Читать книгу Secreto desvelado - Caitlin Crews - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеPERDONE, señor –dijo su secretario con la inseguridad que siempre conseguía transmitir el alcance de sus sentimientos.
Pascal Furlani los compartía.
Y no era un hombre que normalmente aceptara la existencia de los sentimientos, a no ser que lo beneficiaran de algún modo.
–Me he tomado la libertad de elaborar otra lista de candidatas –prosiguió Guglielmo en el mismo tono, porque no era de esos secretarios que temían dar a conocer sus opiniones, sentimientos o pensamientos– ya que en la última hubo varias que usted desaprobó.
Pascal sabía que era una indirecta. Estaba de pie, pero no frente a la ventana que daba a uno de los barrios más ricos de Roma, sino al lado del tabique de cristal de su moderno despacho que lo separaba del resto.
Pascal sabía perfectamente cómo era la vieja ciudad de tres mil años de edad, desde sus calles olvidadas a sus piazze más famosas. Sabía lo que era criarse con estrecheces a la sombra de las ruinas de antiguas glorias, y en lo que la ciudad lo había convertido: un canalla que solo reconocía sus legítimos aciertos y daba la espalda a sus errores.
Se había ganado cada centímetro de las vistas panorámicas de su despacho, pero aún estaba más orgulloso de lo que había conseguido en la Furlani Company.
Consideró que iba bien encaminado cuando su fortuna personal superó no solo la de su padre, sino la de todos sus hijos legítimos juntos. Lo había logrado el primer año después del accidente.
El accidente.
Pascal apretó los labios con desagrado al recordar la época de su vida que más deseaba olvidar, el periodo en que había estado a punto de perderse por completo.
Nunca olvidaría que su padre lo había apartado de sí como si fuera un desecho. Se negaba a perdonarlo. No ansiaba vengarse. Prefería dominar desde lejos y demostrar a su padre exactamente el mismo interés que él le había demostrado. Y no había vacilado en su propósito desde que era un niño, salvo en aquel lamentable invierno.
No todos podían decir que habían resurgido de sus cenizas, no de forma metafórica, sino literal. Pascal se llevó los dedos a las cicatrices de la mandíbula, producto del accidente de coche que lo había dejado marcado para siempre.
Le gustaban porque le recordaban quién era y lo cerca que había estado de olvidarse de su propósito y ambición por lo que, al final, había resultado ser una leve tentación.
Aunque los recuerdos de aquella época no eran precisamente leves.
De todos modos, el despacho le recordaba la dirección en la que se encaminaba, lo que había construido con sus manos y su fuerza de voluntad. Reforzaba sus objetivos, todos ellos elegantes y caros, y cada uno dirigido intencionadamente a un padre indiferente y a la memoria de una madre perdida que lo había abandonado a su destino simplemente con un leve encogimiento de hombros.
No tenía ninguna intención de olvidar cada uno de los momentos que lo habían llevado hasta allí.
–Si mira la tableta –la plácida voz del secretario lo sacó de sus pensamientos– he seleccionado a varias herederas y las he ordenado en función de su situación social.
Pascal se volvió, había llegado el momento de dar el siguiente paso y buscar esposa.
Nada tenía que ver que deseara casarse o no. Una esposa lo haría parecer más estable, más asentado, lo que algunos de su clientes más conservadores preferían. Una esposa lo mantendría alejado de la prensa sensacionalista, lo que, ciertamente, prefería el consejo de administración. Y una esposa le daría herederos legítimos de su fortuna y poder.
Se moriría antes de someter a un hijo suyo a lo que él había sufrido, especialmente a no poder llevar el apellido paterno.
Además, casarse acabaría con las murmuraciones en el consejo de administración: que Pascal, soltero y con un sano apetito, avergonzaba a la empresa y que era menos de fiar que otros consejeros delegados, casados y con hijos legítimos.
Nadie mencionaba a las amantes y los hijos bastardos, por supuesto.
Pascal dejó de acariciarse la mandíbula. Sus cicatrices lo estaban poniendo demasiado sensible.
«Ha llegado diciembre», le susurró una voz interior.
Sabía qué época del año era y por qué no dejaba de pensar en el accidente y en las llamas que habían estado a punto de acabar con él. Pero no tenía intención de celebrar el aniversario.
Nunca lo hacía.
Miró a su secretario que lo esperaba impaciente.
