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Capítulo 3

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Las dos mujeres se sentaron en el brillante carruaje negro de lady Haughston, y cuando el vehículo comenzó a moverse, Francesca se volvió hacia Constance.

–En realidad, es cierto que he visto dos preciosos sombreros en la sombrerería –le dijo–, pero tenemos tiempo de sobra para detenernos en cualquier otro lugar. ¿Vamos a Oxford Street? ¿Qué os gustaría comprar?

Constance sonrió.

–Me conformo con ir donde vos queráis, señora. No deseo comprar nada en particular.

–Oh, pero no podemos descuidaros –le dijo Francesca alegremente–. Seguramente, necesitaréis lazos, o unos guantes, o algo por el estilo –comentó, y miró pensativamente a Constance–. Un poco de encaje para el cuello de ese vestido, por ejemplo.

Sorprendida, Constance se miró el vestido marrón chocolate. Ciertamente, sería mucho más bonito con un poco de encaje en el cuello y en las mangas. Un encaje color champán, por ejemplo.

Sacudió la cabeza al mismo tiempo que, sin darse cuenta, dejaba escapar un ligero suspiro.

–Me temo que no sería lo suficientemente sencillo.

–¿Sencillo? –preguntó Francesca con consternación–. No seréis cuáquera, ¿verdad?

Constance se rió.

–No, señora. No soy cuáquera. Sin embargo, no es apropiado que una dama de compañía llame la atención.

–¡Dama de compañía! –exclamó Francesca–. Querida, ¿de qué estáis hablando? Sois demasiado joven y guapa como para ser una mera acompañante.

–Mi tía necesita que la ayude. Tiene dos hijas debutantes.

–¿Ayudarla? ¿A qué? ¿A mirar como las niñas bailan y charlan? Me parece que os tomáis demasiado en serio este asunto. Estoy segura de que ella no espera que os quedéis inmóvil durante todos los bailes. Debéis bailar mañana, en la fiesta de lady Simmington. Sus músicos siempre son excelentes. Yo hablaré con vuestra tía.

Constance se ruborizó.

–Dudo que alguien me pidiera un baile, señora.

–Tonterías. Claro que sí. Sobre todo, cuando hayamos animado un poco vuestro vestuario. Tengo un vestido de satén azul que ya me he puesto demasiado, y temo que debo desprenderme de él. Sin embargo, a vos os sentaría maravillosamente. Mi doncella hará algunos arreglos, lo cambiará un poco para que nadie lo reconozca. Debéis venir a mi casa antes de la fiesta y dejar que ella lo arregle para vos.

–¡Mi señora! Eso es demasiado amable por vuestra parte. No puedo aceptar un regalo tan generoso.

–Entonces, no será un regalo. Podréis devolvérmelo cuando termine la temporada. Y, por favor, ya está bien de formalidades. Tuteémonos.

Constance se quedó mirándola con un desconcierto total.

–Yo… no sé qué decir.

–Bien, ¿qué te parece algo como «gracias por el vestido, Francesca»? –le respondió su interlocutora con una sonrisa.

–Os lo agradezco… te lo agradezco mucho, pero yo…

–¿Qué? ¿No quieres ser mi amiga?

–¡No es eso! –respondió apresuradamente Constance–. Me gustaría mucho ser tu amiga. Sin embargo, eres demasiado generosa.

–Estoy segura de que hay personas que te dirían que no soy generosa en absoluto –replicó Francesca.

–Haces que resulte muy difícil decir que no –le dijo Constance.

Francesca sonrió mostrando sus blanquísimos dientes.

–Lo sé. He estado muchos años practicando. Ah, ya hemos llegado a la sombrerería. Ahora, deja ya las protestas y ayúdame a decidir entre esos dos sombreros.

Constance siguió a lady Haughston al interior del establecimiento. La dependienta las saludó con una sonrisa y, unos momentos después, una mujer de mediana edad que, evidentemente, era la propietaria, salió de la trastienda a atenderlas en persona.

