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Robbie Rogers jugó dieciocho partidos como integrante de la selección de Estados Unidos –antes había sido parte de la selección sub-23– y formó parte del equipo que representó a su país en los Juegos Olímpicos de Pekín, en 2008. También fue preseleccionado para el Mundial de Sudáfrica, pero no llegó a participar. Ahora forma parte de una pequeñísima lista que podría contarse con los dedos de la mano: la de los jugadores profesionales de fútbol que, siendo gays, se animaron a no esconder más su sexualidad. La mayoría, como ya dijimos, retirados o en clubes menores.

–¿Te parece que eso puede cambiar en los próximos años? –le pregunté a Alejandro Wall después del coming out de Rogers.

–Para no ser escéptico, creo que el fútbol tendrá que abrirse. Y las reacciones de apoyo a Rogers son esperanzadoras. Incluso la de Blatter, que forma parte de una camada de carcamanes que conducen el fútbol desde hace décadas [se refiere a la declaración de apoyo a Rogers publicada en Twitter por el presidente de la FIFA, Joseph Blatter]. Los apoyos de sus compañeros y de dirigentes del fútbol estadounidense fueron muy firmes y algunos emocionantes, igual que el apoyo de dirigentes alemanes a un futbolista que habló de su sexualidad bajo anonimato. Ojalá pronto en el fútbol argentino algún jugador se anime a decir que es gay y ojalá encontremos las mismas reacciones. Sería un paso enorme –concluyó Alejandro. La entrevista fue años antes del coming out de Fernández.

“¿Es suficiente ser el mejor del mundo para ser aceptado?”.

Con esa frase, el campeón mundial de esquí acrobático por quinto año consecutivo, Gus Kenworthy, salió del armario en 2015 en una entrevista para la revista ESPN. La frase apareció junto con su foto en la portada, que el atleta tuiteó con apenas tres palabras en inglés: “I am gay”. Kenworthy estaba en el mejor momento de su carrera y había obtenido el año anterior la medalla de plata en esquí estilo libre en los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi, en Rusia, donde la homosexualidad es perseguida por el régimen autoritario del ex agente del KGB Vladimir Putin, líder de la Rusia poscomunista que juntó lo peor del capitalismo con lo peor del estalinismo, como una especie de Frankenstein político contemporáneo.

Nacido en Gran Bretaña, hijo de inglesa y norteamericano, Kenworthy vive en Denver, Colorado, uno de los estados donde el matrimonio gay ya era reconocido y contaba con la aprobación del 60 por ciento en las encuestas cuando la Corte Suprema de Estados Unidos lo legalizó en todo el país. En la entrevista, el atleta contó a ESPN que, cuando compitió en Sochi y ganó la medalla de plata, pensó en besar a su novio frente a todos después de la carrera. “Habría sido un silencioso fuck you a las leyes homofóbicas rusas”, se imaginaba, pero cuando llegó el momento no se animó, y eso hizo que no terminara de sentirse orgulloso por la medalla: no podía dejar de pensar en lo que no había podido hacer. Cuando los medios lo entrevistaron, llegó a mentir cuando le preguntaron de qué persona famosa se enamoraría, mencionando a una mujer: la actriz y cantante Miley Cyrus. No, no se enamoraría de ella, pero la pregunta lo perseguía desde siempre. Un deportista exitoso y atractivo tenía que ser también exitoso con las mujeres y salir con las chicas más calientes, como buen macho alfa, porque era lo que se esperaba de él. ¿Cómo sobrevivir, si no, en ese ambiente lleno de testosterona y machismo? Pero la idea de acostarse con una mujer sólo para aparentar le daba ganas de llorar. La primera vez que compitió, a los 19 años, los periodistas querían conocer a las novias de los deportistas, las cámaras las enfocaban y las revistas buscaban fotografiarlas. Cuando le preguntaron, apenas consiguió responder: “No, no girlfriend”.

Pero no girlfriend no era una respuesta posible en su mundo. Los periodistas siempre preguntaban, al igual que sus colegas, y él nunca decía la verdad, aun cuando estuviera de novio y su chico se hallase entre el público, aplaudiéndolo anónimamente, como un espectador más, sin que nadie supiera, sin que las cámaras lo enfocaran como a las chicas de sus compañeros. Las energías que gastaba mintiendo lo estresaban al punto de afectar su rendimiento deportivo, y hubo torneos que perdió por ese motivo. Por eso y por los comentarios homofóbicos, todo lo que dicen en los vestuarios los que no saben ni se imaginan. Una vez, su fisioterapeuta le dijo que no podía imaginarse conversando con un homosexual toda la noche, y él pensaba: “Conversaste con uno dos horas por día, cuatro veces por semana, durante siete meses”. Pero no lo dijo.

Ser gay en el armario en un ambiente donde “maricón” se usa como insulto es como ser invisible: los otros dicen cosas que lastiman sin saber que estás ahí, escuchando. Y tenés que oírlos y callar una y otra vez, aunque seas el campeón del mundo, aunque colecciones medallas, aunque salgas en las tapas de las revistas, aunque ya le hayas dado la mano al mismísimo Barack Obama y tengas el patrocinio millonario de marcas como Nike, Atomic, GoPro y Monster.

Igual tenés que callar.

“¿Es suficiente ser el mejor del mundo para ser aceptado?”, se preguntaba.

Su salida del armario fue aplaudida por muchos de sus compañeros, por las entidades deportivas y por sus seguidores en las redes sociales. Como pasa siempre en estos casos, para los que vengan después todo será más fácil. Sobre todo, para ese chico que está en su primera competición y un periodista le pregunta por su novia. Quizá no precise decir no girlfriend. Quizá pueda decir que tiene novio, como el campeón del mundo. Si él puede, ¿por qué yo no voy a poder? Cuando alguien como Kenworthy sale del armario, otros se animan y eso ayuda a que todo mejore para muchos más, además de ayudar a deconstruir los prejuicios que por tanto tiempo se impusieron como naturales en ese ambiente de machos. ¿O alguien cree que no hay gays en los deportes considerados masculinos? ¿En serio lo piensan?

Hay, sí, pero son poquísimos los que se animan a decirlo.

El coming out le permitió también a Kenworthy aprovechar la atención del mundo del deporte para responder con paciencia a los prejuicios de los demás. “¿Vos sos el hombre o la mujer en la relación?”, le preguntaron por Twitter. Una pregunta de la que ya hablamos en este libro. “En cualquier relación, yo soy el hombre. De la misma forma que el otro hombre. Soy gay. No trates de emular una relación heterosexual”, respondió.

Estaba contento, orgulloso, lleno de energía. Se le notaba. Y, como si fuera poco, qué lindo que es. Sí, podés googlear.

El coming out de los famosos

En enero de 2016, el actor Charlie Carver, conocido por sus papeles en Teen Wolf (tercera temporada), The Leftovers y Desperate Housewives, salió del armario con cinco largos posts en Instagram –donde lo siguen más de 800 000 fans–, todos con la misma imagen: un pequeño cartel con la frase “Convertite en aquel que necesitabas cuando eras más joven”.

“Hace aproximadamente un año, vi esta foto mientras navegaba en Instagram una mañana –escribió Carver–, y aunque no soy de citas de inspiración, sobre todo de esas atribuidas a Mr. Anónimo, capturé la imagen y la guardé. Me llamó la atención por alguna razón”. ¿A quién necesitaba cuando era más joven? Como le habrá sucedido al joven hombre lobo de Teen Wolf, Carver descubrió desde chico que era, de algún modo, diferente de los otros chicos de su edad. Al principio era algo abstracto, una sensación indefinida de ser distinto, pero, con el tiempo, esa diferencia comenzó a tener un significado más preciso. Tres palabras, I am gay, que tuvo que repetirse primero a sí mismo en voz alta “para ver cómo sonaban”, y al principio le sonaron mal, haciéndolo odiarse a sí mismo. Tenía doce años y quería ser muchas cosas en la vida: quizá pintor, jugador de fútbol, actor. Sí, actor. Era eso.

¿Podía ser actor y ser gay? ¿Podía no serlo? ¿Podía contárselo a alguien?

Sí, podía contárselo a su familia –un privilegio, porque contó con su apoyo–, pero no de inmediato; precisaba sentirse seguro. Cuanto más se acostumbraba a vivir externamente como era, mejor se sentía, pero al mismo tiempo su carrera comenzó a despuntar y la relación entre su trabajo y su sexualidad se hizo más complicada. O al menos eso pensaba. Tenía 19 años y ya estaba trabajando en Hollywood; era un sueño hecho realidad, por el que había luchado desde la infancia. Y le daba pavor: se sentía dividido en dos mitades, una pública y una privada, vigilada, supervisada, censurada y esterilizada de cualquier cosa que pudiera revelar cómo se veía a sí mismo. La fama le nublaba el juicio. “Cuando salió mi primer episodio en televisión, me di cuenta de que ya no era una persona anónima. Por primera vez, estaba en la calle y un completo extraño me preguntó si me podía sacar una foto. La fama, en cualquier grado, es una criatura complicada”, dice. En esta época de redes sociales, en la que todos estamos todo el tiempo on y la distinción entre lo público y lo privado es borrosa, ¿cuánto puede compartirse con los demás?, ¿hasta qué punto se puede ser uno mismo?

Carver decidió entonces que su sexualidad se quedara del lado privado de su vida, porque no quería ser definido por ella. Una sensación que es un lugar común en el relato autobiográfico de todas las personas públicas que deciden (o que aún no decidieron) salir del armario: no quieren que las definan como el actor gay, el futbolista gay, el político gay, el cantante gay, como si eso fuese más importante que todo lo demás, como si fuese lo único que los define como personas por encima de cualquier otra cosa.

Soy un montón de cosas, no solo mi sexualidad.

Así pasaron casi diez años de carrera, en los que muchas cosas cambiaron. Otros actores salieron del armario, el avance de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y en el mundo cambió la mentalidad de mucha gente y muchos personajes gay comenzaron a tener protagonismo en las series de televisión. Carver creció personal y profesionalmente y llegó inclusive a interpretar una escena erótica gay con el actor Keahu Kahuanui en Teen Wolf, así como un menáge à trois con nada menos que James Franco y Zachary Quinto en la película I am Michel. Y finalmente llegó el día en que, como les pasó a otros, sintió que ser gay y ser una persona pública, exitosa y admirada también era una responsabilidad. Vio a otros como él salir del armario y también a mucha gente anónima haciendo distintas cosas para luchar contra el prejuicio, y se sintió agradecido. Quiso, él también, inspirar a otros. “Ahora creo que, si omito esta parte de mí mismo, soy cómplice de la perpetuación del sufrimiento, el miedo y la vergüenza infundida a tantas personas en el mundo. Con mi silencio, ayudo a que otros piensen que ser gay es inadecuado para una carrera profesional en las artes. Cuando era más joven, necesitaba que un hombre joven dijera eso en Hollywood”.

