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SEXTA PARTE
RICARDITO BASELGA
V
El noviciado

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Salió Ricardo de Madrid, sin despedirse de la baronesa ni de Enriqueta, pues para ser buen jesuíta habíase propuesto olvidar que tenía una familia en el mundo.

Apenas entró en el colegio de Loyola experimentó una satisfacción sin límites.

El padre director, jesuíta adusto, de facciones demacradas y ojos feroces, que parecían transparentar el chisporroteo de un oculto fuego, le ordenó que se despojara de su traje y le hizo vestir el hábito talar.

Aquella fué la mayor alegría que el joven experimentó en su vida.

Rapado a punta de tijera; embutido en una sotana estrecha, raída y de un negro amarillento; con medias de estambre y gruesos zapatos, Ricardo se confundió entre un centenar de jóvenes pálidos, demacrados, de aspecto receloso y mirada hipócrita, que eran los novicios que en aquel establecimiento se preparaban a ingresar en la Compañía.

El hijo del conde de Baselga se oyó llamar “hermano” por primera vez, y esto le produjo inmensa satisfacción. Era la prueba de que acababa de alistarse bajo las banderas de Cristo.

Pronto notó Ricardo la gran diferencia que existía entre la educación que se daba en el colegio y la de aquel noviciado.

En éste no existía la menor sombra de instrucción científica.

Habían terminado para el joven aquellos estudios engorrosos que contrariaban sus aficiones místicas, y con el noviciado entraba en plena vida devota.

El campo de las supersticiones, de los escrúpulos nimios y de las mortificaciones absurdas abría sus horizontes inmensos ante aquella exaltada imaginación perturbada por el fanatismo.

Ricardo, al pasear por aquellos claustros monótonos y sombríos, que carecían del encanto artístico de los antiguos conventos, creíase a las puertas del mismo cielo; tal era su entusiasmo, que aquellas bandas de jóvenes tétricos y ensotanados que eran sus compañeros y que se espiaban mutuamente aprendiendo a odiarse, considerábalas como legiones de ángeles destinadas a la salvación del mundo.

Dos años había de durar el noviciado, según lo prescrito en las reglas de la Compañía, y tan feliz se sentía Ricardo en su nueva vida, que, a pesar de encontrarse en los primeros días, se entristecía ya pensando que el plazo era relativamente corto y que algún día había de salir de aquella casa para volver al mundo.

Aquel aislamiento, semejante al de la tumba, constituía la suprema dicha de un ser dedicado a la contemplación de las cosas divinas y que se estremecía al menor contacto con la sociedad.

Los ejercicios de devoción que la Orden recomendaba a los novicios eran como los múltiples engranajes de una gran máquina que tendía a anular cuanto de espontáneo y libre existe en el hombre.

Ricardo dejaba de ser un ente libre para convertirse en una molécula inconsciente de la gigante Compañía de Jesús.

Arrastrado por un anhelo noble, buscaba la perfección; pero ésta era para el joven fanático el ideal de los ascetas: matar cuanto de humano existe en el organismo, aborrecer el mundo y odiar los más bellos y naturales sentimientos, todo en gracia a una suprema contemplación. Ricardo aspiraba a ser el hombre perfecto que los ascetas y los celestes visionarios han tratado con estas palabras: “Tamquam ac radaver”.

El joven sentía un ardor cada vez más creciente por ser un modelo de novicios, y este deseo, que en el fondo tenía mucho de vanidad, arrastrábale a seguir de un modo minucioso cuantas instrucciones había consignado San Ignacio de Loyola en sus célebres “Ejercicios”.

Las ideas más acariciadas en la niñez, los sentimientos más arraigados, todo desaparecía y se evaporaba conforme avanzaba Ricardo en sus piadosas prácticas.

Familia, patria, fortuna, todo cuanto significase mundo y pudiera despertar un eco humano en el corazón, todo lo olvidaba Ricardo, siempre empeñado en formarse el vacío de la santidad en torno de su persona.

Tan lejos llevaba su horror al mundo, que le parecía sublime la página 29 de las Constituciones de la Compañía, y releía con fruición el párrafo, que decía así:

“Para que el carácter del lenguaje corresponda a los sentimientos, es de uso acostumbrarse a decir, no yo “tengo” padres, o yo “tengo” hermanos, sino yo “tenía” padres, yo “tenía” hermanos.”

Estas palabras infames, que mataban en vida a los seres más queridos, resultábanles sublimes al joven fanático, e imitando a sus tétricos compañeros, que hablaban de sus padres como si fuesen sus tatarabuelos y se negaban a leer sus cartas, Ricardo aprovechaba las escasas conversaciones que con ellos tenía, para decir con el énfasis de un hombre que ha logrado vencer un terrible obstáculo:

– Yo tenía hermanos; yo tenía familia.