Francesca se probó los dos sombreros en los que estaba interesada. Uno era de terciopelo azul oscuro, con un ala estrecha de la cual colgaba un delicado velo de encaje que cubría los ojos. El otro era un sombrerito de paja rematado con seda azul y con un lazo que se ataba a la barbilla. Ambos favorecían mucho los ojos azules de Francesca, y Constance también se vio incapaz de inclinarse por alguno.

–Pruébatelos tú –le sugirió Francesca–. Deja que vea cómo quedan.

Constance quiso protestar, pero, en realidad, deseaba ver cómo le quedaría el sombrerito de paja. Cuando se lo probó, no pudo evitar sonreír al verse en el espejo.

–¡Oh! –exclamó lady Haughston, aplaudiendo–. ¡Te queda perfectamente! Tú eres quien debe quedarse con él. Yo me llevaré el de terciopelo azul.

Constance titubeó mientras se miraba en el espejo. El remate y el forro azul de seda favorecían tanto a unos ojos grises como a unos azules, pensó. Era un sombrero precioso, y ella no se había comprado uno desde hacía mucho tiempo. Quizá pudiera gastar algo de dinero.

Sin embargo, finalmente y con un suspiro, sacudió la cabeza.

–No, me temo que debe de ser muy caro.

–Oh, estoy segura de que no. Creo que el precio está rebajado, ¿no es así, señora Downing? –le preguntó Francesca a la propietaria de la sombrerería, volviéndose hacia ella.

La señora Downing, que era consciente de los beneficios que entrañaba tener a lady Haughston como clienta, sonrió y asintió.

–Pues sí. Tenéis razón, señora. El precio es… eh… un tercio menor de lo que indica la etiqueta –dijo. Al ver la sonrisa de Francesca, asintió nuevamente–. Eso es. Un tercio menos. Una verdadera ganga.

Constance miró el precio e hizo un rápido cálculo mental. Nunca había gastado tanto dinero en un sombrero. Sin embargo, tampoco había visto nunca un sombrero tan bonito y elegante como aquél.

–Está bien –convino, despidiéndose de los ahorros de aquel mes–. Me lo llevaré.

Francesca se quedó encantada con la compra de Constance, y a su vez adquirió el sombrero de terciopelo azul. Después se empeñó en comprar un ramillete de capullitos de seda para que Constance se adornara el pelo.

–Tonterías –dijo cuando Constance comenzó a protestar–. Te quedarán perfectos con el vestido azul que te voy a prestar. Es un regalo. No puedes rechazarlo.

Una vez realizada la compra, Constance y Francesca volvieron al coche con las cajas de los sombreros y ocuparon sus asientos. Cuando se pusieron en marcha, Constance se volvió hacia su nueva amiga.

–Señora… Francesca, ¿por qué estás haciendo esto?

Lady Haughston la miró con una expresión de suprema inocencia.

–¿Haciendo qué, querida?

–Todo esto –dijo Constance, e hizo un gesto vago a su alrededor–. Invitarme a salir contigo esta tarde. Ofrecerme un vestido. Invitar a mi familia al baile de lady Simmington.

–Vaya, porque me simpatizas mucho –respondió Francesca–. ¿Por qué iba a tener otro motivo?

–No lo sé –respondió Constance sinceramente–. Pero no puedo creerme que nos vieras a mi tía, a mis primas y a mí en el baile y te sintieras tan encantada con nosotras como para hacer que lady Welcombe nos presentara.

Francesca miró pensativamente a Constance y suspiró.

–Muy bien. Tienes razón. Tenía una razón para querer conocerte. Me agradas mucho; eres una joven encantadora y tienes una mirada inteligente y de buen humor. Me gustaría ser tu amiga. Pero no es ésa la razón por la que me acerqué a conocerte. La verdad es que… hice una apuesta con alguien.

