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Capítulo 4

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Continuación del Diario de Jonathan Harker

Me desperté en mi propia cama. El conde debió haberme traído hasta aquí, si es que todo esto no fue un sueño. Intenté dar sentido a lo acontecido, pero no llegué a ninguna conclusión clara. Ciertamente había algunas evidencias, por ejemplo, el hecho de que mi ropa estuviera doblada y arreglada en una forma en la que yo no acostumbraba hacerlo. Mi reloj no tenía cuerda, y yo tengo la rigurosa costumbre de no irme a dormir sin antes darle cuerda; y así había muchos otros detalles. Pero nada de esto era una prueba real, pues bien podía ser que mi mente no estuviera funcionando adecuadamente y, por una u otra causa, me hubiera perturbado demasiado. Debo buscar pruebas contundentes. Al menos me alegro de una cosa: si fue el conde quien me cargó hasta aquí y me desvistió, debe haberlo hecho a toda prisa, pues mis bolsillos están intactos. Estoy seguro de que este diario hubiera sido un misterio intolerable para él. Se lo hubiera llevado o lo hubiera destruido. Al mirar este cuarto, que hasta ahora me había provocado tanto temor, lo considero ya como una especie de santuario, pues no hay nada más espantoso que esas horribles mujeres, que esperaban... que esperan, para succionar mi sangre.

18 de mayo.

Bajé nuevamente a esa habitación para verla a la luz del día, pues debo saber la verdad. Cuando llegué a la puerta al final de las escaleras, la encontré cerrada. La habían empujado con tanta fuerza hacia el marco que parte de la madera se había astillado. Noté que el pestillo de la cerradura no estaba cerrado, sino que habían atrancado la puerta desde adentro. Me temo que no fue un sueño, y debo actuar siguiendo esta conjetura.

19 de mayo.

Sin duda alguna estoy atrapado. Anoche el conde me pidió, en el tono más amable, que escribiera tres cartas: una, diciendo que mi trabajo aquí estaba casi terminado y que emprenderé el regreso a casa en algunos días; otra, donde decía que partiría a la mañana siguiente, y la tercera, para informar que me había marchado del castillo y me encontraba en Bistrita. Me hubiera gustado protestar, pero sentí que en la situación en que me encontraba hubiera sido una locura desafiar abiertamente al conde, dado que me encuentro absolutamente en su poder. Y rehusarme a hacer lo que me pedía significaba despertar sus sospechas y provocar su ira. Él sabe que yo sé demasiado, y que no debo vivir, para evitar que me convierta en un peligro. Mi única posibilidad es prolongar mis oportunidades. Podría ocurrir algo que me brinde la oportunidad de escapar. Vi en sus ojos algo de aquella ira que se manifestó cuando lanzó a la mujer rubia lejos de él. Me explicó que el correo era escaso y poco seguro, y que escribir las cartas ahora seguramente tranquilizaría a mis amigos. Me aseguró tan insistentemente que me devolvería las últimas cartas, las cuales se quedarían en Bistrita en caso de que la suerte permitiera que yo prolongara mi estancia aquí, que oponerme a él hubiera significado despertar nuevas sospechas. Por tanto, pretendí estar de acuerdo con su idea y le pregunté qué fechas debía escribir en las cartas. Hizo unos cálculos rápidos, y luego dijo:

—La primera debe tener fecha del 12 de junio, la segunda del 19 y la tercera del 29.

Ahora sé cuánto tiempo me queda de vida. ¡Que Dios se apiade mí!

28 de mayo.

Ha surgido una posibilidad de escape, o en todo caso de enviar noticias a casa. Una banda de cíngaros ha venido al castillo, y han acampado en el patio interior. Son gitanos. He anotado algunas cosas sobre ellos en mi libreta. En esta zona son muy típicos, aunque están relacionados con los gitanos ordinarios del resto del mundo. Hay miles de ellos en Hungría y Transilvania y viven prácticamente al margen de la ley. Por regla general, se atribuyen el nombre de algún noble o boyardo y comienzan a llamarse así. Son indomables y no tienen religión, excepto la superstición, y sólo hablan en sus propias variantes de la lengua romaní.