Aquella excitación que mostraba el joven a todas horas y su empeño en ser modelo de novicios, atraíale la simpatía de los padres maestros, que se hacían lenguas de su entusiasmo religioso y de la fortaleza que demostraba al pasar días enteros entregado a la oración, sufriendo terribles privaciones.

La consideración de que aquel joven asceta era poseedor de un título nobiliario y de una gran cantidad de millones impresionaba mucho a los demás novicios, procedentes de la clase media o de familias de labriegos acaudalados, los cuales creían en la división de castas y adoraban supersticiosamente a la aristocracia.

En torno de Ricardo se formaba el mismo ambiente de respeto y consideración que en el colegio, y todos sus compañeros le apreciaban como un ser superior destinado a empresas sublimes.

La adulación existe en la Compañía de Jesús más que en ninguna otra sociedad, por estar ésta basada en el espionaje y la mentira, y de aquí que hasta los padres maestros depusieran un tanto su ceño de ásperos instructores para animar con lisonjas a Ricardo a que perseverase en sus aficiones ascéticas.

Llegó a decirse en aquella santa casa que el joven hacía milagros, y así lo creyeron los sencillos labriegos de las inmediaciones, que se paraban en los caminos con aire reverente cuando pasaba el “santito”; pero hay que advertir que Ricardo no creía en su propio poder, y se extrañaba de que hablasen de prodigios que él nunca había visto, a pesar de ser el principal interesado.

Cada uno de los novicios dirigíase forzosamente a un determinado maestro, por estar así consignado en la regla de la Orden, y con él había de consultar todas sus acciones y pensamientos.

Ricardo tenía su consultor, como todos sus compañeros, y con él sostenía largas pláticas sobre asuntos espirituales.

Muchas veces el discípulo se revolvía contra el maestro, haciendo objeciones que demostraban un fanatismo ascético superior al de los padres exaltados; pero esta oposición era fugaz, pues el educando acababa siempre por amoldarse humildemente a todos los consejos de su superior.

Lo que más repugnaba a Ricardo eran las reglas establecidas en la Compañía para dar a todos sus miembros un exterior uniforme e inalterable.

El jesuitismo no se contentaba con moldear a su gusto las conciencias y anularlas, sino que extendía su poder a los rostros para reformarlos con arreglo a una expresión común.

El maestro de Ricardo mostraba gran empeño en dar los últimos toques de exterioridad gazmoña a aquel novicio destinado a ser un santo que honraría a la Compañía.

La mirada era la principal preocupación del viejo jesuíta, a quien irritaba el modo de mirar franco y noble del joven.

– No debes mirar así – decía a Ricardo – . En nuestra Orden los ojos se fijan siempre en el suelo, y al hablar con un extraño, el rostro debe tener una expresión de seráfica alegría. Una sonrisa sencilla e ingenua sienta siempre bien en los labios de los representantes de Dios. Mira a todos los padres de la Compañía y te convencerás de que siguen fielmente estas instrucciones. Nuestros santos fundadores ya estudiaron cuál es el aspecto que más simpatías proporciona al sacerdote, y de aquí el poder moral que ejercen los individuos de la Compañía sobre cuantas personas tratan. No basta ser santo; es necesario parecerlo.

Y el maestro de novicios dábale más detalles sobre la compostura exterior que debía guardar todo buen jesuíta.

Cuando se hablara a alguien, las manos debían permanecer en una santa inacción; los ojos inclinados, los labios ni juntos ni muy abiertos, y evitar, ante todo, los fruncimientos de cejas y las contracciones de la frente, pues esto delata ocultos pensamientos y el rostro del jesuíta debe ser una máscara de piedra que no deje pasar al exterior la más leve idea. Una santa sencillez, una seráfica imbecilidad, deben encubrir siempre el tropel de ideas que se agita en el cráneo de todos los individuos que la Compañía arroja en la sociedad para que sean instrumentos de sus planes.

La Compañía no quería ser servida por hombres, sino por autómatas, y por esto unificaba los rostros, como unificaba las conciencias.

– Nuestro santo padre San Ignacio – decía el maestro de novicios – ya lo ordenó así porque quería la igualdad en todo; lo mismo en el exterior que en la manera de pensar.

Ricardo, dócil a todos los mandatos, siguió fielmente estos consejos, y tanto en su exterior como en su modo de pensar, resultó el más notable de todos los educandos.

Transcurrieron los dos años de noviciado sin que nada turbase la santa calma en que vivía Ricardo.

La baronesa de Carrillo, comprendiendo sin duda que a los santos les gusta vivir alejados por completo del mundo, se había limitado a escribirle algunas cartas en los primeros meses del noviciado, y como el joven no contestó a ellas, guardó en adelante la piadosa doña Fernanda el más absoluto silencio.

La única noticia que recibió el joven de su familia diósela el maestro de novicios, quien, con expresión indiferente y con gran laconismo, le manifestó que su hermana Enriqueta se había casado con un tal Quirós y que tenía una hija llamada María.

