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Capítulo 2
ОглавлениеConstance, perpleja, no supo cómo reaccionar. Se dirigió hacia la salida de la biblioteca, pero en aquel mismo momento hizo aparición una mujer de baja estatura, regordeta, vestida con un traje rosa de satén muy poco favorecedor. La mujer miró acusadoramen te a Constance y le espetó:
–¿Habéis visto al vizconde?
–¿Aquí? ¿En la biblioteca? –le preguntó Constance, arqueando las cejas.
La otra mujer se mostró escéptica.
–Parece algo improbable –admitió. Después miró a ambos lados del pasillo y al interior de la biblioteca–. Pero estoy segura de que he visto a lord Leighton entrar aquí.
–Había un hombre corriendo por el pasillo hace un momento –dijo Constance–. Probablemente ha entrado en el corredor principal.
La mujer entrecerró los ojos.
–Seguro que se ha ido al salón de fumadores.
Se volvió y, apresuradamente, continuó con su persecución.
Cuando el sonido de sus pasos se acalló, el hombre salió de detrás de la puerta y dejó escapar un suspiro de alivio.
–Querida señora, os estaré eternamente agradecido –le dijo a Constance con una encantadora sonrisa.
A Constance también se le escapó una sonrisa. Era un hombre muy guapo, y tenía unos modales muy agradables. Era más alto que la media, y esbelto, con un cuerpo fibroso que insinuaba una fuerza física considerable. Iba vestido con elegancia; llevaba un traje negro y una camisa blanca, y un pañuelo anudado al cuello, sofisticado pero sin los adornos y volantes de un dandi. Tenía los ojos muy azules, y la boca amplia y expresiva. Cuando sonreía, como en aquel momento, se le formaba un hoyuelo en la mejilla y le brillaban los ojos, señales que seguramente conseguirían que todo el mundo se uniera a su buen humor. Tenía el pelo rubio oscuro, con mechones más claros, y un poco más largo de lo que hubiera sido aconsejable por la moda reinante.
A Constance le pareció una persona muy atractiva y encantadora, y pensó que, seguramente, él conocía el efecto que les producía a los demás, sobre todo a las mujeres. Ella sintió un tirón de atracción visceral, cosa que demostraba el poder de aquel hombre, pensó, y decididamente, intentó controlar los nervios que le atenazaban el estómago. Tenía que ser inmune a las sonrisas de coqueteo que pudieran dirigirle los hombres, porque, después de todo, ella no era un buen partido para nadie, y cualquier otra opción era inaceptable.
–Presumo que sois el vizconde Leighton… –le dijo con ligereza.
–Ah, así es, para mi castigo –respondió él, y le hizo una amable reverencia–. ¿Y cuál es vuestro nombre, señora?
–Soy señorita –respondió ella–, y sería impropio, me parece, decírselo a un extraño.
–Ah, pero no tan impropio como estar a solas con un extraño, como estáis ahora –replicó él–. Sin embargo, una vez que me hayáis dicho vuestro nombre, ya no seremos extraños, y entonces, todo será perfectamente respetable.
Ella se rió ante aquel razonamiento.
–Soy la señorita Woodley, milord. La señorita Constance Woodley.
–Señorita Constance Woodley –repitió él–. Ahora debéis ofrecerme vuestra mano.
–¿De veras? ¿Debo hacerlo? –preguntó Constance, divertida. No recordaba cuándo había coqueteado por última vez con un hombre, y lo encontró muy estimulante.
–Oh, sí –dijo él, gravemente–. Porque, si no lo hacéis, ¿cómo voy a inclinarme ante ella?
–Pero si ya habéis hecho una perfecta reverencia –señaló Constance.
–Sí, pero no mientras tenía la gran fortuna de estar en posesión de vuestra mano –replicó él.
Constance le tendió la mano, diciendo:
–Sois un individuo muy persistente.
Él le tomó la mano y se inclinó sobre ella, sujetándosela durante un poco más de lo que hubiera sido adecuado. Cuando la soltó, sonrió, y Constance sintió la calidez de su sonrisa por todo el cuerpo, hasta las puntas de los dedos de los pies.