Voy a escribir algunas cartas a casa, e intentaré pedirles que las envíen. Ya he hablado con ellos desde mi ventana para entablar una relación. Se quitaron sus sombreros e hicieron muchas reverencias y gestos, los cuales, sin embargo, no pude entender más de lo que entiendo su idioma…

Ya he escrito las cartas. La que va dirigida a Mina está en taquigrafía, y al Sr. Hawkins solo le pido que se ponga en contacto con ella. A Mina le he explicado mi situación, pero sin hablar de los horrores que sólo puedo suponer. Si le dijera todo lo que pienso, creo que podría matarla de un susto. Si las cartas no fueran enviadas, al menos el conde no podrá conocer mi secreto, ni el alcance de mi conocimiento…

Les he entregado las cartas. Las lancé a través de los barrotes de mi ventana junto con una moneda de oro, e hice las señas necesarias para indicar que las pongan en el correo. El hombre que recibió las cartas las apretó contra su corazón e hizo una reverencia, y luego las colocó en su gorra. Era todo lo que yo podía hacer. Regresé nuevamente al despacho, y me puse a leer. Como el conde no ha venido a verme, empecé a escribir aquí…

El conde ya vino. Se sentó junto a mí y me dijo, en el tono más suave, mientras abría las dos cartas:

—Los gitanos me las dieron, y aunque no sé de dónde provienen, me haré cargo de ellas, por supuesto. ¡Veamos! —seguramente ya las había visto antes. —Una es de usted y está dirigida a mi amigo Peter Hawkins. La otra —al abrir el sobre se percató de los extraños símbolos, y una oscura mirada apareció en su rostro, mientras sus ojos empezaron a centellear malévolamente—, la otra es una cosa vil, ¡un ultraje a la amistad y a la hospitalidad! No está firmada, así que no debe importarnos.

Y tomando la carta y el sobre, los sostuvo tranquilamente sobre la llama de la lámpara hasta que se consumieron por completo.

Luego prosiguió:

—Desde luego, enviaré la carta para Hawkins, ya que usted la escribió. Sus cartas son sagradas para mí. Disculpe, amigo mío, que haya roto el sello sin darme cuenta. ¿Podría ponerlo de nuevo?

Me entregó la carta, y con una cortés reverencia me dio un sobre nuevo.

No me quedó más remedio que anotar la dirección y entregarle la carta en silencio. Cuando el conde salió de la habitación, escuché que la llave giraba suavemente en la cerradura. Un minuto después, fui a la puerta e intenté abrirla, pero estaba cerrada.

Al cabo de un par de horas, cuando el conde entró en silencio a la habitación, su presencia me despertó, pues me había quedado dormido en el sofá. Su actitud era muy cortés y alegre; al ver que yo estaba dormido, dijo:

—Amigo mío, ¿está usted cansado? Vaya a la cama. Ahí descansará mejor. Quizá no tenga el placer de hablar con usted esta noche, ya que tengo varios asuntos que atender, pero espero que duerma tranquilo.

Me dirigí a mi dormitorio para acostarme y, aunque parezca extraño, no tuve pesadilla alguna. La desesperación tiene sus momentos de tranquilidad.

31 de mayo.

Esta mañana, al despertar, se me ocurrió sacar algunas hojas y sobres de mi maleta, y guardarlos en mi bolsillo para poder escribir en caso de que se presentara una oportunidad, pero me esperaba una sorpresa, ¡una gran sorpresa!

Había desaparecido todo rastro de papel, junto con todas mis notas y memorandos relacionados con el ferrocarril y los viajes, mi carta de crédito y, de hecho, todo lo que pudiera serme útil una vez fuera del castillo. Me senté y reflexioné por un momento, entonces se me ocurrió buscar en mi baúl y en el guardarropa donde había puesto mi ropa.

El traje que llevaba puesto durante el viaje había desaparecido, así como mi abrigo y mi frazada. No encontré rastros de ellos por ningún lado. Todo esto parecía un nuevo plan infame del conde.

17 de junio.

Esta mañana, mientras estaba sentado en la orilla de mi cama, absorto en mis pensamientos, escuché afuera el sonido de un látigo y el golpeteo de cascos de caballos en el camino de piedras más allá del patio. Corrí lleno de alegría a la ventana y vi entrar en el patio dos enormes carretas de carga, cada una de ellas tirada por ocho robustos caballos y dirigida por unos eslovacos, ataviados con sus anchos sombreros, sus enormes cinturones tachonados de clavos, sus sucias pieles de cordero y sus botas altas. Tenían también dos largas varas en la mano. Corrí hacia la puerta, tratando de bajar las escaleras para unirme a ellos en el vestíbulo principal, pues creí que tal vez estaría abierto para que pudieran entrar. Pero me esperaba otra sorpresa: mi puerta estaba cerrada por fuera.

