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CONTRA EL PREJUICIO POPULAR

Cada vez que se toca el tema, y siendo moderado puede decirse que surge unas cuarenta veces al día, invariablemente alguien dice: “No, a mí no me gustan los gatos, me gustan los perros”. La observación dicotómica equivalente, igual de popular, predominante y banal, sería algo como: “No, Dickens no me gusta, me gusta Thackeray”. Tal como el escritor James Branch Cabell dejó asentado de una vez y para siempre, “al pensamiento filosófico esa afirmación le resulta tan sensata como rechazar una invitación a jugar al billar con el argumento de que uno es fanático del arenque”. Sin embargo, ambas controversias siguen causando estragos, y pensadores despreocupados continúan imponiendo categorías a Dickens y al gato. Los amantes de los perros, si es que tiene sentido esa oposición (porque claramente es posible que te gusten ambos, gatos y perros, así como es posible leer con deleite La historia de Pendennis y Casa desolada), dicen del suave felino que es taimado y falso, ladrón y malagradecido, cruel y veleidoso, amigo de la casa y no del ser humano. De esta opinión, desconsiderada y precipitada, ha derivado el peyorativo y metafórico adjetivo “gatuno” –catty, que en inglés significa malicioso–, que cuando se usa en su sentido más aceptado me parece especialmente aberrante, porque solo podría describirse como gatuna una criatura graciosa y elegante, digna y reservada, el epítome de la belleza, el encanto y el misterio del amor.

Los amantes de los gatos, por su lado, tan fervientes que en Francia se han ganado el apodo de félinophiles enragés, tampoco es que sean unos inocentes. Cariñoso, inteligente, fiel, seguro y confiable son algunos de los adjetivos que prodigan de forma indiscriminada a sus mininos adorados, y después de leerlos pareciera que los gatos pasan sus nueve vidas cuidando a los enfermos, rescatando niños de edificios en llamas y ayudando a las ancianas benefactoras a coser ropita para los desposeídos en África.

El mismo gato podría haber resuelto el problema hace mucho tiempo, si la resolución de tales cuestiones fuera uno de los propósitos del gato en esta vida. No se puede esperar razonablemente que un pariente cercano del rey de la selva (a quien de cerca se asemeja mucho más, por cierto, que un chin a un terranova), un animal que ha sido un dios, el compañero de las brujas en el aquelarre, una bestia que es de la realeza en Siam, “el tigre que come de la mano”, como se lo llama en Japón, el adorado de Mahoma, el rival de Laura para Petrarca, el amigo de los momentos ociosos de Richelieu, el favorito del poeta y del prelado, vea sino con desdén la estupidez de la humanidad en lo que a él se refiere.

El gato, de hecho, no hace ningún intento de acercamiento. Se concentra en su lugar junto a la chimenea, a menudo consiente en dar afecto a sus amigos humanos y es conocido por una notoria afición por caballos, loros y tortugas, pero incluso en la más intensa de estas relaciones mantiene la debida independencia. Se queda donde le gusta estar, va adonde quiere ir. Entrega su afecto a quien le place y cuando quiere, y lo retiene ante quienes considera indignos de él. Con un gato uno se ve en una posición parecida a la que se tiene con un digno y buen amigo: si se pierde su respeto y confianza, la relación sufre. Conviene recordar que el gato sigue siendo amigo de los humanos porque le agrada serlo, y no porque deba. Ingenioso, valiente, inteligente (el cerebro de un gatito es mayor que el de un niño), en ningún sentido es dependiente, y puede volver al estado salvaje con menos reajuste de sus valores que cualquier otro animal doméstico. Por eso se le permite determinar su propio fin y propósito, ser el rector de su propia vida. “Me encanta en el gato –decía Chateaubriand al conde de Marcellus, quien lo registró en Chateaubriand et son temps (1859)– ese temperamento independiente y casi ingrato que le impide apegarse a cualquiera; la indiferencia con que pasa del salón al tejado. Cuando lo acaricias se estira y arquea el lomo, es cierto, pero lo hace por el placer físico y no, como el perro, por esa tonta satisfacción que siente en amar y serle fiel a un dueño que devuelve el cumplido a patadas. El gato vive solo, no necesita de la sociedad, no obedece excepto cuando él quiere, finge dormitar para ver más claramente y araña todo lo que puede. Buffon ha dado una falsa impresión del gato; yo estoy trabajando en su rehabilitación y con el tiempo espero hacer de él un animal medianamente bueno”.

Sin alguna guía como esta es imposible abordar la naturaleza del más interesante de los animales, pero con estos pocos hechos en mente debo insistir en una paradoja. El caso es el siguiente: cada gato difiere en tantas formas como sea posible de cualquier otro gato en particular. El observador imparcial lo habrá descubierto por sí mismo si se ha familiarizado con varios a la vez. Existen los gatos angélicos y los gatos demoníacos, pero el carácter de la mayoría se sitúa en algún punto entre estos intensos extremos en blanco y negro. Y algunos son tan excepcionales que carecen incluso de las características felinas más típicas. Sí puede decirse que son todos soberanos, y la mayoría apasionados (sus hábitos amorosos, inspirados por el deseo más impetuoso, suelen ser sumamente crueles)1 y místicos.

