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EL VIDEOJUEGO

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–Mi amor, ¿tú descartaste al intruso?

Georgina tenía el permiso de meterse a mi línea de comunicación sin que yo le otorgara entrada. Miré la pantalla antes de contestar y solicité un acercamiento. Sí, la noche anterior la alarma me despertó para avisar que un intruso merodeaba por el muro protector. Me pareció muy extraño que el servicio de limpieza no se lo hubiera llevado. Observé la grabación en cámara rápida, quizá se trataba de otro intruso que alguien habría descartado minutos antes; pero no, era el mismo de la noche anterior.

–¿Corazón?

Descartar era una palabra inapropiada, lo que en realidad hacíamos era asesinar a los que se encontraban al otro lado del muro. Por poco le contesto a Georgina que yo no había descartado al intruso, sino que lo había asesinado.

–Sí fui yo, y me parece muy extraño que el servicio de limpieza no se lo haya llevado.

–Tendríamos que avisar a la Central, ¿no crees?

Avisa tú, si tanto te importa. Una vez más me contuve. Georgina era mi vecina y estaba completamente adaptada al sistema Medida de Emergencia, tanto que era uno de los monitores más apreciados, es decir, una soplona profesional y despiadada. Con frecuencia me preguntaba a qué se habría dedicado antes, tenía aspecto de ama de casa tranquila y benévola. Siempre sonriente y amable, incluso cuando me preguntaba o “sugería” algo. Aunque me había acostumbrado al tono meloso con el que se dirigía a todo el mundo: “Mi vida, corazón, mi amor, estrella”; a veces hubiera querido meterle esas palabras por el culo o de plano descartarla.

–Ahora mismo doy aviso, gracias.

Avisé y me dispuse a trabajar. Luego de casi diez años desde la Medida de Emergencia, procuraba dedicarme al trabajo y no pensar en nada más. Casi no salía del departamento, no tenía a qué. Los alimentos se repartían en cada domicilio, recogían la basura que dejábamos en el pasillo. Y aunque el servicio médico era excelente, lo mejor era no enfermarse, a menos que fuera una gripa, un dolor de estómago o de muelas; pero si se trataba de algo más grave, simplemente eras declarado no apto para la comunidad y te enviaban sin previo aviso al otro lado del muro. Algunos enfermos crónicos habían intentado fingir salud, pero los monitores, gente como Georgina, terminaban por enterarse y daban aviso a la Central.

Estaba enfrascada en la revisión de documentos del siglo XIX de la Ciudad de México. Ese era mi trabajo: registrar y clasificar documentos históricos que habrían sido escaneados, poco antes de la Medida de Emergencia. Prácticamente todos los museos, bibliotecas, hemerotecas y fondos reservados habían sido destruidos por la propia Central, pues los costos de mantenimiento eran muy altos, pero principalmente para evitar que algún curioso encontrara el origen del estado actual de la sociedad. Nadie sabía quiénes eran, jamás se presentaban en público, simplemente tomaron el poder. Querían evitar a toda costa que conociéramos la historia; el pasado que nos permitiera entender el presente y actuar en consecuencia. Las obras de arte y el archivo estaban resguardados en un lugar seguro y secreto. Yo tenía acceso a los documentos que me proporcionaban a través de la computadora y conforme avanzaba en la clasificación y orden, me enviaban más. Era la única comunicación que podía recibir. Tuve suerte. Estuve a punto de trabajar en la Sección de Limpieza, que entre otras cosas, se encargaba de recoger a los intrusos descartados que todos los días caían fulminados en los alrededores del muro.