Corrí entonces hacia la ventana y empecé a gritarles. Voltearon hacia arriba y me miraron estúpidamente mientras me señalaban. Pero en ese momento salió el “atamán” de los gitanos, y al verlos señalando hacia mi ventana, dijo algo que hizo reír a todos.

A partir de ese momento, ninguno de mis intentos, ningún grito lastimero o ruego agonizante los hizo voltear nuevamente. Se dieron la vuelta y se alejaron decididamente. Las carretas de carga llevaban grandes cajas cuadradas, con agarraderas hechas de gruesa cuerda. Era evidente que las cajas estaban vacías debido a la facilidad con que los eslovacos las levantaban, y por el ruido que producían cuando las movían bruscamente.

Cuando terminaron de descargarlas y de acomodarlas en una de las esquinas del patio, el gitano les dio algo de dinero a los eslovacos, quienes, luego de escupir sobre él para la buena suerte, regresaron perezosamente cada uno a su carreta correspondiente. Al poco tiempo, escuché los golpes de sus látigos desapareciendo en la distancia.

24 de junio.

Anoche el conde se retiró temprano y se encerró en su propia habitación. En cuanto reuní el valor suficiente, subí rápidamente por la escalera de caracol y miré por la ventana que da hacia el sur. Pensé que debía vigilar al conde, pues tenía la impresión de que algo estaba sucediendo. Los gitanos montaron su campamento en algún lugar del castillo y están haciendo algún trabajo. Lo sé, porque de vez en cuando, escucho muy a lo lejos, ruidos ahogados de picos y palas. Sea lo que sea, debe tratarse de alguna villanía despiadada.

Llevaba poco menos de treinta minutos en la ventana, cuando vi algo saliendo de la habitación del conde. Retrocedí, observé cuidadosamente y lo vi salir completamente por la ventana. Me sorprendí enormemente cuando descubrí que el conde llevaba puesto el traje que yo había utilizado durante mi viaje hacia este lugar y que de su hombro colgaba la terrible bolsa que había visto a las mujeres llevarse. No cabía la menor duda de lo que planeaba hacer, ¡y además con mi ropa puesta! Esto quiere decir que se trata de un nuevo plan malévolo. Quiere que otras personas me vean en las ciudades y en las aldeas, para que haya evidencia de que yo mismo he dejado mis propias cartas en el correo, para que cualquier acto maligno que cometa sea atribuido a mi persona.

Me enfurece pensar que esta situación pueda continuar, mientras yo estoy encerrado aquí arriba, como un verdadero prisionero, sin gozar siquiera de la protección de la ley, que es el derecho y consuelo incluso de los criminales.

Pensé en quedarme esperando hasta que el conde regresara, y durante un largo rato permanecí obstinadamente sentado en la ventana. Entonces, empecé a notar que había unas pequeñas y curiosas partículas flotando en los rayos de la luna. Eran similares a diminutas motas de polvo, que giraban y se agrupaban en racimos de forma nebulosa. Las observé con una sensación de tranquilidad, y una especie de calma me invadió. Me recliné hacia atrás sobre la pared para estar más cómodo y poder disfrutar más plenamente de aquel espectáculo etéreo.

Algo me sobresaltó. Era un débil y lastimero aullido de perros, a lo lejos en el valle, oculto a mis ojos. Parecía que el sonido resonaba cada vez más fuerte en mis oídos, mientras las partículas flotantes de polvo cambiaban de forma al ritmo del sonido, como si bailaran a la luz de la luna. Sentí que mis adormecidos instintos luchaban por despertarse en lo profundo de mi ser. ¡Pero, qué digo! Era mi propia alma la que luchaba y mis sentidos adormecidos se esforzaban por responder al llamado. ¡Estaba siendo hipnotizado! El polvo bailaba cada vez más rápido. Los rayos de la luna parecían temblar al pasar a mi lado y perderse en la oscuridad a mis espaldas. Se unieron más y más, hasta que adoptaron las tenues formas de unos fantasmas. Y entonces me sobresalté, completamente despierto, en plena posesión de mis sentidos y me alejé de aquel lugar gritando.

Las formas fantasmales, que estaban empezando a materializarse poco a poco en los rayos de la luna, eran las de esas tres mujeres fantasmagóricas a quienes había sido predestinado.

Huí de ese lugar, y me sentí mucho más seguro en mi propia habitación, donde no penetraba la luz de la luna y la lámpara ardía brillantemente.

