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El simurg te protegerá

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—¡Ven aquí! No te vayas, Suth. No me des la espalda cuando te hablo. ¡Estás despedido, imbécil! ¡Y voy a acabar contigo! —El jefe golpeó con furia la mesa repleta de papeles.

Suth salió del despacho, se desabrochó la chaqueta y bajó las escaleras del edificio de la empresa, saltando los escalones de tres en tres sin detenerse ni mirar atrás. Sujetaba el maletín negro en su mano derecha, pero al llegar al piso séptimo lo dejó caer por el hueco de la escalera.

Ya en el vestíbulo, se aflojó el nudo de la corbata y se dirigió a la puerta de salida. Antes de cruzar el umbral, vio al conserje recoger los papeles dispersos por el suelo y los pedazos del ordenador portátil, junto al maletín destrozado. El bedel se quedó mirándole en espera de una explicación, pero solo recibió un mohín de Suth mientras atravesaba la puerta giratoria de salida.

Ya en la calle, arropado por el ruido de los automóviles, los bocinazos y una sirena de ambulancia, fue capaz de mirar hacia arriba del edificio Saltman, contemplando el enorme letrero de Saltman Farmacéutica S.L., tal como había hecho cada día en los últimos cinco años de trabajo como técnico comercial.

Suth subió a un taxi para que le llevara a la plaza principal de la ciudad. Ya sentado en el vehículo, por fin pudo respirar hondo. Estaba muy cansado. Cansado de soportar la cara del jefe todos los días. Cansado de la patraña diaria de visitar a los médicos y tener que ofrecer maravillas por fármacos que realmente eran un camelo.

Y el jefe seguía, semana tras semana, con su mantra: «Suth, falta el último Excel de visitas»; «Suth, este mes la facturación del hospital Trust ha caído un veinte por ciento, no habrá paga de incentivos; como siga así la cosa, tendremos que replantear tu situación en la empresa».

No hizo falta. Suth había entregado en comisaría una grabación del último seminario de estrategia de ventas. En aquella reunión, su jefe se había jactado de que todo el contenido del material publicitario era tan real como un dinosaurio llevándote el desayuno a la cama. Así, sin ninguna precaución, sintiéndose un dios impune. Y esa misma mañana, antes del despido, le habían llamado para declarar en comisaría.

La decisión de grabar al jefe durante la reunión fue provocada por el cansancio crónico y por uno nuevo: la falta de sueño al tener que estar con su madre, ingresada en el hospital desde hacía varios días.

Su vida a partir de entonces quedaba en el aire, pero tampoco le importaba. Su respiración era cada vez más profunda, como si el diafragma templara las vísceras de la barriga. Era una sensación agradable, liberadora.

El taxi llegó a su destino.

Abrió la portezuela y le cegó la inmensidad luminosa de la plaza principal de Farqh.

Suth, tras un hondo suspiro, se ajustó la túnica, que todavía conservaba el blanco crudo correspondiente a su origen noble. El sol del mediodía apretaba y las gotas de sudor se escurrían por las sienes. A través de las sandalias notaba el calor que desprendían las grandes losas de la plaza. No se fijó en los puestos del mercado semanal, donde abundaba la oferta de artesanía de la luna Trashímedes, con grandes descuentos para los farqhianos. Suth hoy no tenía tiempo para detenerse, aunque le gustaba vagabundear entre los puestos del mercado. La última vez compró un pivotante sacrílego que situó en el centro del jardín de su mansión, junto a la fuente arcoíris.

Cruzó la plaza de extremo a extremo, rechazando las cintas transportadoras automáticas, y llegó a la puerta del gran edificio plateado, sede del ministerio de la Concordia. Su estructura de acero y aluminio refulgía de tal forma que tuvo que fruncir la mirada para poder ver las imponentes puertas de acceso, cuyas hojas eran de vidrio púrpura.

