Читать книгу Deuda de deseo - Caitlin Crews - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеMÓNACO otra vez.
A decir verdad, era lo apropiado.
Julienne Boucher llevaba diez años trabajando con pasión ciega y determinación absoluta para que llegara ese momento, y era hasta cierto punto lógico que, cuando por fin había cruzado la meta, la hubiera cruzado allí: en el Gran Hotel de Montecarlo, el primer lugar adonde fue diez años antes. Con intención de vender su cuerpo.
Los peligrosamente altos tacones de Julienne resonaron en los suelos de mármol del Gran Hotel cuando avanzó entre los arreglos florales que, una década antes, por su falta de mundo, le habían parecido exóticas y coloridas selvas. El vestíbulo era tan opulento como entonces, pero con la diferencia de que entonces le aterrorizaba la idea de que alguien la viera, de que supiera lo que iba a hacer, de que notara su miedo y su vergüenza.
Y, sobre todo, de que notara que estaba decidida a seguir adelante de todas formas, porque no tenía otra opción.
Aquella vez, se preguntó si los horribles hombres del pueblo del que se había escapado ese mismo día habrían tenido razón desde el principio. ¿Sería posible que las Boucher solo sirvieran para ser prostitutas? Y, de ser eso cierto, ¿la gente lo notaría al mirarla? ¿O sería más bien como un mal olor, completamente fuera de lugar en un sitio que olía a riqueza y refinamiento?
Pero ahora, Julienne era muy consciente de que, si alguien se molestaba en mirarla, solo vería a la mujer elegante y dueña de sí misma que tanto se había esforzado en ser. Día a día, año tras año. Una mujer que no era solo refinada, sino que también daba la impresión de haber nacido para estar en hoteles como aquel.
Y no había duda de que daba esa impresión. Se había asegurado de darla.
Julienne casi pudo ver el fantasma de la chica que había sido, reflejando su miedo y su inmensa desolación en las suntuosas y brillantes superficies, en las fragantes orquídeas y en las vertiginosas lámparas de araña.
Sin embargo, ahora era rica. En lugar de encontrarse al borde de la destrucción, en lugar de estar sin casa y de no tener ni un céntimo, estaba bien alimentada y bien vestida; pero, sobre todo, ya no era una adolescente desesperada. Ya no era una chica de dieciséis años decidida a hacer lo que fuera con tal de salvar a su hermana pequeña, aunque eso implicara dedicarse a la prostitución.
Al acordarse de Fleurette, se detuvo. Estaba justo enfrente del famoso y lujoso bar donde se reunían las personas más ricas del mundo; algo que ya había adivinado entonces, y que ahora sabía de sobra.
Fleurette no creía en fantasmas. También había madurado durante esos diez años, y ya no era una niña esquelética, enfermiza y asustada, sino una jovencita con mucho carácter. No había nada en ella que no lo indicara, desde los tatuajes de sus brazos hasta su pelo siempre corto, pasando por sus piercings. Todos sus actos y palabras dejaban bien claro que no volvería a estar desesperada.
–Por fin lo has conseguido –le había dicho Fleurette aquella mañana, cuando Julienne la llamó por teléfono–. Ese acuerdo debe valer cientos de millones. Nadie puede negar que le has devuelto el favor a ese hombre. Se lo has pagado con creces.
Julienne le dio la razón, aunque no estaba tan segura como su hermana. Cristiano Cassara las había salvado a las dos, y no en sentido metafórico, sino literal. Si no las hubiera sacado de la calle, si no las hubiera sacado del pozo oscuro en el que habían caído, habrían terminado muertas. Y Julienne no lo había olvidado. Durante los diez años transcurridos desde entonces no había hecho otra cosa que buscar la forma de agradecérselo.
Por eso estaba allí, en el sitio al que iba una vez al año a relajarse, según decían. Aunque le costaba creer que un hombre tan sobrio y austero como el presidente de Cassara Corporation se relajara alguna vez. Había trabajado mucho tiempo para él, y nunca había visto el menor atisbo de sonrisa en su intimidante rostro.
Nunca, ni una sola vez.
Julienne suspiró y volvió a comprobar su aspecto en uno de los espejos que cubrían todas las paredes y superficies, empeñados en reflejar lo que más le gustaba a los ricos y famosos, su propia imagen.
Esa era una de las lecciones que más le había costado aprender: que la gente que frecuentaba esos lugares no tenía tiempo de mirar a los demás. Estaban demasiado ocupados mirándose a sí mismos. Pero ¿quién era ella para echárselo en cara, si se estaba mirando en un espejo por enésima vez, a pesar de saberse perfecta?
A decir verdad, su perfección había sido parte del pago que Julienne ofreció a su benefactor cuando lo vio por primera vez. Pero no porque él se lo hubiera pedido, que no se lo pidió. De hecho, ni siquiera se dio por enterado.