Sobre este último punto existen pocos motivos para la duda. Los gatos manifiestan gnosis en un grado que solo se atribuye a algunos obispos, como intentaré mostrar en un capítulo posterior. En cuanto a su independencia, se trata solo de la aristocrática cualidad de ser natural. No fuerzan sus atenciones y no les importa recibirlas de los demás. Pero cuando un gato tiene hambre o quiere salir, o siente el llamado de la pasión, declara abiertamente sus sentimientos. “¿Por qué no? –se pregunta Kiki-la-Doucette, la gata de los Diálogos de animales de Colette–. ¿Por qué no? La gente lo hace”. Son reminiscencias, herencias de la vida salvaje que no ha perdido y nunca perderá. Porque, tal como en su regio hermano el león, también en ellos dormita un fuerte instinto de raza que despierta cuando se lo llama. El gato sabe más que la Monalisa.

La diversidad de carácter en los gatos se mide en cómo reaccionan a estos instintos, y esas diferencias se acentúan por trato y por crianza. Parece poco científico decirlo, pero entre los muchos rasgos que heredan los gatos hay evidencia sólida de que heredan también características adquiridas. Hay obras que han llegado a afirmar que una gata a la que se le ha cortado la cola podría parir gatitos sin ella.

Muchos observadores han registrado las excentricidades y los atributos de este animal. Andrew Wynter, en Fruit Between the Leaves, habla de un gato suyo que seleccionaba papel secante para tumbarse. El Gran Gatito de Meredith Janvier contrajo tuberculosis por dormir sobre un radiador caliente. Clara Rossiter describe en el North British Advertiser de Edimburgo, en 1874, a una minina cuya mayor entretención era sacar todos los alfileres de una almohadilla, ponerlos en la mesa “y, cuando sacaba el último, nos miraba a la cara con la expresión más graciosa del mundo, dejándonos muy claro que los quería de vuelta en la almohadilla. Sin importar cuántas veces volviéramos a pinchar los alfileres, ella volvía a quitarlos”. Disfrutaba también devorando flores que sacaba de los floreros. El reverendo J.G. Wood nos habla de un gato que era tan aristocrático que “nada –ni siquiera la leche cuando tenía hambre– lo inducía a asomar la cabeza por la cocina, o a entrar en la casa por la puerta de servicio”. Wynter tenía un gato que un día se levantó de súbito y subió por el tubo de la chimenea, y eso que el fuego ardía en la rejilla. Un par de siglos antes habrían quemado en la hoguera al escritor por narrar este incidente. Este gato comía pepinillos, y le gustaba el coñac con agua. William Lauder Lindsay menciona un gato que tenía afición por la cerveza negra, y Jerome K. Jerome escribe en sus Novel Notes de una que bebió de la gotera de un barril de cerveza hasta intoxicarse. En una carta a Samuel Butler, fechada el 24 de diciembre de 1879, dice la señorita Savage: “Mi gato bebió demasiado vino dulce y ponche de ron. ¡Pobrecito! Pero tanto mejor para él, así aprenderá. El doctor Richardson dice que los animales inferiores rechazan las bebidas alcohólicas, y que los humanos deberían hacer lo mismo”.


Se suele creer que los gatos sienten una antipatía inherente por el agua y que en general son “catabaptistas”, pero mi Ariel no era así; esta gatita persa anaranjada acostumbraba a saltar por voluntad propia dentro de mi matinal bañera caliente, y le gustaba sentarse en el lavatorio bajo el grifo abierto. Artault de Vevey tenía una gata, Isoline, que tomaba baños saltando a la tina llena. “Se supone que a los gatos les desagrada lo mojado –escribe Olive Thorne Miller–, pero yo he visto a dos de ellos mantener una entrevista bajo una lluvia constante, con toda la gravedad y deliberación con que se celebran estos asuntos”. Se han registrado innumerables ejemplos de gatos que nadan por cursos de agua para retornar a sus hogares, y St. George Mivart nos habla de una gata que se hundió en un arroyo correntoso y rescató a sus tres gatitos, que se ahogaban, cargándolos uno a uno hasta la orilla.

