuchaba absorto el relato, el silencio presidía la plaza del mercado y la tensión se reflejaba en la rigidez de los rostros, pendientes de cada palabra. Sin embargo, tras anunciar la inmediata llegada de las tropas vencedoras, aquel hombre, experto en contar historias, acostumbrado a llenar con la luz de sus palabras las sombras de los hechos, enmudeció de repente, como si el triunfo de Anfitrión ocultara algún otro detalle inconfesable.

Al día siguiente, Anfitrión fue recibido como un héroe. Agolpados en torno al camino, hombres, mujeres y niños aclamaron al joven que, por fin, había conseguido cumplir su venganza, honrando así a Electrión y a la propia Alcmena. Cabalgaba sobre un corcel negro, acompañado de los caudillos que lo habían ayudado a combatir contra el rey Pterelao. El propio Creonte lo recibió como a un hijo, otorgándole honores de príncipe.

Mas Anfitrión ardía en deseos de ver a su esposa. Cuando, por fin, llegó al palacio, se dirigió presto a las estancias de Alcmena, deseando abrazarla y sentir de nuevo el calor de su cuerpo. Aceleró el paso mientras atravesaba los patios y recorría los pasillos, avanzando sin detenerse ante las palabras de halago de funcionarios y sirvientes; en su mente bullía el deseo, una irreprimible necesidad de tocar el cuerpo de su esposa, cuyo tacto casi se había desdibujado de su recuerdo.

Sin embargo, el joven vencedor no podía sacar de su cabeza las imágenes de sus últimos días en Tafos; estaba a punto de ver a su joven esposa, pero, en su interior, ardía una llama persistentemente alimentada por el recuerdo de los ojos de Cometo, la hija de Pterelao, profundos, azules, hermosos como el mar.

Anfitrión se detuvo un momento, a punto ya de enfilar el corredor de las habitaciones de las mujeres. El rostro de Cometo se dibujó con la claridad del día en el oscuro páramo de sus recuerdos, y las escenas que sucedieron a la toma de Tafos volvieron a llenar de imágenes sus ojos y de lamentos y gritos sus oídos. Incapaz ya de controlar el curso de su propia evocación, el joven revivió el momento en que Cometo, enamorada hasta la médula, le suplicó que lo llevara con él a Tebas. De nuevo escuchó las palabras de la muchacha, de nuevo vio las lágrimas resbalando por sus mejillas, de nuevo se vio a sí mismo rechazándola y ordenando su ejecución con una frialdad que, ahora, solo unos días después, le parecía completamente ajena a sí mismo.

Absorto, sin poder dar un paso, su cuerpo parecía petrificado por el recuerdo de Cometo, arrastrada a la fuerza por dos soldados. Sus gritos resonaron de nuevo, y las imágenes de su ropa hecha jirones, su piel erosionada por la arena del suelo, sus ojos inundados de lágrimas, oscurecieron el alma de Anfitrión como una negra nube que, de repente, desciende por las laderas de los montes y ensombrece, con su húmedo abrazo, valles y aldeas.

Ni siquiera sabía cómo había sido ejecutada ni si, antes de morir, había servido de recreo a los soldados, ávidos de placer tras el asedio.

Con un supremo esfuerzo, retomó sus pasos. Al llegar a la habitación, su corazón latía agitadamente. Respiró hondo, tratando de serenar su ánimo y de aparentar una tranquilidad que no tenía, mientras notaba que su cuerpo, ante la inminencia del encuentro con su esposa, respondía con desorden al deseo, la nostalgia, la culpa y la necesidad de descansar.

Abrió la puerta despacio para no perturbar la calma que parecía reinar en la estancia. Avanzó extrañamente en guardia y enseguida vio a su esposa, sentada, con la mirada perdida sobre un espejo de bruñido bronce. Su rostro era inexpresivo; su cuerpo, un distante escollo rodeado por un mar helado.

Alcmena levantó la mirada y saludó a su esposo con frialdad:

—Bienvenido a tu casa de nuevo. Espero que, tras la noche pasada, solo hayas venido a saludarme.

Las palabras de su esposa lo dejaron perplejo. Sorprendido, sin ser capaz de entender cabalmente lo que se escondía detrás de ellas, apenas pudo balbucear una respuesta:

—La noche pasada dormí en un frío campamento, a una jornada de marcha de Tebas. Eres tú quien debe saludarme, Alcmena.

Ella obedeció, pero las palabras de su esposo la turbaron. Mientras Anfitrión satisfacía con ella su deseo, permaneció inmóvil, con la mirada perdida y los ojos cerrados, tratando de evitar las lágrimas. Algo incomprensible, algo que habría de marcar su vida para siempre había sucedido la noche anterior. Se esforzó por recordar, intentando que los jadeos y quejidos de su esposo no nublaran la claridad de su mente. Miró su rostro, escudriñó sus gestos, abandonándose por completo, sintiendo en cada embestida de Anfitrión la angustia de la duda e intentando comprender lo sucedido en aquella interminable noche.