Todo fue cosa suya. Fue ella quien sacó a su hermana de su pequeño pueblo natal para alejarla de los familiares, vecinos y supuestos amigos que las habían traicionado y abandonado. Fue ella quien la llevó a Mónaco, gastándose su último puñado de euros en dos billetes de autobús. Fue ella quien robó un vestido atrevido en una boutique de Fontvielle y se pintó los labios, se puso unos zapatos de aguja baratos y se maquilló lo suficiente para ocultar su vergüenza.
Al llegar al Grand Hotel, escondió a Fleurette en un callejón, entró en el edificio y se dirigió al mismo bar al que se dirigía ahora. Buscaba hombres ricos, personas capaces de comprar cualquier cosa, incluida una angustiada jovencita de dieciséis años que necesitaba dinero con urgencia.
Tampoco se podía decir que fuera algo nuevo para ella. Ya había sopesado esa salida cuando estaba en el pueblo. El carnicero se había ofrecido a darle unas cuantas monedas a cambio de sus servicios, y Julienne no le había rechazado porque oliera a sangre y tuviera mala dentadura, sino porque no quería acabar como su madre, cuyas malas decisiones habían condenado a sus hijas a un futuro incierto.
No, si tenía que seguir ese camino, no lo seguiría entre los crueles vecinos de una localidad que se había cruzado de brazos ante la desgracia de su madre y había permitido que se hundiera sin mover un solo dedo. Llevaría a Fleurette a la brillante Mónaco, aunque solo fuera para lo que parecía una espiral descendente, abocada al desastre, tuviera un poco de glamour.
Por fortuna, Julienne ya no se parecía a aquella adolescente demacrada. Su pelo era una cascada de color caramelo, recogido en un moño aparentemente sencillo. Y ya no llevaba el vestido robado que había pagado años después a la boutique, adjuntando una nota de disculpa. De hecho no solía llevar vestidos. Prefería las faldas de tubo, las camisas de seda, los zapatos de tacones contundentes y los pendientes de perlas.
Julienne se había convertido en una profesional. Y vestía como ellas, ni más ni menos.
Pero eso también se lo debía a Cristiano Cassara. Aquel hombre le había dado la oportunidad de ser lo mejor que podía llegar a ser, de pagar las deudas que había contraído y de cambiar su mundo.
Y ahora, lo iba a cambiar otra vez.
Julienne se detuvo poco después de entrar en el lujoso y escasamente iluminado bar. Echó un vistazo a su alrededor, y pensó que los ricos y satisfechos hombres de las mesas eran iguales que los que había visto diez años antes. Pero luego se giró hacia la barra, y fue como si Cristiano Cassara lo hubiera planeado todo.
Como si lo hubiera planeado y como si se hubiera acordado.
Porque estaba allí, en el mismo sitio, apoyado en la misma barra brillante y suntuosa, frente a los mismos estantes de botellas perfectamente ordenadas que le habían arrancado un suspiro de admiración en su adolescencia, porque brillaban como joyas preciosas.
Su corazón se aceleró como la primera vez.
Pero no fue por miedo, sino por una mezcla de júbilo y arrepentimiento a la que se sumaba la fuerte dosis de sus propias expectativas.
Respiró hondo y se dirigió hacia él, decidida.
Cristiano Cassara no había perdido un ápice de su atractivo. Ya era un hombre impresionante cuando le conoció, por muy distante que fuera su expresión. Su rostro parecía esculpido en piedra, como las estatuas que adornaban el vestíbulo del hotel. Entonces era relativamente joven, aunque mucho más rico de lo que ella habría podido imaginar. A fin de cuentas, era el heredero de los Cassara.
Sin embargo, Julienne no lo sabía cuando admiró sus anchos hombros, embutidos en un traje absolutamente exquisito. Solo sabía que miraba el mundo como si le perteneciera, y que no había ninguna duda de que tenía lo que estaba buscando: dinero.
Pero, si le había parecido atractivo diez años antes, ahora le pareció abrumador. Se había convertido en un hombre intensamente varonil.
Esa fue la razón de que no se atreviera a mirarlo fijamente. No estaba en una reunión de la junta de Cassara Corporation, donde siempre tenía tanto que demostrar que no perdía el tiempo coqueteando con un hombre que, en apariencia, solo veía cifras, beneficios y pérdidas. Su actitud era invariablemente fría e implacable, y sus elogios eran tan escasos que se habría sentido la mujer más feliz del mundo si alguna vez le hubiera dedicado uno.
Y no se lo había dedicado.
