Читать книгу Más que una secretaria - Carla Cassidy - Страница 6

Capítulo 2

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PARA, Brian! –Angela trató de mirar a su hermano con expresión severa, pero rompió a reír mientras este sostenía el cepillo del pelo en alto, por encima de su cabeza–. Vamos, necesito cepillarme antes de que venga el señor Riverton.

Brian se puso a bailar alrededor de ella y acabó tras la mesa de la cocina, con una amplia sonrisa en su rostro delgado.

A los diecinueve años, Brian era aún un joven alto y desgarbado, con un travieso sentido del humor que a veces volvía loca a Angela.

–¿Por qué iba a dártelo? Seguro que vas a sujetarte el pelo atrás con uno de esos pasadores tan feos.

–Mis pasadores no son feos, ¡y mi jefe va a llegar en cualquier momento! –Angela rodeó la mesa, golpeó a su hermano juguetonamente en el pecho y volvió a reír cuando este la abrazó como un oso.

Cuánto quería a su hermano… pensó mientras luchaba por librarse de su abrazo. Aunque Brian ya no era ningún bebé, aún lo adoraba.

Su padre los abandonó cuando su madre estaba embarazada de Brian. Poco después del nacimiento de este, su madre se puso mala del corazón y fue Angela la que se ocupó de criarlo. El resultado fue un amoroso e intenso lazo de unión entre los dos hermanos.

El timbre de la puerta sonó en ese momento y Angela se quedó petrificada. Mientras oía que su madre iba a abrir, luchó por librarse del abrazo de su hermano.

–Si no me sueltas ahora mismo, voy a… voy a…

Brian rio.

–¿Qué vas a hacer? Soy demasiado grande como para que me des unos azotes en el trasero –la soltó justo cuando Hank Riverton entraba en la cocina.

–Buenos días –saludó Hank, alzando una ceja con gesto de sorpresa.

Angela sintió las mejillas totalmente acaloradas mientras tomaba el cepillo de la mano de Brian y se apartaba el pelo del rostro.

–Buenos días –contestó–. Yo… estaré lista en un momento. Brian, ¿por qué no sirves una taza de café al señor Riverton?

–Yo me ocuparé del señor Riverton. Tú ve a terminar de prepararte –dijo Janette Samuels mientras entraba en la cocina.

Angela dedicó a su madre una sonrisa de gratitud y luego corrió a su dormitorio, donde la aguardaba el equipaje, ya preparado.

Se cepilló rápidamente el pelo hacia atrás y se lo sujetó en la nuca con un amplio pasador. No quería entretenerse más. No quería que su madre se pusiera a interrogar a su jefe sobre su «viaje de negocios».

Miró su reflejo en el espejo. Hank le había dicho que se vistiera informalmente y le había hecho caso. Llevaba unos vaqueros y una blusa blanca y azul marino. En lugar de sus habituales zapatos negros se había puesto unas zapatillas deportivas blancas. Tras una última y nerviosa mirada al espejo, tomó la maleta y salió del dormitorio.

Su jefe estaba sentado a la mesa de la cocina, flanqueado por su madre y su hermano. Brian le estaba hablando de las clases a las que asistía en la universidad local.

Mientras su hermano hablaba, Angela se tomó un momento para observar al hombre que iba a ser su supuesto marido durante la siguiente semana. Vestido con vaqueros y un polo de manga corta que enfatizaba sus anchos hombros y biceps, resultaba demasiado masculino y viril como para dejarla tranquila.

–Parece que tienes un horario muy duro –comentó Hank cuando Brian terminó de hablar.

Angela se acercó a su hermano y le puso las manos en los hombros.

–Brian puede con él. Fue el primero de su promoción en el colegio y ha recibido ofertas de becas de las mejores universidades del país.

Janette palmeó la mano de su hijo.

–Y el año que viene irá a una de esas universidades.

–Ya veremos, mamá –dijo Brian, sin comprometerse.

Hank se levantó y miró a Angela.

–Nos espera un largo trayecto. Será mejor que nos pongamos en marcha.

–Sí, claro –Angela tomó su maleta y se encaminó hacia la puerta de salida.

–Déjame –Hank le quitó la maleta de la mano y se volvió hacia la madre de Angela–. Ha sido un placer conocerla, señora Samuels. Me ocuparé de devolverle a su hija sana y salva el próximo domingo.

Janette sonrió.

–Muy bien. Espero que sus negocios vayan bien.

