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¿QUÉ ESTÁS SOÑANDO?

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La pregunta en un susurro la hizo sobresaltarse: “¿Qué estás soñando?” Miró alrededor todavía amodorrada, pero con el susto ahuecándole el estómago. No había nadie. Se dejó caer en la almohada y apretó los ojos.

El recuerdo del día, meses atrás, en que Yolanda desapareció regresó a su mente con una claridad abrumadora: al salir del elevador un sábado, pasado medio día, percibió el olor a esmalte de uñas que tanto detestaba. Lo habían hablado varias veces. “Píntate las uñas cuando no esté en casa y abre las ventanas para que se vaya la peste.” Azotó la puerta en cuanto el pestillo dio de sí. Creyó que la encontraría aplastadota en el único sillón del departamento, con los pies sobre el cristal de la mesa de centro, en la que habría varias botellitas de barniz de distintos colores y una cerveza en el piso. En efecto se topó con la escena que conocía tan bien, pero de Yolanda, nada. Abrió la puerta del baño sin tocar: nadie. Las pantaletas de ambas estaban colgadas una en cada llave del agua de la regadera. Las de ella, grandes y de algodón; las de Yolanda, diminutas y de encaje. Descubrió la taza del excusado lleno de mierda y la coladera de la regadera tapizada de los pelos tintados de azul de Yolanda. Ya le había dicho que los recogiera cada vez que se bañara, porque le daba asco toparse con ese conjunto de cabello celeste que no sólo obstruía el desagüe, sino que adquiría formas caprichosas como insectos repugnantes.

Dentro de la habitación desordenada tampoco encontró a Yolanda. Había ropa regada por todas partes. Varios pares de zapatos tapizaban el área de la duela cerca del clóset. Sobre el espejo con marco de latón colgaba un par de vestidos, entre los que reconoció uno que tenía rato sin encontrar y que pensó que estaría perdido en las profundidades de sus cajones. “Trampa, mentira”, esas dos palabras fueron las primeras que se le vinieron a la mente. Regresó a la sala y, después de meditar durante algunos segundos, tuvo el presentimiento de que la encontraría en su habitación; la muy cínica quizás estaría hurgando en sus cajones, en su armario. Le pareció raro que, con todo el escándalo, Yolanda no hubiera salido a su encuentro con esa sonrisa encantadora de “no rompo un plato” con la que lograba, con harta frecuencia, salirse con la suya. Pero en su cuarto tampoco estaba, a pesar de los indicios de que seguro había estado ahí momentos antes. Leticia solía ser sumamente ordenada y meticulosa con sus cosas, de modo que los cajones abiertos con la ropa regada y los cosméticos abiertos sobre el tocador no eran obra de ella.

Regresó a la sala desconcertada; el enojo iba y venía en oleadas intensas. Yolanda era desordenada, olvidadiza y confianzuda, pero se conocían hacía tanto que Leticia le tenía cariño y habían aprendido a convivir juntas.

Las preguntas se arremolinaron en su cabeza: ¿Y si le pasó algo?¿Y si alguien entró a casa? Observó la sala, no parecía faltar nada; la televisión, el aparato de sonido y las bocinas estaban en su lugar. De hecho había un disco en la tornamesa, uno de Thelonious Monk que Yolanda jamás escuchaba porque la aburría.

En su habitación, la computadora, la impresora y la cámara estaban en su lugar; apenas movidas de sitio, lo que confirmaba que el huracán Yolanda habría removido las cosas. Abrió el cajón de emergencias; el dinero estaba intacto. Luego revisó la puerta debajo del cajón de su buró y sacó la cajita que estaba hasta el fondo del joyero. Ahí reposaban las únicas joyas de valor heredadas de su abuela: arracadas de oro, un collar de perlas con un broque elaborado de plata antigua, y un brazalete con turquesas.

Intrigada, y ya con un naciente terror en la boca del estómago, regresó a la habitación de Yolanda. Entre el caos, pudo identificar no sólo la computadora, impresora, cámara, tablet y otros artefactos electrónicos para jugar videojuegos. También vio la bolsa que siempre cargaba y, dentro, la cartera, las llaves del departamento, las llaves de casa de sus papás, sus identificaciones y hasta el carnet médico de su gatito que había muerto recientemente.