Ahí estaba finalmente el significado de aquella frase: salir del armario significaba ser para otros quien él precisaba que otros fueran para él cuando era más joven.

Los fans de Carver reaccionaron muy bien, con decenas de miles de “me gusta” en sus publicaciones. Su hermano gemelo, el también actor Max Carver, escribió en Twitter, mitad en inglés, mitad en español: “My brother has huevos”. Los hermanos Carver actuaron juntos en diferentes papeles y, como si lo supiera, en uno de los primeros episodios de Teen Wolf en los que aparecen, una de las chicas de la escuela de los jóvenes hombres lobo le dice a su amiga, apuntando hacia ellos:

–Quiero a uno de esos.

–¿Cuál? –le pregunta la otra.

–El hétero.

Ahora lo sabemos: los gemelos no son iguales en todo.

Con su declaración en Instagram, Carver se sumó a la lista de actores de algunas de las más exitosas series televisivas norteamericanas que decidieron salir del armario en los últimos años, como Jim Parsons, de The Big Bang Theory; Neil Patrick Harris, de How I Met Your Mother; Chris Colfer, de Glee; Matt Bomer, protagonista de The White Collar; Wentworth Miller, protagonista de Prison Break; Zachary Quinto, de Heroes y American Horror Story, donde interpretó a un personaje gay; T. R. Knight, de Grey’s Anatomy; Guillermo Díaz, de Scandal; B. D. Wong, psicólogo de Law & Order SVU; Jussie Smollett, de Empire, y Alan Cumming, de The Good Wife, entre muchos otros.

Muchos se preguntarán por qué debería ser noticia la salida del armario de un deportista, un actor, un músico, un político o cualquier persona pública, si es algo de la vida privada. Lo es y no lo es, porque besar a tu novia después de un torneo o en la fiesta de los Oscar o en un acto político o simplemente en la calle, o sacarte una foto con ella y subirla a Instagram o responder sobre ella cuando te pregunten o, simplemente, ir a comer con ella a un restaurante no es algo “privado” para un deportista, actor, músico, político o famoso heterosexual, o para cualquier persona heterosexual en general.

Es, apenas, parte de la vida cotidiana.

En un futuro no muy lejano, habremos superado esa diferencia y que un futbolista, un músico, un actor o un ministro aparezca en público con su novio no será visto como una declaración sobre su sexualidad, de la misma forma que cuando un famoso aparece en público con su novia, la noticia no es que es heterosexual, sino que está en pareja, o ni eso.

Hay un caso relativamente reciente que lo ejemplifica: cuando Jóhanna Sigurðardóttir fue elegida en 2009 como primera ministra de Islandia, la prensa internacional solo hablaba de su sexualidad. Era la primera vez que un país elegía a una persona abiertamente homosexual como jefe/a de Estado. Sin embargo, para la opinión pública de Islandia, la sexualidad de Sigurðardóttir era un no issue. No la habían elegido por eso ni a pesar de eso, y no entendían por qué eso era tan importante para el resto del mundo. No para ellos.

Pero Robbie Rogers, Gus Kenworthy, Charlie Carver y muchos otros –contamos aquí apenas unos pocos casos recientes de coming out de famosos– vivimos en el resto del mundo, un mundo donde aún hay países donde gays y lesbianas no tienen derecho a casarse o, peor, pueden ser perseguidos, ir presos o ser condenados a muerte por el delito de existir. Si Kenworthy hubiese besado a su novio cuando ganó la medalla de plata en Sochi, habría violado las leyes rusas. Y aunque en la mayoría de los países occidentales las cosas están mucho mejor, aún no llegamos a ese momento de necesaria indiferencia que existe en lugares como Islandia, Holanda y otros pocos. Por eso, mientras muchos jóvenes no pueden vivir abiertamente sus relaciones o sincerarse con sus familias, estos gestos de famosos que son admirados por mucha gente ayudan. Para un adolescente que tiene miedo de sufrir bullying en la escuela o de no ser aceptado por sus padres, ver a su ídolo deportivo o al actor de su serie favorita hablando sobre su sexualidad puede darle coraje y mejorar su autoestima. Puede ser una referencia positiva con quien identificarse, para no sentirse solo.

En el pasado, cuando ningún referente artístico, deportivo, político o de cualquier otro tipo se animaba a salir del armario, ese adolescente que se veía a escondidas con su novio y que aún no había hablado con sus padres ni sus amigos no tenía referentes. Era como estar, de cierta forma, solo en el mundo. Hoy puede decir que esa estrella a la que sus amigos admiran también es gay: varios actores de cine que triunfan en Hollywood, varios músicos que se escuchan en la radio y llenan estadios, escritores consagrados, empresarios exitosos, científicos, políticos populares y hasta algunos campeones deportivos.

Cuando sean más los que se animen, será más fácil.

Esas referencias son fundamentales para quien no cuenta con el apoyo de su círculo más cercano y de sus afectos, o cree que no podrá contar con ellos. Sirve, también, para ir desterrando la idea de que en determinadas profesiones o actividades no se puede ser gay: claro que se puede. La sexualidad no tiene nada que ver con el profesionalismo de nadie o con sus habilidades en cualquier trabajo o especialidad.

Outing

A veces, la salida del armario es de otra forma, impensada, inesperada hasta para su protagonista: el outing es cuando te sacan aunque no quieras, y es algo que no debería suceder, a no ser –creo yo, pero es un tema polémico– en casos muy especiales. Para explicarlo, veamos lo que le pasó en 2015 a un político norteamericano.

Mientras se alineaba con los sectores más homofóbicos de la política de Estados Unidos y votaba contra una ley antidiscriminatoria que protegería a gays y lesbianas de su estado, el legislador republicano Randy Boehning, de Dakota del Norte, chequeaba perfiles de Grindr –la aplicación para smartphones más usada para combinar citas sexuales entre hombres– e intercambiaba fotos con un joven de veintiún años, Dustin Smith.

Fotos de su pene, no de su última visita a la iglesia.

Dustin se enojó cuando supo quién era y divulgó las fotos en internet. Y Randy, de 52 años, tuvo que contar la verdad: “El gorila de mil kilos está suelto. Yo iba a tener que enfrentar esta situación en algún momento”, dijo, y admitió que su familia no sabía que era gay.

No es la primera vez –y no será la última– que un político conservador, un obispo o un pastor con una doble vida, homosexual en privado y homofóbico en público, es denunciado en su hipocresía por aquellos a los que perjudica con sus acciones. Pero el outing ha sido siempre una práctica polémica en la política LGBT.

Salir del armario es una decisión muy personal que, para muchos, no es fácil: nadie esconde su orientación sexual por capricho, sino por necesidad. Una necesidad que los heterosexuales nunca han tenido (por eso no hay heterosexuales “en el armario”), porque todo, desde el día de su nacimiento, estaba preparado y organizado para recibirlos como eran y facilitarles la vida. A gays, lesbianas y bisexuales les pasa lo contrario y muchos tienen miedo (más o menos intenso, dependiendo de dónde vivan y cuál sea su entorno) a salir del armario y ser rechazados por su familia, sufrir bullying en la escuela o violencia en la calle, perder su empleo, ser maltratados y humillados de las más diversas formas o, en el caso de un senador de derecha como Boehning, tal vez no ser reelectos o perder el apoyo de su partido. Cada uno tiene sus razones, más o menos graves, más o menos vitales, más o menos egoístas, pero idénticas en un punto: a los heterosexuales no les pasa.

En ningún lugar del mundo existe la “heterofobia”.

Ningún senador heterosexual tendría miedo de decirle a sus votantes o a su partido que es heterosexual, como ningún chico tendría miedo de contarle a su papá que tiene novia; ninguna pareja de chico y chica sería agredida por ese motivo en la calle; nadie fue nunca despedido de su trabajo por ser heterosexual, mucho menos asesinado por ese motivo; nunca hubo leyes en ningún país que negaran derechos civiles a los heterosexuales; no hay religiones que consideren que la heterosexualidad es un pecado y no existen insultos específicos para los héteros, nada parecido a “puto de mierda”.

Por eso, mucha gente prefiere no salir del armario, y sacarla por la fuerza es un acto de violencia, además de una invasión a su privacidad y una negación de sus derechos individuales. Sin embargo, creo que casos como el de Randy Boehning son una excepción: cuando un oprimido usa el armario para disfrazarse de opresor –y, con sus privilegios, atacar a otros oprimidos– ya no merece la solidaridad de los demás oprimidos. Y sacarlo del armario es sacarle el disfraz, denunciar su hipocresía y quitarle las armas con que está disparando contra otros como él para ser aceptado por quienes los (nos) odian.

Claro que lo anterior no es absoluto. ¿Un judío “en el armario” que denunciaba a otros judíos durante la ocupación nazi en algún país europeo debía ser, a su vez, denunciado como judío? Por supuesto que no, porque eso significaba condenarlo a muerte. Y aunque fuera eso lo que él mismo estaba haciendo con sus pares, la retribución habría colocado a quienes lo denunciaran en la misma situación moral y la “denuncia” habría sido un acto de complicidad con el nazismo. No es el caso de un senador republicano en los Estados Unidos del siglo xxi. Sacarlo del armario para denunciar su hipocresía no pone su vida en riesgo, apenas acaba con algunos, solo algunos, de sus privilegios, que estaba usando en contra de otros gays.

Pero muchos no lo creen así y por eso me parece importante plantear este debate. Para escribir este texto, llamé a tres colegas que defienden desde hace tiempo posiciones diferentes sobre el outing, para compartir sus opiniones con los lectores.

El periodista Daniel Seifert, que años atrás usó una columna en la revista Noticias para salir del armario –aunque, en su vida cotidiana, ya había salido hacía mucho–, pide cautela para no transformar el outing en escrache: “Sacar del armario a alguien es un instrumento de la militancia gay, pero debe usarse con cuidado, porque se contrapone al derecho a la intimidad o a decidir sobre uno mismo. Como novedad y como herramienta política, el outing paga. Sobre todo, en Estados Unidos, donde serle infiel a tu esposa es materia de debate público. Es una sociedad de no-intimidad política y creo que concuerdo con esa filosofía, pero la contradicción está en creer que ser gay es pasible de denuncia. Es una chicana efectiva y fácil, una herramienta defensiva, de trinchera, pero a la vez peligrosa y contradictoria. Es difícil llegar a la inclusión apuntando con el dedo. Si me acorralás y me sacás derechos, te denuncio. Ahora, si es un leitmotiv para avanzar, no te hace diferente a lo que combatís”.

–¿En casos como el del senador Boehning se justifica?

