Читать книгу La Casa Perfecta - Блейк Пирс - Страница 13
CAPÍTULO OCHO
ОглавлениеEliza Longworth iba corriendo para llegar hasta la casa de Penny cuando antes le fuera posible. Eran casi las 8 de la mañana, la hora a la que su profesora de yoga solía aparecer.
Había pasado una noche básicamente en vela. Solo cuando llegó el primer rayo del alba le pareció saber qué ruta tomar. Una vez tomó la decisión, Eliza sintió cómo se le quitaba un peso de encima.
Le envió un mensaje de texto a Penny para decirle que la noche en vela le había dado tiempo para pensar, y para reconsiderar si se había precipitado al terminar con su amistad. Tenían que ir a la lección de yoga. Y después, una vez su profesora, Beth, se hubiera ido, podían encontrar la manera de aclarar las cosas.
A pesar de que no había recibido respuesta alguna por parte de Penny, Eliza se dirigió hacia su casa de todas maneras. En el momento que llegaba a la puerta principal, vio cómo Beth conducía por la serpenteante carretera residencial y le saludaba.
“¡Penny!”, le chilló mientras llamaba a la puerta. “Beth está aquí. ¿Sigue en pie la clase de yoga?”.
No obtuvo respuesta así que presionó el timbre y se puso a mover los brazos delante de la cámara.
“Penny, ¿puedo pasar? Tenemos que hablar un momento antes de que llegue Beth”.
Siguió sin obtener respuesta y Beth ya estaba a solo cien metros así que decidió entrar, dejando la puerta abierta para Beth.
“Penny”, gritó. “Te dejaste la puerta abierta. Beth está aparcando. ¿Recibiste mi mensaje? ¿Podemos hablar un minuto en privado antes de empezar?”.
Pasó al recibidor y esperó. No hubo ninguna respuesta. Se movió a la sala de estar donde generalmente recibían las lecciones de yoga. También estaba vacía. Estaba a punto de entrar a la cocina cuando Beth entró a la casa.
“¡Damas, estoy aquí!”, les llamó desde la puerta principal.
“Hola, Beth”, dijo Eliza, girándose para saludarle. “La puerta estaba abierta, pero Penny no me responde. No estoy segura de lo que pasa. Quizá se quedó dormida o está en el baño o algo así. Puedo mirar arriba… si quieres, puedes prepararte algo de beber. Estoy segura de que solo tardará un minuto”.
“No te preocupes”, dijo Beth. “Mi cliente de las nueve y media me ha cancelado así que no tengo prisa. Dile que se tome su tiempo”.
“Muy bien”, dijo Eliza mientras empezaba a subir las escaleras. “Danos solo un minuto”.
Iba a mitad de camino por las escaleras cuando se preguntó si a lo mejor hubiera debido tomar el ascensor. El dormitorio principal estaba en el tercer piso y el ascensor no le hacía la menor gracia. Antes de que pudiera reconsiderarlo en serio, escuchó un grito que venía del piso de abajo.
“¿Qué pasa?”, gritó mientras se giraba sobre sí misma para bajar a toda prisa las escaleras.
“¡Date prisa!”, gritó Beth. “¡Por Dios, corre!”.
Su voz provenía de la cocina. Eliza echó a correr cuando alcanzó el piso de abajo, atravesando la sala de estar a toda prisa para doblar la esquina.
En el suelo de baldosas hispánicas de la cocina, tumbada en un charco inmenso de sangre, estaba Penny. Se le habían quedado los ojos abiertos de terror, y el cuerpo estaba contraído por un horripilante espasmo mortal.
Eliza se apresuró a acercarse a su mejor y más antigua amiga, resbalándose con el líquido espeso al hacerlo. Su pie salió hacia adelante y se cayó de espaldas al suelo, donde todo su cuerpo se bañó de sangre.
Tratando de no echarse a vomitar, gateó y le puso las manos en el pecho a Penny. Hasta con la ropa puesta, estaba fría. A pesar de ello, Eliza le sacudió, como si eso pudiera despertarla.
“Penny”, le rogaba, “despierta”.
Su amiga no le respondía. Eliza miró a Beth.
“¿Conoces alguna técnica de reanimación?”, le preguntó.
“No”, dijo la joven con voz temblorosa, sacudiendo la cabeza. “Pero creo que es demasiado tarde”.
