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Capítulo 1

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LA ESTABAN observando. Lo sabía.

Continuó meciéndose en la mecedora. No estaba realmente preocupada. Todavía no. Probablemente se trataba de un animal. Estaba acostumbrada a sentir aquella sensación. A pesar de saber que estaba sola, en la espesura, a millones de kilómetros de cualquier otro ser humano, sentía de pronto que la observaban. Algunas veces llegaba a vislumbrar algún rasgo del espía, el movimiento de la cola de un ciervo, la espalda de un oso en retirada, pero muchas veces ni eso.

Un caballo, probablemente Sam, lanzó un sonoro relincho desde el corral que había tras la cabaña, era un sonido reconfortante. A excepción del trinar de los pájaros del bosque, el silencio era absoluto. Había una leve brisa fresca que llegaba de la montaña, y que agitaba los mechones de pelo que se habían desprendido de su coleta. Los brotes de hierba tierna estaban comenzando a salir, y ella creyó poder oler ya la primavera. Todo era normal, pero no se relajó, y la sensación de que estaba siendo observada no desapareció. Cuando inesperadamente se le erizó el vello de la parte de atrás del cuello, supo instintivamente que no era un animal el que la observaba. Alargando las manos tomó la escopeta que estaba apoyada contra la pared de la cabaña, y la puso en su regazo.

—Más vale que salga —dijo—. Sé que está ahí.

Silencio.

Shauna Taylor, apodada Tormenta por sus hermanos, había llegado a la cabaña, a la que solo se podía acceder a caballo o a pie, pocos minutos antes. Ni siquiera había vaciado aún sus alforjas, optando por disfrutar primero de unos instantes de tranquilidad contemplando la puesta de sol.

Trató de hacer memoria para recordar si algo fuera de lo normal le había llamado la atención por el camino. Pero todo estaba como siempre, a excepción de la cantidad de árboles que había caídos a lo largo del sendero, como consecuencia del duro invierno. Le había llevado bastante tiempo retirarlos, porque era pequeña y le costaba manejar la sierra eléctrica. Su hermano Jake se había ofrecido a ir con ella para ayudarla, si esperaba una semana. Pero no era mujer a la que le gustara esperar, ni tampoco de las que dejaba que le hicieran las cosas si podía hacerlas ella. Su afán de independencia le estaba pasando factura. Le pesaba el cansancio. Ese era probablemente el problema. Estaba cansada, exhausta. Hasta el punto de imaginar cosas. Miró con detenimiento hacia el claro del bosque que se extendía frente a ella. En un momento de inspiración había dado un nombre a la cabaña: El descanso del corazón. El año anterior había grabado con fuego aquel nombre en un trozo de madera que pendía de un poste junto a los macizos de flores.

Se sintió más tranquila. Probablemente estaba imaginando cosas. Eso esperaba. Sin embargo, su otro hermano, Evan, le decía con orgullo que ella poseía el sentido de la intuición más desarrollado que había visto en toda su vida. Ella pensaba que se debía al hecho de pasar tanto tiempo a solas, amando la soledad de aquellos remotos parajes, y pasando mucho tiempo entre caballos, animales cuyo lenguaje es más el de la intuición que el de las palabras. Pensaba que podía deberse a haber crecido bajo la tutela de sus dos hermanos, mucho mayores que ella, en un rancho remoto en las Coast Mountains al oeste de Williams Lake en British Columbia.

Conocía el bosque y las montañas que rodeaban su rancho tan bien como la palma de su mano. Se sentía segura en aquellos parajes salvajes, conectada de alguna forma con las inmensas fuerzas creativas del universo, protegida. Incluso en aquel momento, sabiendo que había algo ahí fuera, se sentía segura. Aquel era su territorio, y podía hacerle frente a cualquier cosa que se cruzara en su camino. La única vez en su vida en que no se había sentido segura había sido cuando fue a la Universidad de Alberta, en Edmonton, durante dos años. Sus hermanos, con una determinación inesperada en ellos, le habían comunicado que les parecía bien que algún día se convirtiera en ranchera, pero primero querían que conociera el mundo exterior. Y, de hecho, también Shauna sentía un extraño y acuciante deseo por conocer el mundo exterior. Pero la ciudad le había resultado un shock: el tráfico, tener que preocuparse de no salir sola de noche, cerrar las puertas… No se podía vivir de aquella forma.