–Si el debate fuera honesto, no sería válido, pero nunca parece serlo. Entonces, ante posiciones de clara homofobia o negación de derechos por parte de un político que es gay, el outing es casi un acto de justicia. El peligro está en las posiciones no terminantes. ¿Alguien puede “botonear” a un político porque “no se juega” del todo por el colectivo al que otro cree que debe representar? Ahí el límite ético es difuso. Simplificando: no es lo mismo hacerle outing a un legislador que hace campaña contra el matrimonio gay y vota en contra, que a uno que no se expresa de forma clara, se abstiene o sigue un mandato partidario.

–¿Aun cuando seguir ese mandato signifique votar en contra?

–No todo homosexual está obligado a representar a los gays. Puede ser un mamarracho, pero negarle su derecho a ser imbécil sería autoritario.

Gustavo Pecoraro, también periodista y activista gay desde las épocas en que poquísimos homosexuales se animaban a salir del armario, es más radical: “Mucha gente dice que nadie tiene derecho a sacar a otro del armario porque es un asunto privado. No estoy de acuerdo. Cuando ocupás un cargo político o sos un artista reconocido, por ejemplo, tus opiniones son públicas y crean conceptos e ideas. Tus opiniones no son ‘entre cuatro paredes’; llegan a miles o millones de personas, que las toman como información privilegiada: ‘Lo dijo Fulano’. Forman opinión desde un lugar de privilegio. La voz de un activista gay comprometido se escucha millones de veces menos que la de un senador republicano gay en el armario, que vota en contra de nuestros derechos”, argumenta.

–En esos casos, ¿el outing es válido?

–Sí. Creo en el outing como respuesta política a un ataque. Fue muy utilizado en los ochenta por act up para desenmascarar a políticos republicanos del gobierno de Reagan que votaban por la reducción del presupuesto de la salud pública en medio de la peor etapa del VIH-sida y, al mismo tiempo, aprobaban aumentos presupuestarios para armamento bélico. Si Carrió, Michetti, Pinedo, Claudia Rucci o Aguad, que votaron en contra del matrimonio igualitario o se abstuvieron, fueran gays, lesbianas o bisexuales, yo les haría outing.

–¿En qué casos no debería hacerse?

–No se debe sacar a alguien del armario por venganza ni por capricho; debe ser una herramienta de la lucha, que presione para modificar las opiniones que van contra nuestros derechos. No puede ser una nota sensacionalista al estilo de las revistas o programas de chimentos. Es un acto político. No sacaría del armario a nadie que no haya atacado al propio colectivo.

En el otro extremo, el periodista, escritor y director de teatro Osvaldo Bazán, autor del libro Historia de la homosexualidad en la Argentina, no está de acuerdo con sacar del armario a nadie, nunca, en ninguna circunstancia. Y tiene los mejores argumentos que escuché a favor de esa posición. “Si peleamos para que cada uno haga de su cuerpo el terreno de las experiencias deseadas, esa lucha es también (y casi esencialmente) para que cada uno se perciba de la manera que quiera. No somos mejores porque seamos putos. Sólo somos putos. ¿Por qué vamos a pensar que no hay fachos encerrados en cuerpos de putos? Sí, los hay. Llámenme para pelear contra su fascismo, no contra su homosexualidad. El argumento de que ‘sólo estamos diciendo una verdad: es puto’ es insostenible. Vos también lo eras a los quince y no querías que lo dijeran. La educación, la convivencia y hasta el humor son mejores armas. Somos más inteligentes y mejores personas que los que nos gritaban ‘¡Marica!’ en la adolescencia”, argumenta Bazán.

–¿Y en casos como el del senador Boehning, que votó contra los gays?

–El argumento de que votaba contra los gays es insostenible. Boehning vota leyes antigay. Es su derecho como ciudadano elegido por sus votantes. ¿Por qué debería responder antes a los gays que a sus votantes? Si no entendemos que es su derecho, que puede ser gay y pensar lo que quiera y que su intimidad sigue siendo sagrada, estamos peleando por una libertad para los amigos. Y si la libertad es sólo para los amigos, no es libre.

–¿No creés que le pasó lo que le pasó por hipócrita?

–No. Le pasó por una sola causa: por puto. Si hubiera votado igual, sin ser puto, no le pasaba. Siempre me asombraron mucho aquellos militantes gay que no perciben que el contenido fascista del outing es descargado brutalmente sobre gays. De acuerdo, no son gays que pudieran ser amigos míos. No son gays que piensan como yo. Son gays que piensan y viven casi de manera contraria a como yo vivo. ¿Y? Si la lucha por la defensa de los derechos de las minorías sexuales es sólo la lucha por la defensa de los derechos de las minorías sexuales que piensan y viven como yo, chofer, me bajo en la esquina. ¿Qué arma usa un gay que saca a otro del placar? El hecho de que el que está en el placar es gay. Increíblemente, la misma escala de valores que el homofóbico. “¿Qué habla, si es puto?”, y lo tiran a la hoguera.

Los argumentos de Bazán son razonables, pero no me convencen para este caso. Cuando ocupás un cargo público o sos un referente social, estás en una posición de privilegio y de responsabilidad. Siendo gay, protegido por un armario más sólido –por su posición social, política y económica–, el senador estaba oponiéndose a leyes que protegerían a otros más vulnerables que él. Estaba reproduciendo discursos que pueden, en algunos casos, llevar a otros a la muerte por un crimen de odio, destruir su autoestima, provocar el rechazo de sus familias o empujarlos al suicidio.

Lo que le pasó a Boehning no le pasó por puto, sino por hipócrita y egoísta. Imaginemos otra situación: que el senador hubiese votado en contra de la legalización del aborto, apoyando una legislación penal que jamás alcanzaría a una mujer de su familia o de su clase social, porque solo criminaliza, en la práctica, a las mujeres pobres. Si alguien enviaba a los medios pruebas de que él había llevado a su amante a una clínica clandestina para abortar, ¿sería una noticia relevante? ¿Sería correcto publicarla, aunque invadiera su intimidad y revelara, inclusive, su infidelidad?

No sería outing, pero sería lo mismo.

Cuando un político llama “asesinas” a las mujeres que abortan y vota a favor de leyes para meterlas presas mientras él mismo le pagó un aborto a su amante –un aborto seguro, fuera del alcance de sus leyes–, esa hipocresía merece ser conocida por la opinión pública. Le pasó, en la campaña de 2010, a la esposa del excandidato presidencial brasileño José Serra, abanderada de los “provida”. Cuando una exalumna suya contó que la esposa del candidato había abortado, yo la aplaudí.

Si querés ser senador y votar contra los derechos de miles de personas como vos, escondiendo quién sos, merecés que te saquen del armario. Porque si bien un hombre rico y poderoso también sufre la homofobia –el senador estaba en el armario por eso–, su posición de privilegio lo coloca en un lugar más confortable que el de aquellos a quienes les está negando la protección del Estado. Del mismo modo, si sos obispo y subes al púlpito a decir que la homosexualidad es un pecado abominable, pero te acostás con taxi boys, jodete si terminas en YouTube. Si te gusta fumarte un porro en tu tranquila burbuja de persona blanca y rica a la que nunca va a parar la policía, pero después hacés discursos contra la legalización de la marihuana, no podés hablar de tu derecho a la intimidad si te sacan una foto fumando y la ponen en Facebook. A vos no te van a meter preso ni vas a ser víctima del gatillo fácil por un porro, pero a miles de chicos pobres sí les pasa, por tu culpa.

La gente a la que –para mantener tu espacio de poder– insultás y le sacás derechos tiene derecho a defenderse. Lo que le hizo el joven Dustin Smith al senador Boehning, en el fondo, fue eso: legítima defensa.

Yo hubiese hecho lo mismo.

Bi

–¿Sos gay? –le preguntó Jorge Lanata a Julio Bocca, poco después del cambio de milenio, en el programa nocturno de entrevistas La Luna.

El bailarín dudó unos instantes y finalmente dijo:

–Todavía no. Soy las dos cosas.

–¿Sos bisexual? –insistió Lanata.

–Sí.

Quizá sin querer, con esas palabras, Bocca hizo mucho más que una declaración sobre sí mismo. “Todavía no” puede ser una forma de hablar de una indefinición, un tránsito, un lugar al que finalmente se llega. Muchos héteros y muchos gays piensan que la bisexualidad es eso: más que una orientación o una identidad con derecho propio en el universo de la sexualidad, una fase, un período de experimentación, un todavía. En el caso de las mujeres, ser bi es visto como sinónimo de promiscuidad, de “chica fiestera” que siempre estará disponible para un ménage à trois con cualquier pareja hétero que quiera experimentar, como si ser bisexual fuera sinónimo de querer siempre las dos cosas al mismo tiempo.

Cuando la ley de matrimonio igualitario se debatía en el Senado argentino, aquella senadora del Opus Dei que lloró al final preguntaba, enorgulleciéndose de su ignorancia, si en el caso de los bisexuales, se les permitiría ser bígamos, casándose con un hombre y una mujer. Como si el tipo hétero al que le gustan las rubias y las morochas precisara ser bígamo para ser feliz.

En el caso de los varones, la dificultad para entender de qué se trata es mayor que en el de las mujeres: los bi son vistos como gays que no lo asumen, reprimidos, en duda, cobardes.

Al final, tendrán que decidirse.

No digo que eso no exista en algunos casos, pero no se trata, en esos casos, de bisexuales. Muchos gays, cuando comienzan a descubrirse, prefieren decirse “bi” para preservar algo de lo que los demás esperan de ellos, o inclusive ellos mismos, porque la homosexualidad masculina toca una fibra sensible de nuestra cultura machista: la creencia de que ser gay es dejar de ser hombre. Después de un tiempo en el purgatorio, algunos se asumen como gays. Y están los que, a pesar de tener relaciones sexuales con hombres con frecuencia, no se reconocen ni siquiera bi. Eu sou homem, mas também curto uma parada entre machos, dicen en Brasil; la afirmación “soy hombre” parece querer decir “soy hétero aunque coja con tipos”. Para algunos, ser sólo activo es una protección de su masculinidad, una forma de permitirse el sexo con hombres sin dejar de ser hétero: en busca de experiencias, casados de trampa, borrachos en el túnel de Amerika, liberales pero no putos.

“Para mí, en mi ciudad hay muchos bisexuales. Yo diría que son la mayoría de la población masculina”, me dijo un amigo, Cristian, hace unos años. En su barrio del conurbano bonaerense, lejos de las discos gay de Palermo y de la esquina de Santa Fe y Pueyrredón, los chongos dejaban a su chica en casa y salían en busca de una compañía que les hiciera lo que ella no hacía. “Algunos vienen con la excusa de que la novia no se la chupa, pero una vez acá, se acuestan conmigo, se desnudan, me besan en la boca, me acarician la pija. Alguno me pidió que lo penetrara. En esos momentos, en las noches frías de invierno, se olvidan de que son heterosexuales”, decía Cristian.

