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Capítulo 2

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CECILIA Reginald conocía muy bien el miedo y la desilusión.

Allí estaban cuando, muchos años antes, una señora inglesa, supuestamente su madre, se había alojado en la única pensión del pueblo un fin de semana, bajo nombre falso, y se había marchado dejando abandonada a su hija de tres años.

Cecilia siempre había sabido que era prescindible, aunque recordaba muy poco de aquella primera vida perdida. Del mismo modo que sabía que Pascal Furlani, que había prescindido de ella, pero eso lo recordaba perfectamente, volvería.

Al principio, soñaba con su regreso, lo deseaba fervientemente, como si hubiera desaparecido del pueblo por error. Porque suponer que él haría lo correcto, y era lo que había supuesto, habría resuelto sus problemas de forma limpia y ordenada. Porque su vuelta habría dado sentido al caos en que se había convertido su vida tras su partida.

Y porque se imaginaba que estaba enamorada de él.

Pero él no se había dignado a romper con su meteórico ascenso a la riqueza para volver. Entonces, ella habría recibido su regreso con placer. En lugar de eso, volvía ahora, cuando ella menos lo deseaba. Y no solo porque ya no creyera en algo tan infantil como estar enamorada.

–¿Quién es «él»? –preguntó Pascal–. ¿Y por qué te imaginas que quiero quedarme con «él», sea lo que sea lo que eso signifique?

A ella no le pasó desapercibida la afrenta en aquella voz profunda que había hecho lo posible por olvidar.

Seguía arrodillada en el suelo, apoyada en los talones. Tenía que alzar la cabeza para mirarlo. Le pareció más alto de lo que recordaba, mientras que se imaginaba que ella le parecería consumida e infinitamente endurecida por los años, porque así era como se sentía.

Años antes tenía fe. Creía que la gente era fundamentalmente buena y que las cosas le saldrían bien, aunque fuera una niña abandonada.

Pero había aprendido la lección.

Pascal, en cambio, parecía recién salido de una de esas revistas cuya existencia ella fingía no conocer y que hojeaba para ver su rostro. Se había convertido en hombre altivo y arrogante, que no se parecía en absoluto al hombre destrozado al que ella había cuidado con alegría.

Si no fuera por las cicatrices a la izquierda de la mandíbula, que ella sabía que continuaban hasta el pecho, aunque las recordaba más rojas e inflamadas que las líneas blancas que veía, le hubiera sido difícil imaginar que algo había afectado a aquel hombre.

Y mucho menos ella.

Al pensarlo, tuvo ganas de echarle por encima el cubo de agua sucia para estropearle el precioso traje que llevaba con tan inconsciente y masculina elegancia.

¡Cómo lo odiaba!

Le había resultado fácil burlarse de aquellas fotos suyas, decirse que estaba mucho mejor sin un hombre que iba a semejantes sitios, con semejante gente y vestido de aquella manera, con una ropa que costaba un dinero que ella nunca tendría ni por asomo. Un dinero que ni siquiera deseaba tener, porque era corrosivo.

Siempre había llevado una vida sencilla. Las cosas se le habían complicado seis años antes, pero de todos modos, su vida era sencilla.

Y nada referente a Pascal Furlani lo era.

Tampoco su forma de reaccionar ante él.

Cecilia había olvidado que su presencia llenaba el sitio en que se hallaba, la habitación del hospital o, ahora, la iglesia, simplemente estando allí, con los negros ojos brillándole

El problema era lo fascinante que resultaba.

Había cambiado desde su marcha del hospital. Había ganado peso y parecía sólido, grande y fuerte, con poderosos músculos que indicaban cuánto cuidaba su cuerpo.

Pero Cecilia no quería pensar mucho en su cuerpo.

El cabello negro era el que recordaba. Lo llevaba muy corto y aumentaba la fascinación de sus negros ojos.

Parecía un centurión romano de nariz aquilina, labios sensuales y rasgos graves e impasibles.

Y ella odiaba saber cuál era su sabor.

–No eres bienvenido –le dijo–. Se lo dejé claro a tus espías. No hacía falta que vinieras hasta aquí.

–No tengo espías, Cecilia.