Se oyó un crujido. Metió una bala en el cargador. Ya no había ningún lugar en el que una persona pudiese estar completamente sola. Los cazadores y los excursionistas llegaban hasta aquellos remotos parajes. A ella no le importaba, excepto si se dedicaban a husmear. Los fisgones le molestaban mucho. Su intuición le había fallado una vez, cuando estaba en Edmonton. Cuando se había dejado engañar por un rostro bello, y buenos modales.

Se preguntaba si sus hermanos se habrían reído al verla experimentar con el maquillaje. Incluso había llegado a comprarse una falda extremadamente corta. Los ojos de admiración con que la contempló Dorian justificaron la enorme cantidad que pagó por ella. Shauna cortó de golpe los recuerdos y se puso a escuchar. Se obligó a aguzar los sentidos. Sería lamentable que su desprecio hacia los fisgones le llevara a disparar a algún excursionista despistado.

La verdad era que, cuando se enteró de la verdad, le habría encantado poder lanzar unos cuantos tiros al aire alrededor de Dorian para darle un susto de muerte. Casado. El reptil estaba casado.

Si de hecho estaba sola en su guarida de montaña no importaría, y si no lo estaba no estaría mal que mostrara que sabía manejar el arma y que estaba dispuesta a hacerlo.

¡Boom! «Para ti Dorian».

Disparó hacia lo alto. El sonido del disparo retumbó en el silencio. Metió otra bala en el cargador. Al principio pensó que no había logrado asustar al intruso que se escondía entre los árboles. Y entonces un agudo gemido llenó el silencio dejado por el disparo. Shauna abrió la boca y se puso de pie de un salto, porque no había forma de confundir aquel sonido. Incluso para una mujer como ella que se negaba a tomar ninguno en brazos.

Había un bebé en aquella zona del bosque. Un hombre salió de entre los árboles antes de que ella llegara a recorrer la mitad del claro. Shauna se paró en seco. Era un hombre imponente, que mediría casi dos metros. La impresionante anchura de sus hombros se reducía drásticamente al llegar a su terso estómago. Sus piernas eran largas, delgadas y musculosas, y llevaba una camisa de color marrón claro con las mangas remangadas, que dejaban ver sus fuertes brazos. Tenía los botones superiores de la camisa abiertos, mostrando un mechón del pelo negro y rizado que cubría su pecho. Se movía con confianza, relajado, y al mismo tiempo listo para afrontar cualquier posible eventualidad. Parecía un hombre capaz de enfrentarse a los elementos y no solo salir victorioso, sino además fortalecido por el enfrentamiento.

Ella lo miró a la cara. Su rostro tenía una enorme fuerza. Pómulos altos, nariz recta, mandíbula cuadrada. Llevaba el pelo, del color del chocolate negro, corto y bien arreglado, y su piel bronceaba mostraba que era un hombre acostumbrado a pasar mucho tiempo al aire libre. Sus ojos grises profundos y fríos denotaban un enorme cansancio.

Entonces, Shauna percibió un movimiento tras él que le hizo retirar la vista de su rostro, y dirigir la mirada hacia su espalda. No pudo evitar que sus ojos y su boca se abrieran de golpe. Pegado a la espalda de aquel hombre había un bebé. ¡Un bebé! Con un mechón de pelo negro, tieso en mitad de la cabeza, grandes ojos negros y sonrosadas mejillas, por las que se deslizaban algunas lágrimas.

—¿Estás sola? —le preguntó el hombre.

El cansancio que ella había percibido en su mirada, se apreciaba también en su voz, profunda y sedosa. Pero aquella no era una pregunta apropiada para que la hiciera un extraño. Un hombre que la había estado observando durante largo rato antes de decidirse a salir. Un hombre que tal vez no habría dado a conocer su presencia si ella no hubiese disparado. Aquella pregunta no era el fruto de una amistad.