Un redactor en el Chamber’s Journal del 9 de octubre de 1880 recuerda a un alicaído gato negro que se suicidó ¡ahogándose! Los gatos pescadores son un lugar común. Lane cita al Plymouth Journal contando de uno que acostumbraba a bucear en busca de peces;2 y Charles Henry Ross escribe sobre un tal señor Moody, cerca de Newcastle-upon-Tyne, que tenía uno que pillaba pececitos, anguilas y sardinas de esta manera. Igualmente, se sabe de un célebre fresco egipcio en el Museo Británico que representa a un gato que actúa como un perro retriever; el noble gatito salta al Nilo desde un bote para buscar y traer de vuelta al pato sacrificado, incidente que G.A. Henty ha tejido en su cuento para niños The Cat of Bubastes.3 Ciertos gatos hoy en día encuentran natural esta tarea de rescate. Mi Ariel corría tras un ratoncito de hierba gatera y me lo traía todas las veces que yo lo arrojaba. “Durante la visita a un amigo en la Patagonia –registra W.H. Hudson en El diario de un naturalista– quedé atónito un día que salimos con un arma para cazar un poco, seguidos por los perros y un gato negro que los acompañaba, y al disparar mi primer tiro lo vi salir volando antes que los perros para recuperar el pájaro y traérmelo”.

Hay quienes observan que los gatos son siempre amables y educados, que comen con delicadeza y nunca con avidez, pero yo he visto felinos de buenas maneras que pueden engullir su comida y gruñir sobre ella con tanta glotonería y falta de educación como cualquier perro. En la mera cuestión de la selección de su cena varían tanto como las personas. Existen gatos imperiosos, altivos, aristocráticos, que insisten en ser alimentados en platos esotéricos, en determinados lugares y por ciertas personas. Otros se parecen al gatito rojo de Lafcadio Hearn en “The Little Red Kitten”, que “comía bifes y cucarachas, orugas y pescados, pollo y mariposas, libélulas y cordero asado, estofado y bichos bolita, escarabajos y pernil de cerdo, cangrejos y arañas, polillas y huevos escalfados, ostras y lombrices de tierra, jamón y ratones, ratas y arroz con leche, hasta que su vientre se convirtió en una representación del Arca de Noé”.

Los gatos son extremadamente nerviosos y como regla general no son confiables en los trenes, pues el menor sonido o movimiento es probable que los aterrorice, y los objetos en rápido movimiento les inspiran un temor agudo. Sin embargo, Abélard, el persa atigrado de Avery Hopwood, da paseos motorizados con él, sentándose como un experto en el asiento delantero sin correa. Si el auto se detiene, salta y camina alrededor, listo para volver a su lugar cuando su dueño se pone en marcha. Theodore Hammeker, un piloto en el frente galo y en Palestina durante la Primera Guerra, volaba con Brutus, su gato negro. El R-34, el primer dirigible en cruzar el Atlántico desde Inglaterra hacia Estados Unidos, cargaba a Jazz, un gato atigrado, como único pasajero animal. Y yo estoy familiarizado con un gato persa de color plata y alteraciones digestivas que incluso va al cine en el hombro de su dueña.

Nuevamente, la creencia popular supone que los gatos prefieren los lugares a las personas, y existen literalmente miles de casos de ejemplares que han vencido toda clase de obstáculos físicos con tal de volver a las casas de las que se les había expulsado. Pero sería igual de fácil e interminable hacer la lista de los gatos que se mudan con sus familias más o menos una vez por año; y se podría hacer otra lista con los que se trasladan por decisión propia, a menudo desde hogares donde los tratan con todo respeto y en los que están rodeados de lujos y comodidades. A aquellos que sienten que un receptor de tantas atenciones debería estar agradecido, sin importar si su forma es humana o animal, esta extraña conducta les parecerá inexplicable, pero estoy seguro de que mis lectores entenderán que es posible desear algo distinto de una vida rodeada de lujos y comodidades. Incluso de vez en cuando es posible encontrar gente dispuesta a abandonar sus cómodos aposentos a cambio de los placeres de la aventura. “El viaje de los deseos alados del gato / libre de ataduras, allende el tiempo y el espacio”, cavila Hiddigeigei, el gato macho del poema de Joseph Viktor von Scheffel; y los michos con anhelos en el alma invariablemente satisfacen estos deseos, hasta donde pueden hacerlo. Se ha sabido de gatitos persas criados entre algodones que han abandonado las sedas y los satines de las salas de estar en pos de la libertad de los tejados y la compañía de felinos sumamente lenguaraces, maleducados y de pelo corto. Luego el adulterio abunda. Otros gatos han dejado atrás lujosas mansiones para llevar una existencia más interesante en una verdulería, donde la caza es mejor y hay menos humanos persiguiéndolos para hacerles cariño. Lo contrario también pasa a menudo –dejan las pellejerías de la calle para iniciar una vida de lujos–, pero por lo general yo diría que los gatos moldean sus vidas más como May Yohe que como Cenicienta.4

Por lo demás, es indudable que existen gatos contumaces, así como existen personas contumaces, que insisten en vivir en un lugar determinado; como mostraré más adelante, tienen por instinto una buena motivación para hacerlo.

