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Recorridos

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El recorrido era siempre el mismo. Mi padre lo repetía todas las jornadas. Tardaba unos diez minutos desde el patio de su casa hasta la parada del autobús. Cruzaba las calles de la ciudad vieja, calles a veces sucias, otras brillantes, pero siempre resbaladizas. Las casas de la calle Alta eran grises y apocopadas, mientras que algunos edificios de la calle Baja estaban pintados de colores vivos; incluso un caserón de piedra resistía en los días calurosos, conservando el frescor de la mañana en el patio interior. La calle Alta no le miraba. La calle Baja realmente le sonreía.

Por aquellos años, en la calle Alta se había ubicado un retén de policía. También se podía ver un antiguo refugio de la Guerra Civil, de cuando el rebelde bombardeaba Valencia. En los años setenta habían llegado los pubs de música anglosajona. Después la heroína y el SIDA devastó a buenos muchachos. Luego aparecieron las tiendas de ropa y, en la actualidad, los pequeños restaurantes dedicados a la caza del turista.

Mi padre recorrió esas mismas calles y esas mismas esquinas hasta que se jubiló. Día tras día. Si se dio cuenta de los cambios del barrio con el paso de los años, nunca lo dijo. Los barrenderos lo saludaban todas las mañanas. Era muy educado y nunca se olvidaba de dar los buenos días matinales. Pero se fijaba poco en los detalles. Cuando llegaba a casa nunca comentaba nada. Todo estaba bien. Con su periódico abierto en el sofá, nos besaba antes de salir para el colegio. Con frecuencia, daba pequeños silbiditos que podían interpretarse como impaciencia, pero quizá fuera una forma de rellenar silencios incomprensibles para él.

Casi nunca estuvo enfermo. Siempre se afeitaba, siempre vestía con su corbata de contable, que le protegía frente a la incertidumbre.

En aquellos años, las mujeres baldeaban la acera junto al patio de sus viviendas, de su droguería o de su ultramarinos. Al pasar mi padre, quizá se percatasen de que, con los años, ese hombre que les saludaba iba blanqueando su pelo y cambiando sus gafas, de pasta negra a metal.

El resto de su aspecto permanecería inmutable: su corbata, su traje sin arrugas, su camisa prudente y la espalda recta. Puede que alguna mujer más atrevida le dijera «buenos días, Stewart Granger». Él nunca lo mencionó. En las reuniones familiares, mi madre comentaba orgullosa que a mi padre lo confundían con ese actor norteamericano famoso en aquel tiempo. Su marido siempre le había conferido una seguridad sólida, basada en el orden de las cosas y las cosas en orden. Todo en su sitio. Pero llegó el día en el que Stewart Granger perdió la seguridad en algún recoveco oscuro de la memoria. Fue años después de jubilarse cuando comenzó a notar que el equilibrio se iba deshaciendo, poco a poco, pero de forma inexorable. ¿Mundo, qué mundo? Mi madre se dio cuenta de que el suelo era inestable, que las agarraderas de su existencia cotidiana desaparecían a medida que mi padre penetraba más y más en la nube espesa del olvido. Finalmente, llegó un momento en que ella decidió no perdonar a la vida.

Desde hace unos meses, mi padre ya no puede ir solo por esas calles. A veces le llevo a caminar cogido del brazo y repetimos el recorrido que hizo miles de veces durante más de cuarenta años. Cuando nos cruzamos con una bicicleta en dirección contraria, levanta los brazos gritando monosílabos al ciclista. Me hace pensar, ya que protesta como si aún permaneciera en él la idea primigenia de un equilibrio de fuerzas en el mundo y esa bicicleta fuese un objeto que rompiera ese equilibrio. Pero sé también que son vivencias que salen de un callejón de la memoria para luego perderse en el siguiente.

Ahora que ya no se acuerda de su trabajo y tampoco de estas calles y de estas esquinas, sigue mirando las casas. Se sorprende de lo bonitas que han quedado con una nueva, aunque ilusoria, mano de pintura. Cuando lo dice es posible que la calle vuelva a sonreír a su paso, aunque no nos demos cuenta.

De repente se detiene y me señala un edificio. Vacila para encontrar las palabras, sin éxito. Lo que sí consigue es ensamblar dos o tres frases con sustantivos erróneos y verbos ininteligibles que dan, al menos, una pista para que en tu mente se forme la idea que quiere transmitir. Sí, papá, eso es, esa era tu escuela de pequeño. Me gustaría decirle que lo siente más que lo recuerda. Quizá alguna vez se lo diga, aunque no lo entienda. Silbiditos.

Por esas calles acompaño a mi hijo a la escuela. Doblo las esquinas, resbalo en los adoquines húmedos, saludo a los barrenderos. Miro a mi hijo y me doy cuenta de que su brazo algún día también me conducirá entre estas casas tan bonitas y tan bien pintadas mientras yo juego al escondite entre setos de ciprés.

En el umbral del futuro

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