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Dice Harold Bloom que Antón Chéjov es, junto con Samuel Beckett, uno de los pocos santos de la literatura. Olvidó a Pascal y a Spinoza, que fueron santos acaso más rigurosos. Chéjov fue altruista y generoso, se sacrificó por su familia y ayudó a los pobres y a los enfermos, y permaneció célibe casi toda su vida. Los lectores de biografías intuyen, casi seguramente de manera errónea, que si conocen los avatares y las circunstancias personales y casi siempre insípidas o terribles de las vidas de los hombres célebres quizá puedan descubrir el secreto de esa nuez irrompible que llamamos creatividad.

Otra manera de leer las biografías (y a veces las novelas y cuentos) es para vivir de prestado ciertas aventuras. Esta usurpación de otras vidas es quizá la más interesante desde los grandes relatos orales como los de Las mil y una noches más una. Algunas biografías se leen como si fuesen textos de ficción o una representación teatral; la mayor parte de esas vidas no tienen un interés para los seres comunes, son cifras de nacimiento y muerte, hechos geográficos, educación o la falta de ella, amores y desamores, dichas y desdichas de un artista, un santo, un científico, un aventurero y, tristemente, hasta de un político. Esas vidas son existencias de héroes magnificadas hasta el cansancio por el éxito económico, social o incluso académico.

La literatura moderna ha reconocido que el héroe no existe, aunque es la base de los mitos que nos sostienen, y se encamina directamente a su desgracia. El primero que reconoció esta terrible realidad fue Antón Pavlovich Chéjov.

Nace en el pueblo de Taganrog, en Ucrania, al sur de Rusia. Su padre es tendero y fanático religioso. Lo obliga a levantarse todos los días, de madrugada, para asistir como monaguillo a la misa de la religión ortodoxa. También lo presiona para que trabaje, desde niño, como dependiente en la tienda de abarrotes. Lo golpea con regularidad y lo explota. Esta explotación de los hijos todavía no termina. Años después escribe: “me levantaba todos los días pensando ¿me golpearán hoy?” Vive siempre con falta de sueño. Esta carencia de sueño acaso le permitirá soñar. No obstante ayudará a su padre y a su familia el resto de su vida. No muestra resentimiento consciente contra el padre, pero, como en el caso de Kafka, es difícil pensar que esta dura infancia no haya influido en su personalidad. Ambos fueron hombres maltratados y rechazados por los padres. Muchos padres no quieren tener hijos poetas ni narradores, ni músicos, ni pintores, ni bailarinas, ni cineastas, sino hombres y mujeres que trabajen y ganen dinero para la familia y se sacrifiquen por los padres. Mozart pone su inmenso e incomprensible talento para que su familia viva con solvencia hasta que un día se rebela contra el padre, contra el arzobispo Colloredo y contra Salzburgo, y encuentra en el libretista italiano, el abate libertino Lorenzo da Ponte, al hombre con quien puede luchar contra la terrible desigualdad económica, social e intelectual de su tiempo.

Por deudas impagables, no sabemos de qué índole, el padre de Chéjov es obligado a mudarse a Moscú. El niño Antón Pavlovitch, de trece años de edad, permanece en Taganrog y trabaja todo el día para enviar dinero a sus padres. Este patrón de comportamiento, este sacrificio por los demás, va a permanecer con él toda su vida y va a permear su literatura. La mayoría de sus personajes son personas que se han sacrificado trabajando para los demás y también han sacrificado su proyecto vital para que otros realicen metas igualmente improbables. El tío Vania sacrifica así todo su trabajo, sus ambiciones artísticas y toda su economía en favor de personas que ni siquiera le agradecen.

Chéjov descubre muy joven su vocación y su fantástica facilidad literaria. Escribe cuentos cómicos para los periódicos. Cuentos que prácticamente no corrige. Escribe sobre todo para sobrevivir. Con el producto de su actividad literaria puede financiar su carrera de médico. “Escribo —dice más tarde— para ganar dinero y para no aburrirme”. Para no aburrirse: tal vez ese sea uno de los principales motores de la escritura. El aburrimiento es aquí sinónimo de melancolía: escribe para curarse. El aburrimiento, dice Heidegger, es estar ante la nada y una de las condiciones ontológicas fundamentales del hombre.

