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FE Dios como nosotros lo concebimos: el dilema de la incredulidad Abril de 1961
ОглавлениеLa frase, "Dios como nosotros lo concebimos” es tal vez la expresión más importante que se encuentra en el vocabulario de AA. Estas cinco significativas palabras tienen un alcance tal, que en ellas se puede incluir todo tipo y grado de fe, junto con la seguridad absoluta de que cada uno de nosotros puede escoger la suya propia. De igual importancia para nosotros son las expresiones complementarias: "un poder superior" y "un poder superior a nosotros mismos". Para todos los que rechazan la idea de un dios o que ponen seriamente en duda la existencia de una deidad, estas palabras enmarcan una puerta abierta por cuyo umbral el incrédulo puede dar fácilmente su primer paso hacia una realidad hasta ahora desconocida para él: el reino de la fe.
En AA tales adelantos ocurren todos los días. Son todavía más extraordinarios si tenemos en cuenta que, tal vez, para la mitad de nuestros más de 300.000 miembros actuales, una fe efectiva parecía ser en una época una imposibilidad de primera magnitud. Todos estos escépticos han hecho un gran descubrimiento: en cuanto pudieron depender principalmente de un “poder superior” — aunque fuera su propio grupo de AA — salieron de esa curva ciega que siempre les había impedido ver el camino despejado. A partir de ese momento — suponiendo que se hubieran esforzado por practicar el resto del programa de AA con una mente abierta y tranquila — una fe cada vez más amplia y profunda, una auténtica dádiva, invariablemente había hecho su a veces inesperada y a menudo misteriosa aparición.
Es de lamentar que los muchos alcohólicos que nos rodean desconozcan estas realidades de la vida de AA. Tantos de ellos se encuentran obsesionados por la tétrica convicción de que, si tan sólo se acercan a AA, se verán presionados a someterse a algún tipo determinado de fe o teología. No se dan cuenta de que, para ser miembro de AA, no se exige nunca tener fe; que se puede lograr la sobriedad con un mínimo de fe, muy fácil de aceptar; y que nuestras ideas de un poder superior y de Dios como nosotros lo concebimos les deparan a todos la oportunidad de elegir entre una variedad casi ilimitada de creencias y acciones espirituales.
Uno de nuestros mayores desafíos de comunicación es cómo transmitir estas buenas nuevas; y tal vez, para este problema no haya una solución fácil y definitiva. Nuestros servicios de información pública quizás podrían empezar a destacar más enfáticamente este aspecto tan importante de AA. Y dentro de nuestras filas, sería bueno que cultiváramos una conciencia más compasiva del aislamiento y de la desesperación que sufren estas personas. Para acudir en su ayuda, debemos tener la mejor actitud posible, y recurrir a los esfuerzos más ingeniosos que podamos.
También podemos volver a considerar el problema de la “falta de fe” tal como se nos presenta a nuestras puertas. Aunque 300.000 se han recuperado en el curso de los pasados 25 años, unos 500.000 más han cruzado el umbral de nuestra Comunidad para luego dar la vuelta y apartarse de nosotros. Algunos, sin duda, estaban demasiado enfermos incluso para comenzar. Otros no pudieron o no quisieron admitir que eran alcohólicos. Otros más no podían hacer frente a sus defectos de personalidad subyacentes. Muchos se alejaron por otras razones.
No obstante, de poco nos serviría echar toda la culpa de todas estas malogradas recuperaciones a los mismos recién llegados. Es posible que muchos de ellos no recibieran la calidad y cantidad de apadrinamiento que tan urgentemente necesitaban. No nos comunicamos con ellos cuando tuvimos la oportunidad de hacerlo. Esto quiere decir que nosotros los AA les fallamos. Tal vez con más frecuencia de la que creamos, seguimos sin comunicarnos en profundidad con aquellos que sufren el dilema de la incredulidad.
No hay nadie más sensible a la arrogancia espiritual, la soberbia y la agresividad que estas personas, y no cabe duda de que nosotros lo olvidamos demasiado a menudo. Durante los primeros años de AA, casi arruiné toda la empresa con esta especie de arrogancia inconsciente. Dios como yo lo concebía tenía que ser así para todos. A veces, mi agresividad era sutil, y otras veces muy ruda. Pero de cualquier forma era injuriosa — y tal vez letal — para numerosos incrédulos. Huelga decir que estas actitudes no se manifiestan únicamente en el trabajo de Paso Doce. Es muy probable que vayan infiltrándose en nuestras relaciones con todo el mundo. Hoy todavía, me veo en ocasiones proclamando ese mismo refrán obstaculizador: “Haz lo que yo hago, cree lo que yo creo, o si no…”
El relato que cuento a continuación nos ilustra lo cara que nos resulta la soberbia espiritual. Un candidato de opiniones bastante arraigadas llegó acompañado a su primera reunión de AA. El primer orador se concentró en sus propias costumbres de bebedor, y parecía haberle causado al candidato una gran impresión. Los dos siguientes oradores (casi diría predicadores) iban dilatándose sobre el tema “Dios como yo lo concibo”. Sus charlas pudieron haber tenido buen efecto, pero no fue así en absoluto. El problema estaba en su actitud, en la forma en que presentaban sus experiencias. Rezumaban soberbia. De hecho, el último en hablar se pasó de la raya hablando de sus convicciones teológicas personales. Con perfecta fidelidad, ambos estaban repitiendo mi actuación de los años anteriores. Implícita en todo lo que decían –— sobreentendida — estaba la idea: “Escúchennos. Nosotros tenemos la única verdadera versión de AA, y más vale que ustedes nos emulen”.
