Читать книгу La araña negra, t. 6 - Висенте Бласко-Ибаньес, Blasco Ibáñez Vicente - Страница 7

SEXTA PARTE
RICARDITO BASELGA
VII
El golpe anhelado

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Era una pieza no muy grande y de humilde decorado, donde esperaba el padre Claudio.

El piso, de rojos y lustrosos ladrillos; las sillas de enea pintadas de verde; las paredes enjalbegadas con pintura plomiza; varios cromos baratos representando a Jesús y varios apóstoles, colgaban de los muros; frente a la puerta de entrada, un gran armario de roble, rematado por una cruz y cuyas hojas entreabiertas dejaban ver tres estantes cargados de carpetas verdes, abultadas y con rótulos; y tras la mesa de pino, cubierta de papeles, y el modesto sillón que ocupaba el padre Claudio, su balcón con blancas cortinas de muselina que se balanceaban acariciadas por la brisa que las lejanas montañas enviaban sobre Madrid, abrasado por el hábito del verano.

El padre Claudio estaba muy desfigurado. Eran ya inútiles todos los revoques y afeites de dama que usaba algunos años antes para ocultar su edad. Sus cabellos estaban blancos, el ceñidor había tenido que ceder ante la creciente hinchazón del abdomen, dejándole en completa libertad; los labios se habían hundido, a pesar de la dentadura postiza, y la nariz, cada vez más roja y picuda, sostenía unas grandes gafas de oro tras las cuales relucían con mortecino resplandor, aquellos ojos que tanto habían conmovido a las aristocráticas beatas.

La manía de perfumarse con exceso era lo único que le restaba de sus buenos tiempos a aquel “dandy” de sotana.

Se inclinó reverentemente al entrar el joven Ricardo, besó humildemente la mano de su superior y a una indicación de éste, se sentó junto a la mesa frente al poderoso padre Claudio.

Este honor conmovía al joven, a pesar de todo su desprecio a las distinciones terrenales.

El reverendo padre le dirigió una de sus más dulces sonrisas, y con vez lenta y melodiosa comenzó a hablarle.

– Hijo mío: ha llegado el momento de que tratemos de un negocio importantísimo para mí, por lo mismo que te quiero tanto, y más aún para ti, pues te va en ello la salvación del alma.

El joven fanático, al oir estas últimas palabras, palideció e hizo un ademán de terror como si viera abrirse a sus pies la boca del infierno.

– No temas; aún hay remedio para tu mal; y el que se halle en peligro tu alma no significa que la tengas perdida para siempre. Se trata sencillamente de cumplir los votos que has hecho a Dios.

Ricardo hizo un gesto de extrañeza.

– Reverendo padre – dijo – , no he faltado nunca a ellos ni pienso faltar jamás.

– Recuerda bien tu situación actual y tal vez encuentres que está en contradicción con lo que prometiste a Dios solemnemente.

El joven jesuíta reflexionó profundamente y dijo por fin con acento de convicción:

– Mi conciencia está tranquila; no creo haber faltado a mis votos, reverendo padre.

– Te engañas, infeliz; tan preocupado estás con las cosas divinas, que olvidas las humanas y no tienes conciencia de tu situación.

Ricardo, a pesar del respeto casi supersticioso que le inspiraba su superior, estaba impaciente, como el que se ve calumniado y ansía justificarse; así es que se apresuró a contestar:

– Reverendo padre: gracias al apoyo divino no he faltado a ninguno de mis votos. Prometí ser casto y lo soy, rogando a la Virgen que me libre de las tentaciones del demonio; hice voto de obediencia y ni con el pensamiento he faltado a mis superiores, ni desobedecido mentalmente la más pequeña de sus órdenes; hice voto de pobreza y…

– ¡Alto, hijo mío! Ahí está el peligro para tu alma pues faltas, aunque sin saberlo, a tal voto.

Ricardo mostró aún mayor extrañeza, y dijo con sencillez:

– Reverendo padre; soy pobre. Renuncié al mundo y a sus pompas; sólo tengo lo que la Orden como madre amorosa quiera darme, y el día que mis hermanos de la Compañía me negasen un pedazo de pan, tendría que ir pidiéndolo como limosna de puerta en puerta.