–¿Una apuesta? –repitió Constance, desconcertada–. ¿Acerca de mí? ¿Qué tipo de apuesta?

–Estaba fanfarroneando. Debería aprender a contener la lengua –admitió Francesca–. Rochford me desafió y… bueno, aposté con él que podría encontrarte un marido antes de que terminara la temporada.

Constance se quedó boquiabierta. Durante un instante no supo qué pensar ni qué decir.

–Lo siento –dijo Francesca al tiempo que apoyaba una mano, en un gesto conciliador, sobre el brazo de Constance–. Sé que no debería haberlo hecho, y lo lamenté al instante. Y tienes todo el derecho a enfadarte conmigo. Sin embargo, te ruego que no lo hagas. No quería hacerte daño, de veras.

–¡Que no querías hacerme daño! –exclamó Constance, enfadada y resentida–. No, claro que no. ¿Por qué iba a importarme que me pusieras en ridículo delante de todo el mundo?

–¿En ridículo? –repitió lady Haughston, alarmada–. ¿Por qué piensas eso?

–¿Y qué otra cosa voy a pensar si me has hecho objeto de una apuesta pública?

–Oh, no, no. No fue pública en absoluto. Fue algo entre Rochford y yo, únicamente. Nadie más lo sabe, te lo aseguro –afirmó Francesca con sinceridad–. Y te prometo que él no se lo contará a nadie. Nunca he conocido a un hombre más hermético –dijo con cierta exasperación.

–¿Y se supone que con eso se arregla todo? –preguntó Constance.

Francesca le había agradado mucho desde el principio, y después de saber aquello, se sentía traicionada. Aunque había tenido unas dudas razonables sobre la actitud de la dama, a Constance le parecía humillante que lady Haughston no hubiera buscado su amistad sino que sólo la estuviera usando como prueba de sus habilidades como celestina.

–¿Por qué fui yo la elegida? ¿Acaso era la mujer con menos posibilidades de encontrar marido de todo el baile?

–¡No, por favor, no debes pensar eso! –exclamó Francesca, angustiada–. Oh, lo he estropeado todo. La verdad es que hicimos la apuesta y después Rochford eligió a la mujer. Cuando te eligió a ti, yo me sentí muy aliviada, porque pensé que iba a seleccionar a una de tus primas, y entonces la tarea sí hubiera sido formidable. No sé por qué te eligió a ti, aparte de que estuvieras claramente relegada a un segundo plano por tu tía y tus primas. Rochford debió de pensar que, por parte de tu familia, yo no obtendría ninguna ayuda.

–Eso es muy cierto –dijo Constance, sin poder disimular su amargura.

–Mi querida Constance –Francesca le tomó una mano y se la estrechó suavemente–. Yo supe, al instante, que él había cometido una tontería al elegirte, porque convertirte en una de las bellezas de la temporada sería pan comido para mí. Es muy difícil darle a una persona ingenio o belleza cuando no tiene ninguna de las dos cosas. Sin embargo, estar a falta de una fortuna no es algo difícil de superar, al menos cuando se tiene estilo, inteligencia y una buena figura, además de belleza.

–No vas a conseguir engatusarme con halagos –le advirtió Constance. Sin embargo, le estaba resultando difícil continuar enfadada con lady Haughston. Aquella mujer era muy sincera, y tenía una sonrisa difícil de resistir.

–No estoy intentando engatusarte –le aseguró Francesca.

–Entonces, ¿qué pretendes?

–Sólo sugiero que tú y yo unamos fuerzas. Que trabajemos juntas para encontrarte un marido.

–¿Quieres que te ayude a ganar la apuesta? –le preguntó Constance con incredulidad.

–No. Quiero decir, sí, claro que quiero, pero ése no es el motivo por el que tú desearías ayudarme.

–Yo no deseo ayudarte –afirmó Constance.

–Ah, pero deberías. Quizá yo sólo gane una apuesta, pero los beneficios para ti son mucho más grandes.