–Ahora somos amigos, así que todo es muy propio.
–¿Amigos? Sólo somos conocidos –afirmó Constance.
–Ah, pero me habéis salvado de lady Taffington. Eso os convierte en mi amiga.
–Entonces, como amiga, puedo tomarme la libertad de preguntaros por qué os estabais escondiendo de lady Taffington en la biblioteca. No parecía una mujer tan terrorífica como para ahuyentar a un hombre.
–Si decís eso es porque no conocéis a lady Taffington. Es la más terrible de las criaturas: una madre decidida a casar a su hija.
–Entonces, debéis tener cuidado de no tropezar con mi tía –le advirtió Constance.
Él se rió.
–Me temo que están por todas partes. La perspectiva de un futuro condado es más de lo que pueden resistir.
–Algunos pensarían que no es tan malo estar tan solicitado.
Él se encogió de hombros.
–Quizá… si la persecución tuviera algo que ver conmigo, y no con mi título.
Constance sospechó que a lord Leighton lo solicitaban por algo más que por su título. Después de todo, era un hombre guapísimo y encantador. Sin embargo, le pareció muy atrevido decir algo así.
Como ella se quedó en silencio, él continuó:
–¿Y para quién intenta vuestra tía cazar marido? –le preguntó a Constance, y miró su dedo sin alianza antes de decirle–: No para vos, seguramente. Me parece que sería una tarea muy fácil, si éste fuera el caso.
–No, no para mí. Yo ya he pasado esa edad –dijo, y sonrió un poco para suavizar las palabras–. Yo sólo he venido a ayudar a tía Blanche como señora de compañía de sus hijas. Están en su debut.
Él arqueó una ceja.
–¿Vos? ¿Señora de compañía? –le preguntó, y sonrió también–. Espero que me perdonéis lo que voy a decir, pero eso es absurdo. Vos sois demasiado joven y bonita para ser una señora de compañía. Me temo que vuestra tía se dará cuenta de que los pretendientes de sus hijas visitan la casa para veros a vos.
–Y vos, señor, sois un adulador –dijo Constance, y miró hacia la puerta–. Debo irme.
–¿Me abandonáis? Vamos, no os marchéis todavía. Seguro que vuestras primas podrán vivir un poco más sin vuestro acompañamiento.
A decir verdad, Constance no sentía muchos deseos de marcharse. Era mucho más entretenido charlar con aquel vizconde tan guapo que ver como sus primas hablaban y coqueteaban. Sin embargo, temía que si se quedaba demasiado tiempo, su tía iría a buscarla, y lo último que quería era que la tía Blanche la encontrara allí, a solas con un extraño. Además, no deseaba en absoluto que su tía conociera a lord Leighton y se convirtiera en una más del grupo de señoras que lo perseguían para casarlo con una de sus hijas.
–Sin duda, pero yo estoy descuidando mi deber –respondió ella, y le tendió la mano–. Adiós, milord.
–Señorita Woodley –dijo él con una gran sonrisa, y le tomó la mano–. Me habéis alegrado la noche considerablemente.
Constance le devolvió la sonrisa, sin saber que el hecho de disfrutar de aquellos momentos le había conferido brillo a sus ojos y rubor a sus mejillas. Ni siquiera la severidad de su vestido y de su peinado pudo enmascarar su atractivo.
Él no le soltó la mano inmediatamente; se quedó mirándola con fijeza, y entonces, para sorpresa de Constance, se inclinó hacia ella y la besó.
Constance se quedó inmóvil. Aquel beso fue algo tan inesperado que ella no se apartó, y después de un momento se dio cuenta de que no quería hacerlo. Sentía los labios de aquel hombre de una manera ligera y suave, pero el contacto le produjo un cosquilleo por todo el cuerpo. Pensó que él sería quien se apartara, pero, para su sorpresa, tampoco lo hizo. En vez de eso, la besó cada vez más profundamente, hundiendo los labios en los de Constance, y con suavidad, inexorablemente, consiguiendo que su boca se abriera para él. Constance alzó las manos por instinto y las apoyó en su torso.