–Adiós, hermanita –dijo Brian.

–Adiós, Brian. Y no faltes a clase mientras estoy de viaje –bromeó Angela.

Una vez fuera de la casa, respiró aliviada. Hank metió su equipaje en el maletero mientras ella entraba en el deportivo rojo.

–Siento no haber estado lista cuando ha llegado. No pretendía que tuviera que charlar con mi madre y mi hermano –dijo Angela, nerviosa, mientras Hank ocupaba su asiento ante el volante.

–No me ha importado –contestó él. Tras arrancar el coche, se volvió a mirarla–. De hecho, me ha parecido bastante interesante. Este fin de semana, mientras leía el informe que me habías preparado, he comprendido que apenas sabía nada sobre ti. Y por cierto, será mejor que empieces a tutearme. Resultaría muy extraño que me trataras de usted estando casados.

Angela asintió.

–No hay mucho que saber –dijo, mientras él ponía el coche en marcha.

–Al contrario. No sabía que tuvieras familia. Siempre estás disponible para trabajar horas extra y los fines de semana. Si no recuerdo mal, la pasada nochebuena supervisaste una fiesta en mi casa durante casi toda la noche.

Angela se encogió de hombros.

–No estoy casada ni tengo hijos. Mamá y Brian saben cuánto me importa mi trabajo –se preguntó si aquel sería el momento adecuado para decirle a su jefe lo insatisfecha que estaba con su situación en la oficina, pero decidió no hacerlo. Esperaría al viaje de vuelta.

Mientras salían de la ciudad, miró a Hank de reojo, comprendiendo que, probablemente, aún no se le había pasado del todo su tonto enamoramiento de adolescente. Aunque sabía que era un playboy aparentemente incapaz de mantener una relación duradera, no podía evitar sentirse alterada por su cercanía. Y eso la irritaba.

Había algo en él que la hacía consciente de su propia feminidad, de la sexualidad que aún esperaba ser despertada. Tenía veintiocho años y todavía no la habían besado en serio.

Claro que en el colegio había tenido sus citas, e incluso se había besado con algún compañero durante el último curso, pero la realidad de la enfermedad de su madre y de las necesidades de su hermano habían hecho imposible que se relacionara.

Tenía veintiocho años y nunca había sentido la emoción de ser besada por un hombre adulto y experimentado. Y algo en Hank Riverton le hacía recordar su falta de experiencia.

–¿Por qué estudia tu hermano en la universidad local si ha recibido tantas ofertas de otras? –preguntó Hank mientras entraban en la autopista que los llevaría a Mustang.

Angela agradeció poder salir de sus inquietantes pensamientos.

–Cuando llegaron las ofertas, mi madre estaba pasando una mala temporada. Está enferma del corazón y no sabíamos si iba a superar aquella crisis. Brian decidió que prefería estar cerca de casa.

–Muy loable. ¿Y vuestro padre? ¿A qué se dedica?

–Quién sabe –Angela reprimió el dolor y la rabia que siempre le producía pensar en su padre–. Nos abandonó cuando mamá estaba embarazada de Brian sin dejar señas en las que poder localizarlo.

–Eso es algo que tenemos en común –dijo Hank–. Los dos hemos crecido en familias con un solo padre. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años.

–Sí, lo sé –replicó Angela. Hank la miró, sorprendido, y ella continuó–. Averigüé todo lo que pude sobre ti antes de presentarme a la entrevista para el trabajo. Leí todos los artículos que encontré en revistas y periódicos.

Hank le dedicó una sonrisa insegura.

–Espero que no creyeras todo lo que leíste. Los periodistas tienden a exagerar, sobre todo en lo referente al dinero y al amor.

Angela se ruborizó ligeramente.

–He trabajado lo suficiente para ti como para saber que te va bien en ambos aspectos.

Hank rio.

–Eso depende de a quién se lo preguntes. Según mi contable, gasto casi lo mismo que gano, y tengo la impresión de que si le preguntaras hoy a Sheila lo que piensa de mí, no te diría precisamente cosas agradables.

–¿Problemas en el paraíso?

–El paraíso perdido –replicó Hank–. Rompí con ella anoche.

–¿Debería llamar a la floristería? –preguntó Angela en tono burlón.

–No, esta vez nos saltaremos la rutina habitual. Además, no me parecería bien mandarle flores a Sheila estando casado contigo –Hank sonrió y Angela sintió el magnetismo de aquella sonrisa recorriendo su cuerpo–. Y hablando de nuestro matrimonio, deberíamos discutir algunos detalles sobre nuestra boda.

