Читать книгу La araña negra, t. 1 - Висенте Бласко-Ибаньес, Blasco Ibáñez Vicente - Страница 2

PROLOGO
II

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Entró en el despacho don Tomás, arrastrando con tanta humildad sus hábitos clericales, que su tierna mirada parecía pedir perdón a la alfombra, porque la rozaba con los bajos de la sotana.

Su edad, unos cincuenta años; su estatura, más que regular; su defecto físico saliente, un arqueo de espaldas que casi llegaba a ser joroba, y su rostro, el de un hombre que en su juventud tuvo el pelo rojo y ahora, por causa de las canas, lo ostenta de un color indefinido y sucio; sus mejillas chupadas, su boca contraída por una eterna sonrisa, mezcla de la mansedumbre del esclavo y de la abnegación del mártir, pero que en ciertos momentos desaparece para que pase con la rapidez del relámpago una expresión altiva, sarcástica y soberbia, que parece indicar que sobre aquellos labios está en su casa, pues representa el verdadero carácter del individuo.

En cuanto a los ojos, eran fieles imitadores de la boca, pues miraban con la dulzura de la paloma… cuando no tenían la misma expresión cruel, avarienta y cobarde del milano ladrón.

Saludó varias veces don Tomás con cierta cortedad, llevándose el mugriento sombrero de teja a la picuda nariz, hizo dos o tres genuflexiones, invocó la gracia de Dios para aquella santa casa y todos los presentes, y fué a sentarse en una silla inmediata a la que antes había ocupado don Esteban.

Este permanecía en pie en medio del despacho, mirando fijamente al don Tomás, que ponía su vista en todas partes menos en el rostro del militar.

Le conocía perfectamente don Esteban. Era el mismo cura que al entrar en el despacho había entrevisto tras el portier, atisbando en compañía de las monjas. Sin duda había seguido escuchando toda la conversación y entraba ahora como un recién llegado para auxiliar a la superiora.

– Maniobra jesuítica – se decía don Esteban – , buena para algunos imbéciles, pero que no sirve para mí. Este hombre debe ser de la célebre Compañía. Ahora veremos por dónde sale.

– Vaya, vaya – dijo en esto don Tomás, con su voz meliflua y humilde, al mismo tiempo que golpeaba acompasadamente una mano con otra, bondadosamente – . He venido a interrumpir a ustedes y lo siento mucho. Ha sido una verdadera inoportunidad el llegar a estas horas. Lo único que me consuela es que el asunto no será de gran interés, ya que la buena madre me ha permitido la entrada.

– Mire usted, caballero – contestó don Esteban, plantándose frente al cura con el aplomo de un soldado – . Ni cuanto esta señora y yo hemos hablado, ni el asunto que aquí me ha traído, le importan a usted nada; así es que hará muy bien en no mezclarse en ello. Por lo demás, le advierto que a mí no me gustan comedias en la vida, que las farsas las conozco inmediatamente, que usted ha oído escondido tras esa cortina todo cuanto hemos hablado, y que yo veré a mi hija a pesar de la oposición de esa señora y de la hipocresía de usted. Y den gracias que no me propongo llevármela, pues si en ello me empeñara, tenga por seguro que lo lograría, aunque hubiera de pasar por encima de usted, de esa monja y de todas las gentes que encierra esta santa casa.

– Conozco muy bien a don Esteban Alvarez – contestó el cura con su eterna sonrisa – para no dudar que sabe cumplir cuanto se propone, y más si es contra los respetos que se deben a las personas sagradas.

– Veo que no le es desconocido mi nombre y que no me equivocaba al creer que usted nos oía desde la puerta.

– Señor don Esteban – contestó el cura cambiando repentinamente su aspecto encogido y humilde por el aire de un hombre de mundo algo escéptico – . Con usted no valen engaños, cosa de que me alegro mucho, pues tampoco a mí me place la mentira. No he espiado tras esa cortina intencionalmente, como usted cree; pero sí debo manifestarle que he oído sus últimas palabras y a lo que usted viene aquí.

– Sabe usted amoldarse a todos los caracteres – dijo don Esteban con rudeza – . Es usted un perfecto jesuíta.

– ¡Jesuíta! ¡jesuíta! – exclamó el cura con un asombro angelical – . En España no hay jesuítas; los arrojaron ustedes el año 68.

– Eso no importa; saben disfrazarse muy bien tales parásitos, y si usted no lo es, merece serlo. Pero, en fin, esto nada me importa. ¡Adelante! ¿Decía usted?..