–Llámalos como quieras –quería levantarse, pero se contuvo porque hacerlo haría aún más evidente que a ella le frustraba la diferencia de poder. Así que se quedó inmóvil, mirándolo de forma desafiante, como si fuera él quien estuviera en el suelo.

–Me dijeron que formaban parte del consejo de administración de tu empresa. Me perdonarás si supuse que tenían algo que ver contigo. ¿O de verdad esperas que me crea que dos visitas, la tuya y la de tus subalternos, en tres semanas son una coincidencia?

–¿Han estado aquí miembros del consejo de administración?

Ella tardó unos segundos en asimilar su forma de decir «aquí», como si aquel pueblo, en el que había estado a punto de morir y había vuelto a nacer, estuviera tan por debajo de él que lo consternara la mera idea de que alguien de su consejo de administración lo visitara.

–Voy a decirte lo que les dije. No tienes nada que hacer aquí ni conmigo. Te marchaste. Así que no deberías haber vuelto ahora, sea cual sea la razón. No lo permitiré.

Los oscuros ojos de él brillaron.

–¿Ah, no?

–¿Qué quieres, Pascal? –preguntó apretando los dientes.

Él la miró desde su irritante altura.

–Creo que he venido a deshacerme de antiguos fantasmas.

–No reconocerías un fantasma aunque apareciera a los pies de tu cama, envuelto en cadenas y diciendo tu nombre con un gemido.

–¿Crees que tu recuerdo no me ha perseguido durante estos años, cara?

A ella no le gustó el apelativo cariñoso, como si fuera una cuchilla afilada con la que la quisiera cortar.

–Pues aquí estoy, a pesar de haberme jurado que no volvería.

–Pues te sugiero que te vuelvas por donde has venido y mantengas tu juramento.

Él no aceptó la sugerencia, sino que se quedó donde estaba y la examinó durante unos segundos.

–No sé por qué le interesas al consejo de administración de mi empresa –dijo al cabo de lo que a ella le pareció una eternidad–. No he mantenido en secreto esa parte de mi vida. Todos saben que estuve a punto de morir en las montañas y que aquello me cambió profundamente. He hablado de ello con frecuencia. ¿Por qué han venido ahora? ¿Qué esperaban encontrar, además de a una antigua amante?

Cecilia se quedó sin aliento. No se imaginaba cuál sería la expresión de su rostro. «Una antigua amante». ¿Era eso todo lo que ella significaba para él?

Pero trató de serenarse. Debía hacerlo, no reaccionar ante la opresión que sentía en el pecho, la dificultad para respirar ni la aceleración del pulso.

Todo ello lo atribuía al miedo, mientas Pascal la miraba con arrogancia e impaciencia. Sin duda se trataba de pánico. Una extraña sensación, muy parecida a la anticipación, de que sus peores miedos iban a tomar forma, lo quisiera o no.

Esa reacción la entendía. Le preocupaban más las otras, sobre todo esa sensación, en el bajo vientre, de que se derretía, porque le indicaban la terrible verdad de lo que sentía ante la vuelta de Pascal y que intentaba negar desesperadamente.

Se levantó y al hacerlo se alegró de parecer quién y lo que era: una mujer que se ganaba la vida fregando suelos. En nada se parecía a las mujeres consentidas que siempre iban del brazo de Pascal en las revistas. No era como ellas ni nunca lo sería. No era elegante. Los vaqueros le quedaban grandes y estaban rotos y sucios. Llevaba una vieja camiseta debajo de la camisa de manga larga que se había atado a la cintura. Su cabello estaba hecho un desastre, a pesar de llevarlo recogido con un viejo pañuelo.

Suponía que su aspecto sería trágico para alguien como él. Sin duda se estaría preguntando cómo se había rebajado a tocarla. Ella se hacía la misma pregunta.

Pero eso era bueno, porque debía marcharse para no volver. Y si ahora lo desagradaba era porque había tenido que convertirse en esa mujer para sobrevivir a su abandono. Si eso hacía que se fuera, estupendo.

–Creía que habrías tomado los hábitos –dijo él en un tono perverso que ella prefirió pasar por alto.

–Decidí no hacerme monja –no le dijo que por su culpa.

–Pensé que era eso lo que deseabas. ¿No era así?

–La gente cambia.

–De hecho, pareces muy cambiada; endurecida, podría decirse.