Sabía que tenía que empujarlo con indignación, pero en vez de eso, se agarró a las solapas de su chaqueta y se aferró al caudal de sensaciones que la embargaban. Él le posó la mano en la cintura, y con la otra le sujetó la nuca mientras seguía besándola.
Con sinceridad, Constance se alegró de que él la sujetara, porque tenía la sensación de que iban a fallarle las rodillas. Nunca se había sentido de aquella manera, ni siquiera cuando tenía diecinueve años y se había enamorado de Gareth Hamilton. Gareth la había besado cuando le había pedido que se casara con él, y Constance había pensado que nada podría ser tan dulce como aquel beso. Le había resultado más difícil rechazar a su pretendiente para poder cuidar a su padre durante su enfermedad.
Sin embargo, el abrazo de lord Leighton no era dulce en absoluto; era fuerte y exigente. Y la estaba marcando a fuego con su beso. Aunque Constance apenas conocía a aquel hombre, estaba temblando y había perdido la capacidad de pensar con claridad.
Él alzó la cabeza, y durante un largo momento se miraron el uno al otro, más afectados y temblorosos de lo que hubieran querido admitir. Leighton tomó aire y se apartó de ella. Constance lo miró con los ojos abiertos de par en par, incapaz de hablar. Después se dio la vuelta y salió corriendo de la biblioteca.
No había nadie en el pasillo, afortunadamente. Constance no quería imaginarse qué aspecto tenía. Si se parecía a lo que sentía por dentro, entonces estaba segura de que todo el mundo se quedaría mirándola. El corazón le latía aceleradamente y tenía los nervios de punta.
Constance se acercó a uno de los espejos que había colgados en la pared y contempló su reflejo. Tenía los ojos suaves y brillantes, y las mejillas y los labios enrojecidos. Se dio cuenta de que estaba más guapa. ¿Sería tan evidente como para que la gente supiera lo que había hecho?
Con las manos temblorosas, se atusó el moño. Después respiró profundamente varias veces e intentó calmarse y ordenar sus pensamientos.
¿Por qué la habría besado lord Leighton? ¿Acaso no era más que un mujeriego, un seductor que había querido aprovecharse de una mujer en una situación vulnerable? A Constance le resultaba difícil creerlo. Él había sido tan agradable… no sólo era un hombre guapo, sino que tenía un brillo especial en la mirada y un gran sentido del humor. Sin embargo, quizá los calaveras fueran así. Aquello tenía sentido. Sin duda, era mucho más fácil seducir a alguien siendo encantador.
Sin embargo, Constance no podía creer algo así de lord Leighton. Cuando se había apartado de ella, después de besarla, tenía una expresión de sorpresa en el rostro, como si él tampoco esperara lo que había sucedido. Y no había intentado seducirla después, aunque ella no hubiera opuesto resistencia, tan ensimismada como estaba en el beso. Claramente, el hecho de que él hubiera interrumpido aquel beso probaba que era demasiado caballeroso como para aprovecharse de la situación.
Él había querido besarla, por supuesto, aunque hubiera sido un gesto impulsivo. Pero Constance recordó como el beso, que al principio sólo había sido un ligero roce, se había hecho más profundo y apasionado. ¿Acaso él sólo pretendía darle un besito, como una especie de travesura, y se había visto atrapado por el deseo, como ella?
Aquel pensamiento hizo que Constance sonriera. Le gustaría pensar que ella no había sido la única que se había visto atrapada por la pasión.
Se miró de nuevo en el espejo. ¿Sería posible que el vizconde Leighton la hubiera encontrado atractiva pese a la sencillez con la que iba vestida? Observó su rostro, de rasgos regulares y con una agradable forma oval. Constance no creía que pareciera mucho mayor de veinte años. Y había habido uno o dos hombres aparte de Gareth que, cuando era joven, le habían dicho que tenía unos hermosos ojos y que su pelo era muy brillante. ¿Habría visto Leighton que más allá de su actual falta de brillo había una joven bonita?
