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Capítulo 1

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NECESITO una esposa.

Angela Samuels miró a su jefe, preguntándose si habría oído mal.

–¿Disculpe?

Hank Riverton se inclinó hacia delante, observándola con sus ojos azul oscuro, examinándola. Angela sintió que sus mejillas se acaloraban mientras él deslizaba la mirada desde su pelo castaño rizado, que probablemente habría escapado parcialmente del pasador con que lo sujetaba a la altura de la nuca, hasta la punta de sus cómodos pero feos zapatos negros.

Su jefe asintió, como si hubiera quedado satisfecho tras el examen.

–Serás perfecta. Por supuesto, solo se trata de algo temporal. Una semana. Eso es todo lo que necesito.

–Lo cierto es que no sé de qué está hablando, señor Riverton –dijo Angela.

Él frunció el ceño, algo que no mermó en lo más mínimo su atractivo.

–¿No hemos hablado ya del asunto? ¿De Brody Robinson y el encuentro de matrimonios que organiza su esposa?

Angela negó con la cabeza. Hank suspiró y se pasó una mano por el pelo.

–Pensaba que ayer te había dicho algo al respecto.

Angela volvió a negar con la cabeza.

–A mí no –nunca habría olvidado una conversación sobre la posibilidad de convertirse provisionalmente en la esposa de su jefe.

–¿Conoces a Brody Robinson?

–Es el dueño de las galletas Brody –contestó Angela. Robinson era el cliente más importante de Hank. Era un pintoresco pseudo vaquero que había hecho una fortuna explotando la receta de las galletas de su abuela.

–Hace poco ha comprado un rancho en Mustang, Montana, y mi «esposa» y yo hemos sido invitados a ir. El año pasado, cuando conseguí captarlo como cliente, Brody dedujo por su cuenta que estaba casado.

Angela miró a su jefe, sorprendida. Hank Riverton era el hombre con menos aspecto de casado que había conocido en su vida.

–¿Y cómo pudo llegar a esa conclusión? –preguntó.

Hank le dedicó una sonrisa ligeramente avergonzada.

–Dedujo que estaba casado por lo que estaba diciendo, y yo no hice nada para corregir su impresión –la sonrisa desapareció de su rostro y volvió a fruncir el ceño–. Ya conoces a Brody, Angela. Conseguimos captarlo como cliente con unos anuncios basados en la familia, el hogar y los valores tradicionales. Brody es el hombre más conservador que conozco, y cree que somos almas gemelas.

Angela reprimió una risa. ¿Hank River conservador? ¡Absurdo! Sobre todo en lo referente a su vida personal y a sus relaciones. Sospechaba que su dormitorio tenía instalada una puerta giratoria para facilitar la entrada y salida de sus amantes.

–¿Qué es eso del encuentro de matrimonios? –preguntó.

Hank se reclinó contra el respaldo de su asiento.

–La esposa de Brody es una psicóloga especializada en salvar matrimonios. Ha desarrollado un programa de una semana con el que pretende profundizar en el compromiso y la intimidad entre parejas. El caso es que Brody ha pensado que sería un buen regalo invitarnos a mí y a mi «esposa» a su rancho de Mustang, donde su mujer organiza los cursos. Así que el lunes por la tarde tengo que estar en Mustang, y si no me presento con una esposa, existen serias posibilidades de que Brody cancele su cuenta con nosotros.

–¿Y Sheila? –preguntó Angela, refiriéndose al último amor de Hank.

Él la miró con gesto incrédulo.

–Piensa un poco, Angela –dijo en tono irónico–. ¿Te parece que Sheila da el tipo de mujer casada?

No. Aquella pelirroja de cuerpo escultural no parecía poseer los atributos típicos de una esposa. Probablemente, su sensualidad hacía pensar a los hombres en noches ardientes y sexo ilícito. Tenía aspecto de amante, no de esposa.

–Sin embargo, tú eres perfecta para el papel –continuó Hank. Angela no supo si sentirse halagada o insultada–. Solo tendrás que hacerte pasar por mi esposa durante una semana. Serán más unas vacaciones que otra cosa –volvió a inclinarse hacia delante, dedicando a Angela una mirada llena de embrujo.

Ella se preguntó si sería la misma mirada que utilizaba para tratar de llevarse a una mujer a la cama. Era la primera vez que aquellos ojos bonitos y sexys la miraban así, y sintió una lenta calidez ascendiendo desde la punta de sus pies hasta su rostro.

–No creo que sea buena idea –murmuró, apretando contra su pecho el informe que sostenía en las manos–. ¿Y si meto la pata y pongo en peligro la cuenta? Me parece una locura.

–Tienes razón –asintió Hank–. Todo el asunto es una locura, pero tengo que asistir y te necesito para salir del atolladero. Cobrarás una paga extra de mil dólares.