Algunas gatas son madres fervientes y afectuosas, y cuidan con esmero de sus retoños previniendo el peligro, limpiándolos, alimentándolos y enseñándoles a jugar. La gata de la Alicia de Lewis Carroll, Diana, cuyo método para lavar a sus crías consiste en sostener por las orejas a los pobrecillos en el aire y con la otra pata frotarles la cara por todas partes, es una excelente madre. Algunas tienen un instinto maternal tan fuerte que si les arrebatan las crías pueden amamantar a recién nacidos, lebratos y hasta ratas. Pero hay otras que rechazan e incluso matan a su camada. Una imperturbable joven reina, seguramente después de leer La belleza inútil de Maupassant, ahogó a sus gatitos en un barril colector de lluvia; otra, que se rehusaba a amamantar o siquiera a acercarse a sus crías, tras ser encerrada con ellas en un cobertizo acabó con sus cortas vidas aplastándolas con sus fuertes patas traseras. Luego, cuando la liberaron, salió ronroneando, evidentemente aliviada y en un estado de gran contento.

La higiene en el mundo gatuno suele considerarse una virtud suprema. El gato dedica más tiempo a la limpieza que las jóvenes debutantes a cambiarse de vestido, y su atención a la hidráulica gulliveriana y otras demandas de la naturaleza puede llegar a ser hasta demasiado escrupulosa. En el País de los Gatos, observa pintoresco Clarence Day Junior, el gásfiter, la manicurista y el fabricante de jabones ocuparían las más altas posiciones sociales; predicadores y abogados, las más bajas. Y sin embargo los gatos siameses y los rusos azules de pelo corto despiden un fuerte hedor, y he visto gatos de todo color y raza más sucios que lo que puede estar cualquier otro animal. Una vez, un gatito que vivía conmigo, inteligentísimo, se negaba a sistematizar sus maniobras de baño. Era un gatito sin cola de lo más gracioso, adorablemente imprudente, que una noche en París me siguió por la calle. Caminó muy cerca detrás de mí unos cuatrocientos metros, y cuando lo alcé y me lo guardé en un bolsillo –era diminuto– sucumbió al trato ronroneando con fuerza. Pero cuando me monté en un bus el conductor agitó pomposamente la mano con la admonición “Pas de bêtes!”, de manera que caminé con el gatito en el bolsillo hasta mi hotel. Este micho tenía el delicioso hábito de saltarme al hombro en la oscuridad cuando volvía a casa por la noche. Se frotaba contra mi mejilla y su ronroneo sonaba como los timbales en el Réquiem de Berlioz. No le causaba impresión el arte de Franz von Stuck e invariablemente –hasta que ya no lo colgué más– lograba arrancar de la pared un grabado de su Salomé, aun cuando estaba colgado bastante alto y no había ningún mueble que facilitara la operación. Este gatito tenía también la manía de romper platos, y en su presencia no había manera de resguardar ningún juego de té. Como todos los de su especie, podía posarse en una mesa llena de adornos sin tocar nada, pero le encantaba perturbar el equilibrio de la porcelana con su pata ágil y traviesa. Tales cualidades no lo hicieron menos merecedor de mis afectos, por el contrario. Peleamos irrevocablemente acerca de otro asunto en el que asimismo se mostró invencible y supremo, como todos los gatos. Se negó a aprender los usos de una caja de arena; tampoco se dignó a aceptar una hoja de papel o aserrín. Ni siquiera lo tentaban Le Temps o Le Journal con las reseñas de Catulle Mendès…


Se supone que no existe nada que a los gatos les guste más que el calor, y es verdad que buscarán una chimenea, un acogedor fuego de leña o la compañía de una estufa de cocina, pero es perfectamente factible que vivan en el frío. Cuando se descubrió que la gélida temperatura de las grandes plantas frigoríficas no era lo suficientemente implacable para exterminar la resistencia de las ratas, alguien propuso llevar gatos. Los primeros felinos trasladados a estos inhóspitos cuarteles no prosperaron, y unos cuantos murieron, de hecho, pero después de un par de inviernos les creció una asombrosa capa de piel, tan gruesa como la de un castor. Las camadas nacidas en estos fríos extremos resultaron ser unas robustas bestezuelas, y se dice que ahora los gatos de las cámaras frigoríficas languidecerían jadeando de agotamiento si se los expusiera a un día de pleno verano en Nueva York.

Existe, sí, enemistad entre el gato y el perro, pero esta antipatía es superficial y puede obviarse en muchos casos. Sin duda es instintiva; se sabe de crías que apenas han abierto los ojos y han soltado un bufido a un perro. Pero los gatos que viven con perros suelen hacerlo dignamente y en paz; muchas veces brota incluso un profundo afecto entre ellos. Cuando la desdichada dama de la obra de Richard Flecknoe Enigmatical Characters (1658) habla de dejar caer su devocionario en la sartén caliente, y del perro y el gato peleándose encima y al final orando juntos, eso tiene un sentido simbólico. Del mismo modo, recordemos a la vieja madre Hubbard de la canción infantil yendo a la sombrerería a comprar un sombrero para su perro, “pero cuando volvió el perro estaba alimentando al gato”.

