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Capítulo 2

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A CRISTIANO Cassara no le gustaban las sorpresas.

Había organizado su vida con precisión absoluta, intentando evitar cualquier tipo de acontecimiento imprevisto. Odiaba el caos y la confusión; fundamentalmente, porque los había sufrido en exceso durante su infancia, y no reparaba en esfuerzos cuando se trataba de poner orden en su vida y ajustarlo todo a sus requisitos.

En circunstancias normales, le habría desagradado que Julienne Boucher destruyera ese orden de forma deliberada, por el procedimiento de salirse del compartimento figurado donde la había metido años atrás.

En circunstancias normales.

Pero su actitud había movido algo en su interior. Y, de repente, se sorprendió mirándola como si no la conociera de nada, como si no llevara mucho tiempo trabajando para él, como si no fuera la mejor vicepresidenta que había tenido Cassara Corporation, como si estuviera ante la joven que se le había acercado una vez en un bar de Montecarlo, despertando su sentimiento de culpa y su necesidad de redimirse.

–¿Qué me está ofreciendo exactamente, señorita Boucher? –preguntó él, sin apartar la vista de sus ojos–. Y, sobre todo, ¿por qué me lo está ofreciendo?

–Hace diez años le ofrecí una cosa, pero no la quiso.

Julienne no había apartado la mano de su brazo, y Cristiano la miró como si fuera la cabeza de una serpiente venenosa.

Pero ella no la retiró.

–¿Está insinuando que, como no quise aceptar su oferta hace diez años, la puedo aceptar ahora? –preguntó con asombro–. No sé qué me parece más ofensivo, si el hecho de que me ofrezca sexo como si creyera que no lo puedo conseguir de otro modo o el hecho de que me crea capaz de aceptar.

–Yo no he insinuado eso –afirmó ella–. No lo he insinuado en absoluto.

Julienne lo dijo con toda tranquilidad, dedicándole una mirada tan clara como su expresión. Y él, que seguía sorprendido con su aplomo, se vio obligado a pensar en los encuentros que habían mantenido a lo largo de los años, en una situación bien distinta: en calidad de jefe y empleada, respectivamente.

Para él, siempre había sido eso, una empleada. Había contemplado su meteórico ascenso hasta la vicepresidencia de Cassara Corporation con el mismo desinterés que habría dedicado a cualquier otro profesional en parecidas circunstancias. Pero, aunque no podía decir que admirara su firmeza, tampoco podía negar que la agradecía; por lo menos, como dueño de la empresa.

Y ahora, después de haberse reunido con ella en infinidad de ocasiones, descubría que no le tenía miedo. No se sentía intimidada, lo cual era asombroso.

Verdaderamente asombroso.

–Siempre me he sentido en deuda con usted –continuó ella–. Y siempre he tenido intención de corresponderle de algún modo. Es lo justo, ¿no cree?

Julienne apartó finalmente la mano, dejándole una sensación de calor que atravesó la tela del traje que le había hecho su sastre, para perplejidad de Cristiano. Era un traje de lana, pensado para los fríos días de finales de octubre. En principio, no tendría que haber notado nada. Pero tampoco tendría que haber sentido nada y, sin embargo, el contacto de Julienne le había causado una intensa reacción física.

–Es totalmente innecesario –replicó, tenso.

–Para usted, sí. Y eso hace que sea aún más necesario para mí.

Él la volvió a mirar, intentando recordar cuándo había sido la última vez que alguien le había tocado sin invitación ni permiso. No se le ocurrió ningún caso parecido. No desde su infancia, porque ni su propio padre se había atrevido a tanto desde entonces.

Y, por si eso fuera poco, le había gustado.

Pero la traición de sus sentidos no se limitaba a ese calor inesperado que aún podía sentir. Cuanto más tiempo pasaba, más consciente era de sus largos y elegantes dedos, de sus minuciosamente cuidadas uñas y del tono de su piel, que le hizo pensar en noches de placer entre las sábanas.

De repente, Cristiano se acordó de la primera vez que Julienne le había tocado, estando precisamente en ese bar. No había pensado en ello desde entonces, pero eso no impidió que recordara hasta el último detalle, desde las uñas mordidas que tenía en aquella época hasta sus ojos llenos de temor.

