Читать книгу Un refugio en la tomenta - Cara Colter - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеSHAUNA sentía cómo el sudor le recorría la frente.
—Date por vencida —le sugirió su huésped—. No puedes ganar. Te vas a romper el brazo intentándolo.
Estaban echando un pulso, para decidir quién iba a ocuparse de cambiar el pañal. Jake y Evan le habían enseñado a echar pulsos, desde que era una niña, y le habían enseñado algunos trucos también, que le permitían enfrentarse a competidores más fuertes.
Además, el echar un pulso le podía decir muchas cosas sobre un hombre, y ella quería saberlo todo sobre aquel hombre para poder tomar una decisión. ¿Debía dejarles que tuvieran unas felices vacaciones o debía ir a buscar a la policía? Había decidido dejar que fuera el resultado del pulso el que decidiera. Si ganaba él, se iría y dejaría que disfrutara de las vacaciones, pero si ganaba ella regresaría con la policía.
Ella cerró los ojos, y concentrándose empujó con todas sus fuerzas. Pero él no cedía. Estaba jugando con ella. Shauna apostaría a que él era capaz de ganarla en cuanto quisiera. Hizo un último intento, y estuvo a punto de caerse de la silla, cuando él de golpe le soltó la mano.
—¡Eh! —dijo ella desconcertada.
—Ha sido un empate —dijo él.
—No es verdad. Estaba a punto de ganarte —alegó ella consciente de que la situación era la opuesta.
—Tú estabas a punto de romperte el brazo.
—Oh, seguro.
—Podía ver la línea blanca del hueso a través de tu piel. Créeme. Ha sido un empate.
Él había parado el juego porque creía que podía herirla. Aquello decía mucho en su favor. No parecía dispuesto a hacerle daño. Parecería que era un hombre… la palabra noble cruzó por su cabeza. Pero su mirada era la de un hombre peligroso.
Ella se levantó, para eludir esa mirada, y se dirigió hacia el bebé. Reticente, tomó un pañal limpio y lo estudió.
—¿Cómo se llama el bebé? —le preguntó al hombre que tenía detrás. Y entonces descubrió que él tampoco sabía su nombre.
—Le puedes llamar Rocky. Y no tienes que cambiarle el pañal. Yo sé hacerlo.
—Un trato es un trato. ¿Y cómo puedo llamarte a ti?
Él dudó:
—Ben.
Ella desdobló el pañal, y lo miró tratando de descubrir de qué manera se ponía. ¿Qué tipo de hombre no desvelaría su nombre?, pensó. Tal vez la prueba del pulso había fallado después de todo.
De pronto, Shauna notó que él estaba detrás de ella. Se había acercado como un felino, y la rodeó con sus brazos para tomar el pañal. Los brazos de él le rozaron los hombros. Ella pudo sentir el calor que desprendía su musculatura. Su olor a bosque, a hombre.
—Así —dijo él extendiendo el pañal, y añadió con naturalidad—. ¿Y cómo debo llamarte yo?
—Tormenta, como dice el panfleto.
—Tormenta —repitió él—. ¿Es un apodo?
—Mis hermanos siempre me han llamado así.
Sus hermanos decían que aquel nombre reflejaba claramente su temperamento, aunque eso no se lo dijo a Ben.
—Bien, Tormenta, creo que ha llegado la hora de la verdad.
Magnífico. «Suéltalo todo», pensó ella. Pero esa no era la verdad a la que él se refería. Levantó al bebé del suelo, y lo llevó hasta el mostrador, donde lo echó.
—De alguna manera juntos lograremos descifrar cómo se hace esto. ¿Alguna sugerencia para el primer paso?
Ella percibió cierto humor en su tono de voz.
—¿Qué tal si le soltamos los automáticos del pijama? —sugirió ella reprimiendo la risa y tratando de recordar que su objetivo principal era irse de allí.
Le miró las manos fuertes y bronceadas mientras peleaba con los automáticos. Era obvio que no estaba acostumbrado a hacer eso, pero también se veía que no era un hombre que se dejara intimidar por lo desconocido. De improviso, Shauna pensó que su propia camisa tenía automáticos. Inmediatamente se prohibió mentalmente seguir por aquel camino.