—No —mintió instintivamente—. No estoy sola.

Los músculos de él se tensaron. Un hombre listo para todo, incluso para pelear. Con un bebé en la espalda.

—¿Quién está contigo? —preguntó mientras miraba con detenimiento hacia la cabaña que estaba detrás de ella.

—No es de tu incumbencia.

—¿Quién está contigo? —volvió a preguntar con tranquilidad, pero con voz inflexible.

—Mi amigo Sam —respondió ella desafiante. Un bonito nombre. Sonoro. Fuerte. Leal. Razones por las cuales había decidido bautizar así a su caballo.

—¿Y por qué no ha salido Sam al oír el disparo? —preguntó él, mientras se iba relajando

—¿Por qué no lo hiciste tú? —alegó ella.

—Pensé que podrías dispararme.

—Todavía puedo.

—No parecen gustarte mucho los vecinos —apuntó él con suavidad.

—Sam y yo no estamos acostumbrados a tener vecinos.

—Pero estás acostumbrada a manejar armas —replicó él con un amago de sonrisa—. Tú y Sam.

Era obvio que él ya se había dado cuenta de que Sam no existía, pero ella decidió continuar:

—Esa es la razón por la que no ha salido. Está acostumbrado a oír disparar a las alimañas.

La sonrisa desapareció del rostro del extraño antes de haber llegado a formarse del todo, y mirándola primero a ella y luego a la cabaña, decidió:

—Estás sola.

Ella quiso insistir en que no lo estaba, pero comprendió que era inútil. Aquel hombre parecía tener una intuición tan fina como la de ella.

—¿Estás perdido?

—Necesito un lugar para quedarme —ella lo miró fijamente—. Estuve aquí hace años. Me acordaba de la cabaña.

Podía tratarse de cualquier loco. Podía incluso haber secuestrado al bebé. No parecía el tipo de hombre al que le gustara salir de excursión con un niño a la espalda.

—¿Un lugar para quedarte? ¿Aquí?

—Solo por un par de días.

Oh, bien, pensó Shauna con desmayo. Trataba de ablandarla. A un hombre solo, podía decirle que no con facilidad, con firmeza. ¿Pero a un hombre con un bebé? Avanzó unos pasos hacia él y comprobó con horror que había un charco de sangre junto a él.

—¡Estás herido!

—Se trata solo de un rasguño.

Ella pudo ver cómo un hilo de sangre descendía desde la espalda por un lado de su camisa, justo encima de la cintura del pantalón. Se acercó a él y se puso a su espalda, notando cómo él se ponía nervioso, como si se tratara de un viejo pistolero del oeste al que no le gustara tener la espalda al descubierto.

El bebé estaba en la parte superior de una mochila que no había sido diseñada para bebés, sujeto con cuerdas. Shauna desató las cuerdas y tomó en sus brazos al pequeño. Si hubiese sido un poco más alta habría podido ver qué más cosas había en la mochila, y tal vez aquello le habría permitido encontrar respuesta a algunas preguntas.

El hombre olía a jabón, matizado por los aromas del bosque, del sudor y de la sangre. Miró hacia abajo y vio la herida justo sobre su cadera derecha. Deseaba que no fuera una herida de bala, porque les llevaría bastante tiempo llegar hasta un centro médico, eso suponiendo que su camión decidiera arrancar a la primera. ¿Por qué creía que le habían disparado? Podía haberse caído de una roca, o engancharse con una rama.

Sentía el peso del bebé sobre su brazo. No creía haber sostenido a un bebé antes. En general, Shauna los rehuía, y ahora sabía por qué. Los bebés hacían que la gente se reblandeciera por dentro, incluso cuando había un hombre sangrando en su jardín.

—Vamos —dijo ella, subiendo las escaleras con el bebé, mientras recapacitaba.

Un hombre herido y con un bebé acababa de aparecer en la puerta de su cabaña. Él se sentía aliviado de que no hubiera nadie con ella, de encontrarse con una mujer sola. Tal vez era ella la que tenía un problema. Un problema serio. Esquivó un pequeño dedo sonrosado que apuntaba a su ojo. El bebé enturbiaba el panorama. Era difícil pensar en la posibilidad de una amenaza habiendo un bebé de por medio.