–¿Y al otro día, cuando te los cruzás por el barrio?

–De día, cuando la carroza se vuelve a transformar en calabaza, puede ser que pasen al lado tuyo y ni te miren. Hay uno que me saluda, con discreción, aunque esté con la familia o los amigos. Si está solo, quizá se queda a conversar un rato.

En las páginas de contactos para hombres que buscan hombres y en las aplicaciones para celulares como Grindr, Hornet y otras similares, la palabra “casado” debe ser una de las que más se repite como parte del apodo de muchos usuarios, junto con otras como “sigilo”, “brother”, “con novia”. En todo caso, “casado” parece ser una identidad y un objeto de deseo –los videos de straight boys seducidos por homosexuales son un lugar común del porno gay–, aunque no todos los casados lo aclaran y alguno que dice serlo puede mentir, porque esas son las reglas del mundo virtual, donde nadie es quien dice ser. Otro lugar que frecuentan los tipos con esposa o novia son los saunas gay, los cines porno y los dark rooms de discos gay o “hétero friendly”, donde pueden tener sexo rápido y sin compromiso ni visibilidad.

Si hay un territorio porteño que pone en duda los límites de las identidades sexuales, ese lugar es Amerika, la disco gay más grande y conocida de Buenos Aires. Lejos de ser un gueto homosexual, reúne cada fin de semana a unos y otros. Hay chicos buscando chicas, chicos buscando chicos, chicas buscando chicas o chicos, chicos buscando chicas trans, y algunos que, cuando ya buscaron y no encontraron, poco les importa qué. “La diferencia entre un paqui [heterosexual] y un puto, en Amerika, son dos botellas de cerveza”, dice Nicolás. En el túnel, un espacio oscuro donde los límites se aflojan y todos hacen o miran a los que hacen, algunos chicos entran buscando chicas, no encuentran y, una vez que están ahí, cualquier cariño es bienvenido.

– “No te confundas, que a mí me gustan las mujeres”, me dijo un chongo una vez, con cara de “si te acercás, te rompo los dientes”. Le contesté con buena onda, hablamos, se dio cuenta de que no iba a violarlo y, como tratando de explicarme, me dijo: “Aunque tuviera muchas ganas de coger, no se me pararía con un tipo”. Entonces le hice una apuesta. Gané y terminamos pasándola muy bien –cuenta Nicolás.

Los chongos, en Amerika, como los vecinos de Cristian, no se consideran bisexuales. Dicen que son “machos” y les gustan las chicas, pero a veces cruzan la frontera, a veces más de lo que imaginaban. “La diferencia entre un chongo activo y uno pasivo es otra botella de cerveza”, insiste Nicolás. El alcohol siempre podrá ser la excusa cuando salga el sol.

Esos casos, sin embargo, acaban muchas veces dando lugar a generalizaciones equivocadas. “El bisexual clásico es el hombre casado o con novia que tiene prácticas sexuales con otros tipos, a veces con taxis o inclusive con otros hombres casados. No se siente gay, ni siquiera bisexual. Dice que es hétero, pero que lo calientan los hombres. También está el fenómeno swinger, donde algunos, en el intercambio con otra pareja, comparten todo”, me respondió hace unos años el sexólogo Adrián Sapetti. Pero esa definición, aunque hable de algo que realmente existe, toma un fenómeno presente en la sexualidad masculina y lo transforma en regla para entender casos muy diferentes. También están los que dicen que, en el fondo, “todos somos bisexuales”, otra generalización absurda: muchos hombres y muchas mujeres que jamás sintieron atracción sexual por personas del mismo sexo (o por personas del sexo opuesto) saben que eso tampoco es verdad. De un lado o del otro, algunos quieren simplificar la sexualidad y encasillarnos.

Los bisexuales que no están en duda, ni pasando por una “fase”, ni reprimidos, ni confundidos, ni experimentando, ni en un casamiento de fachada, ni mintiéndole a nadie, están hartos de que los interpreten así. Lejos de los chongos del túnel de Amerika, hay hombres y mujeres bisexuales que viven su orientación sexual sin fingir ni esconderla. No están indecisos, no tienen problemas para decirlo. Como Kalinda Sharma, uno de los mejores personajes de The Good Wife, en algunos momentos tuvieron novia y en otros, novio, y no se sienten obligados a elegir sus parejas por el género. Se proclaman bi y no les gusta que quieran encuadrarlos de un lado o del otro. A veces desean y se enamoran de hombres, a veces de mujeres, sin sentir falta de nada, inclusive en relaciones monogámicas y duraderas.

“Creo que me gusta San Pablo / Me gusta San Juan / Me gusta San Francisco y San Sebastián / Y me gustan los chicos y las chicas”, cantaba el popular músico de rock brasileño Renato Russo, líder de Legião Urbana.

Los chicos y las chicas. Así de simple.

Aunque, como veremos a continuación, también puede ser más complejo.

¿Cuántos somos?

Un estudio realizado en 2015 por la reconocida consultora YouGov, que hace investigaciones de mercado y encuestas sobre temas de relevancia social a través de métodos online en diferentes países, reveló datos sorprendentes sobre la sexualidad de los jóvenes británicos: uno de cada dos encuestados de entre 18 y 24 años dijo que no se considera a sí mismo exclusivamente heterosexual; el 11 por ciento se definió como exclusiva o predominantemente gay; más de la mitad de quienes tienen una vida sexualmente activa afirmó que podría tener relaciones sexuales (ya sea de forma esporádica, frecuente o como única opción) con personas del mismo sexo, y el 23 por ciento dijo ya haberlo hecho.

Los resultados de la encuesta, publicados entre otros por los diarios The Guardian, The Independent y The Daily Telegraph, indican una diferencia considerable entre las respuestas del conjunto de la población adulta y las de los más jóvenes: mientras que el 76 por ciento de los británicos de todas las edades se identifica como exclusivamente heterosexual, el porcentaje baja al 46 por ciento entre los 18 y los 24 años. La proporción de quienes se definen como exclusivamente homosexuales no varía mucho –4 por ciento del total, 6 por ciento entre los más jóvenes–, pero la diferencia crece entre quienes no se identifican con los extremos. Usando la escala creada por Alfred Kinsey en 1948, el estudio permitió a los encuestados elegir entre seis grados que iban de la absoluta heterosexualidad a la absoluta homosexualidad. El 22 por ciento de los más jóvenes se identificó como “predominantemente heterosexual, con relaciones homosexuales esporádicas”; el 13 por ciento como “predominantemente heterosexual, con relaciones homosexuales más que esporádicas”; el 3 por ciento como “bisexual”, el 4 por ciento como “predominantemente homosexual, con relaciones heterosexuales más que esporádicas”, y el 1 por ciento como “predominantemente homosexual, con relaciones heterosexuales esporádicas”. Es decir, en esa franja de edad, los que no son exclusivamente gays ni exclusivamente héteros suman el 43 por ciento (en el total de la muestra, 19 por ciento), mientras que la suma de los exclusiva o predominantemente gays fue de 11 por ciento (en el total, 6 por ciento).

Tras el impacto del sondeo en los medios británicos, la consultora repitió la encuesta en Estados Unidos y la diferencia entre los más jóvenes (con un máximo de edad ligeramente mayor) y el total de la muestra, si bien menor, se repitió: entre los encuestados de entre 18 y 29 años, el 5 por ciento se considera exclusiva o predominantemente gay; el 7 por ciento bisexual, y el 19 por ciento predominantemente hétero, aunque admite que podría tener relaciones sexuales esporádicas (10 por ciento) o más que esporádicas (9 por ciento) con personas del mismo sexo, algo que el 20 por ciento ya hizo. Dicho de otra forma, apenas el 64 por ciento de los jóvenes estadounidenses se considera exclusivamente hétero, porcentaje que llega al 78 por ciento en el conjunto de la población.

Algunas tendencias se repiten en ambos estudios. El porcentaje de los que responden que son exclusivamente hétero baja a medida que baja la edad, alcanzando el 87 por ciento entre los estadounidenses de más de 65 años y el 88 por ciento entre los británicos de más de 60, y todas las demás opciones expresan diferentes variaciones que muestran una mayor distribución entre los más jóvenes, principalmente en el segmento que va de la bisexualidad a la heterosexualidad predominante, con ocasionales o frecuentes relaciones homosexuales. El porcentaje de los que dicen ya haber tenido relaciones sexuales con personas del mismo sexo (es decir, los que, independientemente de cómo se identifiquen, ya han tenido experiencias homosexuales) es similar: 23 por ciento entre los jóvenes británicos y 20 por ciento entre los de EE. UU. Otras respuestas varían: en el Reino Unido no parece haber diferencias significativas entre conservadores, laboristas y liberal-demócratas con relación a la escala Kinsey, mientras que en EE. UU. el 90 por ciento de los republicanos dice ser exclusivamente heterosexual, porcentaje que cae a 72 por ciento entre los demócratas.1

Estos y otros datos de ambas encuestas pueden interpretarse de varias formas. Habrá quien diga que la diferencia entre los jóvenes y el resto significa que hay más gays y bi que antes, o que la relevancia del concepto orientación sexual como definitivo o característico de cada persona está siendo cuestionada por las nuevas generaciones. Creo que sería apresurado y superficial plantearlo así, pero depende de cómo entendamos cada pregunta.

Lo interesante del estudio de YouGov es que utilizó diferentes formas de indagar a los encuestados sobre su vida sexual real, sobre cómo imaginan su vida sexual posible y sobre qué creen que su vida sexual o sus deseos dicen sobre ellos.

Algunos datos son llamativos. Cuando les piden que elijan entre sólo tres opciones: homo, hétero o bi, la necesidad de encasillarse lleva a respuestas más tajantes: el 83 por ciento de los jóvenes británicos responde “heterosexual”, el 10 por ciento “gay” y apenas el 2 por ciento “bi”, pero cuando se les pide que elijan entre más posibilidades, sólo el 46 por ciento dice ser “exclusivamente heterosexual” y apenas el 6 por ciento “exclusivamente homosexual”, es decir, ambas etiquetas se relativizan.

A medida que avanza la edad, esa diferencia tiende a desaparecer. O una cosa o la otra. Sin embargo, en el caso de los británicos, hay una contradicción interesante. Puestos a responder con independencia de su propia experiencia, tienden a reconocer que no todo es tan rígido: apenas el 27 por ciento responde que no existe término medio (“o se es gay o se es hétero”), mientras que el 61 por ciento admite que la sexualidad es una escala y hay más posibilidades. Y en esa respuesta, si bien hay variación por edad, es menor: lo dice, también, el 53 por ciento de los mayores de 60 años, aunque el porcentaje aumenta al 74 por ciento entre los más jóvenes.