La señorita Antoinette Thérèse Deshoulières escribió La mort de Cochon, una notable tragedia heroica, a la manera de Corneille, cuyo tema central es la pasión de la gata de su madre, Grisette, por Cochon, el perro del duque de Vivonne, hermano de madame de Montespan. Todos los gatos machos de la casa de madame Deshoulières y del vecindario se han reunido en un techo para regocijarse por la noticia que porta el título de la obra, y para expresar la esperanza de que alguno de ellos logre pedir la pata de la perversa Grisette. La joven señorita, sin embargo, se entrega de todo corazón al duelo. En vano llora el coro de gatos:

Vuelve la cara a tu especie

Será más dulce tu destino.

Grisette responde:

Mi ternura a Cochon se la debo

Mil veces más celosos de él tendrían que estar

Verán hasta qué punto me importa ese perro.

El coro llora:

¡Ah, basta, gata cruel!

Pero ella no cede, y desaparece del tejado para dar paso a Eros, el dios en un carro, que se hace la siguiente ilusión:

Tiernos michos, déjenla hacer.

Vuestra miseria tendrá fin.

Juro por mi arco, juro por mi madre:

Grisette se cansará.

La constancia es una quimera.

Mediante la oportuna pluma de la señorita Deshoulières, Grisette y Cochon habían mantenido una larga correspondencia. Es, quizás, la primera amistad literaria entre un perro y un gato, pero en ningún caso la última. De hecho, en la mayoría de los casos un gato prefiere a un perro como compañía que a otro gato. Una madre gata amamantará cachorros caninos y se sabe que han amamantado ratas. Porque las ratas y los gatos también pueden ser amigos, como descubrió Théophile Gautier cuando sus dinastías de ratas blancas y gatos blancos resultaron tener la misma edad. También W.H. Hudson relata la historia de una notable amistad entre un gato y una rata en El libro de un naturalista.

“El respeto por el sueño –escribe S.B. Wister– es una característica de lo más curiosa de los gatos, y a menudo me he preguntado si es el mismo instinto que se dice impide a leones y tigres atacar a sus presas dormidas”. Todo esto está bien, pero ¿tienen los gatos respeto por el sueño? Algunos sí. Mi Feathers no. Ella quiere su desayuno a cierta hora de la mañana; si la puerta de mi dormitorio está cerrada empieza a dar grititos afuera. Si está abierta entra, posa las patas delanteras en el borde de la cama, cerca de mi cara, y me lame las mejillas. Si la aparto con la mano, en un momento está mordisqueándome los dedos de los pies. Si le pongo fin a esta medida de presión empieza a marchar arriba y abajo usando mi cuerpo como carretera. Y es igualmente persistente si estoy durmiendo siesta: trepa hasta mi pecho y se duerme conmigo, pero cuando despierta me clava las garras y se estira, casi como si yo no existiera. Esta protrusión alternada de sus patas delanteras, con los dedos separados como si presionara y mamara de las tetillas de su madre, es un gesto típico de placer gatuno.

Los gatos hacen una distinción radical entre sus relaciones con los seres humanos y sus relaciones con otros gatos, lo que es natural. Un escritor anónimo, citado por Moncrif, lo ha dicho bellamente en su descripción de la adorable Menine, de madame de Lesdiguières, que era

gata para todo el mundo, pero para los gatos tigresa.

Los gatos son extremadamente sensibles y nerviosos; registran 160 pulsaciones por minuto. Un gatito de buen carácter puede convertirse en un gato adulto de mal talante, y los rasgos de maldad pueden verse suavizados si lo tratan con amor. Sé de una ocasión en que un invitado sujetó a una gatita de unos tres meses de manera bastante brusca. Cuando se soltó, la pobre voló a un lugar seguro; no estaba acostumbrada a humillaciones y la resintió. La familiaridad excesiva siempre engendra desprecio en un gato. Una vez que el invitado partió la gata reanudó sus distraídas maneras y se mostró tan juguetona como siempre. Pasó un año antes de que el huésped transgresor apareciera nuevamente y la gatita ya era adulta, pero en el momento en que el joven cruzó el umbral ella desapareció bajo una cama y ya no hubo forma de sacarla de allí. Los gatos tienen buena memoria.


Jessie Pickens tenía una notable gata persa atigrada que gruñía y refunfuñaba y chistaba a todo el mundo menos a su dueña. Sufría si alguien que no fuera Jessie se acercaba a ella, pero por su señora sentía un profundo apego e incluso había cruzado el Atlántico diecisiete veces en una cabina para hacerle compañía. Su temor a los extraños se debía a un accidente ocurrido cuando era cría. Willy, un gran admirador de los gatos, y en ese tiempo marido de Colette, a quien nadie supera a la hora de escribir delicadamente y con sensatez acerca de estos pequeños canallas con abrigo de piel, un día alzó a la gatita para jugar con ella y empezó a lanzarla hacia el techo, una y otra vez, hasta que hubo un giro repentino y la pequeña resbaló de sus dedos y cayó al suelo. Con un grito de terror huyó de la estancia y no la encontraron sino hasta dos días después, escondida detrás de unos baúles en la buhardilla. Nunca más permitió que un extraño la tocara.