Angela abrió los ojos de par en par ante aquel incentivo. Podía hacer muchas cosas con mil dólares. Su madre necesitaba un nuevo aparato de aire acondicionado, y su hermano, Brian, siempre necesitaba dinero extra para sus estudios. Y si ella quería buscar otro trabajo, el dinero le daría un poco de tiempo para decidir lo que quería hacer.

–Mil quinientos –dijo Hank–. Por una semana que será más de vacaciones que de trabajo.

–De acuerdo –aceptó Angela, reacia, sabiendo que probablemente estaba cometiendo un error, pero incapaz de rechazar la oportunidad de aliviar un poco la situación financiera de su familia.

–Estupendo –Hank se levantó, sonriendo aliviado–. ¿Por qué no te tomas el resto de la tarde para ir a casa y escribir una especie de informe sobre ti misma? Traémelo mañana y así tendré el fin de semana para estudiarlo. Yo haré lo mismo para ti. El lunes debemos saber lo suficiente el uno del otro como para dar la impresión de que llevamos casados un tiempo.

Cuando Hank se sentó y abrió una carpeta que tenía sobre la mesa, Angela supo que había llegado el momento de retirarse. Salió del despacho y fue a la zona de recepción, donde se encontraba su escritorio.

Aunque llevaba dos años trabajando para Hank Riverton, no estaba segura de querer continuar en aquella oficina. Cuando Hank Riverton la entrevistó por primera vez para el trabajo le explicó que su puesto incluía tanto los deberes de asistente personal como los de secretaria.

A Angela la alegró mucho conseguir el puesto y, al principio, no le importó ocuparse de los encargos personales de su jefe, como comprar los regalos de cumpleaños para su padre y su tía, o recoger su ropa de la tintorería. Esperaba alcanzar su sueño de convertirse en redactora publicitaria, de llegar a formar parte del proceso creativo del mundo de la publicidad.

En la entrevista inicial, Hank mencionó la posibilidad de ascender en la empresa, y conociendo la reputación de la Agencia de Publicidad Riverton, Angela se entusiasmó ante la posibilidad de aprender de él.

Pero, hasta ese momento, lo único que había aprendido era que a su jefe le gustaban las camisas bien almidonadas y los sándwiches sin mayonesa, que ninguna novia le duraba más de tres semanas y que siempre les enviaba flores cuando las dejaba. Y aunque sentía que había aprendido muchas más cosas durante aquellos dos años, no había tenido la posibilidad de poner sus conocimientos en práctica. Se sentía frustrada, mal aprovechada y quería más de su trabajo.

Mientras ordenaba su escritorio, se fijó en la gran foto de su jefe que adornaba la pared que tenía enfrente.

Hank Riverton. A los treinta y tres años ya era un profesional de éxito en el mundo de la publicidad. Y tampoco podía ponerse en duda que era un hombre guapo e irresistible. Tenía el pelo oscuro, fuerte y ondulado, y los ojos azules. Sus rasgos marcados no irradiaban tan solo atractivo, sino también inteligencia.

Los dos primeros meses de trabajo Angela estuvo deslumbrada por él como una adolescente. Se quedaba muda en su presencia, el corazón le palpitaba cuando andaba cerca y tenía sueños eróticos con él casi todas las noches.

El enamoramiento había pasado, dejando una sincera admiración por su sentido para los negocios, pero también la certeza de que no era la clase de hombre del que quería enamorarse.

Respirando profundamente, tomó su bolso y salió de la oficina. Mientras conducía hacia su casa se hizo claramente consciente de lo que acababa de aceptar.

Esposa por una semana. Iba a ser la esposa de Hank Riverton durante una semana. Bajó la ventanilla y respiró profundamente el cálido aire del verano, reprimiendo el impulso de volver y decirle al señor Riverton que no quería seguir adelante con aquella farsa.

También le habría gustado decirle que estaba cansada de ser la recadera de un hombre que apenas era consciente de su existencia como persona.

La idea de fingir ser su esposa durante una semana resultaba realmente absurda. Pero la idea de cobrar mil quinientos dólares por aquella locura resultaba peligrosamente reconfortante.

«No es justo perpetuar una mentira, aceptar dinero por hacerlo, y luego dejar el trabajo», susurró una vocecita en su interior. «Haz tu trabajo, toma el dinero y corre», exclamó a continuación otra voz más fuerte.

Angela decidió escuchar el último consejo. Después de todo, con aquella mentira no iba a hacer daño a nadie, y el dinero le había sido ofrecido como un extra.

Cuando pasara la semana, si decidía dejar el trabajo avisaría a Hank Riverton con el tiempo estipulado por la ley. Aparte de eso, no le debía nada.