Lo he dicho en diferentes artículos: la sexualidad humana es mucho más compleja que las alternativas que el lenguaje nos ofrece para definirla. Eso no significa, en mi opinión, que términos como gay o hétero carezcan de sentido. En primer lugar, porque una parte importante de las personas tiene deseos y prácticas sexuales exclusivamente orientadas hacia el sexo opuesto o hacia el mismo sexo. Yo soy gay y la idea de que “todos somos bisexuales” siempre me pareció una estupidez. Hablando por mí y por la mayoría de las personas que conozco, podría decir que contradice la experiencia, pero también que las diversas formas de bisexualidad son más comunes de lo que creemos.

En segundo lugar, porque esas palabras no se refieren apenas a lo que hacemos en la cama o a la forma en que nos enamoramos, sino también a cómo nos identificamos en una cultura donde esas distinciones son relevantes; cómo participamos de grupos, establecemos relaciones de pertenencia y vivimos una determinada experiencia en la topografía de las ciudades, de la vida social y cultural, de las redes digitales y analógicas y de otras formas de vivir en este mundo. Asumirse como gay, bi o hétero no significa apenas una descripción de la propia sexualidad, sino también una forma de vida, como decía, hablando del lenguaje, el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein; una experiencia de sí mismo, de autopercepción, de identidad y de relación con los demás. No por alguna verdad metafísica o algún orden natural trascendental, sino porque vivimos en este mundo y somos parte de esta tribu, los humanos, para la cual esas palabras dicen algo importante. Una persona que lleva una vida hétero, tiene deseos sexuales predominantemente héteros y se siente feliz con ello no va a perder ningún título por una experiencia sexual homosexual, ni un gay dejará de serlo por una experiencia ocasional con alguien del sexo opuesto. De hecho, lo más probable es que esa experiencia ocasional tampoco lo lleve a pasar a entenderse como bisexual.

Por otro lado, también es cierto que hay mucha gente que no encaja de forma tan categórica en esas clasificaciones, porque las opciones son muchas más que aquellas que se nos presentan como posibles. La escala de Kinsey, más allá de todas las críticas que se le han hecho, es más realista que el par excluyente hétero/homo, aunque no deje de ser otra lista de opciones que no podrá abarcar todas las experiencias posibles. El término “bisexual”, importante como identidad para aquellos que tienen relaciones sexuales satisfactorias y pueden formar parejas, enamorarse o desear a personas de ambos sexos, no alcanza para definir otras experiencias, como las de aquellos que tienen una identidad gay o hétero y una vida sexual que generalmente encaja con ella, pero saltan el cerco de vez en cuando, o con frecuencia. O quienes, simplemente, viven experiencias sexuales en diferentes momentos de su vida sin pedirle permiso a una identidad fija e inmutable.

La compleja sexualidad de los varones heterosexuales incluye también al chico que tiene novia y una vida social hétero, pero de vez en cuando tiene sexo con hombres, ya sea clandestinamente o sin hacerse problemas; el que se hace chupar la pija en el túnel de Amerika sin dejar de sentirse el más machito del mundo; el que experimentó una y otra cosa en la adolescencia y después lo hizo sólo con mujeres; el que vive en el armario hasta muy grande sin asumir lo que siente; el taxi boy que solo tiene sexo con hombres cuando trabaja, pero no le gusta hacerlo, o le gusta pero no lo reconoce, o sí lo reconoce pero no lo hace fuera del trabajo; el que sólo tiene sexo con hombres cuando está borracho; el que lo hizo una vez por curiosidad y todo bien, sin cuestionarse nada, y muchos etcéteras. E igual de compleja es la sexualidad de los que se dicen gays, y de las mujeres, hétero o lesbianas.

¿Y qué decir de cuando la orientación sexual, la identidad de género y los roles en la cama se relacionan, de las más diversas formas, con una disparidad de juicios sobre la identidad sexual del otro y sobre lo que determinados papeles “significan” en términos identitarios? (Hablamos aquí de cómo cada uno se percibe y percibe al otro y de cómo ello se relaciona con su propio deseo, más allá de lo que pensemos sobre esas percepciones). Están los hombres heterosexuales cisgénero (es decir, no trans) que tienen relaciones con trans porque las entienden como mujeres y, por tanto, no sienten que eso cuestione su heterosexualidad, pero algunos sólo las desean si las ven “bien femeninas”. Y están los que no les interesa preguntarse si son hombres o mujeres, más o menos “femeninas” en su aspecto, ni se cuestionan qué dice eso de su propia orientación sexual. Y los que salen con trans, pero solo son activos, porque reproducen el papel de “macho”. Y los que salen con trans y son pasivos, pero nunca tendrían relaciones con varones. Y los que experimentan con juguetes sexuales, pero apenas con su novia, o solos. Y los gays que no sienten atracción por hombres trans, y los que sí. Y los que sólo sienten atracción por hombres “muy masculinos”, y los que prefieren a los afeminados. La misma diversidad existe en el caso de las mujeres.

Hay muchas más posibilidades de las que imaginamos y todas las clasificaciones son útiles, suficientes para las experiencias de algunos, pero no alcanzan para abarcar las de todos. Eso siempre fue así, de forma más abierta o más clandestina, con aceptación o sin ella, con teorizaciones o sin ellas, dicho o no dicho. Pero en otras épocas, todo lo que no encajaba en la norma era reprimido de tal forma que había que auto obligarse a aceptarla o vivir clandestinamente. Porque la norma dice que todo lo que no encaja está mal, es un desvío, algo reprochable, sucio, pecaminoso, enfermizo. Por suerte, cada vez menos gente piensa así y eso hace más fácil que los demás vivan su vida.

Lo que al fin está cambiando –y se refleja en las respuestas de diferentes generaciones a encuestas como las de YouGov– no son las posibilidades del deseo, ni la diversidad de la sexualidad humana, sino la posibilidad de asumir los deseos, permitirse concretarlos, ser feliz con ellos y reconocerlo ante los demás, inclusive en una encuesta (que, al realizarse con una muestra de personas que responden online, anónimamente, permite una mayor sinceridad).

Lo que cambió es que los encuestados más jóvenes probablemente se animan a hacer y decir lo que desean sin miedo a ser censurados o sufrir consecuencias o a tener culpa por ello, porque viven su sexualidad con más naturalidad y menos imposiciones. Que, poco a poco, los baños públicos pierden terreno frente al Grindr y las discotecas donde todos conviven, o las relaciones que comienzan con vínculos cotidianos donde antes sería mucho más difícil, como el barrio, la red de amistades, el trabajo, la escuela o la universidad. Que en muchos lugares –y eso varía y se nota en otras segmentaciones de la encuesta– tener novio si sos chico o novia si sos chica, o tener una vida sexual que incluya un menú más amplio, no es algo que avergüence o dé miedo a un adolescente, como hace 10, 20 o 50 años –o inclusive a sus padres–, independientemente de cómo se asuma desde el punto de vista identitario.

Lo que estas encuestas reflejan es que, poco a poco, somos más libres. Y eso no va a acabar con las identidades o las diferencias, tampoco con la diversidad, pero va a permitir que se expresen sin la obligación de adaptarse a las normas de los otros.

No es que haya más putos que antes. O más bisexuales. Es que, poco a poco, hay más libertad y menos miedo de disfrutar de la vida, y de responder la verdad si nos preguntan, como si nos preguntaran si nos gusta lo dulce o lo salado, las películas de acción o las comedias, o un poco de cada cosa, porque sí.

Porno para todos

Y al final se supo: uno de cada cinco hombres hétero mira pornografía gay en internet.

Podríamos presentar la noticia de varias formas. Por ejemplo: “Casi el 100 por ciento de los varones mira pornografía online”, o “Más de la mitad de los gays miran pornografía hétero”. El recorte elegido, sin embargo, resalta el dato que probablemente sorprenda más, aunque no debería, porque el deseo y la curiosidad siempre van más lejos que el comportamiento.

Y, gracias a internet, ahora es más fácil.

Antiguamente, para ver una porno, era necesario ir a un cine especializado, comprarla o alquilarla en un videoclub. En cualquier caso, hacía falta algún tipo de interacción con otras personas, conocidos o desconocidos, que acabarían enterándose: el empleado de la boletería del cine o del videoclub, los otros clientes, la gente que por casualidad pasaba por ahí. Si eso podía inhibir a muchos homosexuales con ganas de ver porno gay, qué decir de las dificultades que enfrentaban los héteros con curiosidad por saber cómo es el sexo entre dos hombres: hacía falta que tuvieran muchas ganas y algo más que dudas para que se animaran a entrar a un cine condicionado gay o a agarrar esa película, con esa foto tan explícita en la cajita, llevarla hasta el mostrador del videoclub y pagar.

Pero eso cambió. Ver porno online en la intimidad del hogar es tan fácil como buscar una receta, pagar las cuentas en la web del banco o leer el diario. Todo, absolutamente todo, está a disposición de todos (a no ser en las dictaduras y regímenes teocráticos, que restringen el acceso a determinado tipo de contenidos en internet), y hay infinidad de páginas que pueden visitarse de forma anónima –eso sí: cuidado con el malware, si no querés terminar en un episodio de Black Mirror– y sin pagar un centavo.

Como era previsible, esa “democratización” de la pornografía cambió los hábitos de mucha gente, borrando fronteras y naturalizando lo que era tabú: de acuerdo con un estudio realizado en EE.UU. y publicado en Archives of Sexual Behavior con el título “Sexually Explicit Media Use by Sexual Identity: A Comparative Analysis of Gay, Bisexual, and Heterosexual Men in the United States”, el 20,7 por ciento de los varones heterosexuales consultados habían visto pornografía gay al menos una vez en los últimos seis meses. Como era de esperar, las respuestas positivas suben bastante (96 por ciento) entre los bisexuales y aún más (98,3 por ciento) entre los gays. La encuesta fue realizada online en 2015 por un equipo de investigadores coordinado por Martin J. Downing, doctor en Psicología por la City University of New York, y participaron 821 varones.

Pero, como decíamos al principio, esto no debería sorprender. “Porno” es la palabra más buscada en Google y los internautas heterosexuales no son los únicos que espían lo que pasa del otro lado: el estudio también mostró que el 55 por ciento de los gays habían visto pornografía hétero en los últimos seis meses, así como el 88,3 por ciento de los bisexuales y el 99,5 por ciento de los heterosexuales. La diferencia, claro, es que probablemente ningún lector esté pensando, en este momento que esos gays son “héteros reprimidos”. Como ya dijimos, la sexualidad humana es más compleja e interesante que las cajitas que usamos para clasificarla.