Constance la miró con escepticismo.

–No esperarás que crea que voy a conseguir un marido con todo esto.

–¿Y por qué no?

Constance arrugó la nariz.

–No me gusta demasiado enumerar mis desventajas, aunque sé que son evidentes. No tengo fortuna. Ya se me ha pasado la edad para casarme, y no soy ninguna belleza. Sólo estoy en Londres para ayudar a que mis primas se casen. Soy su acompañante, no una jovencita en su debut.

–La falta de fortuna es un obstáculo –admitió Francesca–, pero no es imposible de superar. En cuanto a tu aspecto, bien, si te peinas adecuadamente y buscas algo que exhiba tu atractivo físico, en vez de esconderlo, serías una mujer muy atractiva. Y tampoco parecerías mucho mayor que tus primas. Dime una cosa, ¿quién ha decidido que siempre vistas de marrón y de gris?

–A mi tía le parece más apropiado para una soltera, aunque no me obligue a vestir así.

–Pero tú, por supuesto, sientes ciertas obligaciones hacia ella, porque vives bajo su techo.

–Sí, pero… no sólo es eso. Tampoco quiero parecer una tonta.

–¿Una tonta? ¿Por qué?

Constance se encogió de hombros.

–Estoy acostumbrada a vivir en el campo. No tengo ninguna sofisticación. De hecho, nunca había estado en Londres. No tengo ganas de dar un traspiés ante toda la alta sociedad. No quiero hacer el ridículo vistiéndome de una manera poco apropiada para una mujer de mi edad.

–Querida Constance, si te vistes de acuerdo a mis consejos, te aseguro que nadie pensará que tu apariencia es poco apropiada.

Constance no pudo contener una suave carcajada.

–Estoy segura de que no, Francesca, pero la verdad es que he abandonado cualquier esperanza de casarme.

–¿Quieres pasarte el resto de la vida viviendo con tus tíos? Estoy segura de que estás muy agradecida hacia ellos, pero no creo que seas muy… feliz con ellos.

Constance le lanzó una mirada de remordimiento.

–¿Es tan evidente?

–Las diferencias que hay entre vosotros son muy claras –le dijo Francesca sin ambages–. Una no puede ser feliz viviendo con gente con la que se tiene tan poco en común. Además, yo no pienso que tus tíos se hayan portado bien contigo. Anoche me dijiste que no te presentaste en sociedad porque tu padre se puso enfermo. Tú fuiste una hija buena y cariñosa. Pero cuando tu padre falleció y fuiste a vivir con tus tíos, ¿cuántos años tenías?

–Veintitrés. Demasiado tarde para mi debut.

–No era demasiado tarde para asistir a tu primera temporada social –replicó Francesca–. Si hubieran querido portarse bien contigo, ellos habrían procurado que tuvieras esa oportunidad. Sé que no debería hablar mal de tus parientes, pero tengo que decirte que me parece que tus tíos fueron unos egoístas. Se ahorraron el gasto de una temporada y te mantuvieron en su casa para que estuvieras a su entera disposición, cuidando a sus hijas y haciendo los recados. Y ahora, en vez de dejar que disfrutes en las fiestas, tu tía te ha obligado a ser la dama de compañía de tus primas, asegurándose de que llevaras ropa oscura y el pelo sin arreglar –dijo. Después miró a Constance con perspicacia y añadió–: Claro que quiere que estés lo más sosa posible. Ya les haces sombra a sus hijas de esta manera.

Constance se movió con incomodidad en el asiento. La descripción que lady Haughston había hecho de su vida con la tía Blanche era muy acertada.

–No puedes pasarte la vida viviendo con ellos –prosiguió Francesca, aprovechando la oportunidad del silencio de Constance–. Además, a mí me parece que eres una mujer independiente y con opiniones propias. ¿No deseas tener tu propia casa, tu propia vida? ¿Un marido e hijos?