El principiante dijo que no podía aguantar más, y no pudo. Su padrino trató de explicarle que AA no era realmente así. Pero ya era tarde; después de esa experiencia, nadie podía llegarle al corazón. Además, tenía un pretexto de primera categoría para irse de borrachera. Según las últimas noticias que tuvimos de él, parecía tener una cita prematura con la muerte.
Afortunadamente, hoy en día rara vez vemos tal descarada agresividad en nombre de la espiritualidad. No obstante, podemos sacar algún provecho de este triste episodio. Podemos preguntarnos si, en formas menos obvias pero igualmente destructoras, no somos más propensos de lo que creemos a arranques de soberbia espiritual. Creo que esta clase de autoexamen, si nos aplicamos diligentemente a hacerlo, podría sernos muy provechoso. Nada podría aumentar con mayor seguridad la comunicación entre nosotros mismos y con Dios.
Hace muchos años, uno de los llamados incrédulos consiguió que yo me diera muy clara cuenta de eso. Era médico; y uno de los buenos. Lo conocí a él y a su mujer, María, en casa de un amigo mío en una ciudad de Medio Oeste. Nos encontramos en una velada puramente social. Mi único tema era nuestra comunidad de alcohólicos, y yo estaba casi monopolizando la conversación. No obstante, el doctor y su señora parecían estar sinceramente interesados, y él me hizo muchas preguntas. Una de estas preguntas me suscitó la sospecha de que era agnóstico, o tal vez ateo.
Esta sospecha me sirvió de impulso, y me puse a convertirlo en ese mismo momento. Con suma gravedad, yo alardeaba de mi dramática experiencia espiritual del año pasado. El médico muy afablemente me preguntó si tal vez esa experiencia no pudiera haber sido algo distinto de lo que yo creía. Este comentario me hirió y estuve muy descortés con él. No me había hecho ninguna provocación; al contrario, el doctor era un hombre muy caballeroso, con buen humor, e incluso respetuoso. Me dijo, con aire pensativo, que a menudo le hubiese gustado tener una fe tan firme como la mía. Pero estaba muy claro que yo no había logrado convencerlo de nada.
Tres años más tarde, volví a visitar a mi amigo del Medio Oeste. María, la esposa del médico, nos hizo una visita y me enteré de que su marido había muerto la semana anterior. Muy conmovida, María empezó a hablar de él.
Hijo de una distinguida familia de Boston, se había graduado en la Universidad de Harvard. Terminó sus estudios de manera brillante y podría haber llegado a ser un médico renombrado. Pudo haber tenido una carrera muy lucrativa, y disfrutando de una vida social entre viejas amistades. En lugar de seguir este curso, se empeñó en trabajar como médico de una empresa situada en una ciudad industrial desgarrada por conflictos sociales. Cuando María de vez en cuando le preguntaba por qué no volvían a Boston, solía tomarla de la mano y decir: “Tal vez tienes razón, pero no puedo convencerme de salir de aquí. Creo que la gente de la compañía realmente me necesita”.
María nos contó que no podía acordarse de haber oído a su esposo quejarse seriamente de nada, ni criticar amargamente a nadie. Aunque parecía encontrarse perfectamente bien, el doctor había bajado su ritmo durante los últimos cinco años. Cuando María lo animaba a salir por las tardes, o trataba de conseguir que llegara a tiempo a la oficina, él siempre respondía con alguna excusa válida y afable. Solo cuando cayó súbita y mortalmente enfermo, ella llegó a enterarse de que durante todo ese tiempo había padecido de un mal cardíaco que lo hubiera podido matar en cualquier momento. Con excepción de un solo médico de su equipo, nadie tenía idea de lo que le pasaba. Cuando ella se lo reprochó, él dijo simplemente: “No podía ver de qué serviría hacer que la gente se preocupara por mí, especialmente tú, querida”.
Ésta es la historia de un hombre de gran valor espiritual. Se pueden ver claramente sus atributos: el humor y la paciencia, la amabilidad y el valor, la humildad y la dedicación, la generosidad y el amor — un ejemplo al que yo tal vez nunca podré ni siquiera aproximarme —. Éste era el hombre a quien yo había reprendido y tratado con condescendencia. Éste era el “incrédulo” a quien yo había pretendido instruir.
María nos contó esta historia hace más de veinte años. En ese momento, por primera vez, caí repentinamente en la cuenta de lo muerta que puede ser la fe, si no va acompañada de la responsabilidad. El doctor tenía una creencia inamovible en sus ideales. Pero también practicaba la humildad, la sabiduría y la responsabilidad. De ahí su demostración ejemplar.
Mi propio despertar espiritual me dio una fe sólida en Dios — una verdadera dádiva —. Pero yo no había sido ni humilde ni sabio. Al alardear de mi fe, olvidé mis ideales. La soberbia y la irresponsabilidad los habían reemplazado. Al apartarme así de mi propia luz, tenía poco que ofrecer a mis compañeros alcohólicos. Por lo tanto, para ellos mi fe estaba muerta. Por fin, vi por qué muchos de ellos se habían apartado — algunos para siempre —.
Por ello, la fe es mucho más que nuestra más preciada dádiva; compartirla con otros es nuestra mayor responsabilidad. Ojalá que nosotros, los AA, busquemos continuamente la sabiduría y la buena voluntad que nos permitan cumplir con la obligación que el dador de todas las dádivas perfectas nos ha encomendado.