Otro aspecto del estudio mostró más coincidencias entre héteros y gays: la mayoría prefiere ver sexo sin preservativo. En el caso de los gays que vieron videos de sexo anal entre varones, el 64,4 por ciento prefiere el porno bareback, porcentaje que sube al 65 por ciento entre los heterosexuales que vieron escenas de penetración vaginal. A alrededor de un 30 por ciento de ambos grupos le resulta indiferente, y el porcentaje de los que prefieren ver porno con preservativo cae al 6,4 por ciento entre los gays y al 3,3 por ciento entre los héteros.

¿Ser gay tiene cura? (¿y ser hétero?)

Cuando, a fines de marzo de 2013, Zulema decidió contarles a sus padres que era lesbiana, su vida se transformó en un infierno. Convencidos de que la homosexualidad es “una enfermedad”, la llevaron a una psicóloga, que les dijo que estaban equivocados y debían aceptarla. La propia Zulema (una joven ecuatoriana de 22 años que cursaba el último año de psicología clínica en la Universidad Católica) había tratado de explicarles, pero no hubo caso. “Ando en la etapa dura donde tus papás te llevan al psicólogo y donde un guía espiritual te va a ‘curar’ el gusto por las mujeres”, escribió la joven en Twitter. Y, unos días después: “Una maleta y yo, lo único que necesito. A pecho las balas. Mis padres me han declarado la guerra, creen que quitándome todo dejaré de ser lesbiana. Me dijeron que si no aceptaba las reglas me tenía que ir de casa como estaba y entregar las llaves de mi auto. Y así fue”.

Zulema decidió irse a vivir con Cynthia, su novia, entonces de 21 años, cuyos padres le dieron la aceptación que no había encontrado en su propia familia. Pero el mismo día que se fue, comenzó a recibir llamadas amenazantes de sus padres. “Tendré que tuitear de mi vida personal, porque será la única prueba de lo que me está pasando y de lo que me pudiera pasar”, escribió Zulema cuando llevaba dos días fuera de casa, y relató que su papá la había amenazado con hacerla echar del trabajo, encerrarla o hacerla desaparecer, y hasta matar a su novia. “Y, lamentablemente, puede hacer todo eso, porque tiene poder económico y político y es amigo del presidente de Ecuador”.

El presidente de Ecuador era en aquel entonces Rafael Correa, uno de los niños mimados del chavismo, ídolo de parte de la izquierda populista latinoamericana, machista, ultrahomofóbico, autoritario y chupacirios, que llegó a amenazar a las diputadas mujeres de su partido con renunciar a la presidencia si seguían insistiendo con la legalización del aborto.2

–Yo no parí una lesbiana –le dijo mamá por teléfono–. Parí una señorita a la que le gustan los hombres. No me desafíes, que soy tu madre y actúo como Dios.

La situación se ponía cada vez más tensa y ella decidió grabarla.

Asustadas, el 30 de marzo, Zulema y su novia fueron a la fiscalía a hacer la denuncia por amenazas y presentaron la grabación. Dos días después, ella dijo en Twitter que había habido una “negociación” y las amenazas “por ahora” habían parado. Igualmente, el 9 de abril, el fiscal Richard Gaibor ordenó que se abriera una investigación.

El 17 de mayo –ironías de la vida: es el día internacional de la lucha contra la homofobia–, Zulema recibió un llamado de su padre, Guillermo, que la invitaba a almorzar, “para arreglar las cosas”. Le dijo que era “en son de paz”, que quería “limar las asperezas”. Y ella pensó que, por fin, todo volvería a ser como antes. Estaba feliz. Pero, como sospechaba su novia, era una trampa. “Por favor, no vayas sola”, le había dicho Titi –así llama Zulema a su chica–, pero ella no le hizo caso. Confiaba en su papá.

Su último tuit decía: “A pesar de los problemas, familia es familia”.

Cuando salió del trabajo, su padre la pasó a buscar con el auto. Pero, a mitad de camino, frenó abruptamente y un grupo de hombres la bajaron por la fuerza, arrancándole parte de la ropa durante el forcejeo, mientras su papá observaba todo. La esposaron y la metieron en otro auto para llevarla al Centro de Recuperación Femenina para Adolescentes La Esperanza, un centro de tortura física y psicológica para jóvenes homosexuales ubicado en la ciudad de Tena, en la región centro-norte de Ecuador, donde estuvo secuestrada durante tres semanas con la complicidad de su propia familia.

Fueron siete horas de viaje y veintiún días de tortura.

La recibieron en una especie de capilla. Allí, un grupo de mujeres uniformadas le advirtió que las reglas del lugar eran claras: estaba prohibido fugarse, robar y ser lesbiana. Le asignaron una vigilante, Paulina, de 34 años, adicta a las pastillas, y una compañera de cuarto, Miriam, de 14 años, internada por adicción al alcohol y las drogas. Como estos centros están prohibidos por la ley en Ecuador, funcionan bajo la fachada de clínicas de rehabilitación para adicciones, manejadas por la mafia evangélica fundamentalista. En agosto de 2011, el Ministerio de Salud y la Defensoría del Pueblo del Ecuador cerraron treinta clínicas de “deshomosexualización” habilitadas de esa forma, burlando la ley. La novela Un lugar seguro contigo, del escritor ecuatoriano César Luis Baquerizo, cuenta cómo son.

En La Esperanza había en total nueve internas, cinco de ellas menores de edad. A Zulema la ficharon como alcohólica y drogadicta y la obligaban a seguir el tratamiento como si realmente lo fuera. “Yo no soy adicta a nada”, decía ella, y le respondían que el lesbianismo es “una aberración” y que, en su caso, era consecuencia de su adicción al alcohol y las drogas. Le daban de comer papas con gusanos, le hablaban hasta el cansancio de la Biblia, le decían que “Dios nos hizo hombre y mujer”, le aseguraban que la tendrían allí “entre seis meses y un año” y no la dejaban ir al baño más que por unos segundos, siempre con la puerta abierta y observándola.

Zulema no aparecía y su novia estaba desesperada. No sabía qué hacer. “Quiero que todo esto solo sea una pesadilla”, tuiteó Cynthia un día después del secuestro. Y el 22 de mayo: “Daría todo por verte sonreír, por saber que estás bien”.

“Era un poco después del mediodía y yo estaba trabajando en mi computadora. De repente, me llegó un mensaje directo por Twitter. Juan Pablo Argüello me decía que la novia de una muy querida amiga había desaparecido hacía casi una semana sin dejar rastro. Se sospechaba que la familia la había ingresado contra su voluntad en una clínica, pues hacía pocos meses ella les había contado que era lesbiana y desde ese momento su vida se había convertido en una pesadilla. Le di a Juan Pablo mi celular para que la novia de la chica desaparecida se pusiera inmediatamente en contacto conmigo. Poco después recibí otro mensaje de Argüello, decía que su amiga estaba aterrada. Había sido amenazada por la familia de su novia, sospechaba que su teléfono estaba intervenido. No podía comunicarse conmigo. No ahora”, relató al sitio web Gkillcity.com la abogada ecuatoriana Silvia Buendía, que decidió tomar el caso. Era jueves, 23 de mayo.

Buendía también recibió mensajes por Twitter de compañeras de la facultad de Zulema, que estaban asustadas por su desaparición. Habían ido a su casa y el padre les dijo que la chica estaba de viaje en Costa Rica y que no asistiría a clases durante ese semestre.

–Pero no se va a poder graduar… –le dijeron.

–Eso a ella no le importa –respondió el hombre, seco, y ellas no le creyeron. Zulema era una excelente alumna y estaba empeñada en terminar la carrera. No podía ser verdad.

El miércoles 5 de junio, Buendía conoció finalmente a Cynthia Rodríguez en la Defensoría del Pueblo de Guayaquil. “Es una muchachita delgada, mejillas rosadas, ojos inmensos oscuros, tristes; pelo larguísimo, castaño claro, como el de las princesas de los cuentos que lee mi hija. Nos dijo que estaba decidida a luchar para encontrar a su novia, que ya no tenía más miedo, que Zulema era su vida y no pararía hasta rescatarla”, relata la abogada. Junto con su colega Marcos Pacheco, de la Defensoría del Pueblo, Lía Burbano, de la ONG Mujer y Mujer, y la activista Verónica Potes diseñaron la estrategia legal para liberar a Zulema Constante. Además de hacer la denuncia en la fiscalía (al principio, no se la querían recibir) y en la Defensoría, harían público el caso a través de las redes sociales y los medios de comunicación. El hashtag #Zulema fue trending topic en Twitter.

La familia, mientras tanto, desmentía todo. Decían que la denuncia era un invento, que Zulema estaba muy bien y que su supuesta desaparición era una mentira de quienes querían dañarlos. Billy Constante, uno de sus hermanos, se comunicó con la policía y hasta con la gobernadora para decir que Zulema no estaba desaparecida. Pero un amigo de Billy denunció que este le había confesado que su hermana estaba internada en una clínica “por lesbiana”. También llegaron otras denuncias y versiones contradictorias: que la habían sacado del país, que estaba en casa sedada, que estaba en otra provincia.

La repercusión pública del caso asustó a la familia y provocó la intervención del gobierno. Según cuenta Buendía, la gobernadora de Guayas, Viviana Bonilla, llamó al papá de la joven para presionarlo: quería saber la verdad. Los padres llamaron a Zulema al centro donde la tenían secuestrada y le dijeron que la liberarían, pero que tenía que decir que había estado en un retiro espiritual por propia voluntad. El director del centro la subió a un taxi en medio de la noche y ella, desconfiada de lo que pudiera pasar, convenció al taxista de que le prestara su celular y llamó a su novia para contarle todo y pedirle ayuda.

Avisadas por Cynthia, Buendía, Potes y Lía diseñaron un plan para rescatarla. Hubo un momento de pánico cuando, cerca de las 7.30 de la mañana, el celular de Zulema se quedó sin batería y perdieron contacto, pero al final salió todo bien. La chica le pidió al taxista que parara en el camino, con la excusa de ir al baño, y allí se pasó al auto de Lía, que la estaba esperando, y se escaparon. Las autoridades ya estaban avisadas e interviniendo (Verónica Potes se comunicó, a través de un asesor, con el ministro del Interior, José Serrano, para que les garantizara protección) y Zulema recuperó finalmente su libertad. Fueron directo a la Defensoría del Pueblo de Guayaquil, donde hicieron pública la denuncia.

