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CAPÍTULO CINCO

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Llegaron a Seattle con dos escenas del crimen que visitar: la ubicación de la primera víctima, descubierta hacía ocho días, y la ubicación de la segunda víctima, que habían descubierto el día anterior. Como Mackenzie nunca había visitado Seattle en su vida, se sintió casi decepcionada de ver que uno de los estereotipos sobre la ciudad parecía ser bien acertado: caía una lluvia fina cuando aterrizaron en el aeropuerto. La llovizna continuó hasta que se metieron en su coche de alquiler y después se acabó convirtiendo en una lluvia más constante mientras se ponían de camino hacia Seattle Storage Solution, la ubicación del último cadáver que habían descubierto.

Cuando llegaron, había un hombre de mediana edad esperándolos en su camioneta de reparto. Se bajó, abrió un paraguas, y les saludó en su coche. Les entregó otro paraguas con una sonrisa alicaída.

“A ninguno de los que vienen de fuera de la ciudad se les ocurre traer uno”, explicaba al tiempo que Ellington lo agarraba. Lo abrió y, tan caballeroso como de costumbre, se aseguró de que Mackenzie estuviera completamente resguardada por él.

“Gracias”, dijo Ellington.

“Quinn Tuck”, dijo el hombre, ofreciéndole la mano.

“Agente Mackenzie White”, dijo Mackenzie, estrechándole la mano. Ellington hizo lo mismo, presentándose también.

“Vamos entonces”, dijo Quinn. “No tiene sentido retrasarlo. Preferiría estar en casa, si os da igual a vosotros. Ya se llevaron el cadáver, gracias a Dios, pero la consigna todavía me da escalofríos”.

“¿Es la primera vez que le ha pasado algo parecido?”, preguntó Mackenzie.

“Es la primera vez que es tan horrible, sin duda. En una ocasión, tuve un mapache muerto que estaba atrapado en una consigna. Y en otra ocasión, unas avispas encontraron la manera de entrar a una de las consignas, hacer un nido, y lanzarse en bandada contra el rentero. Pero no… nunca nada tan malo como esto”.

Quinn les llevó hasta una consigna con un 35 pegado sobre su puerta estilo garaje. La puerta estaba abierta y había un policía revolviendo por la parte de atrás del espacio. Llevaba un bolígrafo y un bloc de notas, y apuntaba algo cuando entraron Mackenzie y Ellington.

El policía se giró hacia ellos y sonrió. “¿Vosotros sois del bureau?”, les preguntó.

“Así es”, dijo Ellington.

“Encantado de conoceros. Soy el ayudante del alguacil Paul Rising. Pensé que sería mejor que estuviera por aquí cuando llagarais. Estoy anotando todo lo que hay guardado aquí, esperando encontrar algún tipo de pista, porque, por el momento, tenemos exactamente cero”.

“¿Estabas en la escena cuando se llevaron el cadáver?”.

“Por desgracia. Era bastante truculento. Una mujer llamada Claire Locke, de veinticinco años. Lleva muerta al menos una semana. No está claro si se murió de inanición o si se desangró antes”.

Lentamente, Mackenzie examinó el aspecto de la consigna. La parte trasera estaba llena de cajas, cestas de la leche, y varios baúles viejos, las cosas típicas que se pueden encontrar en una consigna de almacén. Pero la mancha que había en el suelo sin duda alguna lo distinguía. No era una mancha muy grande, pero adivinó que podía haber sido como resultado de una pérdida de sangre lo bastante grande como para provocar la muerte. Quizá fuera su imaginación, per estaba bastante segura de que todavía podía oler el hedor que había dejado el chico tras largarse.

Mientras que Rising continuó con su tarea con las cajas y los contenedores que había por detrás, Mackenzie y Ellington comenzaron a investigar el resto del interior. Por lo que a Mackenzie concernía, una mancha de sangre en el suelo indicaba que había algo más que merecía la pena encontrar. Mientras miraba alrededor suyo en busca de pistas, escuchó cómo Ellington le preguntaba a Rising por los detalles del caso.

“¿Estaba la mujer atada o amordazada de alguna manera?”, preguntó Ellington.

“Las dos cosas. Tenía las manos atadas a la espalda, los tobillos atados, y una de esas mordazas de bola en la boca. La sangre que viste en el suelo provenía de una leve herida de arma blanca en el estómago”.

Al menos el hecho de que la hubieran atado y amordazado explicaba por qué había sido incapaz Claire Locke de hacer ningún ruido para llamar la atención de la gente al otro lado de las paredes de la consigna. Mackenzie intentó imaginarse a una mujer encerrada en este diminuto espacio abarrotado de cosas sin luz, ni comida, ni agua. Le ponía furiosa.

