Читать книгу Desguace americano - Bonnie Jo Campbell - Страница 10
ОглавлениеDetrás de la valla metálica había bombonas de propano reclinadas, como filas de hinchadas barrigas blancas. Todas estaban adornadas con el logo del gato sonriente de Pur-Gas, otra idea estúpida del jefe, que al parecer había olvidado que «P-u-r» se refería a gas «puro» y no a la onomatopeya para el ronroneo de los gatos en inglés. Desde la tienda contigua de reparación de neumáticos llegaba el traqueteo y el zumbido de los compresores, y puede que aquel ruido no matara neuronas, pero no cabía duda de que impedía pensar con claridad a cualquiera que anduviera por allí. Mientras Susan, la encargada del local de Pur-Gas, hablaba por el teléfono del despacho, se dio cuenta de que tenía los nudillos blancos de apretar con tanta fuerza la bolsa de su almuerzo. Según el vicedirector, al otro lado del teléfono, iban a echar del colegio a su hijo mayor, Josh, por meterse en una pelea.
–Mándele a la sala de castigo después de clase –dijo Susan–. Si no, se va a pasar el día viendo la tele en casa. Debería estar aprendiendo algo.
–No tenemos personal suficiente para estar vigilando a los alumnos problemáticos todo el día –dijo el vicedirector.
–Pero yo estoy trabajando todo el día, no puedo vigilarle.
–¿Y su padre?
–¿Qué pasa con su padre?
–Hay alguien que pregunta por ti –susurró Darcy, la ayudante de Susan. Darcy cerró los ojos e hizo el gesto de «loco» dibujando un circulito en el aire.
–Veremos qué se puede hacer –dijo el vicedirector con tono crispado.
–Sí, muchas gracias.
Susan colgó el teléfono, tiró al cubo de la basura la bolsa de la comida y regresó al mostrador principal, donde se encontró con su cuñado Mack, como siempre vestido con una chaqueta de camuflaje y una gorra del ejército. Para ayudar a su hermana Holly y sus dos hijos, Susan siempre le aplicaba a Mack el descuento de los empleados. Susan sacó el papel de Mack de una carpeta con el nombre de Holly.
–¿Seguro que este es el más grande que puedo comprar? –dijo Mack.
–Mack, es un depósito de ochenta y cinco metros cúbicos. Es la mitad de tu tráiler. Ten cuidado, no sea que uno de tus amigos borrachos estrelle su camión contra el depósito.
Al parecer, el propano era el combustible favorito del mes para los chalados del efecto 2000, que pensaban que el flujo de gas natural y la civilización entera estarían en grave peligro al tocar la medianoche del 31 de diciembre de 1999.
Mack y sus colegas paramilitares no eran, ni mucho menos, los únicos alarmistas tocapelotas que había en el pueblo esos días. Susan tenía pedidos de equipamiento de supervivencia para ejecutivos desasosegados de la empresa de celulosa, dos concejales y, la semana pasada, el mismo vicedirector del colegio con el que acababa de hablar –a lo mejor tenía que devolverle la llamada y amenazarle con cancelar su pedido de propano, una fuente de energía ligera y supereficiente, si expulsaba a Josh–. Todos esos hombres creían que llegaba la gran hecatombe y tenían la presuntuosidad de pensar que, si planeaban las cosas con inteligencia y compraban las máquinas necesarias, sobrevivirían, apiñados en sus sótanos u oteando el horizonte desde sus torres de vigilancia.
–¿Los camiones de reparto funcionan con propano o gasolina? –preguntó Mack, que no era feo cuando no iba vestido de payaso guerrillero.
–Propano.
–Bien. Eso significa que los camiones tendrán suficiente combustible para hacer los repartos.
–No te preocupes, los camiones no van a dejar de funcionar.
Se le ocurrió a Susan que los hombres siempre estaban a la espera de algún tipo de cataclismo, ya fuera el amor, la guerra o un asteroide gigantesco. Todos los hombres aspiraban a ser un personaje impetuoso a lo Bruce Willis, que estuviera en lucha contra un malvado enemigo extranjero y despreciara al mismo tiempo los quehaceres cotidianos. Los hombres solo querían centrarse en un gran tema y dejaban que las mujeres se encargaran de solucionar los miles de problemas menores restantes.
–Eres demasiado negativa, demasiado cínica –le había dicho a Susan su marido (ahora exmarido)–. Y no me quieres como antes. Por eso he tenido que buscarme otra mujer.
–Explícaselo a tus hijos –había respondido Susan–. Explícaselo a Josh, a Andy y a Tommy.