Constance recordó aquel breve tiempo, años atrás, con Gareth, cuando ella había creído que aquella vida podía ser la suya.

–Nunca he querido casarme sólo para alcanzar una posición en la vida –le dijo Constance calladamente–. Quizá creerás que soy tonta, pero me gustaría casarme por amor.

Constance no consiguió descifrar el significado de la mirada de lady Haughston mientras la contemplaba.

–Espero que encuentres el amor –le dijo la dama gravemente–, pero se ame o no se ame, el matrimonio le proporciona independencia a una mujer. Tendrás un lugar en la vida, un estatus que no se puede encontrar ni siquiera en la más feliz de las situaciones, con unos padres cariñosos y ricos. Y no hay comparación, por supuesto, con el hecho de vivir bajo la supuesta protección de unos parientes exigentes y egoístas.

–Lo sé –respondió Constance en voz baja–. Pero no puedo atarme a un hombre sin quererlo para toda la vida.

Francesca apartó la mirada. Finalmente, después de un largo instante, dijo:

–En realidad, no hay razón para pensar que una no puede encontrar a un marido al que quiera durante la temporada social. Nadie te obligará a casarte con el primero que te lo pida. Pero… ¿no querrías tener la oportunidad de buscarlo? ¿No crees que es justo que experimentes aquello que te has perdido?

Aquello le tocó una fibra sensible a Constance. Ella se había quedado con su padre durante sus años de enfermedad, y había intentado por todos los medios no sentir melancolía por cómo podrían haber sido las cosas. Sin embargo, no podía negar que, en ciertos momentos, se había preguntado cómo habrían sido las cosas si hubiera podido presentarse en sociedad en Londres. No había podido evitar el deseo de experimentar algo de aquel glamour.

Francesca, al notar la vacilación de Constance, siguió exponiendo sus argumentos.

–¿No te gustaría disfrutar de una temporada, de llevar vestidos bonitos y coquetear con tus pretendientes? ¿No te gustaría bailar con los mejores partidos de toda Inglaterra?

Constance pensó en el vizconde Leighton. ¿Cómo sería coquetear con él? ¿Bailar con él? Deseaba con todas sus fuerzas verlo de nuevo, llevando ropa bonita y el pelo cayéndole alrededor de la cara en tirabuzones.

–Pero… ¿cómo voy a tener yo una temporada social? –le preguntó a Francesca–. He venido a Londres en calidad de acompañante de mis primas. Y mi ropa…

–Eso déjamelo a mí. Yo me aseguraré de que recibas invitaciones para las fiestas adecuadas. Y estaré allí para guiarte por entre las aguas peligrosas de la alta sociedad. Te convertiré en la mujer más solicitada de Londres.

Constance se rió.

–No creo que pudiera convertirme en esa criatura, por mucho que tú te esforzaras.

Francesca le lanzó una mirada de altivez.

–¿Acaso dudas de mi habilidad?

Constance supuso que si alguien podía conseguir lo que Francesca le había dicho, era la misma Francesca. Y de todos modos, aunque no la convirtiera en la mujer más solicitada de Londres, sí podía ayudarla a experimentar vivencias mucho más interesantes de la temporada social que las que estaba experimentando con su familia. Por supuesto, la tía Blanche se molestaría. Aquella idea le produjo a Constance una ligera y perversa satisfacción.

–Yo me encargaré de tu tía –continuó Francesca, como si le hubiera leído el pensamiento a Constance–. Creo que ella no se quejará, porque tu familia, al fin y al cabo, recibirá las mismas invitaciones que tú. Y ella no querrá ir en mi contra. Si te elijo como amiga, no creo que se oponga. En cuanto a la ropa, puede que no te lo creas, pero soy muy buena economizando. Repasaremos tu guardarropa y veremos cómo podemos conseguir que tus vestidos sean más atractivos. Por ejemplo, el vestido que llevabas anoche, con un escote ligeramente más bajo y un poco de encaje por aquí y por allá, parecerá otra cosa. Mi doncella, Maisie, es una maravilla con la aguja. Ella sabrá qué hacer. Mañana enviaré a mi carruaje a buscarte y traerás tus mejores vestidos a mi casa. Veremos lo que podemos hacer con tus cosas y veremos qué vestidos míos podemos usar.