–¿Por qué crees que ese grupo de famosas de clase alta, desesperadas y avariciosas, me va a resultar más atractivo que el anterior?
–¿Buscamos que le resulten atractivas? Creí que queríamos que fueran adecuadas.
Pascal estaba seguro de que su secretario había comenzado a esbozar una sonrisa de suficiencia, aunque sin llevarla hasta el final.
–Cuidado, Guglielmo –murmuró– o voy a empezar a sospechar que no te tomas esta tarea con la seriedad que deberías.
Volvió a su escritorio. Guglielmo le indicó la tableta, que estaba en el centro, y Pascal reprimió un suspiro mientras la agarraba y comenzaba a mirar la lista.
Lady tal, hija de alguien con pedigrí; la hija de un filántropo chino; dos francesas de distintas familias relacionadas con antiguos reyes; una heredera argentina, hija de un rico ganadero…
Todas eran hermosas, a su manera, y todas con alguna clase de talento. Una dirigía su propia organización benéfica; otra tocaba la flauta en una orquesta de fama mundial; otra se dedicaba a misiones humanitarias… Y ninguna había aparecido en la prensa sensacionalista.
Pascal se negaba a tener en cuenta a ninguna por la que pudieran interesarse los paparazis. No quería escándalos, ni oscuros secretos que se desvelaran en el momento menos oportuno. Ni esos, ni secretos de ningún otro tipo.
Él mismo era un escándalo. Su vida había sido, primero, un secreto; después un shock. Su nacimiento ilegítimo y la firme negativa de su padre, un magnate naviero, a reconocerlo podían considerarse otras cicatrices al otro lado del rostro. Siempre se había sentido marcado por las circunstancias de su nacimiento y las malas decisiones de sus padres.
Por tanto, su esposa, no podía presentar mancha alguna.
–No parece contento –dijo Guglielmo con sequedad–. Pero debo volver a recordarle que una heredera sin mácula, de razonable posición social, constituye un recurso finito, que tal vez hayamos agotado.
–He quedado con la última de la selección anterior esta noche –le recordó Pascal.
–Yo mismo hice la reserva, momentos después de que me dijera que la cita que había tenido con otra de las mujeres de la lista había resultado, según sus propias palabras, «atroz».
–No se parecía a la fotografía.
–Por desgracia eso forma parte de la cultura digital que ahora…
–Guglielmo, en la foto que me enseñaste tenía un aspecto dulce, era rubia y vestía de forma conservadora. Y apareció con una cresta azul y rosa y llena de tatuajes. Me gustaba más así, para serte sincero, pero no puedo presentarme con una princesa punk en el consejo de administración. Si pudiera, lo haría.
–La mujer a la que va a ver esta noche tiene una importante presencia en las redes sociales y no parece punk en absoluto. Lo he comprobado.
–Tal vez me quede prendado de ella y todo esto resulte innecesario.
–La esperanza es lo último que se pierde –murmuró Guglielmo.
Una vez que su secretario se hubo marchado, Pascal no se dedicó a realizar ninguna de las numerosas tareas que requerían su atención, sino que se sentó al escritorio porque, de nuevo, lo único que tenía en la cabeza era a ella.
Su ángel de misericordia. Su mayor tentación.
La mujer que casi lo había hecho naufragar.
«Es diciembre», se dijo. «Siempre me pasa lo mismo en diciembre. Cuando empiece el nuevo año, ella desaparecerá, como hace siempre».
El teléfono sonó y lo devolvió a la realidad alejándolo de aquel pueblo del norte en un valle olvidado de los Dolomitas, donde se había estrellado y había estado a punto de arder, en sentido literal.
Y ella lo había cuidado y devuelto a la vida.
Y, desde entonces, su recuerdo lo había perseguido.
Esa noche, dejaría atrás el pasado y se concentraría en el siguiente paso de su glorioso futuro.
Mucho más tarde, la mujer con la que se había citado le dijo:
–Creo que es importante que fijemos unos límites claros desde el principio.
Había llegado tarde, muy pagada de sí misma por pertenecer a la nobleza danesa. Había entrado en uno de los restaurantes más caros de Roma con expresión de desagrado, como si Pascal le hubiera sugerido que se vieran en un restaurante americano de comida rápida. Su actitud no había mejorado al tomar el aperitivo.
–Es evidente que lo importante de cualquier fusión es asegurar la línea sucesoria.
–¿La línea sucesoria?