Ben le quitó finalmente el pijama con decisión. El bebé agitó las manos y los pies, aparentemente encantado por la explosión de olor que aquel hecho produjo.
—¿Tienes pinzas para colgar la ropa? —preguntó Ben.
Ella asintió y fue a buscarlas. Creyó que él las usaría para cerrar el pañal, así que no pudo evitar la carcajada cuando vio cómo Ben se ponía una pinza en la nariz.
—¿Quieres una? —le preguntó él.
—¿Ayuda?
—Sí.
Efectivamente, Shauna comprobó que ayudaba. Hacía algo de daño, pero merecía la pena.
—De acuerdo. Alerón número uno, abajo —dijo él tirando de uno de los cierres del pañal, y liberando la pierna derecha. Aquella forma de expresarse le llevó a Shauna a pensar que aquel hombre había tenido alguna relación con el ejército—. Alerón dos. Abajo —añadió en el mismo tono militar. Rápidamente, le quitó el pañal y salió corriendo con él, mientras dejaba que ella le limpiara con un trapo húmedo. En pocos segundos, el bebé estaba limpio, y Ben estaba de vuelta.
—¿Qué has hecho con esa cosa? —preguntó ella.
—La he echado al fuego. Se ha hinchado como un globo, y luego ha desaparecido.
—Bien, pues haz lo mismo con esto —dijo pasándole el trapo.
—¿No era nuevo?
—No me importa.
Él la miró con aprobación, y se llevó el trapo. Ella puso al bebé sobre el pañal limpio.
—No trates de pegar las lengüetas con las manos llenas de vaselina.
Demasiado tarde:
—¿Por qué no?
—Porque no pega… —la lengüeta grasienta no se pegaba en el pañal— …rán —él miró por encima del hombro de ella—. Error de principiante. Pero no tengo muchos pañales, así que no puedo tirar ninguno.
—Siempre puedes usar musgo —dijo ella.
—¿Ah sí? ¿Y si no hay musgo tal vez una telaraña o dos?
—¿Te estás riendo de mí?
—No, señora.
—Creo que es magnífico el poder saber cómo utilizar los recursos que nos proporciona la naturaleza, sin depender de las tiendas ni de fábricas, para algo tan simple como un pañal —le informó ella.
—No seré yo quien te discuta eso.
—Bien —concluyó ella muy digna.
—Mientras que no utilices la mezcla de trementina y azúcar moreno para sustituir los polvos de talco del bebé —dijo dirigiéndole una sonrisa que la dejó sin respiración. Él continuó tratando de atarle al bebé el nuevo pañal. Finalmente, le hizo un lazo en la parte delantera.
—¿Qué te parece esto como ejemplo de utilización de los recursos disponibles?
Ella intentó no sonreír, pero el lazo era tan ridículo que no pudo evitarlo. Primero sonrió, y después se rio. Y él también. Y entonces ella descubrió tres cosas acerca de él. La primera, que no se reía con frecuencia. La segunda, que él se había quitado la pinza de la ropa de la nariz, y ella no; y tercera, que era un principiante en la profesión de cambiar pañales.
Ella dejó de reírse, y él también. Ambos se miraron con desconfianza.
—Este no es tu bebé, ¿no es cierto?
Shauna se sintió como una estúpida al preguntar aquello, si lo que quería era darle sensación de seguridad. Pero necesitaba saberlo. Al menos eso.
—No —dijo él—, no es mi hijo.
—Entonces, ¿por qué lo tienes?
—Es una historia muy larga, Tormenta.
—Creo que dispongo de algún tiempo —dijo cruzando los brazos sobre el pecho, en actitud de espera.
—Cuanto menos sepas, mejor. Solo puedo decirte esto. Me han encargado su custodia. No soy uno de esos padres que salen en los periódicos por haber raptado a sus hijos, ni soy un secuestrador.
—¿Hace cuanto tiempo que lo tienes?
—Unos días.
—Es Rocky su verdadero nombre.
Él dudó:
—No.
—¿Cual es su verdadero nombre?
—No puedo decírtelo.
—No quieres.
—Es cierto, no quiero.
—¿Y durante cuánto tiempo tienes que custodiarle?
—Todavía no lo sé.