Mientras iba por el sendero que llevaba a la pequeña casa de su madre, se preguntó cómo explicarle a esta su viaje. Con decirle que se trataba de un viaje de trabajo bastaría.

No tenía por qué mencionar en qué iba a consistir su trabajo. Sabía que a su madre no le parecería bien que fuera a hacerse pasar por la esposa de Hank. Además, ya tenía veintiocho años y era lo suficientemente mayor como para tener algunos secretos.

Mientras salía del coche, su mente pasó al siguiente problema: ¿qué equipaje debía preparar para hacerse pasar por la esposa de Hank Riverton en un rancho de Montana?

–Sí, Brody, estamos deseando ir –dijo Hank, hablando por teléfono–. Llegaremos mañana al mediodía.

–¡Estupendo! –la poderosa voz de Brody Robinson retumbó a través de la línea–. Te encantará Mustang, y te garantizo que tú y tu esposa saldréis de aquí como dos tortolitos recién casados.

–Angela y yo estamos deseando comprobarlo –replicó Hank.

–¿Angela? –Brody hizo una pausa–. Pensaba que tu esposa se llamaba Marie.

Hank sintió que la sangre abandonaba su rostro. Recordó demasiado tarde que cuando entró en tratos con Robinson estaba saliendo con Marie.

–Angela Marie –improvisó–. Utilizo indistintamente ambos nombres para llamarla.

–Debe resultar bastante confuso –dijo Brody–. Pero me da lo mismo cómo la llames mientras la traigas. Hemos invitado a otras dos parejas a unirse a nosotros. Va a ser una semana estupenda.

Tras charlar un rato más, los dos hombres se despidieron. Hank apoyó la espalda contra el respaldo del sofá y suspiró. Odiaba el engaño, pero él mismo se había metido en aquel lío y no veía otro modo de salir del atolladero.

Tomó el informe que Angela le había dado el viernes. No había tenido tiempo de mirarlo hasta ese momento, lo que le daba menos de veinticuatro horas para averiguar todo lo que pudiera sobre ella.

Angela llevaba dos años trabajando para él, pero, curiosamente, apenas sabía nada sobre su vida personal. Aunque también era cierto que hasta entonces no había tenido necesidad de preocuparse por ello. Era un empleada realmente eficiente, casi invisible, que realizaba las tareas necesarias para que el negocio marchara como era debido.

Frunció el ceño, sorprendido al descubrir que no podía evocar una imagen clara de ella en su mente. No estaba seguro de si sus ojos eran marrones o azules, aunque recordaba que tenía el pelo de color más o menos castaño y que normalmente lo llevaba un tanto revuelto.

Pero no lograba recordar sus rasgos, y lo único que le vino a la mente fue que siempre llevaba unos zapatos negros muy feos, pero con aspecto de ser bastante cómodos.

Al menos no tendría que preocuparse por la posibilidad de caer en la tentación de llegar a creerse su papel. Aquella discreta secretaria no era en absoluto su tipo, y eso hacía que fuera la mujer ideal para interpretar el papel de esposa.

Suspirando, se levantó y recorrió el cuarto de estar. No podía decirse que estuviera deseando que empezara aquella semana. Pasar siete días en un rancho aprendiendo cómo desarrollar una intimidad más profunda con una esposa falsa no era precisamente su idea de unas vacaciones.

Intimidad. Lo que toda mujer anhelaba y lo que todo hombre aborrecía. Hank no quería una mujer en su vida, que conociera sus pensamientos y compartiera sus sueños.

Había visto lo que el amor y la intimidad le habían hecho a su padre. La madre de Hank murió cuando este tenía cinco años, y durante toda su vida había visto cómo su padre construía un imperio de tintorerías a base de trabajar muy duro.

Pero hacía un año, Harris Riverton se había vuelto a casar y había dejado de ser el pujante empresario que siempre había sido para transformarse en un apacible señor al que nada le gustaba más que entretenerse trabajando en el jardín con su nueva esposa.

Y Hank no estaba dispuesto a perder su empuje y a dejar en segundo plano su trabajo por ninguna mujer.

Y hablando de mujeres… miró el reloj y vio que solo le quedaban quince minutos para ir a recoger a Sheila para su habitual cena de los domingos.

Una hora más tarde, Sheila y él estaban sentados a una mesa del Sam’s Steakhouse, el restaurante favorito de Hank. La decoración era bastante sosa, y el ambiente no tenía nada del otro mundo, pero las chuletas que servían eran enormes y estaban cocinadas a la perfección.

Mientras Hank cortaba un trozo de carne, Sheila picaba un poco de ensalada con gesto displicente. Estaba enfadada desde que él le había dicho que iba a estar fuera toda la semana por un asunto de negocios.