Después de algunas horas escuché ruidos en la habitación del conde, parecidos a un lamento agudo rápidamente sofocado. Y luego reinó un completo silencio, un profundo y espantoso silencio, que me erizó la piel. Con el corazón latiéndome a toda prisa, intenté abrir la puerta, pero descubrí que estaba encerrado otra vez en mi prisión, no había nada que pudiera hacer. Simplemente me senté y me eché a llorar.

Mientras estaba sentado, escuché un ruido afuera en el patio interior. Era el grito agonizante de una mujer. Corrí hacia la ventana y abriéndola de golpe me asomé por entre los barrotes.

Efectivamente, había una mujer con el cabello despeinado, con las manos sobre el pecho, como si acabara de correr un largo trecho. Estaba apoyada sobre una esquina de la reja. Cuando vio mi rostro en la ventana se lanzó hacia adelante y gritó con una voz cargada de amenaza:

— ¡Monstruo, devuélveme a mi hijo!

Cayó de rodillas y, levantando sus manos, volvió a gritar las mismas palabras en un tono que me estrujó el corazón. Luego se arrancó los cabellos y se golpeó el pecho, abandonándose a todas las violencias propias de la emoción desmesurada. Finalmente, se abalanzó hacia adelante, y aunque no podía verla, alcancé a escuchar los golpes de sus manos desnudas contra la puerta.

En algún lugar muy arriba de donde yo estaba, tal vez en la torre, escuché la voz del conde llamando a alguien en un susurro duro y metálico. Su llamado pareció ser respondido desde lo lejos por los aullidos de los lobos. Al cabo de algunos cuantos minutos, apareció una manada de ellos a través de la amplia entrada del patio interior, como el agua de una presa al ser liberada.

Ya no se escuchaban los gritos de la mujer, y el aullido de los lobos duró poco tiempo. Después de unos instantes, se alejaron uno a uno, lamiéndose los hocicos.

No sentí lastima por ella, pues ahora sabía lo que le había sucedido a su hijo y pensé que era mejor que estuviera muerta.

¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo escapar de esta espantosa cosa nocturna y terrorífica?

25 de junio.

Solo después de haber sufrido los horrores de la noche, se puede conocer el dulce y entrañable efecto que la mañana ejerce sobre la vista y el corazón. Cuando esta mañana el sol se elevó tan alto que alcanzó la parte superior de la enorme reja opuesta a mi ventana, me pareció como si la paloma del arca hubiera descendido ahí. Mi temor se desvaneció como si fuera una vestimenta vaporosa que se disolviera con el calor.

Debo ponerme en acción mientras tengo el valor que me infunde la luz del día. Anoche, una de mis cartas con fecha posterior a la verdadera, fue puesta en el correo, la primera de esa serie fatal cuyo fin es eliminar hasta el último rastro de mi existencia en esta tierra.

¡No pensaré más en ello! ¡Debo actuar!

Siempre ha sido durante la noche cuando he sido molestado o amenazado, o cuando me he sentido en peligro o asustado. Hasta ahora, nunca he visto al conde a la luz del día. ¿Será tal vez porque mientras los demás están despiertos, para poder despertar cuando el resto duerme? ¡Si tan solo pudiera entrar a su habitación! Pero es imposible. La puerta siempre está cerrada, y no hay manera de poder entrar.

Bueno, sí hay una forma, si es que alguien se atreviera llevarla a cabo. ¿Por qué no puede entrar otro cuerpo por donde su cuerpo ha salido? Yo mismo lo he visto arrastrarse desde su ventana. ¿Por qué no podría imitarlo? Las probabilidades son mínimas, pero mi situación es muy desesperada. Voy a arriesgarme. Lo peor que me podría pasar es la muerte, pero la muerte de un hombre no es la de un ternero en el matadero, y el temido “Más Allá” podría estar todavía abierto para mí. ¡Que Dios me ayude en mi misión! Si fracaso, me despido de ti, Mina. Adiós a mi fiel amigo y segundo padre. ¡Adiós a todos, y sobre todo adiós a Mina!

Ese mismo día, más tarde.