“Soy Zulema y estoy libre desde ayer”, tuiteó la joven el 7 de junio, luego de reencontrarse con Titi. “Lo primero que hacen en estos centros es tratar de bajarte la autoestima, con muchos insultos, tratos denigrantes, que vos no valés nada, que hacés sufrir a tu familia. Te hacen limpiar los baños con las manos, la comida que te sirven está infestada de gusanos”, contó luego en una entrevista en televisión. Junto a quienes la rescataron, comenzó a denunciar lo que le pasó, para que no les pase a otros. Yo publiqué la historia en mi blog, que fue compartida en las redes sociales por el cantante Ricky Martin, lo que hizo que fuera uno de los posts más leídos del año. “Estamos aprovechando la repercusión para que se cierren todos estos centros de tortura. No es el primer caso. Esto se tiene que terminar, no puede pasar nunca más”, me dijo la abogada Silvia Buendía.

–¿Se abrió alguna investigación penal en la justicia contra los padres y los administradores del centro donde estuvo secuestrada? –le pregunté.

–Yo inicié la denuncia con Titi el 5 de junio por la desaparición de Zulema. Pero la figura cambió cuando la rescatamos y Zulema tuvo que dar una nueva versión ante la Fiscalía General de la Nación, que declaró este caso de conmoción nacional y decidió que quien lo sustanciara fuese un fiscal especial de Quito.

–¿Y los padres?

–Zulema no desea presentar acusación particular contra sus padres y hermanos, pero también les caerá la mano de la ley, esto es inevitable y ella lo sabe. Por otro lado, las amenazas nos tienen muy preocupadas. La “clínica” pertenece a una mafia muy peligrosa. Esto es una pesadilla para las chicas. Sólo su amor, que es inmenso y consistente, las ha podido mantener enteras.

Esto no pasa sólo en Ecuador. Lamentablemente, los grupos de odio antigay promueven en diferentes lugares del mundo experimentos anticientíficos de tortura psicológica, humillación y, en muchos casos, inducción al suicidio; que ellos llaman, paradójicamente, “cura”.

Años atrás, supe de un caso similar al de Zulema que ocurrió en Estados Unidos.

¿Dónde estás, Bryce?, se titulaba el video con su rostro y su historia, que su pareja y sus amigos subieron a YouTube. También crearon una página web e hicieron un llamado a la solidaridad por internet. Cuando escribí la denuncia que publiqué en el diario Crítica de la Argentina, hacía 40 días, 17 horas y 1 minuto que Bryce Faulkner estaba desaparecido.

Bryce tenía 23 años y vivía con su familia en El Dorado, Arkansas. A mediados de junio de 2009, sus padres le revisaron el correo electrónico y se enteraron de que era gay y estaba de novio con Travis Swanson, un chico al que había conocido cuando viajó a la boda de un amigo suyo en Florida. Luego de aquel encuentro, habían iniciado una relación y planeaban reunirse en Wisconsin. Travis vivía en ese estado y Bryce había decidido salir del armario con su familia y matricularse en la facultad de Medicina más cercana al pueblo de su novio. Pero sus padres se enteraron antes revisando sus correos electrónicos y lo tomaron por sorpresa.

Según denunciaba Travis, Bryce había sido golpeado y amenazado con acabar en la calle si no aceptaba que lo llevaran a un centro religioso comandado por fanáticos que dicen que “curan” la homosexualidad. Como muchos jóvenes en los pequeños pueblos del Sur de Estados Unidos, dependía económicamente por completo de sus padres, que le quitaron el auto, el celular y todo el dinero. “No tenía posibilidades de llamar por teléfono o de pagar un pasaje de ómnibus para irse del pueblo”, me contó su pareja cuando lo entrevisté.

Poco después de desaparecer, el chico llamó a Travis por teléfono de madrugada. Estaba desesperado. “Deberías haber oído las cosas horribles que se dijeron sobre mí y sobre vos. Me obligan a leer en voz alta pasajes de la Biblia –le dijo llorando, y agregó–: Prometeme que vas a ser fuerte por mí y por nosotros”. Todo parecía indicar que Bryce estaba recluido en un centro del grupo Exodus, en Pensacola, Florida, donde sería sometido a un “tratamiento” de catorce meses, administrado en condiciones de encierro.

¿Qué era Exodus?

Básicamente, una secta antigay. “Exodus sostiene que la heterosexualidad es el diseño creativo para la humanidad y a los otros puntos de vista los considera fuera de la voluntad de Dios. Las tendencias homosexuales son una de las muchas disfunciones a que está sometida la humanidad caída y Cristo ofrece una alternativa sanadora”, explicaba su web.

Con filiales asociadas en distintos lugares del mundo, entre ellos Argentina, la secta promovía la “reversión” de la homosexualidad a través de una “terapia” basada en la lectura de la Biblia. Básicamente inducían a las personas a sentir que había algo malo y pecaminoso en sus vidas: “Reconocer que uno tiene una orientación homosexual es como ver una luz roja en el tablero del coche; significa que hay algo que está mal”, explicaban. El camino para abandonar la homosexualidad, según Exodus, comenzaba “por dejar el comportamiento pecaminoso”. Luego había que “aprender lo que dice la Biblia” y, posteriormente, “dar la batalla en el mundo de los pensamientos”. “Es importante identificar las mentiras que Satanás está reproduciendo, como si fueran cintas de audio en la cabeza de uno, ¡y detener el reproductor!”, aconsejaban. El método incluía convencerse uno mismo de que “se siente pésimamente”, lo que se conseguiría “dejando de satisfacer nuestras necesidades” para poder experimentar “el dolor emocional que nuestras fortalezas han estado tapando”. Al comenzar a sentirse “muy pero muy mal” se abriría la posibilidad del “encuentro con Dios”.

Una especie de masoquismo terapéutico.

Pero los “exgays” de Exodus acababan transformándose en ex exgays. “Me disculpo con quienes creyeron mi mensaje, que pretendía que el cambio era necesario para agradar a Dios. Me disculpo por presentar el amor de Dios como condicional y por las verdades truncadas que expuse como representante de Exodus. He escuchado numerosas historias de abuso y suicidio de hombres y mujeres que no pudieron cambiar su orientación sexual a pesar de lo que Exodus u otros ministerios les dijeron. Una participante que conocí cayó en una profunda depresión y prefirió saltar de un puente. En ese momento, me dijeron que no era mi culpa, pero mi corazón no lo creyó”, declaró en público una exlíder de la secta, Darlene Bogle, tiempo antes del secuestro de Bryan. En un video que puede verse en internet, varios exlíderes de la organización pidieron disculpas en una conferencia de prensa por el daño psíquico que causaron a muchos con sus “terapias de reversión de la homosexualidad”.

Las enseñanzas de varios grupos con un discurso similar al de Exodus, que logran convencer a familias con hijos gay o hijas lesbianas de que la homosexualidad es pecado y de que deben obligar a sus hijos a cambiar, han conseguido que muchos adolescentes se suiciden al no poder soportar el rechazo y la presión de sus padres. Fue lo que sucedió, también en Estados Unidos, con Bobby Griffith, un muchacho que había sido criado en una familia ultra religiosa y que, al llegar a la adolescencia, supo que le gustaban los varones. Su familia participaba de la Iglesia Presbiteriana de Walnut Creek, California, y su madre daba clases en una escuela religiosa dominical. Cuando supo que Bobby era gay, comenzó a presionarlo con la convicción de que podría obligarlo a cambiar. Lo llevó a una “psiquiatra” de la iglesia, lo metió en un grupo de oración y le llenó la habitación de carteles con versículos de la Biblia. Bobby primero luchó contra sus sentimientos para recuperar el amor de su familia y luego contra su familia para convencerla de que estaba bien siendo como era. Hasta que no aguantó más y, el 27 de agosto de 1983, se arrojó desde un puente a una carretera de Oregón.

Al leer el diario de su hijo, Mary Griffith entendió lo que el muchacho había vivido y comenzó a informarse sobre la homosexualidad. Hoy es una destacada activista de P-FLAG (Padres, Familiares y Amigos de Lesbianas y Gays), participa de las marchas del Orgullo y hasta brindó testimonio ante el Congreso de Estados Unidos. La historia de su hijo fue narrada en la premiada película Plegarias por Bobby (otros filmes muy buenos sobre este tipo de “clínicas”: Latter Days, que cuenta la historia ficticia de un chico gay de una familia de mormones, y Boy Erased, más reciente, basado en una historia real).

“He oído a mi familia muchas veces hablando de los gays. Han dicho que los odian y que también Dios los odia. Los gays son malos y Dios los manda al infierno. Me aterra cuando hablan así, porque ahora también están hablando de mí”, escribió Bobby a los 16 años en su diario. Cuando se suicidó, acababa de cumplir los 20.

El grupo Exodus no existe más desde junio de 2013. Luego de 37 años practicando una especie de pseudociencia mezclada con fanatismo religioso, mediante la cual engañó, estafó, torturó y llevó a la depresión y al suicidio a una gran cantidad de personas en diferentes lugares del mundo, el presidente de la entidad, él mismo un “ex exgay” que fue víctima del mismo engaño –que luego, convencido, promovería–, anunció que Exodus dejaba de existir.

“He oído muchas historias de primera mano de personas que se llaman ‘exgays’. Historias de personas que fueron a las iglesias de Exodus o a las asociadas sólo para sufrir más trauma. He oído historias de vergüenza, de confusión sexual, de falsas esperanzas”, escribió Alan Chambers en una nota titulada “Lo siento”, donde también reconocía que él mismo no había dejado de ser homosexual, aunque estuviese casado con una mujer.

“Durante muchos años omití mi atracción por personas del mismo sexo. Tenía miedo de compartirla con la facilidad que lo hago ahora. Me producía una increíble vergüenza y la escondía con la esperanza de que se me pasaría. Mirando hacia atrás, me parece increíble que pensara que era posible. Hoy, sin embargo, acepto esos sentimientos como parte de mi vida que siempre estará ahí –escribió. Y pidió perdón a todas las víctimas de Exodus–: Por favor, sepan que estoy muy arrepentido. Siento el dolor y el daño que muchos han sentido. Siento que muchos de ustedes tendrán que pasar años haciendo frente a la vergüenza y la culpa que sentían cuando su orientación no cambiaba”.

En distintos lugares del mundo, los “tratamientos de cura gay” promovidos por sectas como Exodus han generado controversias en la justicia y en el Parlamento. Algunos estados norteamericanos las declararon ilegales y, en Brasil, el Consejo Federal de Psicología las prohíbe, pero el “interbloque evangélico” impulsó varias veces en la Cámara de Diputados un insólito proyecto de decreto legislativo para anular la decisión de ese colegio profesional. Una de las principales defensoras de la “cura gay”, la autodenominada “psicóloga cristiana” Marisa Lobo, fue candidata al Parlamento por el Partido Social Cristiano en 2014, pero no resultó electa.