Mientras daba la Vuelta alrededor de la consigna, llegó a la esquina de la entrada. La lluvia tamborileaba delante de ella, abofeteando el hormigón del pavimento. Pero, a lo largo del interior del marco metálico de la puerta, Mackenzie divisó algo. Estaba muy cerca del suelo, en la misma base del marco que permitía que la puerta se deslizara hacia arriba y hacia abajo.

Se puso de rodillas y se inclinó para mirarlo más de cerca. Al hacerlo, vio algo de sangre al borde del surco. No mucha, tan poca, de hecho, que dudaba que la hubiera visto ninguno d ellos policías. Y entonces, en el suelo justo debajo de la mancha de sangre, había algo pequeño, roto, y blanco.

Mackenzie lo tocó suavemente con su dedo. Era un trozo de uña.

Al final, parecía que Claire Locke se las había arreglado para intentar escapar. Mackenzie cerró los ojos un momento, intentando visualizarlo. Dependiendo de cómo le hubieran atado las manos, podía haber vuelto hasta la puerta, arrodillado, e intentado levantar la puerta hacia arriba. Hubiera sido un intento inútil debido al cerrojo que había fuera, pero sin duda algo que merecía la pena intentar si estabas a punto de morir de inanición o desangrada.

Mackenzie hizo un gesto a Ellington para que se acercara y para enseñarle lo que había encontrado. Entonces se giró hacia Rising y preguntó: “¿Te acuerdas de su había alguna herida adicional en las manos de la señorita Locke?”.

“Lo cierto es que sí,” dijo él. “Tenía unos cuantos cortes superficiales en su mano derecha. Y creo que le faltaba la mayor parte de una de sus uñas”.

Se acercó donde estaban Mackenzie y Ellington y soltó un rápido “Oh.”

Mackenzie continuó mirando pero no encontró nada más que unos cuantos cabellos sueltos. Cabello que asumía pertenecería a Claire Locke o al propietario de la consigna.

“¿Señor Tuck?”, dijo.

Quinn estaba parado afuera de la consigna, arrebujado debajo de su paraguas. Estaba haciendo todo lo posible para no estar de pie dentro de la consiga, para ni siquiera mirar al interior. Sin embargo, al oír el sonido de su nombre, entró al espacio a regañadientes.

“¿A quién pertenece esta consigna?”.

“Eso es lo más jodido”, dijo. “Claire Locke ha estado alquilando esta consigna durante siete meses por lo menos”.

Mackenzie asintió mientras miraba hacia la parte de atrás, donde estaban apiladas las posesiones de Locke en filas bien ordenadas que llegaban hasta el techo. El hecho de que fuera su consigna de almacén añadía un toque de misterio a todo ello, pero, pensó Mackenzie, podía servirles de ventaja a la hora de establecer el motivo o hasta de rastrear al asesino.

“¿Hay cámaras de seguridad por aquí?”, preguntó Ellington.

“Solamente tengo una en la entrada principal”, dijo Quinn Tuck.

“Hemos visto todas las cintas de seguridad de las últimas semanas”, dijo Rising. “No había nada fuera de lo normal. En este momento, estamos hablando con todos los que aparecieron por aquí en cualquier momento durante las últimas dos semanas. Como podéis imaginaros, va a ser aburrido. Todavía nos queda como una docena de personas que interrogar”.

“¿Alguna posibilidad de que podamos hacernos con esas cintas?”, preguntó Mackenzie.

“Desde luego”, dijo Rising, aunque su tono indicara que pensaba que Mackenzie estaba loca por querer irse de pesca entre ellas.

Mackenzie le siguió a Ellington a la parte de atrás de la consigna. Una parte de ella quería revolver entre las cajas y los contenedores, pero sabía que seguramente eso no llevaría a gran cosa. Una vez tuvieran pistas o sospechosos potenciales, puede que encontraran algo que mereciera la pena, pero, hasta entonces, los contenidos de la consigna no significarían absolutamente nada para ellos.

“¿Sigue el cadáver donde el forense?”, preguntó Mackenzie.

“Por lo que yo tengo entendido”, dijo Rising. “¿Quieres que le llame y le diga que vais a ir por allí?”

“Por favor. Y mira lo que puedes hacer para conseguirnos esas cintas de video”.

“Oh, puedo enviar eso, agente White”, dijo Quinn. “Es todo digital. Solo tienes que decirme dónde quieres que te lo envíe”.

“Vamos”, dijo Rising. “Os llevaré a la oficina del forense. Resulta que está solo dos pisos por debajo de mi despacho”.

Dicho eso, los cuatro salieron de la consigna y regresaron bajo la lluvia. Hasta debajo de un paraguas, era ruidosa. Caía lenta pero duramente, como si tratara de llevarse las visiones y los olores que había presenciado esta consigna.

Antes De Que Anhele

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