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CAPÍTULO UNO

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Eliza Longworth estaba tomando un sorbo largo de su café mientras oteaba el Océano Pacífico, maravillándose ante la vista que tenía a pocos pasos de su dormitorio. En ocasiones, tenía que recordarse a sí misma lo afortunada que era.

Su amiga desde hacía veinticinco años, Penélope Wooten, estaba sentada en una tumbona adyacente en el patio con vistas al cañón de Los Leones. Era un día relativamente despejado de marzo y, en la lejanía, se vislumbraba Isla Catalina. Si miraba a su izquierda, Eliza podía ver las deslumbrantes torres del centro de Santa Mónica.

Era media mañana de un lunes. Ya había enviado a los niños a la guardería y a la escuela y la hora punta del tráfico se había terminado. Lo único que tenían planeado hacer las viejas amigas hasta la hora del almuerzo era pasar el rato en la mansión de tres pisos de Eliza en las colinas de Pacific Palisades. Si no se sintiera tan feliz en este momento, puede que empezara a sentirse un tanto culpable. Sin embargo, cuando la noción se deslizó dentro de su mente, la expulsó de inmediato.

Vas a tener mucho tiempo para estresarte después. Date el gusto de disfrutar del momento.

“¿Quieres que te rellene el café?”, preguntó Penny. “Necesito hacer una pausa de todas maneras”.

“No, gracias. Estoy bien por ahora”, dijo Eliza, antes de añadir con una sonrisa maliciosa, “A propósito, ¿sabes que puedes llamarlo un descanso para ir al baño cuando solo hay adultos presentes, ¿verdad?”.

Penny le sacó la lengua por toda respuesta mientras se incorporaba, desdoblando sus piernas imposiblemente largas para levantarse de la tumbona como una jirafa que se despertara de la siesta. Llevaba su cabello rubio y largo, lustroso, mucho más elegante que el estilo castaño claro a la altura de los hombros que llevaba Eliza, atado en una cola de caballo moderna y utilitaria. Todavía tenía el aspecto de la modelo de pasarela que había sido cuando tenía veintitantos años antes de dejarlo por una vida claramente menos emocionante, pero también mucho menos ajetreada.

Se metió al interior de la casa, dejando a Eliza a solas con sus pensamientos. Casi al instante, a pesar de sus esfuerzos, su mente regresó a la conversación que acababan de tener hacía unos minutos. La reprodujo como si fuera una grabación que no pudiera apagar.

“Últimamente, Gray parece muy distante”, había dicho Eliza. “Nuestra única prioridad ha sido siempre cenar en familia con los niños, pero desde que le han hecho socio de la firma, ha estado yendo a un montón de reuniones por las noches”.

“Estoy segura de que se siente tan frustrado como tú”, le había dicho Penny para reconfortarla. “Una vez se asienten las cosas, seguro que volvéis a vuestra rutina habitual”.

“Puedo entender que pase más tiempo fuera de casa. Lo comprendo. Ahora tiene mayor responsabilidad por el éxito de la firma, pero lo que me incomoda es que no da la impresión de que él tenga ninguna sensación de estar perdiéndose algo por todo ello. Jamás ha expresado ningún reparo por lo que se está perdiendo. Ni siquiera estoy segura de que se dé cuenta”.

“Estoy segura de que sí lo hace”, le había dicho Penny. “Seguramente se siente culpable por ello. Si reconociera lo que se está perdiendo, haría las cosas más difíciles. Apuesto a que lo ha bloqueado de su mente. Yo también hago eso a veces”.

“¿Haces qué exactamente?”, preguntó Eliza.

“Pretender que cierta cosa que estoy haciendo con mi vida y que puede que no sea muy admirable no es para tanto porque admitir que lo es solo haría que me sintiera peor acerca de ello”.

“¿Y qué es lo que haces que es tan terrible?”, preguntó Eliza burlonamente.

“Pues la semana pasada me comí la mitad de una lata de Pringles de una sentada, por decirte una. Y después les grité a los niños porque querían un helado de aperitivo por la tarde. Ahí lo tienes”.

“Tienes razón. Eres una persona horrible”.