Lo intenté, y con la ayuda de Dios, logré regresar sano y salvo a esta habitación. Debo anotar todos los detalles en orden. Mientras mi valor seguía vivo, fui directamente hacia la ventana del ala sur e inmediatamente salí a la cornisa de piedra que rodea el edificio por ese lado. Las piedras son grandes, están cortadas toscamente y debido al paso del tiempo la argamasa entre ellas se ha desgastado. Me quité las botas y me aventuré hacia ese camino tan desesperado. Miré hacia abajo una sola vez, para asegurarme de que no me sobrecogiera algún vistazo repentino del espantoso abismo, pero luego mantuve la vista alejada. Conozco muy bien la dirección y distancia que hay hasta la ventana del conde, me dirigí hacia ella lo mejor que pude, aprovechando las oportunidades que se me presentaban. No me sentí mareado, supongo que debido a la excitación, además, el tiempo que me tomó llegar hasta el alfeizar de la ventana, me pareció ridículamente corto. Acto seguido, traté de levantar la ventana. Sin embargo, fui presa de una terrible agitación cuando me agaché y entré a través de la ventana con los pies por delante. Lo primero que hice fue mirar alrededor en busca del conde, ¡pero con gran sorpresa, y alegría, descubrí que la habitación estaba vacía! Apenas estaba amueblada con algunas cosas raras, que parecían nunca haber sido utilizadas.

Los muebles eran de un estilo parecido a los que había en los cuartos en el ala sur del castillo y estaban cubiertos de polvo. Busqué la llave pero no estaba en la cerradura y no pude encontrarla por ningún lado. Lo único que descubrí fue una enorme montaña de oro en una de las esquinas; oro de todo tipo: en monedas romanas, británicas, austriacas, húngaras, griegas y turcas, cubiertas por una capa de polvo, como si llevaran mucho tiempo sobre el suelo. Todas tenían por lo menos trescientos años. También había cadenas y adornos, algunos incrustados con piedras preciosas, pero todos eran antiguos y estaban manchados.

En una de las esquinas de la habitación había una pesada puerta. Intenté abrirla, ya que al no encontrar la llave de la habitación ni de la puerta exterior, que era el principal objetivo de mi búsqueda, tenía que investigar otras cosas, o todos mis esfuerzos serían en vano. La puerta estaba abierta y conducía a un pasadizo de piedra que daba a una escalera circular muy empinada.

Bajé por la escalera teniendo mucho cuidado pues estaba prácticamente a oscuras, ya que la única luz era la que penetraba por unas fisuras en la pesada mampostería. Al final de las escaleras había un pasadizo, oscuro como un túnel, del que provenía un olor mortal y repugnante: era el olor de tierra vieja recién revuelta. A medida que avanzaba por el pasadizo, el olor se sentía más sofocante e intenso. Finalmente, empujé una pesada puerta que estaba entreabierta, y me encontré dentro de una antigua capilla en ruinas, que evidentemente había sido usada como cementerio. El techo estaba agrietado, había dos escaleras que conducían a las criptas pero el suelo había sido excavado recientemente y la tierra estaba colocada en grandes cajas de madera. Claramente se trataba de las cajas traídas por los eslovacos.

No había nadie alrededor, así que inspeccioné cada centímetro del terreno para no pasar nada por alto. Bajé incluso a las criptas, donde la tenue luz luchaba por alumbrar, aunque al hacerlo me sobrecogió un terrible miedo. Entré a dos de ellas, pero no vi nada, con excepción de algunos fragmentos de ataúdes viejos y montones de polvo. Sin embargo, en la tercera, descubrí algo.

Ahí, en una de las grandes cajas, de las que había cincuenta en total, sobre un montón de tierra recién excavada, ¡yacía el conde! Parecía muerto o dormido, no podría decir cuál de las dos, porque sus ojos estaban abiertos y parecían de piedra, pero sin tener la vidriosidad de la muerte, y en las mejillas podía verse el calor de la vida, a pesar de su palidez. Los labios tenían el tono rojo habitual, pero no había la menor señal de movimiento. No tenía pulso, no respiraba y su corazón no latía.

Me incliné sobre él intentando encontrar alguna señal de vida, pero no tuve éxito. No podía llevar mucho tiempo allí, pues el olor de la tierra se habría disipado en unas cuantas horas. A un lado de la caja estaba la tapa, perforada con hoyos en distintos lados. Pensé que tal vez el conde tenía las llaves consigo, pero cuando estaba a punto de registrarlo me encontré con esos ojos muertos que, a pesar de estar apagados y no tener conciencia de mi presencia, tenían una mirada de odio tan terrible, que huí despavorido de aquel lugar. Salí de la habitación del conde por la ventana, arrastrándome por la pared del castillo. Ya de regreso en mi mis habitaciones, me tiré sobre la cama jadeando y tratando de pensar.

29 de junio.