El joven acogió aquella noticia con mayor frialdad aún que la que había mostrado el jesuíta al darla.

Ricardo no tenía familia; su hermana era para él un ser casi fantástico, cuyo recuerdo no llegaba a turbar su memoria. En adelante él no reconocía otra familia que la Compañía, y sus hermanos legítimos eran los que vestían la sotana de la Orden.

A estar el joven menos obsesionado en aquella época por sus preocupaciones de fanático, hubiese comprendido el fondo de gazmoña inmoralidad que encierra la educación jesuítica.

En sus momentos de descanso, en ciertos días que el espectáculo sonriente de la Naturaleza le arrancaba un tanto de sus exageradas prácticas de devoción, Ricardo conversaba con otro joven novicio, pobre de espíritu y corto de inteligencia, por el que sentía gran simpatía.

Una tarde paseábanse los dos, acompañados de otro novicio, por ordenar las reglas de la Compañía que fuesen siempre los jesuítas en grupos de tres, y Ricardo, al escuchar una expresión ingenua de su sencillo compañero, le estrechó la mano con expresión de simpatía protectora. El tercer novicio permaneció impasible.

Aquella misma noche Ricardo fué llamado por el director del colegio y el maestro de novicios.

Su acompañante, cumpliendo los hábitos que se recomendaban a todos los educandos, había delatado aquella inocente expansión de Ricardo.

Los dos padres, con expresión ceñuda, preguntaron al joven si era cierto el hecho denunciado. Ricardo contestó afirmativamente.

– ¿Y qué pensabas al estrechar la mano de tu compañero? – preguntó el maestro con una expresión que no comprendió el joven.

– Pensaba en que era un muchacho humilde y sencillo y quería manifestarle mi eterna amistad.

– ¿Y no pensabas nada más?

– Nada más.

– Al sentir el contacto de su mano, ¿no te asaltó algún deseo?

Ricardo levantó sus ojos para mirar con extrañeza a su maestro.

– ¡Deseo!.. ¿De qué?

Dijo el novicio estas palabras con tal ingenuidad, que el director y el maestro se miraron para darse a entender su convicción de la inocencia de Ricardo.

Aun le hicieron los dos padres algunas otras preguntas menos discretas, en las cuales el novicio columbró cuál era su pensamiento y a qué punto se dirigían sus sospechas.

Ricardo ruborizóse ante tan absurdas suposiciones, y su pureza, herida por tan monstruosas sospechas, tardó mucho tiempo en tranquilizarse.

Aquella tendencia a suponer en el hecho más insignificante, en la más leve expansión, aficiones a la brutalidad, hizo conocer a Ricardo monstruosidades de la pasión que él no había llegado a imaginarse.

A pesar de que su inocencia resultaba patente, los dos padres fueron inexorables con aquella “falta” que reputaban como grave, y al día siguiente, a la hora de la comida, Ricardo hubo de arrodillarse en el centro del refectorio y en alta voz pedir perdón a sus compañeros por haberlos escandalizado estrechando la mano de uno de ellos, contra lo preceptuado en las reglas de la Orden.

Esta humillación, que dolió mucho al joven, a pesar de toda su santidad, no le extrañaba ya, algunos años después, cuando era jesuíta profeso.

Por motivos igualmente insignificantes, vió a jesuítas ancianos tratados como niños y obligados a arrodillarse en público y a confesar sus faltas en alta voz.

La Compañía, para matar la altivez propia del hombre, y extremar la obediencia pasiva del autómata, no repara en castigos y humillaciones.

Cuando Ricardo ingresó verdaderamente en la Compañía y estudió sus reglas, comprendió la severidad de los dos padres y el escándalo producido por un simple apretón de manos.

El deseo de conservar incólume el voto de castidad ha llevado al jesuitismo, como a todas las comunidades religiosas, a las más extrañas y repugnantes prescripciones.

La amistad íntima entre dos religiosos considérase como “micitia male olentem” (amistad mal oliente), y santos venerados en los altares han dicho a sus compañeros de religión: “Huid del trato con los jóvenes y rechazad su amistad como la amistad del diablo.”

El padre Claudio Acuaviva, uno de los generales más célebres del jesuitismo, ordenó en las reglas de la Compañía que ningún jesuíta pudiese permanecer a solas con un joven, y a tal punto llegaba en sus suposiciones de perversión, que hasta prohibió a los individuos de la Orden que tocasen a los perros y a los gatos.

El joven jesuíta, cuando leyó todas estas disposiciones de uno de los más grandes hombres de la Orden, acogiólas como el resultado de una austeridad que combatía al vicio hasta en sus más extrañas formas, y no se le ocurrió maldecir el voto de castidad, que hacía necesarias tan repugnantes leyes para evitar los extravíos brutales de una pasión humana y legítima que, aprisionada por la devoción, se desborda bajo las más asquerosas formas.

La araña negra, t. 6

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