A ella le gustaría que la hubiera visto como una mujer atractiva y deseable, y no que hubiera pensado, sencillamente, que era un blanco fácil para sus atenciones.
Sin dejar de pensar en aquel encuentro, Constance recorrió el pasillo de vuelta al salón de baile. La estancia seguía abarrotada y el ambiente resultaba agobiante. Se abrió paso entre la gente y volvió con sus tíos.
Para su sorpresa, su tía no le reprochó que hubiera pasado demasiado tiempo alejada de ellos. En vez de eso, le dedicó a Constance una sonrisa resplandeciente y la tomó por el brazo para acercársela.
–¿Qué te ha dicho? –le preguntó su tía Blanche ansiosamente, inclinándose hacia ella para hacerse oír por encima del ruido. Después, sin esperar la respuesta de Constance, prosiguió–: ¡Pensar que lady Haughston se ha fijado en nosotros! Me quedé anonadada cuando lady Welcombe nos la presentó. Nunca hubiera esperado que una dama tan distinguida se percatara de nuestra existencia, y mucho menos que quisiera conocernos. ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo es?
A Constance le costó un poco de esfuerzo recordar su paseo con lady Haughston por el salón. Lo que había ocurrido después se lo había quitado de la cabeza por completo.
–Es muy agradable –dijo Constance–. Me ha resultado muy simpática.
Se preguntó si debía decirle a su tía que lady Haughston le había propuesto ir de compras al día siguiente. En realidad, a Constance le parecía improbable que la mujer lo hubiera dicho en serio. La conversación había sido muy agradable, pero era absurdo pensar que una mujer de la posición de lady Haughston hiciera cualquier esfuerzo por convertirse en su amiga. Constance provenía de una familia respetable, por supuesto, cuyos antepasados provenían de la familia Tudor, pero el título de su padre había sido sólo de barón, y además no tenía una gran fortuna. Su padre y ella habían llevado una vida tranquila en el campo. De hecho, aquélla era la primera vez que Constance visitaba Londres.
La tía Blanche le hizo un sinfín de preguntas sobre su conversación con lady Haughston y se jactó de todo lo que su influencia podía hacer por Georgiana y Margaret; sin embargo, Constance no había notado ningún interés particular en sus primas por parte de la dama. De hecho, lady Haughston había requerido la compañía de Constance, aunque ella no tuviera ni la más mínima idea del motivo. No obstante, Constance no consideró una buena idea hacérselo notar a su tía.
Así pues, no dijo nada cuando la tía Blanche y las dos muchachas siguieron especulando alegremente sobre las ventajas que les reportaría el hecho de conocer a lady Haughston a la hora de aumentar su estatus, y sobre lo que podían hacer para mejorar su vestimenta para la siguiente salida. De hecho, apenas las escuchó durante el trayecto de vuelta a casa, porque sus propios pensamientos estaban muy lejos del carruaje y de su familia. Tampoco pensó en el interés que lady Haughston pudiera tener en ella, ni en si verdaderamente iría a buscarla al día siguiente para ir de compras, aunque en circunstancias normales, se habría hecho muchas preguntas sobre todo aquello.
Sin embargo, aquella noche, mientras bajaba del coche y subía las escaleras hacia su habitación de la casa que habían alquilado sus tíos, mientras se desvestía para ponerse el camisón y se cepillaba la espesa melena, tenía la mente puesta en los ojos azules y en la risa de cierto vizconde, y la pregunta que no la dejó conciliar el sueño hasta mucho después de acostarse fue si volvería a verlo alguna vez.
Constance se vistió con más atención de lo normal a la mañana siguiente. Aunque se había negado a confiar demasiado en que lady Haughston la visitara realmente, no iba a desechar la posibilidad por completo y a tener que marcharse con la mujer, finalmente, con uno de sus peores vestidos. Así que se puso el mejor traje de tarde que tenía, confeccionado en muselina de color marrón chocolate. Su orgullo no le permitía ser vista sin ningún estilo ni gracia en compañía de la elegante lady Haughston.