–Ya no soy esa joven estúpida de la que fácilmente se aprovechaban los soldados de paso, si te refieres a eso.

Él ladeó la cabeza. Le brillaban los ojos.

–¿Me aproveché de ti, Cecilia? Yo no lo recuerdo así.

–Lo recuerdes como lo recuerdes, eso fue lo que pasó.

–Dime, ¿cómo me aproveché exactamente? ¿Fue cuando te metiste en mi cama, en el hospital, me echaste la pierna por encima y nos condujiste a ambos a un final de locura?

Al oírlo, ella lo recordó todo. La maravilla de acogerlo en su interior, la locura, el mareo; sus grandes manos en las caderas y su intensa y hambrienta mirada.

No le habían explicado que el problema de la tentación era que te parecía haber llegado a casa envuelta en luz y gloria.

La sensación de que se derretía por dentro aumentó, pero se mantuvo inmóvil.

Porque no se trataba de ella.

–Me he preguntado a menudo cómo sería mantener una conversación contigo como esta –dijo cuando estuvo segura de parecer calmada y levemente aburrida, como si fuera mentira que, a lo largo de los años, el contenido de la conversación había ido cambiando y disminuyendo el número de preguntas. La practicaba ante un espejo–. Me resulta menos productiva de lo que imaginaba. No sé qué haces aquí. A mí, tu recuerdo no me ha perseguido.

Lo había hecho y lo seguía haciendo de forma furiosa, pero no iba a decírselo.

–¿No puede ser algo tan sencillo como volver a ver a una vieja amiga?

–Por favor, no éramos amigos.

Él sonrió, lo cual la sorprendió.

–Claro que lo éramos.

Sintió algo distinto del pánico en el pecho: el deseo.

Porque también recordaba otras cosas. Las largas tardes que se pasaba sentada al lado de su cama agarrándole la mano o secándole la frente. Los primeros días, cuando no se sabía si sobreviviría, le cantaba canciones alegres, intercaladas con canciones infantiles, destinadas a tranquilizarlo.

Cuando fue recobrando las fuerzas, él le contaba historias. No se creía que no conociera Roma, que no hubiera salido del valle. Le hablada de antiguas ruinas mezcladas con el tráfico, cafés en las aceras y hermosas fuentes. Más adelante, cuando ella ya había abandonado el noviciado y no podía dormir, porque le preocupaba el futuro o porque dormir era poco habitual en una mujer en su estado, miraba fotos en Internet de la ciudad que él le había descrito.

–En cualquier caso –dijo con firmeza– ahora no somos amigos. ¿Quieres saber por qué lo sé? Porque los amigos no se evaporan una noche, sin decir palabra.

Lamentó haberlo dicho. Ya no se trataba de ella, y, a decir verdad, nunca se había tratado de ella, que podía haber sido el campo o las montañas que él veía por la ventana. Simplemente, estaba allí. Era él quien se había estrellado con el coche, se había destrozado el cuerpo y se había dado el lujo de contar en entrevistas televisivas lo que la dramática experiencia le había enseñado.

Aunque ella no iba a reconocer que las había visto.

Mientras tanto, ella era la que solo podía recordar aquel valle, aquel pueblo, la comodidad del interior de la abadía y los consejos de las mujeres que creyó que un día serían sus hermanas.

Era cierto que él le había arrebatado todo aquello. Pero sabía que no debería haber mencionado aquella noche.

Y no le cupo la menor duda cuando la expresión de Pascal cambió. Sus ojos llamearon y apretó los labios.

De pie, ella pudo distinguir mejor lo que los años habían hecho a su físico. Siempre había sido hermoso, como si estuviera tallado en piedra blanda. Ahora parecía hecho de granito. Era muy ancho de espaldas, y el traje hecho a medida no disimulaba que tenía el torso fuerte y musculoso.

Y no lo recordaba tan alto. Tenía que alzar la cabeza para mirarlo, aunque ya no estaba arrodillada.

–Hablemos de esa noche –dijo él con esa voz oscura y aterciopelada.

Ella se lo había buscado. Podría decirle lo que había llevado en su interior todos esos años o, al menos, lo más importante, porque no tenía intención de volver a tener aquella conversación.

