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En los días de Hageo y en los nuestros

Los eventos que fueron sucediendo en la época de Hageo debieron ser de gran importancia. Dios, por primera vez, después del exilio, habló a su pueblo nuevamente. Una vez más Dios, a través de la voz profética, rompe su silencio de largos años con un mensaje claro.

El Imperio babilónico, controlado por la dinastía caldea, tenía en cautividad al pueblo de Dios desde el año 597 a. C.; sin embargo, no se sostuvo durante mucho tiempo tras la muerte de Nabucodonosor en el año 562, y su decadencia fue rápida. La sucesión en el Imperio babilónico hizo que se desmoronara su organización política, y la enemistad con los sacerdotes de Mardük, el dios imperial de Babilonia, no se hizo esperar.

En 539 a. C., el ejército del rey persa Ciro ii el Grande entró a la ciudad de Babilonia, aprovechando el momento de debilidad interna por el que atravesaba en aquellos días, y acabó con ella. Así, el dominio del mundo pasó del Este al Oeste, ya que los imperios de Asiria y Babilonia fueron semitas, pero no el nuevo Imperio medo-persa, que era de origen indoeuropeo-iraní.

Frente a los sucesos, los exiliados judíos sabían que nuevos tiempos se iniciaban para ellos. Ciro ii estaba dispuesto a establecer ciertas políticas que permitirían concretar proyectos elaborados tanto para los que quedaran en Jerusalén —el pueblo de la tierra, de los sectores bajos— como para los sectores medios que estaban en Babilonia. En este nuevo tiempo bajo el Imperio persa las condiciones habían cambiado; entonces el pueblo de Dios obtuvo nuevas características.

Debemos suponer que el pueblo de Dios estaba ansioso por regresar a Jerusalén, pues habían pasado cincuenta años desde el exilio. Sin embargo, la palabra profética de Jeremías de establecerse en Babilonia, construir casas, sembrar huertas, contraer matrimonio y criar sus familias, cinco décadas antes, se había arraigado firmemente en el corazón del pueblo.3 De hecho, algunos tuvieron éxito en los negocios, los niños llevados al exilio ya tenían más de cincuenta años, los adultos habían envejecido y eran, además, abuelos con nietos. Se habían instalado, habían recibido de la cultura y aportado a ella. No todos los jóvenes querían regresar a una tierra que nunca habían conocido. Frente al ofrecimiento de Ciro ii para el retorno a Jerusalén, en el año 538 a. C., apenas cincuenta mil judíos regresaron en la primera oportunidad que se presentó.4 Una considerable comunidad judía permaneció en Babilonia por siglos, convirtiéndose en un centro de erudición que produjo, entre otras cosas, el Talmud babilónico.

Entre los exiliados de Jerusalén, migrantes forzados, no obstante sobrevivía una teología, una forma de ver su propia historia y espiritualidad, que permanecía latente en las mentes y corazones. Ellos albergaban la esperanza de la restauración plena del pueblo de Dios, como lo había profetizado Isaías. Y, aunque la realidad por la que atravesaban era otra, pues no sufrían en Babilonia la cruel esclavitud que antaño el pueblo de Dios había sufrido en Egipto, el profeta Isaías había hablado de la liberación que efectuaría el Señor. Esperaban que Ciro ii llevara a cabo la restauración de los judíos, elevando esta esperanza muy por encima de la idea popular de un simple retorno físico a Palestina y el resurgimiento del Estado davídico. Isaías aguardaba nada menos que una repetición de los sucesos del Éxodo, la reconstitución del pueblo de Dios y el establecimiento del gobierno real de Jehová en el mundo.5

Como vemos, la promesa convertida en esperanza ya estaba instalada en algunos. Así miles de judíos decidieron regresar, pues parecía ser inminente la nueva era gloriosa y un luminoso futuro de redención. La historia continuaba y en ella Dios tenía un rol especial de redención que solo Él podía realizar; esa es la salvación de la que hablaba el profeta Isaías y que Jesús la haría realidad, mediante la historia judía más allá de un mero espacio de adoración.6

En un contexto de expectativa, Ciro ii firmó un decreto que revertía la política de desarraigar de sus hogares a los hombres y mujeres de los pueblos conquistados por los asirios y babilonios. Esto resulta llamativo, pues en lugar de aplastar el sentimiento nacional por medio de la brutalidad o la deportación, como solían hacerlo los anteriores gober­nantes babilonios, su aspiración era permitir que los pueblos sometidos gozaran de cierta autonomía dentro de la estruc­tura del Imperio, respetando sus costumbres, protegiendo y alentando los cultos establecidos por ellos, y confiando la responsabilidad del gobierno local a príncipes nativos.