Y, sobre todo, se acordó de lo que le había ofrecido.

Se acordó y lo desestimó al instante, porque no quería pensar en su cuerpo. Por mucho que le agradara.

–Cassara Corporation ha sido una familia para mí –declaró Julienne, con una suave intensidad de la que él intentó hacer caso omiso–. Ha sido una familia y también un trabajo, por supuesto. Pero usted fue la persona que me salvó, y la que me ha seguido dando oportunidades. Siempre ha sido mi guía, mi ejemplo a seguir.

–Espero que sea en sentido profesional –dijo él–, porque no hay ninguna posibilidad de que usted y yo…

Julienne le volvió a poner la mano en el brazo, y él se volvió a estremecer.

–No, no me refería a nuestra profesión. Es algo personal –replicó ella–. Si no lo fuera, ¿por qué iba a dimitir? Quería devolverle el favor que me había hecho, y ya he pagado esa deuda. Pero, a lo largo de todos estos años, me he sorprendido muchas veces preguntándome si querría aceptar algún día mi oferta original.

Cristiano se quedó mudo, y ella sonrió.

–No a cambio de dinero, claro –prosiguió Julienne–. Ya no estoy en aquellas circunstancias, señor Cassara. Ya no tengo dieciséis años. Soy una mujer adulta, que sabe lo que hace y que, además, ha dejado de ser empleada suya. No me siento presionada de ningún modo. No estoy desesperada. Y, cuando me enteré de que iba a venir a Mónaco, pensé que podía ser un buen final, digno de enmarcarse.

–¿Digno de enmarcarse? –repitió Cristiano, incómodo.

No podía creer lo que estaba pasando. Efectivamente, Julienne ya no era la adolescente asustada que se había plantado ante él con más maquillaje de la cuenta y toda la necesidad del mundo. Pero eso no quería decir que se hubiera fijado en lo mucho que había cambiado desde entonces. Por lo menos, hasta ese momento. Y no podía negar que la encontraba de lo más apetecible.

Se había convertido en una mujer preciosa. Tenía una mirada llena de inteligencia y sensualidad, y hasta su cabello castaño, de mechas rubias, despertaba en él un profundo deseo. Además, habría tenido que estar ciego para no notar la elegante y embriagadora sinfonía de curvas que su ropa enfatizaba.

Cristiano nunca mantenía relaciones con sus empleadas. Era una cuestión de honor, pero también de sensatez laboral; dos virtudes de las que, desde su punto de vista, su padre había carecido.

Pero Julienne había presentado su dimisión.

Y estando allí, bajo la tenue luz del bar de Montecarlo, entre todo tipo de lujos, se preguntó por qué tenía que rechazar su oferta.

A decir verdad, su incomodidad con Julienne no había empezado aquella noche. Ella no lo sabía; pero, si él hubiera cometido el error de bajar la guardia en algún momento de los diez años transcurridos, esa situación se habría producido antes.

Ahora bien, ¿quería bajarla ahora?

Su razón no estaba segura de que fuera una buena idea. Pero su cuerpo era demasiado susceptible al calor de la mano de Julienne.

Mientras lo pensaba, se acordó del motivo por el que había ido a ese bar el día en que se conocieron. Mónaco le disgustaba intensamente. Había asociado la ciudad a los excesos de su padre, con quien acababa de mantener una fuerte discusión. Su padre fue cruel, y él le devolvió el favor a Giacomo Cassara. Pero, en cuanto se quedó a solas, entró en el bar, se sentó frente a esa misma barra y pidió la bebida favorita de su padre.

Llevaba allí un buen rato, mirando el brebaje que se había convertido en la maldición de Giacomo, cuando Julienne apareció a su lado.

Él estaba sumido en una batalla interna. El interminable conflicto que mantenía con su padre era una verdadera guerra de desgaste y, por muchas victorias que se apuntara, todas resultaban pírricas. De hecho, ya no estaba seguro de que su obsesión por estar a la altura de la ética de su abuelo tuviera ningún sentido, teniendo en cuenta que Giacomo Cassara hacía todo lo posible por subvertirla.