Ella se dio cuenta de que era mejor no seguir presionándole. No quería que él se diera cuenta de que en esas circunstancias, ella no podía quedarse allí.
Ben descubrió que le gustaba mirarla. Sus profundos ojos azul turquesa eran increíbles. Su pelo oscuro y brillante parecía un río de seda negra. Sus facciones eran proporcionadas y bellas. Sus labios sensuales, y él se preguntó qué se sentiría al besarlos. Inmediatamente se autocensuró por aquel pensamiento. Tenía trabajo que hacer. Garantizar la seguridad de aquel bebé hasta que la normalidad volviera a reinar en Crescada. Necesitaba tener la situación bajo control, y el pensar en labios no le ayudaba.
Se esforzó por pensar en ella de una forma objetiva para establecer si podría considerarla una ayuda o no si las cosas se ponían difíciles. Era una mujer independiente e inteligente. Y también era fuerte físicamente, como había podido comprobar al echar con ella un pulso. Debía tratar de recordar eso. Debía mantenerse alerta o ella podría derrotarle antes de que llegara a comprender lo que le había pasado.
Pero, ¿por qué le había retado a un pulso cuando podría haber conseguido con facilidad cualquier cosa que hubiese querido, incluido que cambiara los pañales al bebé, con solo pestañear?
Su vida no necesitaba más intrigas. Toda su vida había estado llena de intrigas. Secretos, peligros. Había entrado a trabajar como agente federal de inteligencia cuando tenía veintiún años. Pensó que se embarcaba en una vida llena de romance y aventuras, y sin embargo había estado solo, y aquella soledad le había convertido en una persona distante y fría. Demasiado fría para que le encargaran la custodia de un frágil bebé, o de aquella mujer. Una mujer que quería saberlo todo. Pero por su seguridad, y la del bebé, no le diría nada, si podía evitarlo. Le pasó el bebé:
—Tal vez podrías intentar darle algo de ese puré verduzco.
Shauna comenzó a dar de comer al pequeño, y Ben salió de la cabaña. Ella se alegraba, su presencia le hacía sentir cosas. Hacía que fuera consciente de algo profundo y peligroso que ella tenía en su interior. Algo que nunca había sido tocado, ni siquiera por Dorian.
El bebé terminó de comer, y ella le limpió la cara con un trapo húmedo.
—Creo que deberíamos comer —dijo ella de pronto—. Tengo comestibles en cajas en la cuadra. Voy a por ellos.
Él la acompañó, y al llegar a la cuadra, se dirigió instintivamente hacia donde estaba el caballo de ella y lo acarició.
—Este es Sam —dijo ella desarmada por la mirada que descubrió en los ojos de él. ¿De qué se trataba? ¿Nostalgia?
Él se volvió y la miró, en sus ojos ya no había nostalgia sino un brillo divertido.
—Así que este es Sam.
Ella miró cómo acariciaba al caballo.
—Te gustan los caballos —dijo ella—, y has pasado bastante tiempo con ellos.
—Crecí en un rancho en Wyoming donde criábamos caballos.
—Debí haberlo supuesto.
—¿El qué?
—Que eras un vaquero. Te puedes quitar las botas y el sombrero, y haber pasado los años desde que te dedicaste a ello, pero sigue estando allí.
—¿Qué es lo que sigue allí?
Ella sintió haber expresado sus sentimientos, mostrarle qué era lo que pensaba de él.
—La arrogancia —dijo. Pero pensó: la mística, la fuerza, la confianza en uno mismo. La forma de comportarse. El orgullo que reflejaban sus ojos.
Él frunció ligeramente el ceño:
—¿Eres una experta en vaqueros?
—Me criaron dos de ellos.
—Debí haberlo supuesto.
—¿El qué?
—Que eras una vaquera.
—¿Y tú eres un experto en vaqueras?
—No. Vivíamos bastante aislados, y no sé una sola palabra de vaqueras. Pero si tuviera que escoger a alguna para poner su foto en un poster, te elegiría a ti.
—No se cómo tomarme eso. ¿Es un cumplido?
—Creo que lo es.
—¿Por qué me elegirías a mí?
—Porque por tu aspecto se diría que eres capaz de montar y de echar el lazo con la misma facilidad con que la mayoría de las mujeres pueden coser un botón en una camisa.