El hombre se paró en el porche, tras ella. Shauna vio cómo descargaba la escopeta, y se metía el cartucho en el bolsillo.

«Tengo muchos más», pensó ella.

La cabaña era pequeña, pero acogedora. Tenía una ventana pequeña, una mesa de madera rústica en el centro, y una estufa en una de las esquinas. También había una pila rodeada de cajones.

El visitante descorrió las cortinas que separaban los camastros de la zona principal. Cuando comprobó que estaban solos, se relajó.

—Esto ha cambiado. Ahora puede dormir aquí una multitud —dijo él al ver los seis camastros—. ¿A qué se debe el cambio?

—Es un centro de adiestramiento del ejército. Las tropas llegaran en cualquier momento.

—¿Mandadas por Sam? —preguntó secamente mientras se quitaba la mochila y echaba una nueva ojeada al interior de la cabaña.

Su mirada se detuvo por un instante en el ramo de flores silvestres que ella había colocado dentro de una lata en el centro de la mesa nada más llegar. En esos momentos sentía haberlo hecho. Pensó que aquello la hacía parecer vulnerable, imagen que no quería tener en esos momentos.

—Será mejor que eche una ojeada a esa herida —dijo ella.

—No se puede decir que sea una herida.

—Bien, sea lo que sea, está manchándome el suelo, así que siéntate —dijo acercándole una silla con el pie.

Él la miró fijamente, no acostumbrado a recibir órdenes, aunque ella sospechaba que él había dado más de una en su vida. A regañadientes, él se sentó con un gesto de dolor, y tomó de encima de la mesa un panfleto:

—Rutas de Montaña —leyó en voz alta—. Venga a conocer la belleza y el esplendor del norte de Canadá a caballo. Excursiones de un día, de dos días o de una semana. Limitadas a cinco jinetes. Desde mediados de junio a mediados de septiembre —miró hacia los camastros, contándolos, y después continuó—. Lideradas por la guía profesional Tormenta Taylor. ¿Qué demonios de nombre es ese? —murmuró él—. ¿Tormenta?

—Miraré esa herida ahora.

Pero él no había terminado de ver el panfleto. Le dio la vuelta, y encontró allí la foto de ella, con su nombre debajo.

—Así que —dijo—. Tormenta, te estás preparando para abrir la temporada. Los primeros clientes no llegarán hasta dentro de ¿qué?, ¿tres semanas?

—Estás manchando mi silla de sangre —indicó ella—. Creo que será mejor que haga algo al respecto.

El bebé emitió un sonido gutural.

—Creo que el niño tiene hambre —dijo él.

La preocupación que mostraba por el bienestar del bebé la tranquilizó. Shauna dudó sobre dónde ponerlo, y al final se decidió por dejarlo en el suelo.

—¿Gatea? —preguntó ella dubitativa.

Él sopesó al niño con la mirada:

—No.

Shauna sospechó que estaba improvisando. Él no sabía si el bebé gateaba o no, y tuvo la extraña sensación de que no sabía mucho más del bebé de lo que sabía ella. Bueno, tal vez algo más. Al menos sabía que el bebé era un niño.

El bebé capturó una pelusa y después de intentar metérsela en el oído y en el ojo, consiguió finalmente llevarse el trofeo a la boca. Shauna se acercó y se la sacó. El bebé le mordisqueó alegremente los dedos con las encías. Ella pensó que aquello debería haberle dado asco, y sin embargo, por alguna extraña razón no le desagradó. Echando una nueva ojeada al hombre que estaba sentado frente a la mesa, fue y tomó el cubrecamas de uno de los camastros, lo desenrolló, y sentó al bebé sobre él. Rogó porque el pañal no calara sobre su única ropa de cama.

El bebé se inclinó todavía más, hasta quedar con la nariz casi pegada al saco de dormir, entonces, con un gruñido, sacó las piernas de debajo de él, y se quedó tumbado sobre el estómago, y comenzó a gorjear de alegría.