Una vez dentro del enorme vestíbulo, vio colgado en el techo el simurg disecado, de unos siete metros de longitud hasta la última pluma de su cola, con la cabeza de perro, las garras de león y su plumaje de colores. Las paredes de mármol de la estancia parecían veteadas de colores rojo, verde, violeta y amarillo, consecuencia de la luz reflejada al atravesar las alas del ave mitológica. Suth se sintió animado: un simurg siempre ofrecía energía para avanzar en el camino y sofocar los miedos.

Se detuvo en el centro del recinto, sobre las baldosas que constituían el círculo del escudo del Estado, con las sandalias de cuerda tapando la inscripción pridie nonas renuntium, tal como fue descrito en el origen vindolanio del régimen actual.

Se dirigió hacia el ascensor del edificio principal, una estructura de aluminio de dos puertas, con un foco redondo y palpitante en su lateral derecho, que interaccionaba con las órdenes de los usuarios. La torre del Ministerio de la Concordia alcanzaba ciento treinta pisos. Algunas mañanas se podía observar las plantas superiores envueltas en nubes grises y espesas, como si el edificio fuera engullido por el cielo.

Se dispuso a subir. Miró el reloj sónico que llevaba en la muñeca izquierda y acercó la otra mano para programar el ascensor hasta el piso 77. Pero antes de concluir el proceso, las puertas se abrieron y apareció una mujer que se disponía a salir, con una túnica azul y mirada aburrida. Sin embargo, se detuvo y dijo, dirigiéndose a Suth:

—Vaya, no me aclaro con el nuevo reloj sónico. He vuelto a bajar cuando quería subir más alto. Pase, pase usted, que lo acompaño para arriba.

—A mí también me pasa. Si quiere, intento programar el ascenso, a ver si tengo más suerte.

—Gracias, será lo más fácil.

La mujer sonrió y Suth se quedó mirándola durante un instante. Era guapa, se dijo, mientras sentía un escalofrío por la espalda. Detrás de ella había un carrito de bordes dorados que transportaba dos maletas de acero liviano.

Enfrentó el reloj con el foco yuxtapuesto y entró en el ascensor.

Las puertas se cerraron. Notó el tirón del cable. El recubrimiento de las paredes del ascensor era de baquelita gris, con múltiples desconchados de bordes geográficos. Al lado de la botonera, junto al piso trece, había una A con el círculo anarquista que alguien había dibujado con una navaja. En el suelo había dos papeles arrugados.

Miró hacia el espejo del elevador, y lo que vio no le gustó demasiado. Ojeras, cansancio, un traje gris arrugado con brillos inoportunos por el desgaste. Se ajustó el nudo de la corbata, aunque el calor era intenso. El ascensor traqueteaba en cada piso y subía muy despacio. Lo conocía bien, pues durante toda la semana lo había utilizado diariamente, ya que su madre permanecía ingresada en ese hospital. Sólo él la visitaba, su única familia. No le habían dado esperanzas. Podría morir en cualquier momento, pero al menos estaba en un coma sereno. A sus treinta y dos años se quedaría definitivamente huérfano. Era una certeza, quizá la única que tenía sobre su futuro en este momento. Hoy se había complicado todo más, pero habría que resistir.

Suth miró a la mujer que le acompañaba en el ascensor. El uniforme azul de la empresa de limpieza le hacía parecer más joven, pero ya rondaría los sesenta. Su rostro traslucía un hastío crónico.

Llegaron al piso decimoquinto. Dejó pasar a la mujer, que recogió los papeles del suelo antes de salir, y marchó al otro extremo del corredor, arrastrando el carrito de la limpieza. Suth recorrió el pasillo que tan bien conocía. Fue revisando las placas de las habitaciones: 1507, 1508, 1509, 1510. Había llegado.

Pero, durante un segundo, antes de atravesar la puerta, tuvo el convencimiento de que mientras viviera en Farqh y contara con la protección del Simurg, la vida nunca le derribaría.

En el umbral del futuro

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