De reojo observé la pantalla que mostraba el lado de la muralla que nos tocaba resguardar; ahora eran cinco los intrusos descartados sin recoger. Llamé a la Central para reportarlos al Servicio de Limpieza. Me contestó una grabación, parecida a la que antes se escuchaba por teléfono cuando uno llamaba al banco: “Para reportar indisciplina, marque uno. Para reportar una falla en los monitores, marque dos. Para reportar una falla en el sistema de descarte, marque tres. Para reportar una falla en el Sistema de limpieza, marque cuatro. Para reportar a un enfermo, marque cinco. Para reportar una falla en el funcionamiento de su entorno, marque seis. Para reportar un hundimiento, marque siete. Para reportar un deceso, marque ocho. Para volver a escuchar la grabación, marque cero. Y recuerde que si llama y cuelga sin haber elegido alguna opción, recibirá un correctivo”. Escogí la opción cuatro y luego la opción tres, en la que se ofrecía resolver problemas con los intrusos. Pero ya habían pasado casi cuatro horas y no sólo el problema no se había resuelto, sino que ahora los intrusos descartados se acumulaban del otro lado de la muralla.

Volví a llamar a la Central y repetí el mismo procedimiento. Hice una pausa para preparar mis alimentos cuando Georgina volvió a meterse en mi línea.

–Estrellita, ¿diste aviso a la Central, como acordamos?

–Lo hice hace cuatro horas y lo acabo de hacer de nuevo ahora mismo. No entiendo qué sucede. ¿Habrá algún problema de comunicación?

–¿Estás segura, corazón? Me parece muy extraño.

–Mira la pantalla, ahora debe haber más intrusos descartados de tu lado, en el mío ya hay cinco acumulados y nadie ha venido por ellos.

La Central dispuso que nosotros seríamos los encargados de nuestra propia seguridad. En cada departamento, escuela y oficina hay un monitor que permite ver el espacio de muro que tenemos más cerca; el kit incluye una pistola de plástico y un control para alejar o acercar la imagen, de modo que la puntería no falle. Es como un videojuego. La víctima cae fulminada, pero sin sangre o heridas visibles, no le estallan las vísceras; y pareciera que es un simple juego, pero no lo es, la persona muere y luego el Servicio de Limpieza se encarga de llevárselo. Cuando instalaron los equipos, nos dieron un manual de usuario que claramente explicaba que quien no se preocupara por su propia seguridad y la de sus vecinos sería descartado. La primera vez que leí las instrucciones no daba crédito, nos invitaban a matar a los que se habían quedado del otro lado, como si se tratara de un simple juego de X-box. Al principio observé con atención el rostro de los intrusos, por si lograba reconocer a alguien, pero nunca pude. Estaban deformes, supuestamente debido a la intensa contaminación que se habría generado en la ciudad por el hacinamiento, los miles de vehículos, las fábricas, la basura. Estoy segura de que la Central lo provocó; yo me salvé por casualidad. Vine al complejo de Santa Fe a recoger unos papeles del trabajo cuando sonó la alarma y me quedé dentro. Es paradójico, aquí donde estamos hubo alguna vez un basurero, el más grande de Latinoamérica, también minas de arena y grava, de modo que el terreno es inestable, el peor lugar para guarecerse de lo que sea. Luego echaron a los pobladores y construyeron torres lujosísimas de oficinas y departamentos, a donde poco a poco migraron los ricos. Cuando la alarma sonó, ellos ya tenían preparado casi todo. Mientras construían el muro, mantuvieron a raya a los intrusos mediante tanques y militares. Luego, dejaron fuera a los militares que habían defendido Santa Fe, a su propia suerte. De hecho, ellos fueron los primeros intrusos que hubo que descartar, mediante el videojuego de la muerte que todos tenemos instalado en nuestras viviendas. Nos decían que por haber estado tanto tiempo cerca de los otros seguramente ya estaban contagiados, aunque no presentaran los síntomas, de modo que no teníamos más remedio que descartarlos.

–Tienes razón, mi amor. De mi lado hay siete –dijo Georgina con voz temblorosa.

–Quizá lo mejor sea contactar a la Central y averiguar lo que ocurre, ¿no te parece? –Georgina presumía con frecuencia sus contactos con la Central; yo no le creía nada, pero su afirmación resultaba intimidante. Ahora era el momento de demostrarlo.