Mientras avanzaba, pensó que sus guardaespaldas estarían repartidos por todo el local, vigilando a un hombre tan inmensamente rico que muchas personas se habrían mareado al ver la cantidad total de su fortuna. Y, por supuesto, supo que las mujeres que le seguían a todas partes, seducidas por un fuego que las calentaba pero no las consumía, se lo estarían comiendo con sus hambrientos ojos.
Pero la jovencita de dieciséis años que había sido no se había acercado a él por eso, sino porque era el que estaba cerca y porque era el único hombre del bar que no tenía barriga o un pelo cubierto de canas. Si iba a vender su cuerpo, prefería vendérselo a una persona sobre la que podrían haber escrito canciones, si es que no las habían escrito ya.
Nunca olvidaría lo que pasó después.
Se acercó, le puso una mano en el brazo y esperó a que apartara la vista de la copa que tenía en la barra, aparentemente sin probar.
Y, cuando clavó la vista en ella, se sintió como si sus ojos la quemaran.
La gente decía de él que era demasiado intenso, demasiado duro e innecesariamente frío para ser un hombre que se había hecho rico vendiendo dulces.
Pero Julienne se dijo que tenía boca de poeta, por la promesa de eternidad de sus rectos labios. Y, aunque ni su negro cabello mostrara aún las huellas del tiempo ni su perfecta forma física hiciera otra cosa que aumentar su carisma, eso no le llamó tanto la atención como la energía que emanaba. Le pareció más grande y amenazador de lo que era, una especie de gigante oculto en el cuerpo de hombre.
Tuvo la impresión de que la simple sombra que proyectaba podía tragarse a cualquiera que cometiera el error de acercarse.
Sin embargo, ella no lo sabía cuando le puso la mano en el brazo.
No tenía ni idea cuando la miró a los ojos y se sintió como si su corazón estuviera a punto de estallar.
–¿Me invita a una copa? –acertó a preguntar, al borde del pánico.
La frase ni siquiera fue espontánea. Sencillamente, era lo que había que decir, según le había contado Annette, su madre, una mujer de cuerpo frágil y carácter fuerte que, cada vez que iba a una de sus fiestas, volvía más débil que antes, como si algo o alguien le estuviera arrancando pedazos de su ser, dejándola cada vez más vacía. Había muerto cuando Julienne tenía catorce años, y todo el mundo dijo que había sido una bendición.
Pero ella tenía intención de sobrevivir, por muy grande que fuera su vacío interior. Y, a diferencia de Annette, que nunca había sido una buena madre, estaba decidida a cuidar de Fleurette, que solo tenía diez años por entonces. Habría hecho lo que fuera por su hermana. Aunque le hubiera costado la vida.
–¿Cuántos años tienes? –preguntó él en francés, con un ligero acento italiano.
Julienne no esperaba esa pregunta. Ninguno de los hombres de su pueblo se había interesado jamás por su edad. Y, aunque tenía dieciséis años, abrió la boca con intención de decir que tenía dieciocho.
Pero él se le adelantó.
–No mientas –añadió–. ¿Qué edad tienes?
–La necesaria –respondió, intentando sonar seductora–. Hace tiempo que puedo mantener relaciones con quien quiera, según la ley.
Él la miró de tal forma que Julienne se estremeció. Nunca, ni antes ni después, se había sentido tan transparente, tan fácil de ver. Incluso tuvo la seguridad de que Cristiano Cassara había accedido a todo lo que le había pasado, a todo lo que había planeado, a la vida que llevaba antes de abandonar su pueblo, a Fleurette escondida en un callejón y a su bolsillo y su estómago absolutamente vacíos.
Pero, sobre todo, a sus sueños, sus esperanzas y a todo lo que estaba dispuesta a hacer. Empezando entonces, con él.
–No, gracias –dijo Cristiano.
Y luego, cambió su vida.
Con un simple movimiento de mano.
Sin embargo, eso era el pasado, y ahora estaba en el presente, aunque las costumbres de Cristiano no hubieran cambiado mucho. Aún tenía la manía de pedir copas que nunca probaba. Se limitaba a pedirlas y a juguetear con ellas en una especie de sobria vigilia. Algunos decían que no le gustaba beber porque su padre había dedicado más tiempo al alcohol que a su esposa y su hijo.
Y aún tenía boca de poeta, con un fondo de sensualidad por el que nunca se había dejado llevar; por lo menos, delante de ella. Ni siquiera lo captaban los paparazis que se escondían por todas partes para hacerle fotos sin que se diera cuenta. Sus imágenes eran siempre las de un hombre de dura y brutal belleza, con ojos que atravesaban y pómulos que hacían pensar en santos y mártires.
Afortunadamente, Julienne era demasiado lista como para convertir a Cristiano en una especie de mito, al contrario de lo que Fleurette solía decir. Y, aunque tuvo la sensación de que había notado su presencia mucho antes de que se girara para mirarla, guardó la compostura, dejó su enjoyado bolso en la barra y se inclinó hacia él.