Sin embargo, no desea que sus amigos médicos y estudiantes de medicina sepan que es escritor y lo hace con el seudónimo de Chekonte. Así transcurren sus años de estudiante. Se gradúa y trabaja intensamente en su profesión. Compra una extensión de tierra y la dota de escuela, biblioteca y dispensario. Mantiene a sus padres y a su familia. No cobra a los pobres. Recuerda que su abuelo fue un siervo que compró su libertad. Esta conducta generosa durará toda su vida. Tiene una gran empatía con los pobres y sin duda esto ayudó a entender a los seres humanos en sus mejores y peores aspectos. En las fotos parece ser un hombre sociable y elegante aunque siempre triste. No se le ve sonreír en ninguna de sus múltiples fotografías.

Un crítico literario (Grigorovitch) lo descubre y le manda una admirable carta en la que le dice que tiene el talento para ser un gran escritor pero que necesita hacer textos más serios, más largos y más corregidos. Le dice también que debe usar su nombre propio y no un seudónimo. La literatura ya en sí es una máscara. Esta carta fue crucial en la elección literaria de Chéjov. Muchos de los innumerables cuentos que escribió antes se perdieron en los diversos periódicos de provincia. A partir de esa carta reconoce y acepta su vocación de escritor; muchos escritores reconocen su talento pero no se asumen como escritores en la vida. Como diría el filósofo Pierre Hadot: la filosofía es vivir con las ideas y sentimientos como una forma de vida. También acepta ser médico aunque cree que la literatura le causa más placer.

Cuida a un hermano que muere de tuberculosis y probablemente ahí se contagia. La tuberculosis era entonces endémica en toda Europa: una enfermedad indolente, pero inexorablemente progresiva, y mataba en la juventud. Ya enfermo de tuberculosis hace un viaje incomprensible y quizá suicida. Se pone en marcha para visitar la isla de Sajalín, que era una isla-prisión en el extremo noreste de Siberia, cerca de Mongolia. Viaja en tren, en barco, en coach y tarda dos meses y días en llegar a la isla. Viaja solo, con un frío terrible, malcomiendo y maldurmiendo. Tose un esputo ligeramente teñido de sangre. Se entrevista con cientos de reclusos, constata la miseria moral y física de los presos de Sajalín y elabora a mano cientos de fichas. Regresa a Rusia por barco y llega finalmente a Odesa por el Mar Negro. El significado inconsciente del viaje de Chéjov es misterioso. Es parecido al viaje de Joseph Conrad por el río Congo. No eran viajes que nadie creyera indispensables. Eran, y ellos lo sabían de antemano, en extremo peligrosos. No parecía que tuvieran que probarse algo a sí mismos, aunque eso no puede saberse. Los dos regresan enfermos. El viaje de Chéjov a Sajalín es todavía menos comprensible que el de Conrad al Congo Belga, ya que Joseph Conrad recibe una remuneración económica como capitán de barco, mientras que Chéjov se costea su propio viaje. Una hipótesis que me ha perseguido es que su viaje representa para él un sacrificio. Un sacrificio por algo que él mismo no sabe. Chéjov quiere redimirse de una culpa ignota sacrificándose por los parias de Sajalín. Él sin duda lo consideró un deber. Para Conrad también era la gran oportunidad de tentar al diablo y quizá morir: otro melancólico. Parece que lo que hicieron es lo que en psicoanálisis se llama “pasar al acto”. Fueron viajes peligrosos con gran riesgo de perder la vida, y probablemente suicidas. Otra interpretación menos verosímil es que ambos necesitaban las aventuras para poder escribir en esa lucha cuerpo a cuerpo entre vivir y escribir.

Chéjov enferma gravemente después de su viaje a Sajalín. Así que todas sus notas y apuntes fueron un ejercicio perdido a pesar de que las usó para su tesis doctoral. Viaja después a París, donde come ostras y bebe buen vino. A partir de ese momento, acuciado por la presencia aterradora de la muerte y la invalidez, crea sus grandes obras de teatro y se convierte en un innovador del cuento. La muerte no pide permiso. Con Chéjov no importa lo que pasa al final del cuento; sólo importa lo que está a la mitad de la historia, y el personaje o los personajes.