–Sí, ya lo había pensado, usaré mi línea directa. ¡Válgame, cómo es posible que nos tengan así! –sólo le faltó decir “Pero me van a oír”. Aunque su tono era decidido, noté cierto nerviosismo. Comí mis alimentos y regresé al trabajo; me sentía ligeramente contenta al pensar que por una vez Georgina estaría en aprietos.

Poco antes de terminar mi turno, llamaron a la puerta. Enfoqué la cámara al pasillo, era Georgina. Carajo, pensé.

–Hola, corazón, a punto de terminar tu jornada, ¿cierto? Te espero, tenemos que platicar –me tenía muy bien checada, como al resto de los vecinos. Hubiera querido correrla, pero efectivamente me faltaban diez minutos. No me quedó más remedio que dejarla entrar.

Hice más tiempo frente a la computadora simulando que aún revisaba archivos. No había Internet ni correo electrónico por el que nos pudiéramos comunicar al exterior o entre nosotros, así que no podía fingir una charla con alguien. De hecho varios ingenieros habían logrado burlar la seguridad y conectarse con el exterior, pero fueron descubiertos casi de inmediato y descartados. Ahora nadie lo intentaba, al menos que yo supiera.

Por fin apagué la computadora. Me sentía irritada, no sólo por la presencia de Georgina, sino por su penetrante mirada. Tenía algo que decirme que no me iba a gustar, eso se notaba de inmediato.

–Ayyy, corazón, estoy taaaaan preocupada.

–¿Por? ¿Qué te dijeron en la Central? –pregunté mientras observaba la pantalla. Aún no recogían los cuerpos, pero tampoco había más, lo cual resultaba extraño.

–Están en reunión privada. Peeerooo –arrastró la voz e hizo una breve pausa –he descubierto que aún no recogen la basura de los departamentos. Está acumulada en la planta baja del edificio.

–Mmmm –fingí desinterés, pero me asusté. El sistema nunca jamás había fallado. De hecho, la limpieza tanto interna como de las áreas comunes era una prioridad de la Central. Y el hecho de que no funcionara, y de que las llamadas no tuvieran efecto era una señal de que algo marchaba mal. ¿Pero qué? ¿Por qué? Georgina me sacó de mis cavilaciones.

–Como te decía, la basura sigue allá abajo. Y he descubierto algo inquietante –de nuevo hizo una pausa, tenía una mirada triunfal y una sonrisa siniestra. Yo volví a mis cavilaciones, ¿qué habrá pasado?

Antes de declarar la Medida de Emergencia, la Central se encargaba de hacer cacerías nocturnas para descartar a las decenas de miles de indigentes. La crisis económica provocó que mucha gente perdiera el empleo, el carro, la casa, la cordura. La clase media prácticamente desapareció, miles de personas se refugiaron en las calles. De hecho, según el último censo, eran más las personas desempleadas que las productivas; la mayoría era abrumadora. Durante algunos meses, los indigentes y desempleados abarrotaron las calles. Los plantones estaban en todas las aceras, a las puertas de todas las oficinas de gobierno, residencias particulares, empresas de telefonía, de televisión, de electricidad, tiendas de abarrotes, cadenas de alimentos, de ropa, de supermercado. No había un solo rincón en la ciudad donde no hubiera indigentes, muchos de ellos perfectamente organizados para obtener comida a como diera lugar. Resultaba prácticamente imposible circular en auto o en autobús sin que una horda de desarrapados se abalanzara con el semáforo rojo a pedir unas monedas por cantar, recitar, vender dulces, limpiar parabrisas o a cambio de seguridad. De nada sirvió el Plan de Limpieza y Disciplina que implementó el gobierno, que no era otra cosa más que cazar a los indigentes durante la noche. Lejos de desaparecerlos o intimidarlos, les proporcionaron el coraje para organizarse mejor: tenían varios escondites, ponían emboscadas a los policías, les robaron armas y municiones. Se convirtieron en una plaga que crecía cada día, pues la crisis se agudizó; y a mucha gente no le quedó más opción que unirse, incluidos policías y militares. Una rebelión organizada de gente muy pobre que había perdido todo y que por lo mismo ya no tenía nada que perder.