Se paralizó. Todo el coraje que había acumulado minutos antes ahora era pura desesperación e incertidumbre. No se atrevía a llamar a los padres de Yolanda para no alarmarlos. Se tranquilizó con la idea de que seguramente regresaría en cualquier momento, alegando que había salido por un mandado y había olvidado las llaves y el dinero y todo.

Leticia permaneció durante varios minutos sin saber qué hacer. Cada que escuchaba un sonido, por sutil o lejano que fuera, se sobresaltaba y miraba esperanzada a la puerta. Como no aparecía, llamó al chico con el que su amiga llevaba dos semanas saliendo. Lo conoció en una tienda de discos a donde Yolanda fue –le confesaría después– a sustituir un disco de Leticia, que había arruinado por descuido. Era un disco de música de los setenta que tenía en la portada la foto de un tipo con gafas de montura gruesa y cabello medio largo negro. “Nada que ver con tus gustitos refinados”, se burlaba Yolanda, que ponía el disco una y otra vez porque era el único que le gustaba, hasta que terminó por rayarlo. Yolanda confesaría que acudió a varias tiendas de acetatos hasta que encontró exactamente el mismo disco, con la misma portada, para reemplazarlo antes de que Leticia se diera cuenta. Justo ahí conoció a Alonso.

Leticia lo llamó y llegó casi de inmediato.

–¿Andabas por aquí?

–Sí, muy cerca, de hecho venía para acá, quedé de pasar por ella –afirmó mientras veía la hora, 5:30 de la tarde–. Claro que no iba a estar lista, lo sé, de hecho andaba buscando un café donde meterme –manipuló el celular–. ¿Ya le marcaste, verdad?

A Leticia no se le había ocurrido. De pronto los dos se quedaron quietos, al escuchar la canción de Cri-Cri. Anduvieron por el departamento en busca del celular. Primero buscaron en la recámara, pero el sonido prácticamente desaparecía ahí dentro. En la habitación de Leticia tampoco estaba, ni en la cocina ni en la sala; lo hallaron en el baño, dentro de un cesto donde Yolanda guardaba cosméticos.

–Ella jamás saldría sin su celular.

Leticia estaba de acuerdo, pero no dijo nada. Yolanda era capaz de salir sin llaves, dinero o zapatos, pero por nada del mundo dejaba el celular.

Alonso inspeccionó el baño con cuidado; si el celular estaba allí, sin duda habría sido el último lugar donde estuvo antes de desaparecer. Nada tenía sentido. Sus chanclas y toalla estaban secos, en su sitio. Fue cuando vio la mierda en el escusado.

–Así estaba cuando llegué –dijo apenada mientras accionaba la palanca–. No sé por qué la dejé ahí. ¿Llamamos a su familia?

–No sé. No sé.

Ambos removían las cosas de Yolanda en su habi tación. Recogían y doblaban la ropa, acomodaban los objetos esparcidos, como si el orden pudiera traerla de vuelta. Aprovecharon para hurgar en los cajones, donde no encontraron nada extraño: ropa, bisutería, libretas, cosméticos, chucherías, tarjetas de presentación y notas sin importancia, direcciones, folletos, boletos de espectáculos a los que habría acudido.

Yolanda no apareció ese día, ni al siguiente ni una semana después. La búsqueda emprendida por la familia, Alonso y Leticia resultó infructuosa. Pasaron semanas que se convirtieron en meses. Leticia se habituó a vivir en un estado de alerta permanente, buscaba a su amiga en los miles de rostros que se topaba por las calles, esperaba que en cualquier momento se abriera la puerta y Yolanda saludara, cantarina y despreocupada.

A pesar de que despertaba varias veces sobresaltada, Leticia permaneció en el departamento a petición de la familia de Yolanda, pero la espera se hizo insoportable, angustiosa. Solía escuchar pasos, suspiros en la habitación contigua, incluso la música que le gustaba, como una prueba de que Yolanda no estaba lejos; es más, que ni siquiera se había marchado del departamento. Varias veces estuvo a punto de gritar de terror al percibir con una claridad escalofriante los pasos de Yolanda, que se dirigían a su habitación cuando padecía insomnio y le pedía que la dejara dormir en su cama.

Jaulas vacías

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