– Que por deberes de mi ministerio, hace tiempo que lo conozco a usted de nombre. He sido por algún tiempo el confesor de la baronesa de Carrillo… No haga usted por esto mala cara. Mi dirección espiritual data de corta fecha; yo no conocía a la señora baronesa en la época que usted tuvo con ella y su sobrina, la condesa, asuntos de que no hay por qué hablar ahora. Continuando en lo que decía, debo manifestarle que conozco sus pretensiones sobre la señorita Quirós, que se educa en este colegio por encargo de su tía la baronesa, su empeño en pasar por padre suyo y el cariño que dice profesarle, y, por tanto, comprendo esta situación y me felicito de haber llegado en ocasión para servir de intermediario entre usted, víctima ciego de su arrebatado carácter, y esta santa mujer que, esclava de sus deberes, no quiere faltar a las leyes del establecimiento que dirige.

La “santa mujer”, al oír que don Tomás, en vez de apoyarla enérgicamente, comenzaba por ceder, le dirigió una mirada, mezcla de sorpresa y reproche, a la que él contestó con otra rápida e intensa, que demostraba autoridad y parecía decir: – Confía en mí; de este modo lograremos más que con una ruda oposición.

– Según eso, ¿usted está dispuesto a influir para que yo vea a mi hija?

– Sí, señor; y al ruego de usted uno el mío para que la reverenda madre permita que venga aquí la señorita de Quirós. ¿Accede usted a ello, madre directora?

Esta, cada vez más asombrada y bajo la fascinación de aquel hombre que parecía ejercer sobre ella una gran influencia, contestó haciendo con la cabeza un signo afirmativo.

– Ahora mismo – continuó el cura – verá usted a esa señorita. Va usted a cumplir su deseo, pero antes, en interés a su bienestar y tranquilidad de corazón, le ruego que desista de su empeño y se retire.

– ¿Qué quiere usted indicarme con tan extraño consejo?

– Que esa señorita le odia a usted, pues se estremece de espanto al solo nombre de don Esteban Alvarez.

– ¡Imposible! ¡Temblar una hija ante el nombre de su padre! Eso es un absurdo; alguna infame maniobra de los jesuítas, de ustedes, miserables, que pretenden robarme cuanto amo en el mundo. ¡A ver… pronto… venga aquí mi hija! Ahora más que nunca necesito verla.

Don Esteban dijo estas palabras con tal entonación, que la superiora, temiendo volviera a repetirse la escena de momentos antes, hizo sonar el timbre de su mesa, ordenando a la hermana que se presentó en la puerta que fuera en busca de la señorita Quirós.

Pasaron algunos minutos sin que ninguno de los tres pronunciara una palabra. Don Esteban, cruzando el despacho en paseo precipitado, la faz contraída y la vista fija en el suelo; la superiora, inmóvil, y don Tomás, pasándose de vez en cuando su repugnante pañuelo de hierbas por la cara y aprovechando tal telón para dirigir a aquélla rápidas miradas de inteligencia.

Sonaron ligeros y menudos pasos al otro lado del portier; levantóse éste, y entró en el despacho, con desenvoltura encantadora, una niña de ocho años, morena, de grandes ojos, de nariz un tanto gruesa, y llevando con cierta gracia ingenua el ingrato y desgarbado uniforme del colegio.

Saludó con un respetuoso mohín a la monja y al capellán y se quedó mirando fijamente a don Esteban como si quisiera adivinar quién era aquel desconocido.

Este no se pudo contener. Sonrió con el dulce entusiasmo de un iluminado que en sus desvaríos ve la gloria, y abalanzándose a la niña con los brazos abiertos, dejó escapar las palabras de cariño que a borbotones acudían a sus labios.

– ¡Hija mía! Cada vez eres más semejante a tu pobre madre…

La niña, al sentir el abrazo rudo y cariñoso a la vez, el cosquilleo de los bigotes y el besuqueo de aquella boca ávida, miró a su directora y al confesor del colegio, como preguntándoles quién era aquel hombre.

– Señorita – dijo don Tomás, poniendo por primera vez serio su rostro y dando a sus palabras cierta intención – ; al señor lo conoce usted perfectamente. Es don Esteban Alvarez.