Otro gato cayó a un pozo. Se las arregló para no ahogarse trepando a una saliente rocosa y fue rescatado a tiempo, pero se volvió loco; nunca recuperó el interés por la vida ni parecía tener la menor conciencia de sí. Lindsay, en Mind in the Lower Animals, ha seleccionado otro ejemplo, el de un gato que vivía asustado por un pavo real: desarrolló una especie de pánico, agorafobia tal vez, con una pérdida total de serenidad y una timidez permanente que le impedía alimentarse si no era en presencia de su dueño.

Sea que hereden estos rasgos o bien que sus modales y hábitos se hayan visto alentados o reprimidos por el trato, el hecho es que existe toda clase de gatos, enfurruñados y amables, crueles y tiernos, violentos y anodinos. Lo curioso es que varios gatitos de la misma madre y criados juntos en la misma casa exhibirán aun así diferencias notorias. Gautier describe tres de la misma camada:

Enjolras era solemne, pretencioso, un caballero desde la cuna; hasta teatral a veces en su inmensa presunción de dignidad.

Gavroche era un bohemio nato, enamorado de las malas compañías y de la despreocupada comedia de la vida. Su hermana Eponine, la más querida de los tres, era una delicada y fastidiosa pequeña criatura con un exquisito sentido del decoro y de los refinamientos de la vida social. Enjolras era un glotón, nada le importaba más que su comida. Gavroche, más generoso, traía de la calle gatos flacos y desgreñados que devoraban a la carrera, con pánico en los ojos, la comida reservada para su nuevo amigo. Varias veces tuve la tentación de regañar al bribonzuelo con un “¡Linda pandilla de amigos te fuiste a pescar!”, pero me contenía ante su afable debilidad. Después de todo, podría haberse comido todo él solo.

Madame Michelet, en Les chats, piensa que la coloración puede tener algo que ver con el temperamento. Los gatos negros, según esta femme savante, serían apasionados y sombríos; los rubios, amigables y frívolos, con cierta ensimismada y sonriente melancolía de fondo, y aquellos entre los dos extremos, ni rubios ni morenos, tendrían temperamentos estables. Por cierto, cualquiera que haya conocido gatos de diferentes colores considerará más bien descabelladas las clasificaciones de la dama.

Pero la afirmación de Diderot “il y a chat et chat”, hay gatos y gatos, es definitivamente justa. Algunos son fríos y altaneros, arrogantes e irónicos. Otros son tan francos, tan persistentes en su demanda de afecto que casi carecen de misterio. Algunos se trepan encima de cualquier persona y ronronean con placer. La hierba gatera es vodka y whisky para la mayoría, pero mi Feathers apenas la olfatea y se aleja. Existe toda clase de gatos, toda clase de variedades y tipos: los de pelo largo y pelo corto, y los mexicanos sin pelo; hay extraños gatos australianos con narices puntiagudas; hay gatos angora, persas y siameses, y los gatos Manx, que no tienen cola; los hay azules, negros y blancos, carey y crema, naranja y plateados y de color chinchilla; existen en combinaciones de todos estos colores; mi Feathers es una reina persa atigrada calicó, ¡con siete dedos en cada pata delantera! Los gatos de siete o de seis dedos no son nada extraños. Incluso entre los bichos raros de la gatunería hay variaciones: a pesar de la muy popular opinión en contrario, los gatos blancos no siempre son ciegos, los de pelaje carey no siempre son hembras y los atigrados de color naranja no siempre son machos.

Ciertos pelajes gatunos son amarillos, otros ámbar tarjados de oscuro;

Que cada felino es único, se lo aseguro.

En uno las patas estriadas de escarcha, en otro la cola rizada;

El pellejo de este a rayas entintadas, la piel de aquel perlada.

Los gatos se asoman por el horizonte de la mente junto con los héroes de la historia y los personajes de novela: el angora errante de Zola, derrotado en una pelea callejera, y el andariego angora de Edward Peple que arruina a un gato de la calle y vuelve a casa cansado y feliz; el gato ocultista de Baudelaire; la gata carey de Lafcadio Hearn, Tama, que jugaba con sus gatitos muertos en sueños, susurrándoles y atrapando para ellos pequeños objetos tenebrosos; la bandida de Jacobina, la gata berrenda y demoníaca del cabo Bunting en la novela de Bulwer-Lytton; el adorable ejemplar de madame de Jolicoeur, llamado Sha de Persia, cuyas “excepcionales y pequeñas rabietas gatunas no eran sino manchas solares en el resplandor de su afabilidad”; Gipsy, el gato del señor Tarkington, “mitad bronco y mitad pirata malayo”; Lady Jane, la gruñona gata gris de ojos verdes que sigue a todas partes al señor Krook en Casa desolada; los piadosos gatos papales de León xii, Gregorio xv y Pío ix; los juguetones compañeros de Richelieu;5 Hodge, el gato comedor de ostras del doctor Johnson, que era la pesadilla de Boswell; Old Foss, de Edward Lear; el gato Hector G. Yelverton, “ese fastidioso adefesio, sin más principios que un indio”, al decir de Twain; la reina indomable de Richard Garnett, de quien se ha escrito: “Y todos los machos, que nunca se atrevieron a tanto, / tiemblan ante la marcial Marigold”.