Entonces, tras un leve y agudo quejido, los músculos de su esposo se relajaron. Alcmena notó sobre su pecho el peso de aquel hombre al que había amado desde la infancia, pero no fue capaz de experimentar sentimiento alguno.

La pira estaba preparada en el patio central del palacio de Tebas. Muchos de los habitantes de la ciudad habían acudido a la Cadmea, la legendaria ciudadela, para presenciar la ejecución de Alcmena. Era una mañana soleada, incluso calurosa, bañada por un sol que derramaba su luz sobre una ciudad estremecida: la esposa de Anfitrión había sido acusada de adulterio y su marido, haciendo uso de su derecho, la había condenado a muerte.

Nadie había podido aplacar la cólera de Anfitrión, ni siquiera Tiresias, el adivino ciego al que había acudido, extrañado ante el frío recibimiento de su esposa. El anciano, acostumbrado a lidiar con el orgullo de los poderosos, había intentado calmar al ofendido Anfitrión con amables palabras, pero solo había conseguido irritarlo más.

—¿Acaso tu ceguera ha afectado también a tu capacidad de vaticinar, anciano? —le espetó violentamente Anfitrión—. ¡Dame una explicación! ¡Dime una respuesta!

—Los poderosos siempre queréis conocer la verdad, muchacho, como si vuestro poder os hiciera inmunes a las consecuencias que muchas veces acarrea tal conocimiento. —Tiresias levantó el rostro y miró con sus vacíos ojos a su interlocutor. Se acercó un poco y, despacio, casi susurrando, continuó—:Yo soy ciego, Anfitrión, pero tú pareces ver menos que yo. Debes aceptar que Zeus ha engendrado en el vientre de tu esposa al que ha de ser su último hijo con una mujer mortal. El dios se transformó en ti mismo, tomó tu aspecto. Habló a tu mujer con tu voz, la acarició con tus manos, la inundó con tu olor y dejó que sintiera tu peso sobre ella. Nada pudo hacer Alcmena. Nada hubiera podido hacer ningún mortal.

Anfitrión escuchaba con aparente calma las palabras de Tiresias, pero su corazón estaba incendiado por los celos, incapaz de soportar la imagen de su mujer ofreciendo su cuerpo a alguien que no fuera él mismo.

—Zeus ordenó al sol que detuviera su carrera —añadió el adivino, decidido a decir la verdad sin rodeos—, y prolongó tres veces el tiempo de aquella noche, previa a tu llegada, para poder engendrar la clase de hijo que siempre ha deseado.

Las palabras de Tiresias resonaban todavía en la cabeza de Anfitrión mientras su esposa era conducida hacia la pira. Sin embargo, su cólera no había disminuido y su resentimiento había estallado contra el adivino. ¿Cómo podía esperar aquel viejo farsante que creyera sus palabras? ¿Cómo se atrevía a enmascarar el adulterio de su esposa con una patraña tan burda como aquella? ¿A quién encubría en realidad?

Cuando la situaron sobre el montón de leña seca, el rostro de Alcmena expresaba una tristeza infinita. Sus enormes ojos, siempre rebosantes de vida y de esperanza, se habían oscurecido, tamizados por las lágrimas y por un sentimiento de incredulidad insoportable. Dócilmente, dejó que los verdugos hicieran su trabajo, alzó la mirada al cielo, implorando en silencio la ayuda del dios, y se dispuso a enfrentarse con su destino con la altivez y la entereza que había aprendido de su padre.

Anfitrión la contemplaba y, poco a poco, como una nube que se deshilacha abrazada por la brisa de la tarde, su cólera se fue empequeñeciendo. Ardía en deseos de abrazar a su esposa, de proyectar sobre ella, como siempre lo había hecho, su amor y sus ilusiones, pero un poder más fuerte que él se lo impedía. Los celos mordían sus entrañas y un sentimiento de venganza que le era familiar nublaba su mente. Deseaba volver atrás, revocar su propia orden, pero, tras el anuncio oficial del heraldo, ya no podía rectificar sin socavar su honor y su prestigio.

Inclinó levemente la cabeza y el verdugo encendió la antorcha, apoyándola después sobre las teas colocadas debajo de los leños. Inmediatamente el fuego prendió en los pedazos de madera y el olor dulce de la resina se expandió por la plaza. Algunos de los presentes cerraron los ojos; otros los clavaron alternativamente en los rostros de los dos esposos, intentando penetrar, a través de ellos, en los secretos de la verdad.