Fué algo más que emoción lo que aquella niña experimentó al oír tal nombre. Su cuerpecito tembló nerviosamente como si estuviera en presencia de un gran peligro, su rostro tornóse pálido, y desasiéndose rápidamente de aquellos brazos que la oprimían, dió un salto de algunos pasos mirando a todas partes, como si no supiera por dónde huir.

– ¡Cómo! ¿Qué es esto? – exclamó con extrañeza don Esteban – . ¿Huyes de mí? ¿Huyes de tu padre?

– ¡Mi padre! – dijo la niña con pasmo que la obligaba a balbucear – . ¡Qué horror! Usted no es mi padre. Usted es don Esteban Alvarez, el verdugo de mi mamá, el ángel malo de mi familia.

Don Esteban mostró en los primeros momentos un asombro cercano a la imbecilidad. Miró a su alrededor como si dudara de lo que había oído y dió algunos pasos hacia la niña; pero ésta, exhalando un grito de miedo, fué a refugiarse tras la superiora.

Este grito pareció volver a la realidad al angustiado padre. Miró con todo el furor propio de tan dramática situación al cura y a la religiosa, y rugió:

– ¡Infames! Habéis hecho más aún de lo que yo creía. Auxiliados por una familia fanatizada, no sólo me habéis separado de mi hija, sino que la enseñáis a que se horrorice y tiemble ante el nombre de su padre. ¿Qué espantosas mentiras habéis dicho a esa infeliz niña? ¿Qué tremendas calumnias habéis dejado caer sobre mi pasado? ¡Canalla vil!, hace un momento os despreciaba, pero ahora me causáis asco y temor; siento ansia de vengarme aplastándoos, y, ¡por Cristo!, que no saldré de aquí sin que sepáis quién soy, y cómo respondo a las maquinaciones del jesuitismo contra mi persona.

Y don Esteban, agitándose como un loco y hablando atropelladamente, agarró una silla, y levantándola como una pluma, se abalanzó sobre el cura y la monja.

Esta había perdido ya su presencia de ánimo y temblaba, pero el clérigo no se inmutó y fué retrocediendo hacia la pared, únicamente para ganar tiempo y poder decir antes de que descargara sobre su cabeza el primer golpe:

– Piense usted que los suyos han caído del poder, que el Gobierno le persigue, y que si da usted un escándalo la servidumbre del colegio llamará a la policía y resultarán inútiles todas sus precauciones para huir.

A las primeras palabras ya se detuvo don Esteban como si adivinara todo el resto. Aquel cura había sabido desarmar tanta indignación, recordando hábilmente un peligro.

Como rendido por la realidad, bajó lentamente su silla, recogió su sombrero, pasóse una mano por los ojos como si despertara de un sueño cruel, y se dirigió lentamente a la puerta.

Cuando llegó a ésta, volvióse pausadamente, y abarcando en una mirada a la niña y a los dos seres sombríos, dijo:

– Confieso que sois muy fuertes y que se necesita gran energía para luchar con vosotros. ¡Adiós, sabandijas infames! ¡Adiós, jesuíta! Derrama sin piedad tu saliva venenosa sobre mi historia; sigue tejiendo la negra tela de araña alrededor de esa familia cuya fortuna desea tu Orden, y escarnéceme e insúltame cuanto quieras, que día llegará en que pueda devolverte golpe por golpe. Hoy el porvenir es tuyo, pues viene la reacción a hacer de la desdichada patria blanda cama para que te revuelques a tu sabor. Mucha guerra os hice al triunfar la revolución, pero veo que aquélla no ha causado gran mella en vosotros, y os juro que no seré tan blando el día en que nuevamente estén los sucesos de nuestra parte. ¡Adiós, miserables! Seres sin piedad ni corazón, insensibles a todo sentimiento. Si tú eres la esposa de Dios y ése es su representante, yo os digo que Dios es un mito, pues si existiera, tendría méritos suficientes para ingresar en un presidio.

– En cuanto a ti, hija mía – continuó don Esteban con acento enternecido – , algún día te acordarás con pena de este infeliz que ahora te causa espanto. Tal vez dentro de algunos años, cuando te veas víctima de estas gentes que hoy te rodean, llames en tu auxilio a tu padre y éste no podrá acudir por haber muerto ya, o encontrarse lejos de la patria e imposibilitado de volver a ella.

Y el infortunado, al decir esto último, rompió a llorar, y como si no quisiera dar tal prueba de flaqueza ante sus enemigos, salió corriendo de la habitación, después de lanzar a su hija una postrera mirada de cariño.