–¿De qué vamos a hablar? Me quedé dormida en tus brazos. Era la primera vez que lo hacía, ya que siempre nos habíamos visto a escondidas, de forma furtiva. Pero no esa noche. Me pediste que me quedara y lo hice. Y cuando me desperté, te habías ido para siempre. Por si no lo sabes, me desperté como me habías dejado: desnuda. Con el sol entrando por la ventana y la madre superiora a los pies de la cama.

Por aquel entonces, ella era capaz de interpretar todas las expresiones de su rostro, la forma de brillar de sus ojos. Pero, ahora, aunque vio que algo cambiaba en su rostro, no fue capaz de interpretarlo.

–¿Por eso no eres monja?

Cecilia se preguntó si sabía lo complejo de la pregunta.

«No soy yo quién para decirte lo que debes hacer, hija», le había dicho la madre superiora, cuando su estado se hizo evidente. «Eso es algo entre tú y Dios. Pero te conozco desde que eras una niña, te he visto crecer y me alegré al saber que querías unirte a las hermanas. Pero la verdad es que la orden es la única familia que conoces. Y me pregunto si verdaderamente quieres dedicarte a esta vida o si lo que más deseas es tener una familia. Y ahora vas a tener una propia. ¿De verdad quieres renunciar a ella?».

–Al final –dijo Cecilia– no era una buena opción para la orden.

–¿Que no eras una buena opción? Llevabas viviendo en la abadía casi toda la vida. ¿Cómo no ibas a ser perfecta para ellas? ¿Por qué dejaron que te fueras?

Ella lo fulminó con la mirada.

–Son preguntas interesantes, pero no si proceden de alguien que huyó una noche. Si tenías preguntas que hacerme, Pascal, me las podías haber hecho entonces.

–No hui –le espetó él–. Supongo que sabías, cara, que mi destino no estaba aquí.

Ella notó que había cerrado los puños y se obligó a abrirlos.

–Lo tuve claro cuando te fuiste.

–Ahora estoy aquí.

–Y seguro que, en cualquier momento, el cielo se abrirá y nos lloverán hosannas. Pero, hasta entonces, permíteme que no me sienta tan entusiasta.

–La Cecilia que recuerdo no me hablaría así –dijo él enarcando una ceja–. Recuerdo sus manos suaves y frías, su cantarina voz y sus pómulos siempre sonrosados.

–Esa chica era idiota. Murió hace seis años, cuando se percató de que no era la persona que imaginaba ser.

–No sé qué quieres decir.

–¿Ah, no? Creía que era una persona decente, íntegra y pura; una mujer que quería dedicar su vida a servir a los demás. Pero resultó que era malvada, lo bastante desvergonzada para hacer alarde de ello en la abadía en que me había criado, y tan estúpida que creí que el hombre que había provocado mi caída se quedaría a mi lado para ayudarme a tomar tierra. Pero, ¡ay!, no lo hizo.

–Me dijeron que todos mis pecados se me perdonarían si hacía lo que era inevitable, lo que iba a hacer de todos modos, y me marchaba.

–¿Cómo que te dijeron?

Él no contestó, sino que la examinó durante unos segundos mientras se acariciaba la mandíbula.

–Todavía tienes que explicarme lo que hacían aquí los miembros del consejo de administración. A ver si adivino quiénes eran. ¿Un señor anciano, de barba y cabello blancos, con bastón y tendencia a vestir como en la época victoriana? ¿Y otro más joven, su compañero, rechoncho y con un gran bigote?

Había descrito a los dos hombres con exactitud.

Ella se encogió de hombros.

–No me dijeron cómo se llamaban.

–Pero, por tu expresión, veo que eran los hombres que vinieron. ¿Por qué?

–Tu relato de haber escapado por los pelos de la muerte y de tu larga recuperación, en la que tuviste tiempo de urdir un plan para apoderarte del mundo, se ha convertido prácticamente en un cuento de hadas. Todo el mundo lo conoce.

–Me encanta que le hayas prestado tanta atención.

–A eso voy –dijo ella con frialdad–. No hacía falta prestarle atención porque estaba en todas partes. En la actualidad eres ubicuo, ¿verdad?

–Si por eso entiendes rico y poderoso, acepto la descripción con orgullo.

–Porque eso es lo único que te importa –ella no pudo callarse, porque quería asegurarse de que realmente se había convertido en un desconocido, de que el hombre que ella creía que era había sido producto de su imaginación–. El dinero, cueste lo que cueste, sin importar a quien hagas daño.