Las llamas crecieron rápidamente. Alcmena comenzó a notar su calor y el pánico se apoderó de su ánimo. Trató de gritar, de llamar a su esposo, de despertar de aquella pesadilla, pero todo sonido se ahogaba en su garganta. Entonces, mientras la desesperación hacía presa en ella, una gota de agua mojó su rostro. Levantó los ojos hacia el cielo y vio que, encima de Tebas, las nubes se amontonaban. No había viento, pero una densa mancha, gris primero, casi negra después, invadió el azulado fondo del cielo y la noche pareció caer sobre el mundo en pleno día.

Un rayo largo, dorado como el fuego, unió el cielo y la tierra. Ante los ojos atónitos de los tebanos, una fuente de fuego brotó justo delante del lugar en que se encontraba Anfitrión, iluminándolo todo, mientras las llamas de la pira, a punto de quemar ya el cuerpo de Alcmena, se apagaban.

Todo quedó a oscuras, cubierto con el negro manto de la noche. Mas el chorro de fuego seguía brotando delante de Anfitrión, iluminando su rostro y el de su esposa, como si fueran dos estrellas solitarias en medio de un cielo desierto. Entonces las miradas de los dos se encontraron, ambas implorantes. Alcmena sentía el terror de haber entendido que en su vientre llevaba al hijo de Zeus; Anfitrión alcanzó a comprender que su esposa era inocente y que nadie, ni siquiera él mismo, podía oponerse a los designios de un dios. Abandonó el lugar que ocupaba y corrió hacia ella, confuso, aturdido.

En medio de la plaza, rodeados de tanta gente, Alcmena y Anfitrión parecían estar solos. La luz los iluminaba, los seguía atraída por sus cuerpos igual que el recuerdo de su patria persigue a un exiliado, hasta que los dos, por fin, se abrazaron. Sus lágrimas se mezclaron y cayeron sobre los leños apagados, chisporroteando como el hierro candente de una espada que el herrero templa en el interior de un cubo de agua.

El espectáculo ocurrido en la ciudadela de Tebas no había sido contemplado solo por el propio Zeus. También su esposa Hera había visto, atónita, a la mujer con la que su esposo se proponía tener un nuevo hijo. Los celos transformaron su rostro en una máscara feroz.

Fijó la diosa su mirada en Alcmena y grabó aquella imagen en su mente con ciega precisión, luego se retiró en silencio, a hurtadillas, encaminándose a una fría cueva de una de las laderas del monte Olimpo. Era una cueva umbría, en cuyo suelo había una grieta profunda que amplificaba extraños sonidos llegados desde el Tártaro.

Penetró en el interior de la tierra tratando de mezclarse con los ecos de los viejos dioses, aquellos que habían gobernado el mundo antes de la llegada de su esposo. Suplicó el amparo de aquellas divinidades, dueñas del universo desde tiempos remotos; imploró su ayuda en la batalla que se avecinaba contra su marido, el adúltero, el promiscuo, el miserable Zeus.

Entonces, desde el interior de la grieta surgieron gruñidos, respiraciones agitadas, ecos de unas criaturas que, vencidas y humilladas por Zeus y sus hermanos,formaban ya parte de un reino de sombras, de una cárcel subterránea a la que no llegaba la luz del nuevo mundo. Sus ojos se habían atrofiado, sus cuerpos se confundían con el musgo, con las gotas de humedad que la tierra rezumaba como lágrimas furtivas nacidas de un tiempo perdido para siempre. Un olor extraño lo invadía todo: vejez, tiempo marchitado, soledad oscura.

Hera acudía allí cuando se sentía tan humillada como las criaturas cuyos ecos poblaban aquel antro. Oía sus gruñidos, sentía en cada rincón el peso de un odio acumulado durante mucho tiempo, y su propio odio y su voluntad de hacer sufrir a los hijos y a las amantes de su esposo se afianzaban. Aquel lugar le daba fuerzas para enfrentarse a la promiscuidad de Zeus.

Cuando salió del antro sentía su ánimo hirviendo de odio. Mientras descendía por la ladera, vio la figura de Ilitía, la diosa de los alumbramientos, que también se dirigía hacia la entrada de aquella cueva maldita, con el deseo de escuchar los sonidos de la vieja madre Tierra. Entonces el rostro de Hera se iluminó, sus ojos se llenaron de una luz extraña, brillante y oscura, y tuvo la certeza de que su venganza era posible.

Caminó hacia Ilitía con una sonrisa perruna dibujada en la grieta de su boca, comprendiendo que solo tenía que esperar a que los días del parto se acercaran para cumplir con saña su venganza.

Las aventuras de Hércules

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