Penny sacó la lengua antes de responder. A Penny le gustaba mucho eso de sacar la lengua.

“Lo que quiero decir es que quizá no sea tan olvidadizo como parece. ¿Has pensado en ir a terapia?”.

“Ya sabes que no creo en todas esas tonterías. Además, ¿por qué tendría que ver a un terapeuta cuando te tengo a ti? Entre la terapia de Penny y el yoga, estoy arreglada en el aspecto emocional. Hablando de ello, ¿sigue en pie lo de quedar mañana por la mañana en tu casa?”.

“Por supuesto”.

Al pensar en ello ahora, bromas aparte, quizá no fuera mala idea lo de ir a terapia para parejas. Eliza sabía que Penny y Colton iban cada dos semanas y parecían contar con una mayor fortaleza gracias a ello. Si decidía ir, al menos sabía que su mejor amiga no se lo restregaría por la cara.

Se habían apoyado mutuamente desde que se conocieran en la escuela primaria. Todavía se acordaba de cuando Kelton Prew le tiró de las coletas y Penny le dio una patada en la espinilla. Eso fue el primer día del tercer grado. Habían sido las mejores amigas del mundo desde entonces.

Se habían ayudado mutuamente en innumerables situaciones. Eliza había estado junto a Penny mientras atravesaba su lucha con la bulimia en la secundaria. Durante su segundo año en la universidad, Penny había sido la que le había convencido de que no solo había sido una mala cita, sino que Ray Houson le había violado.

Penny la acompañó cuando fue a hablar con la policía del campus y estuvo presente en la sala del tribunal para ofrecer apoyo moral cuando testificó. Y cuando el entrenador de tenis quiso echarla del equipo y retirarle la beca porque todavía tenía dificultades con el tema meses después, Penny fue donde él y le amenazó con que ayudaría a su amiga a presentar una demanda. Eliza permaneció en el equipo y ganó un premio a la mejor jugadora de conferencias junior del año.

Cuando Eliza tuvo un aborto natural después de tratar de quedarse embarazada durante dieciocho meses, Penny vino a su casa cada día hasta que por fin estuvo lista para salir de la cama. Y cuando diagnosticaron al hijo mayor de Penny, Colt Jr., con autismo, fue Eliza quien llevó a cabo una investigación durante semanas hasta que encontró la escuela que acabó por ayudarle a salir adelante.

Habían pasado por tantas batallas juntas que les gustaba apodarse a sí mismas las Guerreras del Westside, a pesar de que sus maridos pensaran que ese nombre era ridículo. Así que, si Penny le estaba recomendando que considerara terapia para parejas, quizá debiera hacerlo.

Un zumbido proveniente del teléfono de Penny sacó a Eliza de sus pensamientos. Se acercó y lo agarró, lista para decirle a su amiga que alguien se había puesto en contacto, pero cuando vio el nombre en el texto, abrió el mensaje. Provenía de Gray Longworth, el marido de Eliza. Decía:

Estoy deseando verte esta noche. Añoro tu olor. Tres días sin ti son demasiado. Le dije a Lizzie que tenía una cena con un socio. Lugar y hora de costumbre, ¿te parece?

Eliza dejó el teléfono sobre la mesa. De repente, la cabeza le daba vueltas y se sentía débil. Se le cayó la taza de la mano, que se golpeó con el suelo, y se rompió en docenas de esquirlas de cerámica.

Penny salió corriendo de la casa.

“¿Anda todo bien?”, le preguntó. “Escuché cómo se rompía algo”.

Bajó la mirada para señalar a la taza con el café derramado a su alrededor, y después la elevó para mirar el rostro atónito de Eliza.

“¿Qué pasa?”, le preguntó.

Los ojos de Eliza se movieron involuntariamente hacia el teléfono de Penny y vio cómo su amiga le seguía la mirada con la suya. Notó el momento de reconocimiento en la mirada de Penélope cuando cayó en la cuenta de lo que debía haber sorprendido tanto a su querida, vieja amiga.

“No es lo que parece”, le dijo Penny con nerviosismo, descartando cualquier intento de negar lo que ambas sabían.