En 2017, un juez federal de ese país, Waldemar Cláudio de Carvalho, quiso habilitar las “terapias de reversión de la homosexualidad” a través de una medida cautelar contra la prohibición del colegio profesional, pero luego volvió atrás en medio de un escándalo. Sin embargo, las tentativas de esta mafia por acabar con la prohibición continúan y, ahora que llegaron al poder con Jair Bolsonaro, están más activos que nunca.

La idea de las terapias de reversión de la homosexualidad es tan absurda que el propio nombre elegido para promoverlas la delata. Decir que algo puede ser “revertido” implica suponer que hubo un cambio de estado anterior. Es decir, que alguien era heterosexual, se transformó en gay y ahora, mediante un “tratamiento” que no se enseña en ninguna facultad de Psicología del mundo, puede volver a su estado previo, o sea, volver a ser hétero. Pero gays, lesbianas y bisexuales nunca fuimos heterosexuales. No existe un estado puro del que nos desviamos, del mismo modo que no puede revertirse la negritud, porque los negros no eran blancos antes de ser negros. Y ser negro (o gay) no es un problema, una patología o algo que pueda o precise ser corregido.

Los gays siempre fuimos gays y eso no tiene nada de malo. Lo que esas “terapias” buscan realmente revertir es nuestra salida del armario: empujarnos de nuevo para adentro, obligarnos a negar lo que somos, algo que no puede cambiarse. Es por ello que usan métodos básicamente conductistas, sostenidos por una retórica religiosa y moral. La idea de esas terapias es, a través de la tortura psicológica, estímulos negativos, castigos, devastación de la autoestima y mucha culpa, convencer a sus “pacientes” que deben abandonar la conducta homosexual, reprimir sus deseos y obligarse a vivir una vida heterosexual.

El efecto que eso produce es exactamente el mismo que provocaría en una persona heterosexual forzarla, mediante los mismos métodos, a reprimir sus deseos heterosexuales y obligarla a tener relaciones homosexuales. Los “pacientes” destruyen su autoestima, pasan a odiarse a sí mismos por seguir sintiendo lo que les dijeron que era moralmente errado, patológico o pecado, se obligan a tener relaciones insatisfactorias con el sexo opuesto (si sos hétero, imaginate que te obligaran a vivir como gay y a tener relaciones con personas de tu mismo sexo), entran en depresión y, en muchos casos, se suicidan. Eso es lo que ha ocurrido sistemáticamente en la vida real, en diferentes países, con las personas (principalmente adolescentes y jóvenes obligados por sus familias) que fueron sometidas a estos experimentos perversos e inhumanos.

Los psicólogos saben todo eso, porque estudiaron, y por eso lo rechazan. A los pastores evangélicos mafiosos y otros líderes religiosos de diferentes credos que promueven esas “terapias” no les importa, porque su objetivo es seguir conquistando poder político con esa agenda y ganando mucho dinero con sus “clínicas”.

En Argentina, de acuerdo con el exdiputado Leonardo Gorbacz, psicólogo y autor de la nueva ley de Salud Mental –ley 26.657, aprobada en 2010–, no hay discusión: las supuestas terapias de reversión de la homosexualidad están prohibidas y quien las realice puede perder su matrícula profesional y enfrentar procesos en la justicia.

En su artículo 3, la ley establece que “en ningún caso puede hacerse diagnóstico en el campo de la salud mental sobre la base exclusiva de […] la elección o identidad sexual”. Más allá del uso incorrecto de la palabra “elección” (como explicamos antes, debería decir “orientación sexual”, algo que no se elige), la ley es clara: no sólo está prohibido diagnosticar o tratar una determinada orientación sexual como si fuese una patología, sino que tampoco puede diagnosticarse como patológico cualquier tipo de identidad sexual. Eso también sirvió para prohibir los diagnósticos de “disforia de género”, con los que las personas trans eran clasificadas como enfermas mentales. La nueva ley de identidad de género argentina siguió el mismo camino, terminando para siempre con la patologización de la transexualidad. Todo ello fue resultado del trabajo silencioso del exdiputado Gorbacz, quien también tuvo un gran protagonismo en la lucha por el matrimonio igualitario, aunque muchos no lo sepan, y ayudó durante su paso por el Congreso a cambiar el paradigma de la salud mental en el país.

–¿La nueva ley de salud mental, de la que usted es autor, prohíbe las terapias para dejar de ser gay? –le pregunté a Gorbacz.

–Absolutamente. En su artículo 3, la ley impide considerar una enfermedad la orientación o identidad sexual de una persona. Toda la ley sostiene un concepto de salud que no tiene nada que ver con lo que se puede considerar normalidad o adaptación a determinados valores. Por el contrario, se subraya el respeto a la singularidad de las personas. En todo caso, la enfermedad mental está relacionada con el “padecimiento subjetivo” que siente la persona y no con pautas objetivas de normalidad impuestas desde afuera. Por eso, más allá de que hay un artículo específico que dice que no se puede hacer un diagnóstico en base a preferencias sexuales, ese tipo de enfoques o tratamientos son contrarios al espíritu de la ley en su conjunto. La salud mental es un campo vulnerable a que se lo utilice para imponer determinados valores morales, encuadrando como enfermedad conductas que son desaprobadas por los sectores dominantes de una sociedad en un momento determinado. Todas las personas somos distintas, por lo tanto, la idea de salud no puede estar asociada a una única forma de comportarse sino, en todo caso, a la capacidad de disfrutar de la vida y de relacionarse con los otros desde las propias particularidades.

–Entonces, si un psicólogo o psiquiatra realiza tratamientos que tengan por objeto cambiar la orientación sexual de un paciente, ¿sería ejercicio ilegal de la medicina?

–Sin duda, y, por varias razones, estaría cometiendo una infracción severa. En primer lugar, porque incumpliría la ley de Salud Mental que, además de lo que mencioné antes, establece el derecho de las personas a una atención basada en principios éticos y fundamentos científicos. Pero, además, tanto la regulación del ejercicio de la medicina como el de la psicología prohíben prometer resultados de curación engañosos y, en este caso, está claro que es un engaño. Los médicos tienen prohibido utilizar procedimientos o terapias que no hayan sido enseñadas en la universidad o discutidos en ámbitos científicos reconocidos.

–¿Qué sanciones podría recibir el psicólogo o psiquiatra que realice este tipo de terapias en Argentina?

–De acuerdo a quién tenga el gobierno de la matrícula en cada provincia (los colegios o la propia Salud Pública), pueden suspenderle la matrícula o cancelarla. Pero, además, podría enfrentar demandas económicas por daños y perjuicios, porque este tipo de tratamientos no es inocuo, sino que genera daños y sufrimiento psíquico. Ni un médico ni un psicólogo pueden hacer cualquier cosa. Tienen que trabajar dentro del marco de la ley y aplicar técnicas y procedimientos que tengan aval científico en cada una de sus disciplinas.

–¿Cómo funcionan, en la práctica, estas terapias?

–Por lo que conozco, tienen un enfoque conductista: tratan de condicionar la conducta, asociando los deseos homosexuales a estímulos desagradables. También se las conoce como terapias de aversión.

–¿Existe algún caso comprobado científicamente de una persona que haya cambiado de gay a hétero o de hétero a gay haciendo terapia?

–Desconozco si alguno se asume “curado” a partir de estas terapias, pero lo que está claro es que la constitución de la sexualidad es un proceso que se define entre la infancia y la pubertad y no es modificable por terapias de ningún tipo.

–Entonces, ¿cuáles son los verdaderos efectos en la salud mental de los pacientes?

–Los deseos no van a cambiar, pero este tipo de tratamientos puede lograr que la persona experimente culpa o vergüenza por sentir como siente. La sexualidad no es un elemento secundario, sino constitutivo de la personalidad. Profundizar, en lugar de resolver, las contradicciones que una persona pueda tener entre lo que siente y las demandas de normalidad ajenas genera graves obstáculos en todos los planos de la vida de relación, y no sólo en lo sexual. Es probable que una persona en esa situación, además, se embarque en relaciones heterosexuales que terminan siendo insatisfactorias para él y para las otras personas, con lo cual el sufrimiento se extiende a otros. Todo ello además del efecto más inmediato, que es el empobrecimiento que se produce en la vida de cualquier persona cuando no puede disfrutar de una parte tan importante de la vida como es la sexualidad.

–¿Qué debería hacer un psicólogo que recibe a un paciente que es homosexual y se siente mal por ello, con conflicto, porque su familia o su entorno no lo aceptan o porque él mismo cree por alguna razón que lo que siente está mal?

–Un profesional puede y debe atender a personas que le consultan por conflictos con su sexualidad y sufren por ello. Pero su posición no debe ser tratar de imponerles una sexualidad que no es la propia, sino ayudarlos a aceptar sus sentimientos y separarse de exigencias externas que pueden haber sido internalizadas como fuertes mandatos.

La homofobia no es una enfermedad

“La homofobia es una enfermedad”, me dijo hace años la sexóloga y psicopedagoga Mariela Castro, sobrina de Fidel Castro y directora del Centro Nacional de Educación Sexual de Cuba. Usé esa frase como título de la entrevista que le hice para la revista Veintitrés y, desde entonces, me dejó pensando. Algo me sonaba mal, pero los periodistas solemos elegir frases fuertes del entrevistado para titular, estemos o no de acuerdo, y yo no sabía si lo estaba. Ahora sé que no lo estoy, aunque entienda la intención y el valor pragmático de la frase.

Desde entonces, lo dicho por Mariela lo vi repetido mil veces en los comentarios de los lectores de mis artículos en las redes sociales, y se lo escuché hasta el cansancio a muchos gays y lesbianas, así como a héteros que se indignan tanto como nosotros ante la violencia, el prejuicio y la discriminación. La idea de que quienes nos discriminan son enfermos –la palabra homofobia incorpora en su composición un término usado por la psicología y la psiquiatría para designar un trastorno, un tipo desproporcionado y patológico de miedo– parece cerrar el círculo que comenzó cuando ellos nos colgaron el mismo sambenito. Tomá, el enfermo sos vos, no yo. Es que, hasta 1990, cuando la OMS retiró la homosexualidad de su lista de patologías (la Asociación Americana de Psiquiatría ya la había retirado del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales II en 1973), los gays éramos tratados por la ciencia como enfermos. No lo éramos ni lo fuimos nunca, y tampoco nos “curamos” mágicamente en 1990 o 1973. Me irrita cuando la decisión de la OMS de reconocer su error –¡recién a fines del siglo xx!– es citada como argumento a nuestro favor y recordada con un día de homenaje.

Es como si recién en 1990 hubieran reconocido que los negros nunca fueron una raza inferior. Deberían pedir perdón como lo hicieron los delincuentes de Exodus. ¡Curar la homosexualidad siempre fue tan absurdo como lo sería curar la heterosexualidad!

El fin del armario

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