De esta manera, Ciro favoreció al pueblo judío orde­nando la restauración de la comunidad y el culto judío en Palestina.7 El decreto que firmó para los judíos estipulaba que el templo fuera reconstruido y los gastos subvencionados por el tesoro real. Ordenaba también que los utensilios tomados del templo por Nabucodonosor fueran devueltos a su debido a su lugar.

Palestina era una tierra relativamente lejana no sólo geográficamente, sino también de los sentimientos de los más jóvenes, quienes hablaban más arameo. Aunque ellos estaban entusiastas por el viaje y por conocer la tierra de la que habían oído hablar a sus padres que aún conservaban el idioma hebreo, no podían dimensionar lo que experimen­taban los más ancianos, lo que para ellos significaba el retorno. No sabemos casi nada de la suerte del grupo inicial, pero lo poco que conocemos ha sido significativo para nuestra historia.

En los registros de esta profecía queda claro que si bien el primer paso fue alentador, en los siguientes años la empresa del retorno y la restauración experimentaría amargas desilusiones, no produciendo apenas otras cosas que frus­tración, desaliento y resignación. Parecían incumplidas las ardientes promesas de Isaías, de hacía dos siglos atrás. Una frase los concientizaría de la realidad: Sembráis mucho, y recogéis poco.

En medio de aquellos años desalentadores, de ánimo opacado y de baja moral en la comunidad, que incidían peligrosamente en la espiritualidad del pueblo de Dios, surge el ministerio profético de Hageo.

Se conoce poco acerca de este profeta que vivió en Babilonia y retornó en la primera oportunidad de migración hacia Jerusalén. La gran duda sobre él se centra en su edad a la hora de ejercer su ministerio. Dos tradiciones judaicas entran en disputa para aclarar la dificultad. La primera afirma que Hageo fue un joven entusiasta dispuesto a rescatar el valor histórico de la religiosidad de su nación, que convivió con Daniel y retornó a Palestina con el primer grupo. En la otra tradición, se tiene como referencia lo que se podría sugerir a partir de Hageo 2.3,8 que el profeta conocía las glorias del templo salomónico. Entonces, de acuerdo con esta segunda tradición judaica, él habría vivido la mayor parte de su vida en Babilonia; de esta manera, el hecho de ser un hombre de más de ochenta años cuando profetizaba sería el factor que daría cuenta de su breve pero significativo ministerio. Sea por el ímpetu de su juventud o por la experiencia de su vejez, Dios lo llamó y su edad no fue impedimento para que levantara la voz profética en Jerusalén.

El nombre Hageo significa ‘festivo’; en hebreo, hag quiere decir ‘fiesta’. Esta palabra se encuentra asociada usualmente a las tres fiestas de peregrinación del calendario religioso judío. Probablemente, el profeta nació en uno de los días de fiesta, y por esto lo llamaron “Mi fiesta”.

Según parece, el profeta Hageo provenía de una familia de origen humilde, ya que no se menciona el nombre de su padre ni la ciudad en donde nació. Lo que sabemos es que fue un hábil predicador, capaz de urgir al pueblo a actuar sin dilación, ya que una cosa es predicar un mensaje tibio, y otra muy distinta predicar de tal modo que el auditorio se sienta impelido a pasar a la acción. Dios lo usó y capacitó para este ministerio porque seguro vio en él un hombre capaz de recibir el mensaje divino y, con todo, permanecer humilde.