Shauna lo miró durante unos instantes, fascinada, y después se volvió hacia el hombre que estaba en la mesa de su cocina.

—Quítate la camisa.

—Apenas te conozco —dijo con un amago de sonrisa. Ella se preguntó si utilizaría esa sonrisa para desarmar a la gente, porque no había señales de candor en sus ojos, solo expectación. Él estaba sopesando cada uno de sus movimientos.

Estoy en un lío, pensó Shauna, pero trató de que su voz no reflejara la preocupación:

—Y así va a seguir siendo —dijo ella con firmeza—. Quítate la camisa.

Él sacó las faldas de la camisa de dentro del pantalón, y se desabrochó los botones descubriendo lentamente sus músculos pectorales. Finalmente se quitó la camisa.

Ella tuvo que morderse la lengua para no proferir una exclamación de admiración ante la perfección de aquel cuerpo. ¿Qué le estaba pasando? Aquel hombre había llegado hasta su cabaña inesperadamente con una actitud que despertaba sus sospechas, y debía mantener la cabeza fría para saber cómo enfrentarse a aquella problemática situación. Tratando de recobrar el control, se inclinó a mirar el lugar por donde salía la sangre. Una vez limpio, quedó claro que se trataba tan solo de un arañazo, pero un arañazo profundo y ancho.

—¿Cómo te hiciste esto?

—Estaba tratando de abrirme camino a través de unos arbustos, y el hacha se me cayó hacia atrás y me hirió.

Ella estudió la herida. La explicación era plausible, aunque la herida estaba en un sitio extraño, y los bordes no parecían lo suficientemente limpios como para haber sido causada por un hacha. Ella continuaba sospechando que la herida era de bala, aunque muy superficial, una rozadura. Sus hermanos le habrían dicho que leía demasiadas novelas de suspense.

—¿De dónde vienes? —preguntó con tono informal.

Él dudó.

—Del este.

—Ese es el camino más difícil —no dijo el más extraño.

Había llegado atravesando el bosque, desde una pequeña carretera poco conocida. Aquello explicaba el que ella no hubiese detectado señales de su presencia en el camino.

Haciendo todo lo posible por no aumentar su dolor, terminó de limpiar la herida. El tacto de su piel era exactamente como ella lo había imaginado: como cálida seda que cubriera un bloque de acero.

Shauna volvió a la carga, tratando de que sus preguntas parecieran triviales.

—¿Qué te ha traído hasta aquí, con un bebé?

—Estamos de vacaciones.

—¿De vacaciones? —demasiado tarde, trató de eliminar el escepticismo de su tono de voz. Se dirigió al aparador de la cocina y preparó la vieja fórmula familiar favorita de su hermano Jake para curar las heridas—. No creo que muchos padres eligieran este lugar para venir de vacaciones con sus bebés.

—¿De verdad? —dijo él con calma—. Aire fresco. Magníficos bancos de pesca. ¿Qué es eso?

—Trementina y azúcar moreno. Acaba con la infección.

—¿Estás segura? —gruñó él.

—El aceite de keroseno también sirve, pero hay que tener mucho cuidado con él, porque quema la piel.

—¿De verdad?

—También la ceniza mezclada con manteca se puede utilizar, pero es muy pringoso—. Decidió hablarle de aquellos remedios caseros en parte para distraer su atención y disminuir así el dolor, y en parte, para darle la imagen de una chica de campo, poco sofisticada e incapaz por tanto de plantearse la posibilidad de que él hubiese secuestrado al bebé.

—Mi hermano Jake te habría puesto una telaraña para ayudar a cicatrizar, pero yo utilizaré una venda.

—¿Estáis escasos de telarañas?

—Creo que el bebé se las está comiendo todas.

Él no pudo evitar reírse. Ella le vendó de cintura para abajo, la espalda y el vientre, para mantener las gasas en su sitio. Era muy difícil hacerlo sin tocarle, así que simplemente se dejó llevar por las circunstancias.