Yo logré conservar un empleo en una empresa que se dedicaba a catalogar, cotizar y sacar del país piezas de arte que pertenecían a gente adinerada. Me mantuve a flote con lo mínimo y, como estaba justo en el límite, los indigentes me dejaban en paz, sabían que pronto pasaría a formar parte de sus filas. Por eso me quedé dentro de los muros, porque cuando cerraron Santa Fe, yo estaba ahí y fingí formar parte del lugar.

–Me doy cuenta de que hace dos meses que no tiras toallas femeninas en la basura –dijo Georgina, pero yo no la escuchaba, sino que rememoraba que nunca supe lo que le ocurrió a mi familia, a Federico, a mis amigos.

–¿Escuchaste?

–¿Cómo? –pregunté desganada, segura de que Georgina iba a fanfarronear de su buena relación con la Central, como siempre hacía si le daba la más mínima oportunidad.

–Que hace ya dos meses que no tienes menstruación, ¿acaso estás embarazada sin permiso?

¡Mierda, chingao! Claro que no estaba embarazada, si ni siquiera salía del departamento, prácticamente no conocía a mis demás vecinos.

–Pues no, lamento decirte que no lo estoy. Cuando me estreso por el trabajo, la menstruación se interrumpe; no es la primera vez que me ocurre, como seguramente tú ya sabes –dije lo más tranquila que pude y fingí estar recogiendo algunos papeles del trabajo.

–¡Qué raro! ¿No será que eres del programa Infertilidad Saludable?

–No, ¿de dónde sacas eso?

Georgina se quedó un rato más en el departamento sin decir nada. Miraba el entorno como si fuera la primera vez que estuviera ahí; seguramente buscaba algún indicio de que yo mentía, alguna pista, algo que la ayudara a decidir si me acusaba o no.

–Bueno, pues a ver qué noticias tenemos mañana de la Central, hay taaaantas cosas de qué ocuparse –dijo al cerrar la puerta tras de sí.

Antes de implementar la Medida de Emergencia, la Central puso en marcha el programa Infertilidad Saludable, que consistía en esterilizar a los pobres, prácticamente a toda la población que andaba en las calles. A mí también me esterilizaron. La Central argumentó que era por nuestro propio bien, para no traer adefesios al mundo, pues el virus estaba ya en el aire, y los más expuestos, o sea, los más jodidos, corríamos un peligro mortal, sobre todo las mujeres que se embarazaban.

La Central prohibió a las personas esterilizadas que vivieran en Santa Fe. No me quedó mas remedio que fingir las menstruaciones cada veintiocho días. Sabía que revisaban nuestra basura y si veían desperdicios femeninos manchados no hacían mayores averiguaciones. Usaba acuarela, tomate y mis propios orines. Afortunadamente nadie confirmaba que se tratara efectivamente de sangre, seguramente el asco los detenía. Las que no tenían ese tipo de basura desaparecían para siempre.

Yo ya había pasado la edad fértil y no me habían obligado a tener un hijo, como hacían con todas las mujeres jóvenes, porque les servía más trabajando en los archivos. Hacía tres meses que había cumplido treinta y nueve años; me confié y pensé que ya no era necesario fingir mes con mes mi condición de fertilidad. En eso también tuve suerte, pues se sabía que había un grupo de sementales encargados de la reproducción al interior de los muros. “Hombres inteligentes y guapos, aptos para poblar el mundo con mejores personas.” Así rezaba el anuncio que a veces interrumpía mi trabajo en la pantalla de la computadora, advirtiendo que cuando llegara el momento no habría posibilidad de negarme y que en todo caso me estarían haciendo un favor. Nunca supe lo que ocurría con los niños y sus madres. El edificio donde yo habitaba estaba poblado por profesionistas, hombres y mujeres solos que realizaban algún trabajo para la Central; gente sin familia que, como yo, evitaba salir de sus departamentos y se limitaba a hacer sus labores en silencio.

