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CAPÍTULO UNO

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Unas astillas procedentes de los reposabrazos de madera de la silla se le clavaban a Jessica Thurman en los antebrazos, que estaban atados a la silla con una soga áspera. La piel de sus brazos estaba al rojo vivo y le sangraba en algunos puntos debido a sus intentos constantes de librarse de sus ataduras.

Jessica era fuerte para ser una niña de seis años, pero no lo bastante como para liberarse de las sogas con las que le había maniatado su captor. No podía hacer otra cosa más que sentarse allí con los párpados abiertos a la fuerza con cinta adhesiva mientras observaba a su propia madre de pie delante de ella, con los brazos esposados a las vigas de madera de la aislada cabaña en los Ozarks donde las tenían a ambas en cautiverio.

Podía escuchar los susurros de su secuestrador, de pie detrás suyo, instruyéndola a que mirara, llamándole “bicho de verano” en voz bajita. Conocía muy bien esa voz.

Al fin y al cabo, pertenecía a su padre.

De pronto, con una fuerza inesperada que no creía posible, la pequeña Jessica se arrojó con todo su cuerpo hacia un lado, tirando la silla—y a sí misma con ella—al suelo. No escuchó el golpe de la silla cayéndose el suelo, lo que le resultó extraño.

Elevó la vista y vio que ya no estaba tumbada en la cabaña. En vez de eso, estaba en el suelo del pasillo de una mansión impresionante y contemporánea. Y ya no era la Jessica Thurman de seis años. Ahora era Jessie Hunt, de veintiocho años, tumbada en el suelo de su propia casa, mirando fijamente al hombre que blandía un atizador de chimenea por encima de su cabeza, y que estaba a punto de golpearla con él. Sin embargo, ese hombre ya no era su padre.

En vez de ello, en esta ocasión era su marido, Kyle.

Sus ojos centelleaban con una intensidad frenética mientras lanzaba el atizador hacia el rostro de Jessie.

Levantó los brazos para defenderse, pero sabía que era demasiado tarde.

*

Jessie se despertó con un grito ahogado. Todavía tenía las manos por encima de su cabeza como dispuesta a bloquear un ataque. Pero estaba sola en el dormitorio del apartamento. Se dio un empujón para incorporarse y sentarse sobre la cama. Tanto su cuerpo como las sábanas estaban cubiertas de sudor. Y su corazón estaba a punto de salírsele del pecho.

Sacó las piernas de la cama y puso los pies en el suelo al tiempo que se doblaba hacia delante, colocando sus codos sobre sus muslos y su cabeza entre las palmas de las manos. Tras darle unos cuantos segundos a su cuerpo para que se aclimatara a su entorno real—el apartamento en el centro de Los Ángeles de su amiga Lacy—le echó una ojeada al reloj que había sobre la mesita de noche. Eran las 3:54 de la madrugada.

Mientras sentía cómo se empezaba a secar el sudor en su piel, se reconfortó a sí misma.

Ya no estoy en esa cabaña. Ya no estoy en esa casa. Estoy a salvo. No son más que pesadillas. Esos hombres ya no me pueden hacer ningún daño.

Claro que solo la mitad de esas palabras era cierta. Aunque el que iba a convertirse pronto en su exmarido, Kyle, estaba encerrado en la cárcel esperando a su juicio por varios delitos, que incluían el intento de asesinarla, jamás habían capturado a su padre.

Y seguía acosándola en sus sueños con regularidad. Peor aún, se había enterado recientemente de que, a pesar de que le hubieran metido al programa de Protección de Testigos de niña, dándole un nuevo hogar y un nuevo nombre, él todavía seguía buscándola.

Jessie se puso de pie para irse a la ducha. No tenía sentido intentar volver a quedarse dormida. Sabía de sobra que sería inútil.

Además, había una idea dándole vueltas en la cabeza, una que quería cultivar. Quizá había llegado el momento de dejar de resignarse a que estas pesadillas fueran inevitables. Quizá debía dejar de tener miedo al día en que su padre le encontrara.

Quizá fuera la hora de ir a cazarle.

El Tipo Perfecto

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