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PRÓLOGO

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No me arrepentí ni un solo instante de la decisión que había tomado, por primera vez en mucho tiempo me sentía realmente bien. Recogí mi pelo, me coloqué la bata blanca, que llevaba con tanto orgullo, y salí al exterior de la pequeña casita donde ahora vivía y trabajaba.

El día era de nuevo precioso. Puse la mano sobre mis ojos, a forma de visera, y miré hacia las enormes montañas que rodeaban aquel inigualable paisaje africano. ¿Quién me iba a decir que iba a encontrar la felicidad tan lejos de todo y de todos?

Desde allí mismo podía escuchar las voces de los pequeños que se acercaban hasta la puerta de nuestra modesta consulta; ellos iban ataviados con sus sencillos uniformes del colegio. Llegaban entre juegos, amontonaban sus escasos libros a un lado del camino y nos deleitaban con sus cánticos. Mi compañera sacó unos caramelos y me pasó un buen puñado. Cada mañana nos visitaban para darnos los buenos días de esa forma tan especial y nosotros se lo agradecíamos con algunas chucherías. Al vernos, los pequeños acudieron corriendo hasta nosotras, me agaché para esperarlos con las manos llenas; en medio de sus bromas me empujaron, caí al suelo entre sus risas y las mías. Cuando se quitaron de encima, yo quedé tumbada en el suelo, sin poder dejar de reír.

Es verdad que a él no podría olvidarlo nunca, a ese hombre lo tendría marcado a fuego en mi piel por el resto de mis días, pero mi vida tenía ahora todo el significado que había estado buscando siempre y no me había hecho falta nadie para conseguirlo; lo había logrado todo, como siempre quise, por mí misma.

Mis suspiros llevan tu nombre

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