La esotérica procesión continúa pasando frente a mí: el macho lírico y filosófico de Scheffel, Hiddigeigei, con su piel azabache y su cola majestuosa; Amílcar,6 el gato de Sylvestre Bonnard, que combinaba el formidable aspecto de un jefe tártaro con la gracia pesada de una odalisca; el micho de John F. Runciman, de nombre Felix-Mendelssohn-Bartholdy-Shedlock-Runciman-Felinis, que bufaba a las calesas a la edad de seis meses y luego intentaría tocar la viola arrastrando el arco por el piso, y su Minnie, que solía hacer recular a los perros y murió por comer agujas; el fascinante Kallikrates de la novela Blind Alley, de W.L. George; el prodigioso y encantador Hinze, de Tieck; el clarividente Mysouff, de Alexandre Dumas, que una vez tomó un desayuno de quinientos francos; el terrible gato tuerto del cuento de Poe, Plutón, y el también tuerto Wotan, de Kraft, en Maurice Guest; el sabio Calvin, del señor Warner, y Tom Quartz, de Mark Twain, muy dotado para la minería; los gatos de Agnes Repplier, Agrippina y Lux; el gato psíquico de John Silence, Smoke, que amaba restregarse contra las piernas de los espíritus; Fanchette, la gata huérfana de Claudine; Apollyon, el gato escatológico del doctor Nicola, que estaba al tanto de los misterios de la cartomancia; la Willamina de Dickens, llamada William en un comienzo; Rumpel, de Southey, “el más noble archiduque Rumpelstiltzchen, Marcus Macbum, conde Tomlefnagne, barón Raticida, Waowhler y Scratch”; el gato rojo y gris de Chateaubriand, Micetto, regalo de un papa; la gata de Tom Hood, Tabitha Longclaws Tiddleywink, y sus tres gatitos, Peppernot, Scratchaway y Sootikins; el gato negro de fray Inocencio, llamado Timoteo “por la razón de que es un nombre apropiado para un gato y además en burlona reprobación de ese cismático monofisita de Egipto que en el siglo v usurpó el patriarcado y era popularmente conocido como Timoteo el Gato”, y que más tarde se llamó Susurro; el gato vudú de Sandy Jenkins, Mesmerizer; Madame Theophile, una de las muchas gatas de Théophile Gautier, que hallaba deleite en los perfumes y la música, en los chales de la India que venían en cajas de sándalo, en los tenues y aromáticos olores de Oriente; Chanoine, de Victor Hugo, y Hinse of Hinsefield, de sir Walter Scott; Moumoutte Blanche y Moumoutte Chinoise, de Pierre Loti; el malvado Rutterkin y sus emanaciones mefíticas, y la gata egipcia de Rosamund Marriot Watson, deseada por Arsínoe: “Una leona diminuta, de dulzura exquisita. Sus ojos grises como el mar. Y esas patas como algodones al caminar”.


Y prosigue la marcha solemne: “Los gatos prudentes, los gatos callados / paseando su belleza, su gracia y su misterio”, las serpientes con pelo, como también se los ha llamado; esas “Venus de ojos verdes”, “el animal de casa”, “la esfinge de la chimenea”, “el comedor de ratas”, “el enemigo de los roedores”, “la pantera del hogar”, gatos “con nombres obsoletos y otros no, como Tom, Tiberio, Rogelio, Rutterkin o Puss”; gatos calumniosos, adeptos al faux pas, cuya reputación liquidan con sus garras asesinas; gatos chillones y buenos para la camorra; gatos de cruza que solo desean tener algo que morder; gatos circunspectos de triste semblante puritano y gatas sabihondas que vuelven locos a sus maridos; gatos inciviles que nunca se cortan las uñas; gatos chismosos, llenos de cuentos de Canterbury; grandes damas gatas vejadas por el catarro y el asma, y gatos supersticiosos que maldicen a las estrellas.

1 La teoría de la secta estadounidense de los shakers de que las funciones del sexo “pertenecen a un estado de naturaleza y son inconsistentes con el estado de gracia” no la respalda el gato.