– ¡Ah, infeliz! ¡Cuan alejado vives del mundo! ¡Cómo olvidas lo que en él fuiste! Tú eres todavía inmensamente rico, y mientras seas poseedor de tan grande fortuna, faltas al voto de pobreza.

Vivía, efectivamente, tan alejado del mundo aquel joven fanático, que, como ya dijimos, había olvidado a su familia y con ella la colosal fortuna que poseía.

Costóle algún trabajo convencerse de que era rico, y cuando, recordando lo que había oído en su niñez a la baronesa, adquirió la certidumbre de que legalmente era dueño de algo más que aquella raída sotana que cubría su cuerpo, limitóse a decir, afectando una completa indiferencia:

– Ser individuo de la Compañía de Jesús era toda mi ambición y al entrar en ella ya renuncié mentalmente a todo cuanto en el mundo pecador me correspondiera. Pobre quiero ser y esa fortuna la renuncio. ¡Por piedad; no me habléis más de esas riquezas, reverendo padre!

El padre Claudio sonreía viendo el empeño que mostraba el joven en desprenderse de una fortuna, cuya cifra podía causar honda emoción a muchos mortales.

– No tan aprisa, querido hijo; alabo ese santo desprendimiento, ese deseo de arrojar lejos de ti la pesada carga de las riquezas que inducen siempre al pecado, pero hay que proceder con cierto orden en esta clase de sacrificios para que resulten fructuosos y no se aproveche de ellos el diablo.

– Haré lo que me mande vuestra paternidad.

– Ante todo es preciso que te diga que hemos procedido con cierta ligereza al permitirte que hicieses voto de pobreza. La ley civil te obliga a conservar tus riquezas hasta los veinticinco años, en que entrarás en la mayor edad y podrás hacer lo que gustes de tus bienes, y entre tanto faltas a tus votos, pues prometiendo a Dios ser pobre has de ser forzosamente rico durante algunos años. Créeme, que a haber pensado antes en esto, no hubiese accedido a que hicieses tus votos. Esto ha sido un engaño que hemos hecho a Dios, involuntariamente, pero que no por esto pesa menos sobre mi conciencia.

Y el redomado jesuíta fingía una consternación que apesadumbraba al joven fanático.

Aquello de que por su culpa y por un interés demasiado tierno que él inspiraba a su superior, éste tenía sobre su conciencia nada menos que la culpa de haber engañado a Dios, horrorizaba al joven, que acogía tales trapacerías como verdades indiscutibles.

A Ricardito le faltaba poco para romper a llorar.

– ¡Oh, reverendo padre! Busquemos el medio de remediar todo esto. Yo pediré a Dios que me perdone por esta riqueza que las leyes sociales me obligan a poseer. Yo viviré, como hasta hoy, en la mayor pobreza, sin acordarme de que tengo una gran fortuna en el mundo y el Señor perdonará esta falta involuntaria.

– No, hijo mío; no basta eso. Dios quiere que cuando uno abandona las pompas mundanas y hace voto de pobreza, entregue inmediatamente todas sus riquezas a los necesitados y tú no puedes remediar a tus semejantes por ahora con tal obra de caridad.

Ricardo estaba consternado ante el tono de desesperación con que el padre Claudio decía estas palabras.

– ¿Qué hacer, padre mío? ¿Qué hacer?

El ladino jesuíta fingía meditar profundamente, y por fin dijo con expresión victoriosa:

– Sólo encuentro un medio de que tu voto de pobreza siga siendo válido y de que Dios no se enoje en vista de tu tardanza en dar las riquezas a los pobres. Comprométete solemnemente a que al día siguiente de haber cumplido la mayoría de edad te despojarás de tu fortuna. Esto es lo que hacen todos los que pretenden ser verdaderos individuos de la Compañía de Jesús.

– Hágase así, reverendo padre. Dispuesto estoy a obedecer. ¿En qué forma he de comprometerme a ceder mis bienes?

– Firmarás un documento renunciando a tu fortuna.

– ¿A favor de los pobres?

– No; esa renuncia sería muy vaga y se prestaría a malas interpretaciones. Ya sabemos que el objeto de la cesión es hacer bien a los infortunados y que a poder de ellos han de ir todas tus riquezas; pero éstas se han de renunciar a favor de alguien, o más bien dicho, se ha de marcar quién es la persona a quien tú entregas tu fortuna.

La araña negra, t. 6

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