En cierto modo, se sentía como si se hubiera criado a la sombra de un ángel y un diablo y estuviera siempre entre los dos, atrapado.

Esa fue la batalla que Julienne Boucher interrumpió al acercarse a él, caminando a duras penas con unos zapatos de tacón de aguja a los que, evidentemente, no estaba acostumbrada; una batalla que le habría empujado a rechazar su oferta incluso al margen de sus opiniones personales, que le impedían hacer el amor con mujeres que no estuvieran deseosas de compartir su lecho.

Pero allí estaba, con un vestido excesivamente ajustado, forzando una sonrisa en su juvenil cara, ofreciéndose a él.

Cristiano no sintió el menor deseo de probar de su mercancía. En primer lugar, porque las adolescentes no le interesaban y, en segundo, porque no necesitaba pagar para acostarse con nadie. Pero, a pesar de ello, su negativa se hizo un poco de rogar. Fue como si el diablo de su padre le susurrara al oído que no contestara, que hiciera caso omiso, que se la quitara de encima y se concentrara en sus propios problemas.

Y quizá fue esa la razón de que hiciera lo contrario.

En otras circunstancias, se habría limitado a llevarse una mano al bolsillo y darle unas cuantas monedas. Efectivamente, los problemas de aquella jovencita no eran suyos. Pero el egoísmo de su demonio personal hizo que cambiara de opinión, aunque solo fuera para demostrar que él no era como su padre.

Si le hubiera dado la espalda, su hermana y ella se habrían quedado solas en un mundo lleno de canallas destructivos como Giacomo Cassara. Si las hubiera abandonado a su suerte, habrían tenido pocas posibilidades de sobrevivir.

La decisión que había tomado aquella noche cambió el destino de las dos jóvenes. Pero Cristiano sabía que había estado a punto de lavarse las manos y, cada vez que pensaba en ello, se acordaba de lo cerca que había estado de convertirse en su padre. Y todo, por no pagarles la comida, el alojamiento y la ropa, cuyo coste era absolutamente ridículo para un hombre tan rico como él.

Sin embargo, la Julienne que estaba ahora a su lado no era una chica desesperada que ofrecía su cuerpo a cambio de dinero, sino una mujer adulta y bien situada. Una mujer tan bella que, además, se podría haber acostado con cualquier hombre de Mónaco. Y no había elegido a cualquiera. Le había elegido a él.

–Bueno, ¿no me va a contestar? –preguntó ella, ladeando la cabeza.

–No puedo –dijo Cristiano–. No sé qué me estás ofreciendo exactamente.

–A mí. Me estoy ofreciendo a mí.

–Y yo le agradezco la oferta. Sobre todo, porque ya no implica un intercambio dudosamente legal –replicó–. Pero resulta que tengo normas.

–Lo sé. He trabajado para usted durante diez años. Si ahora descubriera que no tiene normas para todo, me preocuparía.

Cristiano se volvió a acordar de lo que había hecho aquella noche. Sí, había estado cerca de comportarse como su padre, pero había salvado a la chica. Y la consecuencia de sus actos estaba delante de él, en carne y hueso.

Julienne Boucher.

La persona más joven que había llegado a la vicepresidencia de Cassara Corporation en toda su historia, exceptuándole a él. La mujer más desinteresada de todas las que se le habían acercado en mucho tiempo, porque no estaba allí para echar mano a su cuenta bancaria.

Y había algo más.

El motivo de que volviera todos los años a aquel local.

La razón por la que pedía una copa y se quedaba en la barra en una especie de vigilia: para recordar que había estado a punto de dejar a una inocente en la estacada y convertirse en su padre.

Quizá había llegado el momento de olvidarlo.

–No estoy buscando ninguna relación –contestó con dureza–. Me gusta el sexo, sí, pero sin cargas emocionales.

Cristiano tuvo que resistirse al impulso de acariciarle el cuello y descender lentamente hasta su escote, apenas visible bajo la camisa de seda que llevaba. Se había excitado contra su voluntad, y se sentía tan atraído por ella como si llevara toda la vida esperando el momento de quitarle la ropa y penetrarla.