–Estoy dispuesta a comprometerme a tener un heredero y un hijo más –afirmó con altivez–. En un periodo de cuatro años. Y creo que lo mejor es que acordemos por escrito que la procreación debe llevarse a cabo en circunstancias controladas.
Pascal estaba convencido de que había tenido conversaciones más románticas en áreas industriales.
–Ya tengo un excelente especialista en fertilidad, discreto y capaz, que se ocupará, para satisfacción de todos, que el ADN correcto pase a la siguiente generación.
Pascal parpadeó. Había tenido cenas en que le habían sonreído tontamente; otras claramente sexuales, con acercamientos francos y directos. Pero aquello era nuevo, tan mecánico.
–Me miras como si hubiera dicho algo asombroso –dijo la mujer.
–Perdona –Pascal intentó sonreír–. ¿Me sugieres que procreemos en un laboratorio, en vez de como lleva siglos haciéndose?
–Esto es un acuerdo de negocios –respondió ella, con aspecto más severo que antes, si aquello fuera posible–. Espero que encuentres satisfacción en otro lado, como haré yo. Con discreción, por supuesto. No soporto el escándalo.
–Nada menos escandaloso que un matrimonio sin sexo, naturalmente.
–No hay necesidad alguna de ensuciar un matrimonio perfectamente funcional con eso.
–Has pensado en todo.
Más tarde, después de haberse despedido de la mujer con una leve inclinación de cabeza y la falsa promesa de volver a ponerse en contacto con ella, despidió al chófer y echó a andar.
Roma era su recompensa. La ciudad de su nacimiento y de su miserable infancia, donde se había convertido en un hombre y se había enrolado en el ejército para conseguir lo que sus padres no le habían dado: disciplina, una vida, una carrera. Le había parecido una buena solución.
Hasta esa noche de diciembre parecida a aquella, hacía ya seis años, en que, había actuado por capricho. Llovía en Roma, por lo que pensó que estaría nevando en los Dolomitas y decidió ir a aprender a esquiar.
Se rio al pensarlo, mientras cruzaba la Piazza Navona y su mercado navideño, abarrotado de turistas y habitantes de la ciudad.
La noche era fría y húmeda. Hacía un tiempo ideal para preguntarse cómo había acabado con aquella mujer tan fría y aséptica esa noche. ¿A eso había quedado reducido él? ¿A un experimento de laboratorio disfrazado de matrimonio?
Sabía que debía casarse, pero se había imaginado que sería algo más cálido y cordial.
No tenía la intención de seguir los pasos de su padre. Una vez casado, no engañaría a su esposa. No buscaría satisfacción en otro lado.
No tenía la intención de crear otra mujer como su madre, tan frágil y perdida que era incapaz de cuidar a su hijo. Y no se arriesgaría a tener un hijo ilegítimo.
La mera idea lo ponía enfermo.
Le sonó el móvil en el bolsillo. Seguro que sería Guglielmo para saber cómo había ido una más de aquellas insoportables citas, que eran poco más que sesiones de examen. Pascal seguía creyendo que podía dejarse de esas tonterías, pedir exactamente lo que deseaba y conseguirlo. Si había sido así en los negocios, ¿por qué no en el matrimonio?
No contestó la llamada.
Se perdió en el caótico abrazo de la ciudad. Roma era un monumento en continuo cambio, llena de contradicciones. En ella se sentía vivo. Era donde había llegado a entender que su existencia era una afrenta para algunos y donde había aprendido a darle sentido.
Caminar por Roma siempre lo calmaba. Y en los años oscuros lo había mantenido vivo.
Por eso no había motivo alguno para verse acosado por los recuerdos de un pueblecito de escasos habitantes, rodeado de altas montañas, donde había llegado destrozado.
Se detuvo en una fuente en un patio escondido y alejado del ruido de la calle principal. El agua caía de los labios de un viejo dios de piedra y, en la oscuridad, hubiera jurado que veía el reflejo de ella en el agua, del mismo modo que siempre la veía en su cabeza.
La dulce Cecilia, mitad ángel, mitad enfermera. Una mujer tan encantadora e inocente que él había estado a punto de traicionar todas las promesas que se había hecho a sí mismo y de quedarse allí, rodeado de aquel imponente silencio.