Hoy es el día de mi última carta, y el conde ha tomado las medidas necesarias para demostrar su autenticidad, pues nuevamente lo vi abandonar el castillo por la misma ventana y ataviado con mi ropa. Mientras se deslizaba por la pared, como una lagartija, deseé tener una pistola o alguna otra arma letal que pudiera destruirlo. Pero mucho me temo que ningún arma forjada por la mano de un hombre tenga algún efecto sobre él. No me atreví a esperar su retorno, pues temí volver a ver a esas espantosas hermanas. Regresé a la biblioteca y me puse a leer hasta que me quedé dormido.

Fui despertado por el conde que, mirándome tan sombríamente como puede hacerlo un hombre, dijo:

—Mañana, amigo mío, debemos separarnos. Usted regresará a su hermosa Inglaterra y yo proseguiré con algunos asuntos, que pueden terminar de tal forma que no nos volvamos a ver. Su carta a casa ha sido enviada. Mañana no estaré aquí, pero todo estará listo para su viaje. En la mañana vendrán los gitanos, que tienen algunas cosas que hacer por aquí, y también vendrán algunos eslovacos. Cuando se hayan ido, mi carruaje vendrá por usted para llevarlo al Desfiladero Borgo, donde encontrará la diligencia que lo llevará de Bucovina a Bistrita. Pero tengo la esperanza de que volveremos a encontrarnos en el castillo de Drácula.

Sus palabras me parecieron sospechosas y decidí comprobar su sinceridad. ¡Sinceridad! Parece que profano esta palabra al relacionarla con un monstruo como este. Así que le pregunté directamente:

— ¿Por qué no puedo partir esta noche?

—Porque, mi querido señor, tanto mi cochero como mis caballos se encuentran lejos en una misión.

—Pero puedo caminar gustosamente. Quisiera irme lo más pronto posible.

El conde sonrió, con una sonrisa tan suave, amable y diabólica, que en ese instante supe que ocultaba algo detrás de su amabilidad, y me dijo:

—¿Y qué hay de su equipaje?

—No me importa en lo más mínimo. Puedo enviar a alguien a recogerlo después.

El conde se puso de pie y, en un tono tan cortés y amable que me hizo frotarme los ojos por lo sincero que parecía, me dijo:

—Ustedes los ingleses tienen un dicho que me gusta mucho, pues su espíritu es el mismo que nos rige a nosotros los boyardos: “Da la bienvenida al que llega y apresura al huésped que parte”. Venga conmigo, mi querido y joven amigo. Usted no permanecerá ni una sola hora más en mi casa en contra de su voluntad, aunque debo decirle lo mucho que esto me entristece, no menos que su súbito deseo de partir. ¡Venga!

Alumbrándose con la lámpara, el conde me condujo escaleras abajo y a través del vestíbulo con una seriedad majestuosa. De pronto se detuvo.

—¡Escuche!

De algún lugar cercano provenía el aullido de muchos lobos. Era casi como si el sonido brotara cuando él levantaba la mano, así como la música de una gran orquesta que surge bajo la batuta del conductor. Luego de una breve pausa, siguió caminando en la misma manera majestuosa, hacia la puerta, recorrió los pesados cerrojos, desató las enormes cadenas y la abrió de un jalón.

Para mi mayor asombro vi que no tenía echada la llave. Eché un vistazo a mi alrededor sospechosamente, pero no vi ninguna llave.

Cuando la puerta empezó a abrirse, los aullidos de los lobos crecieron en intensidad y rabia. A través de la puerta entreabierta trataban de introducir sus rojas quijadas llenas de dientes afilados, y las enormes garras de sus pezuñas. En ese momento supe que era inútil luchar contra el conde. Con aliados como estos bajo su mando no había nada que yo pudiera hacer.

Pero la puerta continuó abriéndose lentamente, y ahora lo único que se interponía en el paso era el cuerpo del conde. Súbitamente caí en la cuenta de que tal vez este sería el momento de mi muerte. Iba a ser echado a los lobos y por mi propia iniciativa. Había una malicia diabólica en la idea, digna del conde. Finalmente, como última posibilidad, grité:

—¡Cierre la puerta! ¡Esperaré hasta mañana!

Y me cubrí el rostro con las manos para ocultar las lágrimas de mi amarga decepción.

Con un solo movimiento de su poderoso brazo, el conde cerró la puerta, y los pesados cerrojos resonaron al volverlos a cerrar lanzando su eco por todo el vestíbulo.

Regresamos en silencio a la biblioteca, y luego de algunos minutos me fui a mi habitación. Lo último que vi hacer al conde Drácula fue agacharse para besarme la mano, con un brillo rojo de triunfo en su mirada, y con una sonrisa de la que Judas se hubiera sentido orgulloso en el infierno.

