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CAPÍTULO SIETE

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Cuando el avión de la UAC aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Seattle-Tacoma, estaba lloviendo bastante. Riley miró su reloj. Eran las dos de la tarde en su casa ahora, pero aquí eran las once de la mañana. Les daría tiempo para avanzar un poco en el caso hoy.

Cuando ella y Bill se acercaron a la salida, el piloto salió de su cabina y les entregó un paraguas a cada uno de ellos.

“Los necesitarán”, dijo con una sonrisa. “El invierno es el peor momento para estar en este rincón del país”.

Cuando llegaron a la parte superior de las escaleras, Riley vio que tenía razón. Le alegraba el hecho de que tuvieran paraguas, pero deseaba haberse colocado ropa más caliente. Era frío y lluvioso.

Un VUD se detuvo en el borde de la pista. Dos hombres con impermeables se apresuraron hacia el avión. Se presentaron como los agentes Havens y Trafford de la oficina de campo del FBI en Seattle.

“Los llevaremos a la oficina del médico forense”, dijo el agente Havens. “El líder del equipo de esta investigación está esperándolos allí”.

Bill y Riley se metieron en el carro, y el agente Trafford comenzó a conducir a través de la lluvia. Riley apenas pudo ver los hoteles que estaban cerca del aeropuerto, y más nada. Sabía que había una ciudad vital por ahí, pero era prácticamente invisible.

Se preguntó si siquiera iba a conocer Seattle mientras estuviera aquí.

*

El minuto en el que Riley y Bill se sentaron en la sala de conferencias del edificio del médico forense de Seattle, sintió que se avecinaban problemas. Intercambió miradas con Bill, y ella notó que él también sentía la tensión.

El líder de equipo Maynard Sanderson era un hombre grande con una mandíbula sobresaliente y una presencia como la de un oficial del ejército y un predicador evangélico al mismo tiempo.

Sanderson estaba estudiando a un hombre corpulento cuyo bigote de morsa grueso lo hacía parecer como si siempre estuviera frunciendo el ceño. Se había introducido como Perry McCade, el jefe de policía de Seattle.

El lenguaje corporal de los dos hombres y los lugares que habían tomado en la mesa decían mucho. Por cualquier razón, lo último que querían era estar en la misma sala juntos. Y también se sentía segura de que ambos hombres especialmente odiaban tener a Riley y a Bill aquí.

Recordó lo que Brent Meredith les había dicho antes de salir de Quántico.

“Pero no esperen una bienvenida acogedora. Ni la policía ni los federales estarán encantados de verlos”.

Riley se preguntaba en qué clase de campo minado habían entrado.

Había tremenda lucha de poder, y ni hacía falta que nadie dijera ni una sola palabra. Y, en pocos minutos, sabía que se volvería verbal.

Por el contrario, el médico forense Prisha Shankar se veía cómoda y despreocupada. La mujer de piel oscura y pelo negro era más o menos de la edad de Riley y parecía ser estoica e imperturbable.

“Ella está en su territorio, después de todo”, concluyó Riley.

El agente Sanderson se tomó la libertad de comenzar la reunión.

“Agentes Paige y Jeffreys, me alegra que hayan podido venir de Quántico”, les dijo a Riley y a Bill.

Su voz helada le dijo a Riley que lo opuesto era la verdad.

“Encantados de poder servirles”, dijo Bill, sonando un poco inseguro.

Riley solo sonrió y asintió con la cabeza.

“Caballeros, estamos todos aquí para investigar dos asesinatos”, dijo Sanderson, ignorando la presencia de las dos mujeres. “Un asesino en serie podría estar haciendo de las suyas aquí en Seattle. Tenemos que detenerlo antes de que mate otra vez”.

El jefe de la policía McCade gruñó audiblemente.

“¿Tienes algún comentario, McCade?”, preguntó Sanderson bruscamente.

“No es un asesino en serie”, dijo McCade. “Y no es un caso del FBI. Mis policías tienen esto bajo control”.

Riley estaba empezando a entender las cosas. Recordó que Meredith les había dicho que las autoridades locales estaban luchando con este caso. Y ahora podía ver el por qué. No estaban en sintonía, y tampoco lograban ponerse de acuerdo.

McCade estaba enojado por el hecho de que el FBI estaba trabajando en un caso de asesinato local. Y a Sanderson le molestaba que el FBI había enviado a Bill y a Riley de Quántico para enderezarlos a todos.

“La tormenta perfecta”, pensó Riley.

Sanderson se volvió hacia el médico forense y dijo: “Dra. Shankar, quizás quieras resumir lo que actualmente sabemos”.

Aparentemente al margen de las tensiones subyacentes, la Dra. Shankar hizo clic en un control remoto para que apareciera una imagen en la pantalla de la pared. Era una foto de la licencia de conducir de una mujer con pelo liso color marrón.

Shankar dijo: “Hace mes y medio, una mujer llamada Margaret Jewell falleció en su casa de lo que pareció ser un ataque al corazón. Había estado quejándose el día anterior de dolores en las articulaciones, pero, según su esposa, eso no era inusual. Ella sufría de fibromialgia”.

Shankar hizo clic en el control remoto de nuevo. Apareció otra foto de un hombre de mediana edad con un rostro bondadoso, pero melancólico.

Ella dijo: “Hace un par de días, Cody Woods fue al Hospital South Hill, quejándose de dolores en el pecho. También se quejó de dolores en las articulaciones, pero eso tampoco era sorprendente. Había tenido artritis, y se había sometido a una cirugía de reemplazo de rodilla una semana antes. Luego de horas en el hospital, él también murió de lo que pareció ser un ataque al corazón”.

“Muertes totalmente desconectadas”, murmuró McCade.

“¿Así que ahora estás diciendo que ninguna de esas muertes fue asesinato?”, dijo Sanderson.

“La de Margaret Jewell, probablemente”, dijo McCade. “Cody Woods, ciertamente no. Estamos dejando que su muerte sea una distracción. Estamos enredando las cosas. Si nos dejaran las cosas a nosotros, lo solucionaríamos en un santiamén”.

“Llevan mes y medio en el caso de Jewell”, dijo Sanderson.

La Dra. Shankar sonrió algo misteriosamente cuando McCade y Sanderson siguieron discutiendo. Luego hizo clic en el control remoto de nuevo. Dos fotos más aparecieron en la pantalla.

Toda la sala quedó en silencio, y Riley sintió una sacudida de sorpresa.

Los hombres en ambas parecían ser del Oriente Medio. Riley no reconoció a uno de ellos, pero al otro sí.

Era Saddam Hussein.

Una Vez Añorado

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