La mera idea era absurda. Era Pascal Furlani. No estaban hechas para él las delicias pastorales de un remoto pueblo de montaña sin interés para nadie, salvo para quienes habían vivido allí a lo largo de los siglos o para quienes formaban parte de la tranquila abadía, que también llevaba allí desde el comienzo de los tiempos.
No estaba hecha para él una vida olvidada y escondida.
Suponía que ella ya habría tomado los votos y que sería monja, como el resto de las mujeres de la orden. O tal vez la última noche que él había pasado allí había supuesto su caída. ¿Se habría quedado ella o habría ocupado su puesto fuera de los muros de la abadía? Tal vez ahora viviera en el propio pueblo o en el campo, con algún granjero. Habría dedicado la vida a Dios o estaría casada, y estaría irreconocible.
Igual que él.
A Pascal no lo perseguía el recuerdo de su niñez. Había llorado la muerte de su madre y la había enterrado con mucho más respeto del que ella le había mostrado en vida. Rara vez pensaba en su padre.
Nunca miraba atrás.
Salvo en el caso de Cecilia.
Su fantasma personal.
–Basta –murmuró. Se sacó una moneda del bolsillo, la lanzó al aire y la observó caer al agua. La última decisión imprudente la había tomado la noche en que había conducido como un loco a aquellas montañas buscando una estación de esquí. El ejército le había concedido un permiso y se le había ocurrido la idea.
No llegó a ninguna estación de esquí. Al tomar mal una curva en un puerto de montaña, el coche había comenzado a dar vueltas de campana. Él había salido despedido por el parabrisas con mucha fuerza, razón por la que había sobrevivido.
El coche se había incendiado y él habría ardido también de no yacer entre la vegetación.
El fuego había alertado a los habitantes del pueblo, que habían acudido en aquella oscura noche de diciembre, lo habían recogido e instalado en lo que hacía las veces de hospital local, en la abadía, donde las monjas lo habían cuidado.
Pascal estuvo escayolado y desvariando durante semanas. Después tuvo que aprender a moverse de nuevo, cuando le quitaron la escayola de las distintas partes del cuerpo.
Y el mayor peligro que corrió no fue arriesgarse a padecer una infección ni la tardanza de los huesos en soldarse; tampoco la baja del ejército ni la nueva vida que se vio obligado a concebir mientras estaba tumbado e inmóvil en la cama.
Fue que la vida en aquel pueblo apartado le gustaba, le parecía fácil y buena.
Quedarse allí había sido la mayor tentación de su vida.
Y su monja preferida fue, en parte, la causante.
No era monja del todo, se dijo, con las manos en los bolsillos mientras contemplaba la fuente, sino una novicia, joven, dulce e inocente hasta que lo había conocido.
Pero al recordar lo sucedido entre ambos aquella noche de insoportable pasión que aún lo conmovía, después de tantos años, pensaba que era ella la que lo había corrompido.
Él era el dueño del universo, desde luego, pero allí estaba, en un rincón perdido de una de las grandes ciudades de la Tierra, con el mundo literalmente a sus pies y el rostro de ella en sus recuerdos.
Era escandaloso e inaceptable.
Pascal se dirigió a su casa, tres plantas de un edificio de fachada antigua que había reformado a su gusto, en estilo moderno.
Al llegar al edificio no entró, sino que fue al garaje y, casi sin pensarlo, se montó en uno de sus coches y se dirigió al norte. Esa vez no estaba borracho ni era tan insensato como seis años antes, pero un coche tan rápido se tenía para usarlo.
Condujo seis horas, hasta el amanecer. Se detuvo a desayunar al llegar a Verona y llamó a Guglielmo para decirle dónde estaba.
–¿Puedo preguntarle qué hace tan lejos del despacho? ¿Debo suponer que su cita de anoche no fue tan bien como esperaba?
–Puedes suponer lo que quieras.
Mientras se tomaba un segundo café, se preguntó qué estaba haciendo. Obtuvo la respuesta al volver a la carretera.
Los meses pasados al cuidado de las monjas de la abadía habían sido los únicos en que recordaba haberse alejado de quien él era en realidad, y lo contrariaba amargamente. Cecilia lo había hechizado. Era una bruja con hábito de monja.
Cuando volvió de la montaña y recordó quién era, se dijo que se había librado de ella. Y lo creía en serio. Se dedicó a crear la empresa y a llevar a cabo todo lo que había soñado.
Sin embargo, parecía que no podía pasar página. Por muchos imperios que construyera, por mucho dinero que ganara, el rostro de ella lo seguía persiguiendo.