Cuando me encontré solo en mi habitación y estaba a punto de acostarme, escuché susurros detrás de mi puerta. Me acerqué en silencio y escuché. A menos que mis oídos me engañaran, pude escuchar la voz del conde:

—¡Atrás! ¡Regresen a su lugar! Su hora aún no ha llegado. ¡Esperen! ¡Tengan paciencia! Esta noche me pertenece a mí. ¡Mañana por la noche será suyo!

Se escuchó un débil y suave murmullo de risas. Y en un ataque de ira, abrí la puerta de golpe. Allí estaban esas tres terribles mujeres lamiéndose los labios. En cuanto me vieron empezaron a reírse espantosamente al unísono y huyeron.

Regresé a mi habitación y caí al suelo de rodillas. ¿Quiere decir que mi final está tan cerca? ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Señor, te pido ayuda para mí y para aquellos que me aman!

30 de junio.

Tal vez estas sean las últimas palabras que escriba en este diario. Dormí casi hasta el amanecer y al despertar volví a echarme al suelo de rodillas, pues había decidido que si la Muerte iba a venir por mí, estaría listo para recibirla.

Finalmente, sentí ese sutil cambio en el aire y supe que la mañana había llegado. Luego alcancé a escuchar el agradable canto de un gallo y comprendí que estaba a salvo. Con el corazón lleno de alegría, abrí la puerta de mi habitación y bajé las escaleras hacia el vestíbulo. La noche anterior pude ver que la puerta no estaba cerrada con llave y ahora la libertad estaba ante mí. Con las manos temblando por la ansiedad, desaté las cadenas y descorrí los pesados cerrojos.

Pero la puerta no se movió. La desesperación se apoderó de mí. Tiré una y otra vez de la puerta, y la empujé hasta que se sacudió completamente contra el marco, a pesar de lo enorme que era. Vi que el cerrojo estaba puesto. El conde la había cerrado después de nuestro encuentro.

Entonces, se apoderó de mí un deseo salvaje de conseguir la llave a costa de lo que fuera, y en ese mismo instante me decidí a volver a trepar por la pared para entrar otra vez a la habitación del conde. Corría el riesgo de que me matara, pero en ese momento la muerte parecía ser el menor de los males. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia la ventana del ala este y me deslicé por la pared, como lo había hecho la vez anterior, para entrar a la habitación. Estaba vacía, tal y como esperaba. No encontré la llave por ningún lado, pero la montaña de oro seguía estando en el mismo lugar. Entré por la puerta de la esquina, bajé la escalera circular y atravesé el oscuro pasadizo que conducía a la antigua capilla. Ahora sabía perfectamente dónde encontrar al monstruo que buscaba.

La enorme caja seguía estando en el mismo lugar, junto a la pared, pero esta vez la tapa estaba puesta, aunque aún no había sido completamente cerrada, pues los clavos estaban listos en sus lugares para ser colocados a golpes de martillo. Sabía que tenía que acercarme al cuerpo para conseguir la llave, así que levanté la tapa y la recargué sobre la pared. Entonces vi algo que me llenó el alma de un terror absoluto. Ahí estaba el conde, pero parecía como si hubiera recuperado su juventud, pues tanto su bigote como sus cabellos blancos ahora eran de un gris acero oscuro. Las mejillas eran más redondas y la blanca piel parecía tener un tono rojo rubí debajo de ella. La boca estaba más roja que nunca, pues había en los labios gotas de sangre fresca que le escurrían por las comisuras de la boca y se deslizaban hasta la barbilla y el cuello. Incluso sus ojos profundos e hinchados parecían incrustados en la carne inflamada, pues los párpados y las bolsas debajo de ellos estaban abultados. Parecía como si toda la horrible criatura estuviera repleta de sangre. Estaba ahí acostado como una asquerosa sanguijuela, exhausta por la saciedad.

Cuando me incliné para tocarlo, mi cuerpo se estremeció y todos mis sentidos se rebelaron al contacto. Pero tenía que buscar la llave, de lo contrario estaba perdido. Tal vez la próxima noche mi propio cuerpo serviría de banquete en una manera similar a aquellas tres mujeres espantosas. Busqué por todo su cuerpo, pero no encontré ninguna llave. Entonces me detuve y observé al conde con más cuidado. Parecía haber una sonrisa burlona en la cara hinchada que me hacía enloquecer de rabia. Este era el ser a quien yo estaba ayudando a mudarse a Londres, donde tal vez durante los siglos venideros saciaría su sed de sangre entre sus millones de habitantes y crearía un nuevo, y más amplio, círculo de semi-demonios para alimentarse de los indefensos.