El reloj dio la una en punto y lady Haughston no apareció. Constance intentó no sentirse decepcionada. Después de todo, siempre había sido consciente de que la presentación de la noche anterior había sido una casualidad. Quizá lady Haughston hubiera pensado que ella era otra persona, o se hubiera apiadado de la muchacha a la que nadie sacaba a bailar, y aquella mañana no hubiera tenido interés en proseguir con la relación.
Sin embargo, a Constance le resultó difícil no sentirse abatida. A Constance le había agradado mucho lady Haughston y, además, era lo suficientemente sincera como para admitir que había sentido cierto orgullo al haber llamado la atención de una de las damas más célebres de la alta sociedad. Y, sobre todo, conocerla había aliviado un poco el aburrimiento que le suponía la vida en Londres.
Durante el tiempo que llevaban allí, Constance se había dado cuenta de que prefería la vida en el campo a la rutilante vida de la ciudad. Sólo asistía a las fiestas en calidad de acompañante, y nadie le prestaba más atención que al mobiliario; no le pedían un baile, ni la incluían en las conversaciones que su tía y sus primas mantenían con los demás invitados.
Durante el día se aburría igualmente. El ama de llaves a la que habían contratado en Londres llevaba la casa con eficiencia, y Constance no tenía demasiadas tareas; tampoco tenía las relaciones sociales que le habían ocupado parte del tiempo en el pasado: estaba acostumbrada a hacerles visitas de cumplido a los arrendatarios de su padre y a la gente del pueblo, como el pastor y su esposa, y al abogado que manejaba los asuntos de su padre. También solía visitar a sus amigos y conocidos. Sin embargo, en Londres no conocía a nadie aparte de su familia y, a decir verdad, no encontraba demasiado enriquecedora su compañía.
Así pues, en gran parte debido al aburrimiento, Constance había deseado aquella salida con lady Haughston con más ímpetu del que hubiera querido admitir. A medida que pasaban los minutos, su desánimo crecía.
Entonces, un poco antes de las dos, justo cuando Constance estaba pensando en subir a su habitación para escapar de una tonta discusión de sus primas, una doncella anunció la llegada de lady Haughston.
–¡Oh, Dios Santo! –exclamó la tía Blanche, sobresaltándose como si alguien la hubiera pellizcado–. Sí, sí, claro. Haz pasar a la señora –le dijo a la doncella mientras se atusaba el cabello y se alisaba la falda del vestido–. Recógete el pelo, Margaret. En pie, niñas. Constance, aquí, toma mi labor.
Constance se acercó a su tía para tomar del suelo la labor de bordado que se le había caído a su tía al saltar de la silla, y después la dobló cuidadosamente y la guardó en el costurero. Estaba inclinada y ligeramente vuelta cuando lady Haughston entró en la habitación. La tía Blanche se apresuró a recibirla, tomándole ansiosamente ambas manos.
–¡Mi señora! ¡Qué honor! Por favor, sentaos. ¿Puedo ofreceros un té?
–Oh, no –respondió lady Haughston, que estaba bellísima con un vestido de paseo en seda verde. Con una sonrisa, tiró de las manos suavemente y asintió para saludar a Georgiana y a Margaret–. No puedo quedarme. Sólo he venido un instante a recoger a la señorita Woodley. ¿Dónde está?
Miró más allá de la tía Blanche y vio a Constance.
–Ah, ahí estáis. ¿Nos vamos? No debo dejar esperando durante demasiado rato a los caballos, o el cochero me reprenderá –dijo, y sonrió ante lo absurdo de aquella afirmación, con los ojos azules muy brillantes–. Espero que no hayáis olvidado nuestra salida de compras…
–No, claro que no. No estaba segura… bueno, de que lo hubierais dicho en serio.
–¿Y por qué no? –preguntó lady Haughston, con las cejas arqueadas de asombro–. ¿Os referís a mi tardanza? Bueno, no debéis preocuparos. Todo el mundo os dirá que siempre llego asombrosamente tarde a todas partes. No sé el motivo.