Pinche Georgina. Como no pudo hacerse la importante para resolver el problema de la limpieza, se puso a hurgar donde encontraría más información de nosotros que en las viviendas: nuestra basura. Quién sabe qué otras cosas habrá averiguado del resto de los vecinos, pero por su aire de suficiencia no fueron pocas. En cuanto salió de mi departamento de seguro se comunicó con la Central y marcó la opción seis, que es la adecuada para acusar a los vecinos por la menor falta o sospecha. Una llamada de estas era suficiente para ser trasladado al otro lado del muro, sin investigación, ni preguntas.

Observé la pantalla, ahí seguían los mismos cinco cuerpos. La alarma de intrusos no había sonado en todo el día, lo cual resultaba todavía más inquietante que el silencio de la Central, pues los de afuera merodeaban día y noche. Y en un día tranquilo había hasta veinte descartados. Pero desde la noche anterior sólo había cinco. Acerqué la cámara lo más posible para tratar de identificar alguno de los cuerpos, les calculé de cuarenta a cincuenta años, tenían el rostro derretido, como si hubieran sido víctimas de un ataque con ácido. Además, sus manos tenían solamente tres dedos, el resto parecían cueros colgantes. Los rostros que alcanzaba a ver a través de la cámara tenían una expresión tranquila; eso me pareció o eso quise creer.

No pude dormir. Pensé que Georgina no tendría elementos para acusarme de nada, pero también sabía que la Central no investigaba y se tomaba muy en serio cualquier denuncia. Tenía miedo, pero no porque me echaran al otro lado del muro, sino porque presentía que algo diferente ocurría. El descuido del Servicio de Limpieza era muy raro, alarmante. Georgina, quien supuestamente tenía línea directa con la Central, tampoco logró que el Servicio de Limpieza hiciera su trabajo. Estuve merodeando con la cámara en los lugares que teníamos permitidos. El pasillo, la entrada del edificio, la parte del muro que me correspondía vigilar, y nada. De pronto noté una sombra que se desplazó rápidamente en la entrada del edificio. Fue algo fugaz, como si un fantasma hubiera atravesado corriendo de extremo a extremo el área que podía ver a través de la cámara. Suspiré, ya me había ocurrido en otras ocasiones. Alucinación depresiva, le llamaban. Se supone que es un síndrome que nos hace ver cosas que no existen y es producto de la soledad en la que vivimos. Dura unas horas y desaparece, pero si no desaparece y la Central se da cuenta, tienes que irte al otro lado del muro porque ya no sirves para vivir en sociedad. Aunque nunca he entendido a qué le llaman sociedad, si todos vivimos aislados, no nos conocemos y mucho menos interactuamos.

Di otro recorrido con la cámara y entonces no me quedó duda de que había un montón de sombras merodeando por la entrada del edificio, el muro e incluso el pasillo, justo afuera de mi departamento. Corrí hacia la mirilla y traté de observar, pero alguien había puesto un obstáculo. Regresé a la pantalla, los cuerpos del muro habían desaparecido. Traté de contactar a Georgina, pero no me contestó, y yo no podía comunicarme directamente si ella no me daba acceso. Llamé a la Central, me contestó la grabación de siempre y marqué la opción seis. Luego la comunicación se cortó. Tomé la pistola de plástico y apunté a la pantalla que reflejaba decenas de sombras que iban de un lado a otro, pero no me atreví a accionar el gatillo. Creí que venían a rescatarnos, no sé por qué cruzó esa idea por mi cabeza. ¿Será la gente que vive del otro lado del muro o será alguien más? ¿Cómo saberlo?