Aquello fue un error. Cada vez que sus manos entraban en contacto con su piel y sus músculos, una sensación física la sacudía. Afortunadamente nunca le había caído un rayo, pero estaba segura que la sensación sería parecida. Sentía una necesidad imperiosa y pura que, ¿de dónde venía? Esa necesidad por ser besada y abrazada con fuerza, que excedía al sentimiento que acompañaba a la necesidad de beber o de comer.

¡Pero no por aquel hombre!, pensó. Era un extraño, con una herida sospechosa, y un bebé que empezaba a sospechar que no era suyo. Todo a su alrededor exhalaba misterio y amenazaba con peligros desconocidos. Tenía muchas preguntas que hacerle, y fue ordenándolas mentalmente, mientras continuaba vendándole. Pero Shauna sabía de antemano que las respuestas que obtuviera no iban a lograr satisfacer su curiosidad.

—Me estás vendando como a una momia. No me va a reconocer ni mi madre —se quejó él.

—Ya que lo mencionas, ¿dónde está la madre del bebé?

—Murió. Murió al nacer él.

—Y tú eres su padre ¿no?

—Sí —dijo él reflejando cierta emoción en sus ojos.

Ella se dio cuenta de que mentía pero dijo con tranquilidad:

—Bueno, pues bienvenido a la cabaña. Es modesta, pero si es aire puro y pesca lo que estás buscando, podrás encontrar mucho aquí. Yo tengo que irme, pero si quieres que te deje algo…

—No puedes irte a ninguna parte esta noche. Ya está oscuro —él se lo dijo con amabilidad, pero ella presintió que se había convertido en su prisionera.

—Es verdad —dijo tranquilamente—. No sería muy inteligente andar deambulando por las montañas en la oscuridad. Pasaré aquí la noche y me iré por la mañana.

Dicho esto, lo miró con disimulo. Ella conocía los senderos de la montaña tanto de día como de noche. Y además, aquella noche iba a haber luna.

Ben McKinnon miró con detenimiento a su prisionera, porque eso era lo que ella era en esos momentos. No podía correr el riesgo de dejarla marchar para que fuera contando por ahí que les había visto a él y al bebé. Se preguntó si ella lo sabría, sospechaba que sí. Sus ojos azul turquesa reflejaban inteligencia.

Ella era una complicación que no necesitaba. No esperaba encontrarse con nadie en la cabaña. Necesitaba cinco días, tal vez seis, en un lugar donde no pudiesen encontrarle, y donde nadie le buscara. Mientras tanto, Jack Day, un amigo de la Agencia Federal de Inteligencia, descubriría quién le había traicionado, y si los enemigos políticos de Noel East tenían intención de llevar su deseo de venganza hasta el bebé. En el bosque, Ben había escondido una radio de alta tecnología para poder comunicarse con él más adelante.

Noel East, un hombre valiente que había decidido presentarse como candidato de la oposición a las primeras elecciones libres de su país, Crescada. A Ben le habían asignado la misión de protegerle. Había fracasado totalmente.

El bebé comenzó a protestar, sacándole de sus pensamientos y devolviéndole a la realidad.

—¿Cómo puede algo tan pequeño meter tanto ruido? —preguntó ella asombrada.

—Es lo mismo que me vengo preguntando desde hace tres días —respondió él, y vio cómo su error se reflejaba en la cara de ella. Acababa de decir que era su padre—. Tiene hambre —añadió tratando de mostrar su conocimiento de la materia, y recuperar así su imagen.

—¿Tienes comida para él?

—En la mochila —se levantó rápidamente para interceptarla—. Yo la sacaré.

Era consciente de que no lo estaba haciendo muy bien. Primero había fallado en su intento por convencerla de que era el padre del bebé, y después le había mostrado que había algo en su mochila que no quería que viera.

—Necesitamos calentar la comida.

—Traeré algo de madera para encender la estufa —dijo, saliendo de la cabaña.

Ben se acercó a la ventana para controlar sus movimientos. Era una mujer más que bella, impactante. ¿Qué hacía una mujer como ella dirigiendo un negocio como aquel? Probablemente se escondía, pensó. Lo mismo que él, solo que de algo diferente. Ben estaba dispuesto a apostar que se trataba de un hombre.

Un refugio en la tomenta

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