De alguna manera la presencia numinosa de la muerte es perceptible en sus dramas. Siempre hay una pérdida: una casa con un jardín de cerezos, un hombre que ha desperdiciado su vida manteniendo a un inútil profesor que finalmente no logra nada, una pareja de enamorados que tienen un affaire sin futuro porque ambos son casados, un director de un hospital psiquiátrico que termina siendo un enfermo de su propia clínica.

Chéjov y Keats son creadores jóvenes, enfermos de tuberculosis y médicos. Es difícil escapar a la idea de que la infancia terrible de Chéjov es fundamental en la visión desconsolada de sus protagonistas melancólicos que se sacrifican por otros y no logran nunca sus metas, y en sus obras llenas de desencanto.

Muere en Badenweiler, donde va a buscar un soñado alivio cuando en realidad ya es un moribundo. En el hotel donde se hospeda con su esposa, la actriz Olga Kniepper, con quien se casa ya muy enfermo, siente la llegada del último viaje. Le ponen hielo en el pecho y dice: “no pongan hielo sobre un corazón vacío”. Después, en alemán: “Ich sterbe” (yo muero). El médico que lo atiende, sin saber qué hacer por él, pide una botella fría de champaña. La bebe y la agradece: “hacía tiempo que no tomaba champaña”.

Después muere. Envían su cuerpo a Moscú por ferrocarril en una caja de ostras. El fragor de una banda de música aturde los oídos cuando el tren llega a la estación. La banda no toca para él. Está ahí para dar la bienvenida a un general.

Los protagonistas de las piezas de teatro y los cuentos de Chéjov son hombres y mujeres maduros habitados por el desencanto. Aparentemente esperan cambios en la vida pero íntimamente saben que éstos nunca llegarán. Aceptan su destino como un hecho. El tío Vania es quizás el epítome de estos desolados personajes. Esta desesperanza no los abruma. Chéjov, a pesar de ser un creador joven, crea desde una posición depresiva y resignada, y no con enojo o rencor. No quiere cambiar al mundo como los jóvenes, particularmente en Rusia. Con frecuencia los protagonistas se han sacrificado por otros: trabajan para enviarles dinero o han aceptado el desamor sin buscar uno nuevo. Chéjov no quiere ni cambiar al mundo ni convencer a nadie. No juzga ni prejuzga. Acepta la vida como está hecha. Este evidente deseo de narrar desde la misma desencantada vida es tal vez el secreto de muchos narradores, y quizá la invención de la literatura moderna. Sin embargo, pocos escritores como Chéjov han plasmado su propia visión del mundo en sus protagonistas. Los innumerables lectores de Chéjov se reconocen en estos personajes culpables y desilusionados. A pesar de ser un escritor secular, tiene la culpa judeocristiana en el fondo de su narrativa, salvo que la identificación del lector con los personajes de Chéjov permanece misteriosa.

La vida de Chéjov y la forma de su muerte han concitado el interés de muchos biógrafos, entre ellos Henry Troyat. Roger Grenier publicó una hermosa e insólita biografía de Chéjov a la que le pone una frase que pronuncia el protagonista de una de sus obras de teatro: Regardez la neige qui tombe (Mire cómo cae la nieve). Los personajes de Chéjov no pronuncian grandes frases ni hacen grandes cosas. Viven su desencanto y su sacrificio como algo natural. La creatividad de Chéjov parece nacer de una infancia dura, un rechazo paterno, una melancolía crónica, una gran empatía por los pobres y por aquellos que no han logrado lo que querían en la vida, y acaso también influyó su profesión de médico, que le permitió conocer a muchas personas, y la enfermedad crónica que lo mató en plena potencia creadora. Tanto Chéjov como Keats y Kafka, muertos prematuramente por la tuberculosis, sacan su fuerza de la vida no vivida.

El teatro de la mente

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