Agucé el oído pegado a la puerta del departamento, pero no escuché nada. Entonces abrí. Si habían traspasado el muro, yo quería verlos, saber quiénes eran. Sobre la mirilla había un chicle pegado; eso era todavía más extraño porque las golosinas estaba prohibidas, así como el alcohol, el cigarro, el azúcar, la sal. Era una medida preventiva para mantenernos sanos y no gastar en servicios médicos, porque si uno se enfermaba se convertía en un intruso.

El chicle color rosa aún estaba suave y en un extremo se veía la marca de un diente. Entonces una cascada de recuerdos aparecieron en mi mente. Recordé a mis padres, hermanos, amigos y a Federico, que se habían quedado del otro lado. Las demás puertas estaban cerradas y no escuché nada. Toqué el timbre de Georgina; no me abrió. Estuve un rato mirando de un lado a otro. Luego me aventuré a las escaleras, pero la puerta que les da acceso estaba sellada. Llamé al elevador; mientras esperaba pensé que alguien vendría dentro, pero llegó vacío.

Regresé a mi departamento; la pantalla estaba apagada, intenté encenderla varias veces sin éxito. Me recosté, estuve largo rato recordando mi vida pasada, antes de las Medidas de Emergencia, antes del Plan de Limpieza y Disciplina, antes de la gran crisis. Me quedé dormida de tanto llorar, ¿cómo había sido capaz de olvidar todo aquello durante diez años?

–Corazón, mi vida, ¿ya te levantaste? –la inconfundible voz melosa de Georgina me despertó–. Ya es tarde, ¿eh? Tu jornada está por comenzar.

No le contesté, me di un regaderazo rápido y me preparé café. Encendí la computadora y me dispuse a trabajar. Todo había sido un sueño, pensé, al ver la pantalla que funcionaba perfectamente; al otro lado del muro no había ni rastro de los cuerpos del día anterior. Luego observé el pasillo y la parte exterior del edificio: todo tranquilo.

–Mi vida, ¿ya estás trabajando? Sólo te quiero preguntar algo, no te quiero interrumpir, eso que me decías de la menstruación…

–¡Basta Georgina, deja de dar lata, chingá, estoy trabajando! –estaba de malas y en ese momento me daba igual que llamara a la Central para acusarme. Por fin dejó de molestar. Yo no lograba concentrarme, los recuerdos se arremolinaban en la memoria. Extrañaba mi vida anterior, a la gente que amaba, ¿qué caso tenía mantenerse con vida completamente aislada, muerta de miedo, sin gente querida y encima asesinando a los que se hallaban del otro lado del muro?

Poco antes de la comida Georgina tocó a mi puerta. Estaba por correrla cuando me jaló hacia su departamento. Estaba pálida y le temblaba la barbilla. Sin decir palabra me mostró su pantalla, mucho más grande que la mía y con varios recuadros pequeños para tener una visión más amplia de nuestro entorno. Había gente en Santa Fe: los de afuera habían logrado entrar; eran miles de personas deformes, organizadas en grupos que entraban a las torres; traían armas de todo tipo, ropa adecuada para un combate. Nuestra torre era la última y estábamos justo al lado de una que se había derrumbado; las minas no habían soportado tanto peso y prácticamente se tragaron al edificio. Había una especie de cráter y los de afuera ya lo estaban atravesando. Georgina hizo varios intentos por llamar a la Central, estaba desesperada, lloraba y repetía una y otra vez: “No me pueden hacer esto a mí, desgraciados, no me pueden hacer esto a mí”. Su desconsuelo se debía a que no se la habían llevado a un lugar seguro, si es que alguien pudo escapar.

Me levanté de un salto y dejé a Georgina sollozando, llamé al elevador y bajé a la planta baja. Los intrusos se aproximaban corriendo y yo abrí los brazos, creí ver a Federico y a mi hermano. Luego vi que levantaban las armas y me apuntaban, como en un videojuego.

Jaulas vacías

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