Hageo, cuyos oráculos se gestaron entre agosto y diciembre del año 520 a. C., fue contemporáneo de Zacarías, quien comenzó a hablar en otoño del mismo año9. Ambos fueron los promotores de la reconstrucción del templo. Los cinco meses en los que se ubica la profecía de Hageo, comienzan con la fiesta del Año Nuevo de la tradición judía.10 El Año Nuevo que celebraban en Babilonia se iniciaba en nisán, abril. Le seguía la Fiesta del Perdón o de la Expiación, el Yom Kipur,11 en el mes de tishri, setiembre, y en el mismo mes se daba la Fiesta de las Enramadas o de los Tabernáculos. En esta última fiesta se entregaba una ofrenda voluntaria y debían recordar que antes habían tenido que habitar en tiendas12; incluso el templo había sido un tabernáculo, una carpa.

Es posible que veamos a Hageo obsesionado con la construcción de un edificio; pero la Fiesta de las Enramadas, al final del tiempo de sus profecías, algo nos dice en relación con lo que comienzan a revivir los que retornan del exilio. Ellos llevan dentro de sí un pasado digno de recordar, toda una historia de la manifestación de Jehová a su pueblo, y la expectativa de que lo siga haciendo en el templo de forma especial.

Los profetas Amós e Isaías ya habían criticado la ofrenda de sacrificios superficiales como inaceptables delante del Señor. Y Miqueas y Jeremías habían predicho la destrucción del templo. Entonces, ¿por qué Hageo insiste en que el templo debía ser restaurado para que la bendición de Jehová llegara con mayor gloria? El profeta es guiado a seguir la línea profética de Ezequiel con la que Jehová había proyectado el futuro de su reino. Este profeta anunciaba que la gloria de Jehová, que había abandonado el templo, regresaría y resplandecería la tierra13 para dar paso a la “Edad Mesiánica”.

Hageo, al igual que Ezequiel, no podía imaginar la gloria de Dios sin un espacio de culto; y a su pueblo sin un lugar sagrado de adoración. Sabía que el Señor no estaba satisfecho con las circunstancias y creía que el templo debía ser reconstruido para que, a partir de éste, la gloria del Señor pudiera regresar y habitar en su pueblo.14

En todo esto apreciamos una razón escatológica que hacía que el templo fuera imprescindible. La reconstrucción del templo, en ese momento, era una condición para esclarecer el advenimiento de la era mesiánica y la manifestación de la gloria de Dios en la historia.15 Hageo establecía en su profecía que el templo era un símbolo de la continuidad entre el pasado y el presente. En esa continuidad se perfilaba el sentido profético, orientado siempre hacia el futuro, reconociendo a Jehová como soberano de la creación y asegurando que Él iba a hacer algo a gran escala en la historia.

Por lo tanto, no se puede estudiar a Hageo y evitar la reflexión sobre la relación que existe entre el “templo de Jehová” y la “gloria de Dios”. Si el templo del Antiguo Testamento existía para la gloria de Dios, la paralización del proyecto de reconstrucción no era apenas el abandono de las obras de un edificio, era la indiferencia del pueblo de Dios hacia la presencia de Jehová, y la manifestación de su gloria en medio de ellos.

El pueblo de Dios, ya sea antes como Israel u hoy como iglesia, existe y existirá para la gloria de Dios. Pero cuando vemos a la iglesia indiferente, colocando prioridades ajenas, viviendo el exitismo del presente, sembrando mucho pero cosechando escasamente, advertimos la necesidad urgente de estudiar el mensaje de Dios a través de Hageo. Tal como sucedía con el pueblo de Dios cuando regresó del cautiverio babilónico, el pueblo está mirando, pero a sí mismo. Construye casas artesonadas, y padece, al parecer sin notarlo, de la parálisis de la reconstrucción de su espiritualidad. Va sin anhelos de la presencia y de la manifestación gloriosa del Dios de la historia.


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3 Jeremías 29.5–7.

4 Esdras 2.64; Nehemías 7.66.

5 Isaías 43.9–15.

6 Juan 4.21–22; Isaías 9.11.

7 Esdras 1.2–4; 6.3–5.

8 ¿Quién ha quedado entre vosotros que haya visto esta casa en su gloria primera, y cómo la veis ahora? ¿No es ella como nada delante de vuestros ojos?

9 Esdras 5.1; 6.14.

10 Levítico 23.23–35.

11 Levítico 16 y 23.26–32.

12 Levítico 23.33–43

13 Ezequiel 43.1–2

14 Ezequiel 1.8–9, 2.17.

15 Ezequiel 2.6–9.

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