Constance sintió entusiasmo. Pensó en sus ahorros.

Podía usar algo de aquel dinero para comprar uno o dos vestidos bonitos. Algo que pudiera hacer que un hombre, por ejemplo, lord Leighton, se acercara a ella desde el otro extremo del salón de baile. Aunque eso significara que tenía que vivir unos meses más con sus tíos, o quizá unos años más, al menos tendría un maravilloso verano que recordar. Una temporada llena de diversión y emoción, unos recuerdos que durarían toda la vida.

Constance se volvió hacia Francesca.

–¿Y harías todo esto para ganar la apuesta?

Francesca sonrió.

–Esto es algo más que una simple apuesta. Es algo acerca de un caballero al que quiero demostrar que está equivocado. Además, será divertido. Entonces, ¿quieres hacerlo?

Constance titubeó durante un momento y después respiró profundamente.

–Sí. Sí, quiero tener una temporada de verdad.

Francesca sonrió nuevamente.

–Maravilloso. Entonces, comencemos ya.

Constance pasó el resto del día en una orgía de compras. Para sorpresa de Constance, lady Haughston resultó ser toda una experta adquiriendo gangas. Sólo fueron necesarias unas palabras y una sonrisa para su modista favorita y la mujer redujo considerablemente el precio del vestido que interesaba más a Constance. Además, la señorita de Plessis también sacó un vestido de fiesta que le habían encargado pero que no habían pagado ni recogido, y que accedió a venderle a Constance por una pequeña fracción de su precio original.

Después, Francesca y Constance se dirigieron a tiendas más baratas donde encontrar complementos para su guardarropa. Su siguiente parada fue Grafton House, donde compraron encajes, lazos, pasamanería, botones y todo lo necesario para animar los vestidos de Constance, además de guantes y un par de abanicos.

Cuando terminaron las compras, aquella tarde, Constance estaba exhausta, pero casi embriagada de emociones. Estaba impaciente por llegar a casa y repasar todo lo que había adquirido.

–Me siento decadente –le dijo a Francesca, sonriendo, mientras salían de la última tienda y se dirigían al carruaje–. Nunca había derrochado tanto.

–Deberías hacerlo más a menudo. A mí me parece que derrochar es un buen estimulante para el alma. Me aseguro de hacerlo a menudo.

El cochero tomó las bolsas de Constance y de Francesca y las colocó en el pescante, junto a su asiento, puesto que el maletero y parte de los asientos interiores ya estaban llenos. Francesca se hallaba tomando la mano que le ofrecía el sirviente para subir al carruaje cuando oyó una voz masculina que la llamaba.

–¡Francesca!

Lady Haughston se detuvo y se volvió hacia el hombre. Su rostro se iluminó y le dedicó una sonrisa espléndida.

–¡Dominic!

–Francesca, querida. ¿De compras otra vez?

Constance se giró también hacia el hombre que caminaba hacia ellas quitándose el sombrero. Él le tomó la mano a Francesca y le sonrió con una calidez y un afecto evidentes.

Constance se quedó mirándolo, sorprendida. «La quiere», pensó, con una profunda consternación.

–Parece que ésa es la única forma en que puedo verte –dijo Francesca, riéndose–. Nunca vas a verme. Eres el hombre más despegado del mundo.

Él se rió también.

–Sé que soy incorregible. Detesto hacer visitas.

–Mira, quiero presentarte a alguien –le dijo Francesca, volviéndose hacia Constance.

El hombre siguió su mirada y abrió los ojos de par en par.

–¡Señorita Woodley!

–Lord Leighton.

Apuesta de amor

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