Los hombres no entendían que no podías dejarte llevar por la pasión cuando había tanta gente que necesitaba tu atención, cuando había tanto trabajo que hacer. Los hombres no entendían que no había nada de tal magnitud que te liberara de tus obligaciones, que comenzaban tan pronto como el sol se alzaba por encima de la fábrica de celulosa y solo acababan cuando terminabas las tareas de cada día y te caías reventada en la cama con el ruido de fondo de la autopista interestatal 94.
El rollo del milenio era solo una distracción más para que los hombres se escaquearan de hacer cosas útiles de verdad. En lugar de montar todo este jaleo y gastarse tanto dinero, Mack debería contratar a alguien que cuidara de los niños una vez a la semana y sacar a Holly a cenar, o quizá limpiar el terreno alrededor de la caravana, que, la última vez que lo vio, estaba lleno de trastos, bidones de aceite de motor, maderas podridas y motores de automóvil cubiertos con lona. Y ahora que le había dado por prepararse para el efecto 2000, Mack se había hecho con un depósito de diésel de dos mil litros que había plantado, como un gran truño amarillo, bajo las cuerdas de tender de Holly. La idea era llenar el depósito con combustible para su camión.
–Necesitas una base de hormigón de diez centímetros para poner ese tanque de propano –dijo Susan–. Vamos a tener que inspeccionarlo antes de que lo pongas y también después.
–Voy a echar el hormigón mañana. –Mack extrajo unos papeles de su bolsillo–. Susan, sé que no siempre nos hemos llevado bien, pero creo que deberías tener una copia de esto –dijo con aire muy serio mientras desdoblaba un taco de cuatro hojas grapadas con instrucciones para prepararse contra el efecto 2000.
Susan dejó de escribir y leyó para sí, al azar, un par de frases en la última página: «Llene la bañera de agua» y «Guarde un mínimo de mil unidades de munición para todas las armas que tenga». El ruido de los compresores se intensificó y los hombres se pusieron a gritar y dejaron caer las herramientas al suelo de hormigón. Como siempre, en la parte trasera la radio sintonizaba la emisora del derechista Rush Limbaugh.
Susan miró la cara ceñuda de Mack, hizo un gurruño con los papeles y lo lanzó por encima del mostrador, sin lograr encestar en la papelera por un metro.
–¿No lo pilláis, tontos del culo? –dijo Susan alzando la voz–. Si se va la electricidad, tendremos que vivir sin electricidad un tiempo. Lo que pase, pasará. No se puede controlar el mundo y, sobre todo, ¡tú no puedes controlar este propano!
La voz de Susan había subido en un crescendo y Darcy se acercó a mirar desde un lado, con un sándwich de jamón y queso abierto en las manos.
–¿Sabes qué? –continuó Susan con voz susurrante–. Si le digo al conductor que no te llene el depósito, no te lo va a llenar. Así que más te vale portarte bien con Holly.
Mack se apartó del mostrador y fijó la vista en sus botas militares negras. Susan señaló tres sitios en el formulario donde tenía que firmar Mack y le ofreció el bolígrafo.
–Si no utilizas cien dólares de gas al mes, tendrás que pagar el doble de alquiler por el depósito.
Esa tarde, Susan se saltó su costumbre de ir a nadar a la piscina del YMCA y se fue directa a casa. Antes incluso de entrar en la cocina, bajó las escaleras al sótano, donde Josh había trasladado su habitación hacía dos meses, lo que había permitido que Andy y Tommy tuvieran sus propias habitaciones.
–¿Josh? –Golpeó en la puerta de lo que antes era el despacho de su marido, pero no obtuvo respuesta. Empujó la puerta, que se abrió a una habitación donde no había más iluminación que el destello azul del televisor.
–¡Has llegado a casa antes de lo normal, mamá! –gritó Josh en tono recriminatorio.
–Josh, me han llamado… –Susan dejó de hablar en cuanto vio dos cuerpos en la cama de Josh–. ¿Nicole?
La nueva novia de Josh, una chica de pelo rizado, estaba con él, con la sábana subida hasta el cuello. Al adaptarse la vista de Susan a la penumbra, se dio cuenta de que Josh estaba desnudo. Dios bendito, ¡si tenían quince años! Susan se quedó de piedra, escuchando, de forma involuntaria, las voces de sorpresa y enfado que emanaban del programa de la tele, que parecía ser The Jerry Springer Show.
–¡Salid de la cama! –gritó finalmente Susan.
–Yo no entro en tu habitación por sorpresa –dijo Josh.