“¿Cómo pudiste?”, exigió Eliza, apenas capaz de dejar salir las palabras de su boca. “Confiaba en ti más que en nadie en todo el mundo. ¿Y vas y haces esto?”.

Le parecía como si alguien hubiera abierto la puerta de una trampilla por debajo suyo y se estuviera cayendo a un vacío abismal. Todo aquello sobre lo que su vida estaba asentada parecía empezar a desintegrarse delante de sus ojos. Pensó que iba a vomitar.

“Por favor, Eliza,” le rogó Penny, arrodillándose junto a su amiga. “Deja que te explique. Sucedió, pero fue un error, uno que he estado tratando de arreglar desde entonces”.

“¿Un error?”, repitió Eliza, sentándose erguida en su tumbona mientras las náuseas se mezclaban con la ira, haciendo que un hervidero humeante de bilis burbujeara desde su estómago hasta su garganta. “Error es resbalarse en una curva y darse de bruces con alguien. Error es olvidarse de llevarse el uno en una resta. ¡Un error no es dejar que el marido de tu mejor amiga se meta accidentalmente dentro de ti, Penny!”.

“Lo sé”, admitió Penny, con la voz ahogada por el arrepentimiento. “No debería haber dicho eso. Fue una decisión terrible, realizada en un momento de debilidad, estimulada por demasiadas copas de viognier. Le dije que se había terminado”.

“‘Terminado’ me indica que sucedió más de una vez”, notó Eliza, poniéndose en pie de repente. “Exactamente, ¿cuánto tiempo llevas acostándote con mi marido?”.

Penny se quedó de pie en silencio, obviamente debatiendo consigo misma si ser honesta iba a hacer más daño que bien.

“Casi un mes”, admitió finalmente.

De pronto, todo ese tiempo que se había pasado su marido alejado de su familia cobró mayor sentido. Cada nueva revelación parecía venir a darle otro puñetazo en el estómago. Eliza creía que lo único que evitaba que se derrumbara era su sensación de rabia justificada.

“Tiene gracia”, señaló Eliza con amargura. “Ese es más o menos el tiempo que Gray lleva teniendo todas esas reuniones nocturnas con socios sobre las que me dijiste que seguramente se siente mal. Vaya coincidencia”.

“Pensé que podía mantenerlo bajo control…”, empezó a decir Penny.

“No me vengas con esas”, dijo Eliza, cerrándole la boca. “Las dos sabemos que te puedes alterar, pero ¿así es cómo te enfrentas a ello?”.

“Ya sé que esto no va a servir de ayuda”, insistió Penny. “Pero iba a cortar con él. No he hablado con él en tres días. Estaba tratando de encontrar la manera de terminar las cosas con él sin estropearlo todo contigo”.

“Parece que vas a necesitar un plan nuevo”, le escupió Eliza, reprimiendo las ganas de arrojarle las esquirlas de la taza del café a su amiga. Solo sus pies descalzos se lo impedían. Se agarró a su ira, sabiendo que era lo único que evitaba que se derrumbara del todo.

“Por favor, deja que encuentre la manera de arreglar esto. Tiene que haber algo que pueda hacer”.

“Lo hay”, le aseguró Eliza. “Vete ahora mismo”.

Su amiga se le quedó mirando por un instante, pero debió de sentir lo seria que estaba Eliza porque su titubeo no duró mucho.

“Muy bien”, dijo Penny, recogiendo sus cosas y apresurándose para salir por la puerta principal. “Me iré, pero vamos a hablar más tarde. Hemos pasado por muchas cosas juntas, Lizzie. No podemos dejar que esto lo arruine todo”.

Eliza se obligó a sí misma a no soltar vituperios por respuesta. Puede que esta fuera la última vez que veía a su “amiga” y necesitaba que entendiera la magnitud de la situación.

“Esto es diferente”, le dijo lentamente, poniendo énfasis en cada palabra. “En todas las demás ocasiones éramos nosotras frente al mundo, cubriéndonos las espaldas la una a la otra. Esta vez me has apuñalado en la mía. Nuestra amistad se ha terminado”.

Entonces cerró la puerta de golpe en la cara de su mejor amiga.

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