–No creo haberle dado razones para que me tome por una mujer particularmente emocional –declaró ella, manteniendo su aplomo a duras penas.

–Una sala de juntas no es un dormitorio.

–Desde luego que no. Si lo fuera, nos habríamos visto en una situación impúdica hace mucho tiempo.

A Cristiano le encantó la idea, y su mente empezó a imaginar todas las cosas que podían haber hecho en la oficina. Se llenó de imágenes tórridas, apasionadas, el tipo de imágenes que solía bloquear por miedo a bajar la guardia, dejarse llevar por el deseo y convertirse en su padre; el tipo de imágenes por las que había aprendido a levantar muros a su alrededor, siguiendo los consejos de su abuelo.

Pero sus defensas se estaban derrumbando.

–Siempre me ha parecido que le gusta controlarlo todo, señorita Boucher –dijo, cada vez más hechizado con ella–. Pero soy demasiado dominante para admitir eso. Tengo demasiadas exigencias.

Julienne se estremeció como si estuviera deseando que la dominara, y a él le pareció tan delicioso que quiso comérsela allí mismo, encaramarla a la barra del bar, separarle las piernas y darse un festín con su cuerpo.

Eso sí que habría sido digno de enmarcarse.

–¿En qué tipo de exigencias está pensando? –preguntó ella.

La voz de Julienne había cambiado de repente. Ya no sonaba tranquila, sino con un fondo ronco y sensual que avivó el deseo de Cristiano y le hizo pensar en habitaciones oscuras y gemidos de placer.

Incómodo, cambió de posición y miró a su alrededor, intentando controlar los acelerados latidos de su corazón.

Intentando controlar su hambre.

Por lo visto, se había equivocado al creerse inmune a ese tipo de cosas. No había conseguido controlar sus pulsiones. Se había limitado a esperar.

A esperar a la mujer adecuada.

A la que se atreviera a asaltar sus defensas.

Pero, por muy excitado que estuviera y muy apetecible que le resultara la idea de tomarla en el bar, no estaban en el lugar apropiado. Montecarlo era un nido de enemigos que vigilaban todos sus movimientos; sobre todo, en los salones de los ricos y poderosos, siempre atentos a sus debilidades y siempre decididos a aprovecharlas.

A sus debilidades o a sus querencias. Aunque eso daba igual, porque a Cristiano le parecían lo mismo.

Al final, tomó a Julienne de la mano y la sacó rápidamente del bar. No la miró ni una sola vez. No necesitaba mirarla para saber lo que pensaba. Vio su imagen en todos los espejos del camino, y era evidente que estaba tan dispuesta como él.

Consciente de que el vestíbulo estaría lleno de turistas y clientes, tomó uno de los corredores laterales, flanqueados de tiendas lujosas. Y no se detuvo hasta que vio un hueco entre un establecimiento de perfumes injustificadamente caros y una zapatería cuyo calzado le pareció directamente absurdo.

Entonces, la metió en él y la apretó contra la pared. No se podía decir que estuvieran a salvo de posibles curiosos, pero al menos tenían un poco de intimidad.

Ella respiró hondo, nerviosa.

Él la miró con intensidad y se preguntó cómo era posible que su belleza le hubiera pasado desapercibida durante tantos años.

–¿Quiere conocer mis exigencias? –dijo Cristiano, pensando que habría podido escribir un libro con lo que quería hacer con ella–. Lo exijo todo y no exijo nada. Sencillamente, me gustan las cosas que me gustan. ¿Será un problema para usted?

–Llevo diez años a sus órdenes. Si no lo ha sido hasta ahora, no lo será después –respondió ella, sin aliento.

Los ojos de Julienne brillaron con desafío, y él deseó devorar su aplomo, dejarla a su merced y hacerla arder en las llamas de la pasión.

–Será una relación de una sola noche, Julienne –le advirtió.

–Lo dice como si creyera que busco algo más –replicó ella, alzando la barbilla–. Pero le aseguro que mi oferta es de carácter exclusivamente sexual.

–Solo una noche –repitió.

–Ya lo he oído.

–Pero debo insistir, cara. No quiero que haya ninguna… confusión.

Los ojos de Julienne se oscurecieron un poco.