–¿A quién le hago daño? Siempre habrá ricos, Cecilia. ¿Por qué no iba a ser yo uno de ellos?

–Creo que la verdadera pregunta es a qué has venido –afirmó ella después de tragarse el nudo que tenía en la garganta porque el hombre al que había cuidado tantas semanas y al que creía distinto nunca había existido–. Quiero que te quede clara una cosa, Pascal. Nos gusta este tranquilo y remoto valle. Las hermanas dedican la vida al silencio contemplativo. Si desearan el ajetreo de la ciudad, irían a Verona. Lo que no necesitamos, ni los habitantes ni las monjas, son las intrigas que tus subordinados o tú os traigáis entre manos.

–Te he dicho –afirmó él con voz dura– que he venido a enfrentarme a un fantasma. Nada más.

–Sé que ese fantasma no soy yo. Puede que sea el hombre que eras cuando estabas aquí. Porque, si somos sinceros, a él también lo abandonaste esa noche.

Él no movió un músculo ni se apartó de ella como si lo hubiera pegado. Sin embargo, Cecilia tuvo la impresión de que había recibido un golpe.

–Pero eso es algo que puedes resolver solo. No me concierne.

Si seguía allí un minuto más, se olvidaría de sí misma. Y ya sabía lo que ocurría cuando se permitía olvidar, sobre todo si estaba con Pascal. Más aún, su vida era distinta y no quería cambiarla. Otra vez no.

Ella agarró el cubo y se dirigió a la puerta a un lado del altar que conducía a la sacristía pensando que podría atrincherarse en la iglesia, si era necesario. Faltaban horas para recoger a Dante y dudaba que un hombre como Pascal se quedara esperando. Se aburriría y, fuera cual fuera el capricho que lo había llevado hasta allí, se marcharía.

–Cecilia.

Oír su nombre y su voz la detuvo contra su voluntad.

–Me voy –dijo ella mirando una vidriera–. Lo que buscaras con este repentino regreso es asunto tuyo. No quiero tener nada que ver.

–Me has dicho que no podía quedarme con él. Dime quién es.

Ella seguía mirando la vidriera, pero había llegado el momento de la verdad. Había intentado llamarlo, desde luego, cuando comenzó a aparecer en las revistas y la televisión. Trató de cumplir con su deber para con él. Pero nunca había ido más allá de la centralita de la empresa. Dio igual con quien hablara y las promesas que le hicieron de que se pondrían en contacto con ella. Nadie lo hizo.

Tres años después, dejó de intentarlo.

Desde entonces, tenía la certeza de que se lo contaría a la primera oportunidad.

Pero no lo había hecho.

No se lo había explicado a los miembros del consejo de administración con la excusa de que no debían saber algo que Pascal aún ignoraba. Pero, en su fuero interno, estaba convencida de que no volvería a verlo.

Ahora estaba allí. Y, estúpidamente, le había lanzado la existencia de Dante al rostro. Ahora él acababa de preguntar directamente.

Era otra oportunidad de descubrir quién era ella y volvía a enfrentarse al hecho de que no era quién creía ser, ya que, por encima de todo, quería mentirle, decirle lo que fuera necesario para que se marchara, la olvidara y no se acercara a Dante bajo ningún concepto.

Cerró los ojos con fuerza y tragó saliva. Tenía la boca seca.

Y se dio la vuelta. Había hecho cosas más duras que aquella, como estar sentada en una cama del hospital, sin nada que la cubriera, mirando a la madre superiora y explicándole qué hacía allí. O como, cuando había empezado a notársele, verse obligada a dejar la abadía, el único hogar que conocía, y buscar una casa para vivir con su vientre cada vez más abultado y su eterna vergüenza.

Y ninguna de esas cosas había sido tan difícil como dar a luz.

Así que miró a Pascal, el hombre al que había amado y odiado; perdido, en cualquier caso.

No se engañaba creyendo que lo que iba a decirle cambiaría las cosas.

En realidad, pensaba que las empeoraría.

–Es tu hijo –su voz resonó en la iglesia–. Se llama Dante. No sabe que existes. Y no, antes de que me lo preguntes, no tengo intención de contárselo.

Secreto desvelado

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