Entonces se encogió de hombros con tanta gracia, que Constance dio por sentado que no mucha gente se molestaría por la impuntualidad de lady Haughston.
–¿Vais a ir de compras? ¿Con Constance? –preguntó, sin salir de su asombro, tía Blanche.
–Espero que no os importe –le dijo lady Haughston–. La señorita Woodley me prometió que me ayudaría a elegir un sombrero hoy por la tarde. Estoy indecisa entre los dos que he seleccionado.
–Oh –murmuró la tía Blanche–. Sí, bueno, por supuesto.
Se volvió hacia Constance con una mezcla de confusión e irritación en el semblante, mientras decía:
–Ha sido muy amable por vuestra parte invitar a mi sobrina.
Constance se sintió un poco culpable por no haberle mencionado a su tía la invitación de lady Haughston; sin embargo, no podía explicarle sus dudas en presencia de la dama. Así pues, dijo solamente:
–Lo siento, tía Blanche. Se me olvidó decírtelo. Espero que no te importe.
La tía Blanche no podía hacer otra cosa que permitir aquella expedición si quería gozar del favor de lady Haughston, y Constance esperaba que se diera cuenta. De lo contrario, su tía probablemente se negaría por enfado.
Sin embargo, lady Woodley fue lo suficientemente inteligente como para asentir.
–Por supuesto que no, querida mía –le dijo a Constance, y después se volvió hacia lady Haughston–. No sé qué haría sin la ayuda de Constance. Es tan buena que ha accedido a venir a Londres para ayudarme con las niñas y ser su dama de compañía –dijo la tía Blanche, y miró con cariño a sus hijas–. ¡Es muy difícil mantener el ritmo de dos jóvenes tan animadas, y de tantas fiestas!
–Estoy segura de ello. ¿Asistiréis mañana al baile de lady Simmington? Espero que los veré a todos allí.
La tía Blanche siguió con la sonrisa pegada a los labios, aunque al oír las palabras de Francesca dio la impresión de que se había tragado un bicho. Finalmente, dijo:
–Yo… eh… me temo que he perdido la invitación.
–Oh, qué desafortunado. Bien, si queréis asistir, os daré mi invitación. No me gustaría perderme vuestra compañía mañana.
–¡Mi señora! –exclamó la tía Blanche, con la cara congestionada de felicidad. Lady Simmington era una anfitriona de importancia, y la tía Blanche había pasado gran parte de la semana lamentando el hecho de no haber recibido su invitación–. Eso es muy generoso por vuestra parte. Oh, vaya, por supuesto que iremos.
Su alegría fue tal que sonrió a su sobrina con verdaderas ganas al despedirse de ellas. Constance se puso rápidamente el sombrero y los guantes y siguió a lady Haughston antes de que a su tía se le ocurriera alguna excusa para enviar a sus primas con ellas.
Sin embargo, por muy contenta que estuviera Constance por poder escapar, finalmente, con lady Haughston, no pudo evitar preguntarse cuáles eran las intenciones de la dama. Claramente, el hecho de regalarle la invitación de uno de los bailes más exclusivos de la temporada social a su tía era un detalle muy generoso por parte de Francesca, aunque a lady Haughston nadie le negaría la entrada en una casa pese a que no llevara esa invitación. Sin embargo, ¿por qué lo habría hecho? Parecía una persona amistosa y buena, pero eso no explicaba el extraño interés que había demostrado por la familia de Constance.
No era verosímil que se hubiera sentido tan intrigada por Constance, por la tía Blanche o por sus hijas como para solicitar a la anfitriona de un baile que se las presentara. Y Constance apenas había hablado dos palabras con ella antes de que la aristócrata le pidiera que la acompañara a dar un paseo por el salón de baile. Después, para rematar aquel hecho tan sorprendente, le había preguntado si la acompañaría en una tarde de compras. Extrañamente, había cumplido con su palabra y había ido en busca de Constance, y, expertamente, se había metido a la tía Blanche en el bolsillo al ofrecerle la invitación para el baile de lady Simmington.
¿A qué jugaba lady Haughston? Y algo mucho más desconcertante todavía: ¿por qué?