El simple hecho de pensar en esto me volvía loco. Se apoderó de mí un terrible deseo de librar al mundo de semejante monstruo. No había ningún arma letal a la mano, pero tomé la pala que los trabajadores habían usado para llenar las cajas y, levantándola muy alto, asesté un golpe, con el filo hacia abajo, sobre aquel rostro horripilante. Pero al hacerlo, el conde volteó la cabeza, y sus ojos me miraron con toda su furia de letal basilisco. Esta visión casi me paralizó, y la pala se volteó en mi mano desviándose de su rostro, haciéndole apenas un corte profundo sobre la frente. La pala cayó de mis manos al otro lado de la caja y al volver a tomarla, el reborde de la lámina se atoró con el borde de la tapa, haciéndola caer de nuevo, ocultando así esa cosa horripilante de mi vista. Lo último que alcancé a ver fue ese rostro hinchado, manchado de sangre, con esa sonrisa maliciosa en los labios que era digna de las profundidades del infierno.

Pensé una y mil veces cuál debía ser mi próximo movimiento, pero mi cerebro parecía estar en llamas, así que esperé en medio de una sensación cada vez más desesperanzadora. Mientras esperaba, escuché en la distancia un canto gitano entonado por varias voces alegres que se acercaban cada vez más. Su canto estaba acompañado por el ruido de las pesadas ruedas y los golpes de sus látigos. Eran los gitanos y los eslovacos de los que el conde me había hablado. Eché un último vistazo alrededor y a la caja que contenía ese cuerpo repugnante, me alejé corriendo de aquel lugar hasta llegar a la habitación del conde, decidido a salir en el instante en que se abriera la puerta. Esforzándome por escuchar, alcancé a distinguir el chirrido de la llave en la gran cerradura del piso de abajo y el ruido de la pesada puerta al abrirse. Debía haber otras entradas, o alguien tenía la llave para alguna de las puertas cerradas.

Entonces escuché muchas pisadas fuertes que desaparecían en algún pasadizo produciendo un eco estruendoso. Me di la vuelta para bajar corriendo las escaleras hacia la cripta, donde tal vez encontraría la nueva entrada. Pero en ese momento pareció surgir una violenta ráfaga de viento y la puerta que conducía a la escalera circular se cerró con tal fuerza que el polvo de los dinteles se elevó por el aire. Cuando corrí para volver a abrirla, me di cuenta de que estaba completamente cerrada. Otra vez era prisionero y la red de mi perdición se cerraba cada vez más sobre mí.

Mientras escribo esto, en el pasillo que hay debajo de mí, se escucha el ruido de muchas pisadas y el estruendo de cosas pesadas al ser puestas sobre el suelo. Sin duda alguna son las cajas con su cargamento de tierra. Se escucha también un martilleo; están clavando la tapa. Ahora vuelvo a escuchar las ruidosas pisadas atravesando el vestíbulo, seguidas de otras que caminan arrastrándose.

Han cerrado la puerta y escucho el ruido que producen las cadenas al ser puestas de nuevo. La llave produce un chirrido al ser introducida en la cerradura, y luego alcanzo a escuchar cuando la retiran. Entonces se abre y se cierra otra puerta; puedo oír el sonido de la llave al girar y del cerrojo.

¡Atención! En el patio de abajo y a través del rocoso camino escucho el ruido producido por las pesadas ruedas, el golpe de los látigos y el canto de los gitanos mientras se alejan en la distancia.

Estoy solo en el castillo con esas horribles mujeres.

¡Bah! Mina es una mujer y no tiene nada en común con ellas. ¡Esos son demonios del infierno!

No voy a quedarme solo con ellas. Intentaré escalar el muro del castillo para llegar más lejos que la vez pasada. Llevaré conmigo un poco del oro, en caso de necesitarlo después. Tal vez encuentre alguna escapatoria de este lugar tan terrible.

¡Y entonces directo a casa! ¡Al tren más rápido y cercano! ¡Lejos de este lugar maldito, de esta tierra maldita, donde el Demonio y su descendencia aún cohabitan con los humanos! Aunque el precipicio es alto y empinado, prefiero la misericordia de Dios que a esos monstruos. Si llegara a caer de él, podría descansar en sus profundidades como un hombre… ¡Adiós a todos! ¡Mina!

Drácula

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