–¡Salid de la cama!
Susan salió del cuarto, con los brazos cruzados sobre el pecho, y trató de pensar en lo que debía decir. Primero salió la chica, con rímel corrido en torno a los ojos. Miró desafiante a Susan antes de dirigirse a las escaleras; tenía una cara tan pálida y delgada que Susan se preguntó si sería una de esas chicas que vomitaba la comida.
–Mamá, la quiero –dijo Josh–. No lo entiendes.
Susan se dio cuenta de que en la cara de Josh, además de su incipiente vello facial, había varios pelos oscuros y rizados.
–Pues si la quieres, ¿por qué te arriesgas a dejarla preñada? –preguntó Susan–. ¿Por qué os arriesgáis a joderos la vida?
Susan también estaba pensando: si esta chica significa tanto para ti, ¿por qué no apagas la maldita televisión cuando estás en la cama con ella?
Lavar los platos fue la última tarea de Susan antes de irse a la cama esa noche. El agua caliente la estaba adormilando y se permitió olvidar a Josh y no pensar en el efecto 2000. Había estado tan ocupada burlándose de los alarmistas que no había dedicado tiempo a pensar en el año 2000. Entendía la idea de los dígitos, el año 00, y que eso podía causar problemas con los sistemas informáticos que controlaban los semáforos y los cajeros automáticos. Quizá debería darse un margen mayor de tiempo para llegar al trabajo el lunes 3 de enero. Quizá debería guardar doscientos dólares en efectivo por si la primera paga se iba al garete. Podía seguir la recomendación de llenar la bañera de agua sin mayor problema, pero seguramente pasaría de hacerlo. Aunque el capullo de su exmarido la llamaba negativa y cínica, estaba convencida de que la gente normal que se dedicaba a sus trabajos sería capaz de arreglar los problemas derivados del fallo informático.
Susan abrió la ventana para que entrara una corriente fría de aire nocturno en la habitación y escuchó el rumor del tráfico en la autopista, el zumbido de un avión en el cielo, el estruendo apagado del tercer turno de trabajadores en la fábrica de celulosa y la cháchara de la televisión en el sótano. Cuando no le quedara más remedio que bajar a apagarla, Josh estaría tumbado en la cama, dormido con la boca abierta. Cuando Susan apretara el botón, Josh se quejaría, medio dormido: «Mamá, ¡estaba viéndolo!». Sabía que no había estado muy acertada antes, con lo que le había dicho en el sótano sobre Nicole, pero todavía estaba demasiado enfadada para saber qué decir.
Susan sumergió de nuevo las manos en el agua caliente. Veía algunas ventajas si de verdad se producía un colapso por el milenio. La vida sería más tranquila sin electricidad. Se imaginó las manecillas del reloj de la cocina dando vueltas a más y más velocidad, a mil por hora hasta Nochevieja, y deteniéndose de golpe. En el momento crítico, estaría tal cual estaba ante el fregadero, quizá con una vela de aroma balsámico del árbol de Navidad en el alféizar. Estaría agotada por la visita de su padre, que siempre venía el 24 de diciembre y se quedaba hasta Nochevieja, con lo cual Susan tenía que limpiar la casa durante toda la semana y levantarse temprano para cocinarle desayunos calientes –aquel hombre pensaría que era el fin del mundo si no se sentaban todos juntos ante un buen desayuno caliente–. De repente dejarían de alzarse columnas de humo de las chimeneas de la fábrica de celulosa. Se apagarían todas las luces y cesarían los chirridos, bufidos y traqueteos de las máquinas. Susan se secaría con un paño, se echaría una crema en las manos y respiraría hondo. En el momento del milenio de Susan, hasta los faros de los camiones de reparto se apagarían y las ruedas dejarían de girar. En todos los carriles de la autopista, se quedarían paralizados los vehículos de tracción a las cuatro ruedas y los coches normales, al igual que sus conductores. En lo alto, las estrellas brillarían con tanta fuerza como en el cielo del desierto. Los hombres tampoco podrían arrancar motocicletas, sierras eléctricas o máquinas cortacésped; máquinas inertes, metal aceitoso en sus manos. Las voces de los vicedirectores, de los hombres que compraban en Pur-Gas, de los tipos que parloteaban en la televisión y en la radio se ralentizarían y se detendrían, aunque fuera solo por un instante. Los hombres de todas las edades en todos los lugares –hombres que hablaban de fútbol, de máquinas, de política, de bombas hidráulicas y de la mecánica del amor– se callarían de una vez por todas.