Además, aquella noche no iba a permitir que su hechizo la confundiera. Se iba a concentrar en el hombre, no en el dios que parecía ser.
En primer lugar, porque era el presidente de la empresa que había heredado de su abuelo y, en segundo, porque ella trabajaba para él. Había empezado a trabajar en la sede de Milán diez años antes, cerca del colegio que Cristiano les buscó. Al principio, solo tenía un empleo a tiempo parcial; pero luego, cuando terminó la secundaria, le dieron un puesto fijo. Y desde entonces, no había dejado de ascender.
Indudablemente, Cristiano le había salvado la vida. Pero nunca hablaban de ello, y Julienne se preguntaba con frecuencia si alguien más sabría lo generoso que era o lo bien que la había tratado, porque su ayuda no se había limitado a darle un empleo y pagar sus estudios y los de su hermana: también les había cedido uno de sus pisos de Milán, y con varios criados, para que cuidaran de ellas.
Sin embargo, los criados no les hicieron demasiada falta. Como decía Fleurette, estaban acostumbradas a vivir sin ayuda de nadie, y ya eran tan adultas en algunos sentidos que, en realidad, se criaron solas.
Al pensarlo, Julienne sintió un poco de nostalgia. Ahora vivía en Nueva York. Había trabajado muy duro para conseguir su puesto de vicepresidenta de la sede estadounidense de Cassara Corporation. Y se había esforzado aún más por cerrar acuerdos tan beneficiosos para Cristiano que no solo pagaran todo lo que había hecho por ellas, sino que le dieran mucho más de lo que les había dado.
Justo entonces, él la miró a los ojos.
Con la misma dureza de siempre.
–Gracias por haber venido –dijo ella, tan seria como si estuvieran en un despacho.
–¿Cómo no iba a venir? Es muy insistente –replicó él, con el típico tono de desaprobación que su secretaria intentaba corregir, sin éxito.
Ella sonrió, aún tranquila.
–Nos conocimos aquí, señor Cassara. ¿Se acuerda?
Julienne supo que acababa de romper todas las normas con aquella afirmación, las normas no escritas que habían respetado durante toda una década. Ni Fleurette ni ella mencionaban nunca que Cristiano las había salvado y, en cuanto a él, se comportaba como si no tuvieran ninguna relación personal.
A veces, Julienne tenía miedo de que lo hubiera olvidado todo, de que no se acordara de lo que había hecho por dos pobres chicas de un pueblo francés, de que significaran tan poco para él que ni siquiera recordara que las había sacado de la calle y las había llevado a uno de sus pisos, en el centro de Milán.
Sin embargo, era evidente que sus temores carecían de fundamento. Lo vio en la sorpresa de sus ojos marrones con vetas doradas, tan oscuros como el chocolate agridulce que vendía su empresa.
–Sí, claro que me acuerdo –replicó él, mirándola con tanta intensidad que Julienne casi se estremeció–. Pero fue una reunión de la que ninguno de los dos hemos hablado en diez años. ¿A qué viene entonces este súbito viaje por el sendero de la memoria?
La voz de Cristiano sonó seca, deliberadamente dura y tan calculada como todo lo que hacía. Julienne se dio cuenta de que intentaba amedrentarla, pero no lo consiguió. Con el paso de los años, se había vuelto tan firme como él; en parte, porque había seguido su ejemplo y, en parte, porque estaba convencida de que era lo que él quería.
–A que, durante los diez años transcurridos, he tenido tiempo de sobra para calcular lo que le costó rescatarnos a Fleurette y a mí –respondió ella, sin perder el aplomo–. Bueno, rescatarnos y mantenernos.
Julienne le dio la cifra que había calculado, y el destello de los ojos de Cristiano avivó en ella un extraño calor.
–Creo que, con el acuerdo que acabamos de cerrar, y con la cantidad que he puesto a su nombre en una cuenta bancaria, he saldado nuestra deuda. Y con intereses.
–No recuerdo haberle pedido ningún reembolso –replicó él–. Ni siquiera esperaba que me diera las gracias.
Ella respiró hondo.
–Lo sé, pero he querido hacerlo de todas formas –declaró–. Cuando vuelva a Milán, encontrará mi carta de dimisión.
Cristiano parpadeó.
–¿Cómo? ¿Va a dimitir?
–Ya lo he hecho.
Julienne se inclinó entonces e hizo lo mismo que había hecho diez años antes: ponerle una mano en el brazo. Pero esta vez, con afecto.
Con afecto de verdad.
–¿Puedo pedirle una cosa, señor Cassara?
–Por supuesto.
Ella lo miró y dijo, con tono sugerente:
–¿Me invita a una copa?