Ignorando su comentario, Eliza intentó acordarse de la clase de reanimación que había tomado hacía años. Era para tratamiento infantil, pero supuso que deberían aplicarse los mismos principios. Abrió la boca de Penny, le echó la cabeza hacia atrás, le cerró los orificios de la nariz con dos dedos, y sopló con fuerza sobre la boca de su amiga.
Entonces se encaramó a la cintura de Penny, puso una mano sobre la otra con las palmas hacia abajo, y presionó la palma de su mano sobre el esternón de Penny. Lo hizo por segunda vez y después una tercera, intentando crear cierto ritmo.
“Oh, Dios”, escuchó murmurar a Beth. Elevó la vista para ver lo que pasaba.
“¿Qué pasa?”, le exigió con firmeza.
“Cuando presionas sobre ella, le rezuma sangre del pecho”.
Eliza bajó la vista. Era cierto. Cada presión causaba una lenta filtración de sangre desde lo que parecían ser unos cortes bastante anchos en su cavidad pectoral. Elevó la vista de nuevo.
“¡Llama al nueve-uno-uno!”, gritó, aunque sabía que no serviría de nada.
*
Jessie, que se sentía sorprendentemente nerviosa, llegó pronto al trabajo.
Con todas las medidas adicionales de seguridad que había dispuesto, decidió salir de casa con veinte minutos de antelación para su primer día de trabajo en tres meses, para asegurarse de llegar antes de las 9 de la mañana, la hora a la que le había pedido el Capitán Decker que apareciera. Pero parece que su capacidad de transitar las curvas y descensos ocultos había mejorado mucho, porque no tardó tanto como esperaba en llegar a la Comisaría Central.
Mientras caminaba desde la zona de aparcamiento a la puerta principal de la comisaría, sus ojos se movían de un lado a otro, en busca de cualquier cosa fuera de lo normal. Entonces recordó la promesa que se había hecho a sí misma justo antes de quedarse dormida la noche anterior. No iba a permitir que la amenaza de su padre le reconcomiera por dentro.
No tenía la menor idea de lo específica o general que fuera la información que le había pasado Bolton Crutchfield a su padre. Ni siquiera podía estar segura de que Crutchfield estuviera diciendo la verdad. De todas maneras, no había mucho más que pudiera hacer al respecto además de lo que ya estaba haciendo. Kat Gentry estaba repasando las cintas de video de las visitas que había recibido Crutchfield. Básicamente, vivía en un búnker. Hoy le iban a dar su arma oficial. Más allá de esto, tenía que vivir su vida. De lo contrario, se volvería loca.
Regresó hasta la zona de oficina principal de la comisaría, más que un tanto aprensiva de la recepción que le darían después de estar fuera tanto tiempo. Por no añadir que la última vez que había estado aquí era solo una criminóloga asesora interina.
Ahora la etiqueta de interinidad había desaparecido y, aunque técnicamente todavía era una asesora, ahora le pagaba el L.A.P.D. y recibía todos los beneficios del cuerpo. Esto incluía el seguro médico que, a juzgar por su experiencia reciente, iba a necesitar a granel.
Cuando puso el pie dentro de la zona central de trabajo, que consistía de docenas de escritorios, separados solamente por unos paneles de corcho, respiró y esperó, pero no pasó nada. Nadie le dijo ni palabra.
De hecho, nadie pareció notar que había llegado. Algunos tenían la cabeza agachada, examinando los archivos de varios casos. Otros estaban concentrados en la gente que tenían al otro lado de la mesa, en su mayoría testigos o sospechosos esposados.
Se sintió ligeramente decepcionada. Aunque más que eso, se sintió como una tonta.
¿Y qué me esperaba, un desfile?
No es como si hubiera ganado el mítico Premio Nobel por su resolución de crímenes. Había ido a una academia de formación del FBI durante dos meses y medio. Estaba bastante bien, pero nadie se iba a poner a aplaudir por ella.
Atravesó silenciosamente el laberinto de escritorios, pasando junto a detectives con los que había trabajado previamente. Callum Reid, de cuarenta y tantos años, levantó la vista del archivo que estaba leyendo. Cuando le hizo un gesto de asentimiento, casi se le caen las gafas de la frente, donde estaban apoyadas.
Alan Trembley de veintitantos años, con sus ricitos rubios y revueltos como de costumbre, también llevaba gafas, pero las suyas estaban sobre el puente de su nariz mientras interrogaba sin piedad a un hombre mayor que parecía ebrio. Ni siquiera cayó en la cuenta de que Jessie había pasado a su lado.