–¿Estás seguro de que no puedes volver a tiempo para la fiesta benéfica del viernes por la noche? –preguntó, cuando Hank ya estaba a punto de terminar su chuleta.

–Lo siento, cariño, pero será imposible. No podré volver hasta el domingo.

–Pero tú eres el jefe. ¿No puedes hacer que alguna otra persona se ocupe de ese negocio? Toda la gente importante de la ciudad asistirá a esa fiesta –la voz de Sheila, normalmente suave, se volvió quejumbrosa–. Tenía tantas ganas de ir… He comprado un vestido nuevo, e incluso había conseguido una cita en la peluquería de Pierre.

–Puedes ir a la fiesta sin mí –dijo Hank, preguntándose por qué no se había fijado hasta entonces en que los ojos azules de Sheila despedían el frío destello de una mujer acostumbrada a salirse siempre con la suya.

–Mustang está solo a dos horas de aquí. Podrías venir para la fiesta y volver a tu trabajo el sábado por la mañana –insistió ella.

Hank dejó el tenedor a un lado y apartó el plato.

–Lo siento, Sheila, pero ya te he dicho que esta vez no puede ser. Ya habrá otras fiestas a las que podamos ir.

Sheila dio un sorbo a su vino. Luego dejó la copa en la mesa y alargó una mano para apoyarla sobre la de Hank.

–¿Y qué va a hacer la pequeña Sheila sin su amorcito toda una semana?

Hank odiaba que le hablara como si fuera una niña idiota, y de pronto pensó que había muy pocas cosas de Sheila que realmente le gustaran.

Sin duda, tenía un tipo y un rostro que eran auténtica dinamita, pero también era caprichosa y exigente. Tenían muy poco en común y sospechaba que a Sheila le gustaba él más por su imagen y por el reto que representaba que por otra cosa.

Había llegado el momento de dar por terminado el período de tres semanas que había compartido con aquella atractiva mujer. En cuanto pensó aquello sintió un reconfortante alivio que lo hizo reafirmarse en su decisión.

Se pasó la servilleta por los labios, tratando de encontrar las palabras adecuadas para no herir los sentimientos ni la dignidad de Sheila.

–Eres una mujer preciosa y encantadora, Sheila, y he disfrutado mucho del tiempo que hemos pasado juntos –empezó.

–Me vas a dejar, ¿verdad? –el tono infantil se esfumó por completo de la voz de Sheila, dando paso a otro de auténtica rabia–. No puedo creerlo. Todos mis amigos me lo advirtieron, Hank Riverton. Me dijeron que no saliera contigo, que eras un rompecorazones profesional.

–Sheila…

–Tú espera, Hank –interrumpió Sheila, dedicándole una mirada fulgurante a la vez que se levantaba de la mesa–. Uno de estos días vas a entregarle tu corazón a alguna mujer. Vas a quererla más que a nada en el mundo, y espero que te lo arranque y lo haga pedacitos –tras aquellas palabras, dio media vuelta y se marchó del restaurante.

Hank reprimió una oleada de arrepentimiento mientras contemplaba el sexy balanceo del trasero de Sheila mientras se alejaba. Probablemente, habría sido una buena amante, pero no había llegado a comprobar su pericia en aquella faceta.

Aunque ella le había dado los indicios necesarios todas las noches que habían salido, él no había respondido. Sabía que Sheila habría interpretado el hecho de que se acostaran como un preludio al anillo de compromiso, y eso era lo último que quería. Además, le costaba imaginarse a sí mismo haciendo el amor con una mujer que hablaba como una niña.

Lamentaba haber herido sus sentimientos, aunque sabía que Sheila estaría bien, con él o sin él. Era una de esas mujeres que siempre tendría un hombre a su lado. Al igual que él, era una superviviente en el juego de las relaciones.

Apartando a un lado cualquier resto de remordimiento, hizo una seña al camarero para que le llevara la cuenta.

–Adiós, Sheila –murmuró para sí, sabiendo que había hecho bien rompiendo con ella esa noche. A fin de cuentas, al día siguiente iba a ser un hombre «casado»

Mientras esperaba al camarero, pensó en su secretaria, la mujer que iba a interpretar el papel de su esposa. Angela era exactamente la clase de mujer que le parecería bien a Brody. Sencilla y tranquila, consciente de sus deberes y eficiente, tenía todas las cualidades de una esposa tradicional. Y, sobre todo, no suponía ninguna amenaza para su soltería.

Sonrió al pensar en las palabras con que se había despedido Sheila. Esperaba que alguna mujer le rompiera el corazón. Rio en alto al pensar en ello. El día que permitiera que una mujer entrara en su corazón sería el mismo que besaría el feo rostro de Brody Robinson. Y eso no sucedería mientras viviera.

Más que una secretaria

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