–No me subestime, señor Cassara. Soy yo quien ha hecho la propuesta. Y no una, sino dos veces –le recordó–. Quizá sea usted quien está confuso y necesita que le repitan las cosas.

–Lo único que quiero que repitas es mi nombre –replicó él en voz baja, mientras inhalaba su dulce y cálido aroma–. Y basta ya de llamarme señor Cassara… Quiero que nos tuteemos cuando estemos desnudos. Quiero que me llames por mi nombre. Quiero que grites, chilles o gimas mi nombre, porque todo eso es aceptable para mí. Y lo repetirás constantemente, como descubrirás pronto.

Cristiano estaba tan cerca de Julienne que notó su estremecimiento.

–Estás muy seguro de que no serás tú quien grite mi nombre –dijo Julienne con sorna–. Es extraño, teniendo en cuenta que ni siquiera sabemos si nos llevaremos bien en la cama. Puede que no haya gemidos, sino gestos de incomodidad.

–Sí, eso es cierto.

Cristiano no se lo discutió.

Se limitó a acercarse un poco más y asaltar su boca.

Sin delicadeza, sin suavidad, sin la menor intención de resultar amable.

Asaltó su boca con la simple y contundente energía de su necesidad, tomando lo que buscaba en un encuentro directo de labios y lenguas, dándole un ejemplo práctico del tipo de exigencias que tenía.

No, no fue dulce con ella.

Pero ella tampoco lo fue con él.

Lejos de someterse, se apartó de la pared, se frotó contra su cuerpo y respondió a su asalto con fuego. La fuerza de su pasión fue de tal calibre que Cristiano se cuestionó su propia fuerza de voluntad, pensando por primera vez en su vida que quizá no era capaz de controlarlo todo.

Cuando por fin rompieron el contacto, estaba jadeando. Y solo deseaba una cosa: penetrarla una y otra vez.

Si es que sobrevivía a la única noche que le iba a conceder.

La única noche que se iba a conceder a sí mismo.

Pero, ¿sería suficiente con una sola noche?

Al pensarlo, Cristiano se dio cuenta de que estaba dispuesto a concederle muchas más, y se preguntó cómo era posible que no le preocupara. Aquella mujer estaba destruyendo sus defensas. Era una verdadera amenaza.

–Una noche –insistió, sacando fuerzas de flaqueza–. Es todo lo que puedo ofrecer.

–¿Todo lo que me puedes ofrecer? ¿A mí? –preguntó ella–. ¿O todo lo que puedes ofrecer en general?

Cristiano pensó que Julienne era muy inteligente. Había hecho la pregunta adecuada. Y quizá fue eso lo que le empujó a acariciar su labio inferior con un dedo.

Quería probarla. Separar sus piernas y llevar la boca a su sexo.

–¿Eso importa?

Ella volvió a respirar hondo. Los pezones se le habían endurecido, y se notaban claramente bajo su blusa de seda.

–Está bien, solo una noche –declaró Julienne, casi con solemnidad–. Pero espero que no sufras de pánico escénico… Sería lamentable que no estuvieras a la altura de unas expectativas tan grandes.

Él sonrió, y se sintió extremadamente satisfecho al ver que la piel se le ponía de gallina.

–Permíteme que sea yo quien se preocupe de eso. Tú concéntrate en mi nombre, porque lo vas a repetir muchas veces –dijo, antes de pasarle la lengua por el cuello–. Recuérdalo, por favor. Me llamo Cristiano. Aunque, si las circunstancias son especialmente desesperadas, no me importará que digas Dios mío… o cosas así.

Julienne soltó un grito ahogado y él, una carcajada.

Momentos después, Cristiano tomó de la mano a la mujer a la que pretendía someter aquella noche, de uno u otro modo. Salieron al corredor, entraron en uno de los ascensores y se dirigieron a su suite, que estaba en el ático del hotel.

Tenía intención de hacerle el amor hasta el alba.

De aprovechar hasta el último segundo de oscuridad.

De saciarla y saciarse por completo.

Y, tal vez, con un poco de suerte, de redimirse por los errores que había cometido diez años antes.

Deuda de deseo

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