—¿Coser un botón en una camisa? ¿Es así de arcaica la imagen que tienes de las mujeres?
—Bella, pero ligeramente quisquillosa —continuó diciendo como si no hubiese sido interrumpido.
—No lo soy —dijo refiriéndose a bella.
—Créeme, quisquillosa no es un calificativo ni la mitad de duro que arrogante.
—Eso es verdad.
—Das la impresión de ser capaz de disparar a un oso sin pestañear.
—Y tanto que pestañeé. Tenía los ojos completamente cerrados cuando apreté el gatillo.
Él se rio, con una risa clara y profunda que sonaba bien. Un sonido capaz de desterrar las suspicacias de una buena chica vaquera, logrando que confiara en alguien que no había demostrado ser digno de confianza.
—¿Cuántos años tenías cuando dejaste el rancho? —le preguntó ella.
—Dieciséis —fue consciente de lo lejos que quedaba todo aquello, pero ella pudo percibir un destello de añoranza.
—Lo echas de menos —ella recordó su estancia en Edmonton, en donde no pasó un solo día sin echar de menos las risas de sus hermanos, el aliento cálido de su caballo, y la posibilidad de salir a pasear por un espacio inabarcable, respirando un aire transparente.
—Supongo que algunos aspectos.
El tono de su voz le desveló a Shauna algunos aspectos de su personalidad. Que era un hombre que se encontraba ya muy lejos de aquel niño que se había criado en un rancho de Wyoming, y que haría cualquier cosa por encontrar el camino de vuelta hacia aquella vida sencilla. ¿Era así como había llegado hasta allí? No, no había nada sencillo en el hecho de que él se encontrara allí con un niño que no era suyo.
—Así que —dijo ella con naturalidad—, ¿qué hiciste después de dejar el rancho?
—Ir de aquí para allá —respondió él—. Ver mundo. Ya sabes.
Pero ella no lo sabía. Lo que sí sabía era que él no podía decirle nada más. Se propuso mantener la boca cerrada y los ojos bien abiertos.
Él se encargó de hacer la cena, y lo hizo con rapidez y eficacia, controlando la situación.
—Estás acostumbrado a esto —comentó ella.
—¿A cocinar? —preguntó él.
—A la vida dura.
—Yo no llamaría a esto vida dura —dijo él, arrepintiéndose inmediatamente, como si fuera un crimen mostrarle a ella el más mínimo detalle de su carácter.
Después de comer salieron al porche con las tazas de café en la mano, a contemplar cómo la luna ascendía por detrás de la negra silueta de las montañas.
—Podría quedarme a vivir para siempre en un lugar como este —dijo él de pronto, suavemente, y ella tuvo la impresión de que aquella era la primera cosa realmente sincera que decía—. ¿Cómo aterrizaste aquí?
—Me gusta el campo, y me gustan los caballos —no mencionó lo ocurrido en Edmonton. Evitó todo aquello que pudiera hacerla parecer vulnerable o débil.
Simplemente conversar, sin hablar de su corazón. Pero a pesar de ello, Shauna tenía la sensación de que él estaba oyendo algunas de las cosas que ella no decía, y se levantó de golpe.
—Hace frío aquí fuera. Me voy para adentro.
—Yo también —dijo él estirándose levemente y bostezando.
Lo había aburrido. Debía haberlo supuesto. Pero de eso se trataba, se dijo a sí misma, aburrirle hasta que se durmiera, y después salir huyendo. Cuando estuvieron otra vez dentro de la cabaña, Shauna se percató por primera vez de que él no había llevado saco de dormir.
—¿Dónde está tu saco de dormir?
—He debido olvidarlo —respondió él con naturalidad.
Ella solo tenía allí un saco de dormir. Siempre se llevaba toda la ropa de cama de la cabaña al final de la temporada, para lavarla, y para evitar que se la comieran los ratones, y todavía no la había vuelto a llevar. Pero eso no quería decir que tuviera que compartir el saco de dormir con él. Qué idea tan ridícula. Había muchas otras alternativas. Y habiendo tantas alternativas, ¿por qué era aquella la que le había venido inmediatamente a la mente?