2 Charles Henry Lane (1903), en Rabbits, Cats and Cavies. El gato se llamaba Puddles. “Solía salir a pescar conmigo todas las noches –relata el pescador–. En las noches frías se me sentaba en el regazo y asomaba la cabeza de vez en cuando, o bien yo lo envolvía en una lona y hacía que se quedara quieto. Se me tumbaba encima mientras yo dormía, y si alguien se acercaba maldecía una buena y los enfrentaba; nunca tocaba un pescado, ni siquiera la más diminuta víscera, si no se lo dabas. Me veía obligado a llevarlo a pescar o de lo contrario se paraba y aullaba y maullaba hasta que yo volvía. Lo subía al queche y lo dejaba dentro del bote; entonces se ponía contento. Cuando hacía buen tiempo solía asaltar la proa y sentarse a observar los tollos, que pasaban por miles, y se zambullía y los sacaba sujetándolos firmes entre los dientes como si fueran ratas, y no temblaba con el frío ni la mitad de lo que lo hacía un perro terranova acostumbrado al mal clima. Tenía un aspecto horriblemente salvaje cuando salía del agua con un tollo. Yo mismo le enseñé a entrar en el agua. Un día, cuando era cría, lo llevé hasta el mar para lavarlo y sacarle las pulgas, y en una semana podía nadar tras una pluma o un corcho”.

3 Al gato negro, que lo tiene en mente, el gato chinchilla le da el siguiente consejo en las Novel Notes de Jerome: “Trata de mojarte un poco. Por qué la gente prefiere un gato mojado a uno seco nunca he sido capaz de entenderlo, pero es un hecho que a un gato mojado se le dará cobijo y se le hablará efusivamente, mientras que a un gato seco puede que le apunten la manguera del jardín. Además, si puedes manejarlo y te lo ofrecen, come un pedazo de pan seco. La raza humana siempre se conmueve hasta lo más hondo ante la visión de un gato que come un mendrugo”.

4 Mary Augusta “May” Yohe (1866-1938) fue una exitosa actriz estadounidense de vodevil. Se casó varias veces, siempre con hombres vistosos pero con tendencia a la bancarrota, y murió pobre [NdT].

5 Cuando Pío IX se sentaba a la mesa, su gato entraba junto con la sopa, se montaba en una silla frente a él y sin hablar, decorosamente, observaba hasta que el pontífice terminaba de comer. Entonces recibía su comida de las manos de su amo y se retiraba hasta la misma hora del día siguiente. Su muerte alarmó al palacio, pues se pensó que la pérdida de su viejo compañero de mesa llenaría de dolor a Su Santidad, pero a este “no pareció importarle ni una pizca más que la muerte de su secretario, el cardenal Antonelli”. En cuanto a la debilidad de Richelieu por los gatitos, se ha dado por supuesta y se afirma como un hecho en la mayoría de los libros sobre gatos. Solo Champfleury pone en duda el asunto, en una nota al pie: “Es sorprendente que Moncrif, quien a pesar de su tono burlón hizo extensas investigaciones sobre el tema, no haya dicho una palabra sobre el amor de Richelieu por esos animales. ¿Puede ser que esta peculiaridad, atribuida a un gran personaje político, sea solo una leyenda? ‘Todos saben –dice Moncrif– que uno de los grandes ministros que ha tenido Francia, Colbert, siempre tenía varios gatitos jugando en torno del mismo escritorio en que tantas instituciones útiles y honorables para la nación tuvieron su origen’”. Y Alexandre Landrin escribe: “Con Richelieu, el gusto por los gatos era ya manía; cuando se levantaba por la mañana y cuando se iba a la cama por la noche estaba siempre rodeado por una docena, y jugaba con ellos, deleitándose con sus saltos y jugueteos. Tenía uno de sus despachos acondicionado como refugio para gatos, y encomendó su supervisión a gente conocida. Abel y Teyssandier iban mañanas y tardes a alimentar a los gatos con patés preparados con blanca carne de pollo. A su muerte dejó una pensión a sus gatos y para Abel y Teyssandier, de manera que continuaran cuidando a sus catorce protegidos: Mounard le Fougueux, Soumise, Serpolet, Gazette, Ludovic le Cruel, Mimie Piaillon, Felimare, Lucifer, Lodoïska, Rubis sur l’Ongle, Pyrame, Thisbé, Racan y Perruque. Estos dos últimos recibieron su nombre por haber nacido en la peluca de Racan, el académico”. Dice Gaston Percheron: “La historia registra que Richelieu acariciaba con una mano a una familia de gatos que jugaba en sus rodillas mientras con la otra firmaba la orden de ejecución del marqués de Cinq-Mars”.

6 También Anatole France tenía un Amílcar. A su muerte lo sucedió Pascal, bautizado así por la cocinera de France después de que esta oyera una conversación en la mesa sobre el filósofo. Pascal era un gato callejero que entró por casualidad, le gustó la “ciudad de los libros” y decidió quedarse.

El tigre en la casa

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