Había llegado la hora de exorcizarlo.
Dos horas después llegó a la misma montaña en la que había estado a punto de morir. Era una mañana fría de otro diciembre y circuló con mucho más cuidado por la carretera que la vez anterior.
Se detuvo al llegar a la cima a contemplar el pueblo ante él.
Parecía sacado de un cuento. Parecía un sueño a la luz matinal. Lo rodeaban montañas nevadas y, abajo, en el pequeño valle, campos que recorría un río. El centro del pueblo era un grupo de casas con siglos de antigüedad. La iglesia se hallaba en un extremo del pueblo, la abadía detrás y, unida a ella, el hospital en el que se había recuperado. Lo estuvo contemplando un buen rato mientras se acariciaba las cicatrices.
Sintió horror al pensar que un hombre como él, criado en una de las ciudades más frenéticas del mundo, por no hablar del estilo de vida que ahora llevaba, se hubiera imaginado que podía quedarse allí.
Era increíble.
Arrancó de nuevo y descendió al valle.
Todo estaba igual que lo había dejado.
No había razón alguna para que el corazón le latiera desbocado mientras seguía la carretera de la iglesia. Encontraría al viejo párroco y le preguntaría por Cecilia. Seguro que volverla a ver le resultaría horroroso y, después, se marcharía.
La verdad era que había recorrido una gran distancia para algo en lo que creía que solo tardaría unos segundos. Debería haber enviado a Guglielmo o a otro subordinado que le hubiera dicho si Cecilia seguía allí. De hecho, no tenía que haber conducido durante la noche como un poseso. Podía haber tomado el helicóptero de su propiedad y aterrizar en el campo que había detrás de la iglesia, el mismo que estuvo viendo durante semanas desde la cama del hospital.
No era de extrañar que se hubiera obsesionado con la novicia que lo cuidaba. No tenía nada más que hacer, salvo según la madre superiora, rezar.
«Más vale acabar de una vez», se dijo.
Se bajó del deportivo. Ya había entrado la mañana y, aunque el día era claro, soplaba un viento helado desde las montañas. Y él estaba vestido para una elegante cena en Roma, no para un viaje al interior.
Se ajustó la chaqueta del traje de dos tirones impacientes. El pueblo parecía desierto. Si la memoria no lo engañaba, los habitantes no solían salir antes de la tarde, y a veces ni eso. Las monjas habían elegido bien: aquel valle era un lugar ideal para el silencio contemplativo.
Subió los escalones de la puerta de la iglesia. La empujó y entró. Olía igual. Parecía la misma.
«¿En qué año estamos?», se preguntó.
Aunque la iglesia no hubiera cambiado en un siglo, él lo había hecho, y mucho, desde que se marchó de allí.
Oyó un ruido. Avanzó unos pasos y vio a una mujer fregando arrodillada el suelo del altar, de espaldas a él.
La mujer no se volvió cuando él avanzó por la nave, lo que dio la oportunidad a Pascal de recordar todas las veces que había recorrido aquella nave; todas las que el párroco lo había animado a mirar dentro de sí para cambiar, en vez de seguir mirando hacia fuera.
«¿Qué sentido tiene todo ese poder que anhelas, si tienes el corazón vacío?», le había preguntado el hombre.
«¿Qué sabe usted del poder o del corazón?», le había respondido él. Y se había reído.
Pero las palabras del anciano constituían otro fantasma del que nunca había podido deshacerse.
Se detuvo a unos metros de la mujer esperando que dejara de fregar, porque tenía que haberlo oído. Pero ella no lo hizo, ni siquiera cuando él carraspeó.
–Disculpe que la moleste, signorina.
Ella se sentó sobre las rodillas, se quitó los auriculares y se volvió a mirarlo sin levantarse. Y todo se detuvo.
Ese rostro.
Su rostro.
Llevaba años viéndolo.
Conocía cada milímetro de aquel rostro en forma de corazón y de aquel cabello castaño. Conocía aquella boca generosa y la delicada nariz.
Conocía a esa mujer, su ángel de misericordia y el fantasma que llevaba años persiguiéndolo.
Era Cecilia. Su Cecilia.
–Por Dios –susurró–. Eres tú.
–Soy yo –replicó ella con voz dura.
Y él se percató de que sus ojos de color violeta brillaban de forma asesina al mirarlo.
–Y no vas a quedarte con él.