Alcanzó su escritorio, que estaba vergonzosamente ordenado, se quitó de encima la chaqueta y la mochila, y se sentó. Mientras lo hacía, pudo ver cómo Garland Moses se acercaba lentamente desde la sala de descanso, y empezaba a subir las escaleras a su oficina en el segundo piso en lo que básicamente era un cuarto de limpieza.
Resultaba ser una estación de trabajo de lo menos deslumbrante para el criminólogo más célebre que tenía el L.A.P.D., pero a Moses no parecía importarle. De hecho, no había gran cosa que le consiguiera alterar. Con más de setenta años y trabajando como asesor para el departamento más que nada para esquivar al aburrimiento, el legendario criminólogo podía hacer prácticamente lo que le diera la gana. Agente del FBI en el pasado, se había mudado a la costa oeste para retirarse, pero le habían acabado convenciendo para que asesorara al departamento. Le pareció bien, siempre y cuando pudiera escoger sus casos y trabajar las horas que quisiera. Considerando su historial de éxitos, nadie puso ninguna objeción en su momento ni la tenían hasta ahora.
Con un asomo de pelo canoso despeinado, piel cuarteada, y un guardarropa del año 1981, tenía reputación de ser un gruñón en el mejor de los casos, y de francamente grosero en el peor de ellos. Sin embargo, durante la única interacción significativa que Jessie había tenido con él, le había resultado, si no cálido, al menos dispuesto a conversar. Quería hurgar todavía más en su cerebro, pero todavía le daba algo de reparo ponerse a hablar con él directamente.
Mientras él bajaba las escaleras y salía de su campo visual, echó una mirada alrededor, en busca de Ryan Hernández, el detective con el que había trabajado con más frecuencia y con quién ya se sentía lo bastante cómoda como para considerarle un amigo. De hecho, acababan de empezar a llamarse por el nombre de pila, algo de lo más serio en círculos policiales.
Lo cierto es que se habían conocido en circunstancias no profesionales, cuando el profesor de Jessie le había invitado a dar una charla en su clase de psicología criminal en su semestre final en UC-Irvine el pasado otoño. Ryan había presentado un caso de estudio, que solo Jessie de toda su clase había sido capaz de resolver. Más tarde, ella se había enterado de que solo era la segunda persona que lo adivinaba.
Después de eso, se habían mantenido en contacto. Ella le había llamado para pedir ayuda cuando aumentaron sus sospechas sobre los motivos de su marido, pero antes de que él tratara de matarla. Y cuando se mudó de regreso a DTLA, le asignaron a la Comisaría Central, donde él trabajaba.
Habían trabajado en varios casos juntos, entre ellos el asesinato de una filántropa de la alta sociedad, Victoria Missinger. En gran parte, fue gracias a que Jessie descubrió a su asesina que se había ganado el respeto que le aseguraba el curso del FBI. Y no hubiera sido posible sin la experiencia y los instintos de Ryan Hernández.
De hecho, le tenían en tal estima que le habían asignado a una unidad especial en Robos-Homicidios llamada la Sección Especial de Homicidios, o S.E.H. Se especializaban en casos de gran renombre que generaban un montón de interés mediático o escrutinio del público. En general, eso significaba incendios provocados, asesinatos con múltiples víctimas, asesinatos de individuos conocidos y, por supuesto, asesinos en serie.
Además de sus talentos como investigador, Jessie debía admitir que tampoco era mala compañía en absoluto. Tenían una buena comunicación entre ellos, como si se hubieran conocido desde mucho más tiempo. En unas cuantas ocasiones mientras estaba en Quantico, cuando tenía las defensas bajas, Jessie se preguntaba si acaso las cosas hubieran podido ser diferentes de haberse conocido en otras circunstancias. Pero en ese momento, Jessie todavía estaba casada y Hernández llevaba más de seis años con su mujer.
Justo en ese instante el Capitán Roy Decker abrió su despacho y salió afuera. Alto, delgado, y casi completamente calvo excepto por cuatro pelos desmandados, Decker todavía no tenía ni sesenta años, pero parecía mucho mayor, con un rostro cetrino y arrugado que sugería un estrés constante. Su nariz acababa en punta y sus ojillos estaban alerta, como si estuviera siempre a la caza, algo que Jessie daba por sentado.