Al pasar frente a la portería dió un rudo empujón al hermano Andrés, que quiso acercársele con su ademán obsequioso, y montando en el carruaje de alquiler que aguardaba a la puerta del colegio, gritó al cochero:

– ¡A la fonda!

Al apearse don Esteban y atravesar el patio del hotel oyó que le llamaban, y volviéndose, tropezó con Benito, su antiguo asistente, después ayuda de cámara, y en el momento, compañero de aventuras políticas.

– Arriba, en el cuarto, aguardan, don Esteban. Son varios correligionarios de esta ciudad que desean saber por usted la actitud que deben tomar.

– ¿Cómo han sabido que estamos aquí?

– No lo sé. ¡Qué diablos!, cree uno que no lo conocen, y donde menos lo espera… En fin, que esto nos demuestra la necesidad de marcharnos a Francia cuanto antes. Esta tarde, a las cuatro, sale vapor para Marsella.

– Arréglalo todo para embarcarnos a tal hora, y alejémonos pronto de aquí. Ahora vamos a ver qué quieren esos amigos, aunque yo no tengo hoy la cabeza para estas cosas.

Cuando don Esteban entró en su habitación levantáronse de sus asientos para saludarle respetuosamente tres hombres de rostro honrado y enérgico que por sus trajes demostraban pertenecer a esa clase de pequeños industriales que son el principal nervio del país y el primer elemento de toda revolución.

Venían a cambiar impresiones, a recibir órdenes, a ofrecer su vida y la de algunos centenares de amigos en defensa de la forma de gobierno que acababa de caer. Habían sabido por un compañero que reconoció a don Esteban al bajar del tren que el célebre agitador se hallaba en la ciudad y deseaban ponerse a sus órdenes si es que el antiguo revolucionario quería desenvainar la espada vengadora contra los pretorianos del 3 de enero.

Aquellos honrados patriotas demostraban en su palabra defectuosa, pero firme, una completa confianza. Aún no era tarde; la reacción había triunfado en Madrid, pero todavía podía desvanecer tal victoria una protesta armada en las provincias, y para ello nada mejor que iniciarla en una capital de importancia.

Don Esteban oía con agrado aquellas valientes proposiciones, y por única contestación decía con triste acento:

– No puede ser; es ya muy tarde. Juzgamos por nuestro entusiasmo al país y éste se halla frío e indiferente.

Cuando los revolucionarios agotaron todos sus argumentos para convencer a don Esteban, éste les dijo:

– Es inútil que ustedes insistan. Saben hace ya mucho tiempo que estoy dispuesto a todas horas a dar mi vida por las doctrinas que profeso; pero en esta circunstancia no me arriesgaré a nada porque conozco perfectamente la situación. Nuestra República ha caído en medio de la mayor indiferencia del país; triste es confesarlo, pero entre nosotros debemos guiarnos ante todo por la verdad. Nació cuando menos lo esperábamos, y más por las desavenencias de nuestros enemigos los progresistas que por nuestro propio esfuerzo; se implantó sin ser precedida de esas tremendas, pero saludables convulsiones revolucionarias, y ha sido semejante a esas criaturas exiguas y débiles que al venir al mundo no producen a sus madres los dolores de un laborioso parto, pero que en cambio carecen de vida y llevan en su sangre la más espantosa anemia. Creedme, ciudadanos, no nos empeñemos en dar vida a un feto abortado. La República vino cuando la nación estaba ya cansada por las repetidas e infructuosas agitaciones de los partidos, y lo que hoy desea el país es paz, y por esto se irá, indudablemente, con aquel que se la dé. ¿Quién sabe si, guiado por tal deseo, aceptará dentro de poco la restauración monárquica? Afortunadamente, el espíritu republicano y federal existe cada vez más arraigado en el pueblo español, y algún día fructificará dando resultados más firmes y duraderos. En resumen, amigos míos, guarden ustedes su energía sin límites para el porvenir, y no expongan en el presente, sin esperanza alguna, unas vidas que son preciosas y de las que necesita nuestro partido.

Los tres revolucionarios, si no convencidos, mostráronse anonadados por la certeza de tales observaciones, y se despidieron de don Esteban tristes por no poder realizar sus nobles deseos.

Algunas horas después don Esteban Alvarez y su fiel acompañante salían de la fonda en un carruaje cerrado, dirigiéndose al puerto donde se preparaba a levar anclas el vapor que semanalmente salía para Marsella.

La araña negra, t. 1

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