–¿Qué detalles?

–Por ejemplo, si nos casamos con una ceremonia tradicional, o en un parque, o con un juez de paz. Si nuestro noviazgo fue un idilio arrollador, o si nos conocíamos de toda la vida…

–Pues claro, fue un idilio arrollador –dijo Angela de inmediato–. Pero nos casamos siguiendo la ceremonia tradicional –cerró los ojos por un instante, visualizando la boda con la que siempre había soñado–. Nos casamos por la tarde, y la iglesia estaba llena de velas y flores. Yo llevaba un vestido largo blanco con encaje y botones de perlas; tú, esmoquin con una faja color rosa claro y pajarita.

–Parece que has pensado mucho en ello.

La voz de Hank sacó a Angela de las agradables imágenes que poblaban su mente. Fue como despertar en medio de un sueño agradable.

–En realidad no –contestó. No quería que su jefe supiera lo a menudo que tenía aquellas ridículas fantasías–. Supongo que todo el mundo piensa alguna vez en cómo le gustaría que fuera su boda.

–Puedo asegurarte que yo jamás pienso en mi boda.

Angela sonrió irónicamente.

–Y yo puedo asegurarte que no me sorprende. Tienes el corazón de un soltero empedernido –dudó un momento, mirando a Hank con curiosidad–. Ni siquiera estoy segura de que puedas interpretar el papel de un hombre casado durante toda una semana.

Hank alzó una de sus cejas oscuras y sus ojos destellaron, desafiantes.

–No me subestimes, Angela. Has trabajado conmigo el tiempo suficiente como para saber que soy implacable en lo referente a conseguir lo que quiero o necesito, y necesito que Brody crea que soy un hombre felizmente casado. Te aseguro que sabré interpretar mi papel. ¿Estás segura tú de poder interpretar el tuyo?

Angela sonrió, segura de sí misma.

–Después del tiempo que llevo trabajando para ti, ya deberías saber que soy muy eficiente. Si necesitas que me comporte como una esposa, eso es exactamente lo que haré.

Hank rio, y su grave y desafiante risa resonó en los oídos de Angela, haciendo que se le encogiera el corazón.

–Tengo la sensación de que vamos a pasar una semana muy interesante.

Angela sintió que todo su cuerpo se acaloraba al oír aquello, y en ese momento supo que había cometido un gran error aceptando tomar parte en aquella locura.

Durante la siguiente hora se dedicaron a inventar su vida juntos. Decidieron que habían pasado la luna de miel en el Caribe, que solían ir de vacaciones a Nueva York y que pasaban casi todos los viernes por la tarde jugando a las cartas con otras parejas de amigos. Cuando sintieron que todo había quedado claro, se quedaron en silencio. Al cabo de un rato, Angela apoyó la cabeza contra la ventanilla y se quedó medio dormida. Hank aprovechó la oportunidad para observarla.

Lo había sorprendido. Cuando había llegado a su casa para recogerla y la había visto en brazos de su hermano, con el pelo rizado y suelto flotando en torno a sus hombros, había sido como ver a una desconocida.

¿Había tenido el pelo siempre tan largo, fuerte y brillante? ¿Por qué no se había fijado nunca en ello?

Pero no era el pelo lo único que le había llamado la atención. Mientras hablaban en el coche, Angela lo había sorprendido con su ironía, su humor y unas agallas de las que nunca había hecho gala en el trabajo.

La miró de nuevo, fijándose rápidamente en sus rasgos. No podía decirse que fuera una belleza. De hecho, ni siquiera era bonita. Tenía el pelo de un tono castaño bastante normal, y lo llevaba sujeto detrás de la cabeza con un pasador, como siempre. La barbilla era demasiado afilada, y la nariz, un poco larga. En una época en que los labios carnosos estaban de moda, los suyos resultaban un tanto delgados.

Volvió a fijarse en la carretera, agradeciendo no sentirse físicamente atraído por ella. La semana que los aguardaba habría sido un infierno si Angela hubiera sido una belleza.

Se felicitó a sí mismo por su inspirada elección. Pedirle a su sencilla secretaria que interpretara el papel de su esposa había sido una idea genial. No existía la posibilidad de que alguno de los dos se tomara el juego demasiado en serio.

Cuando se hallaban a pocas millas de Mustang, Angela abrió los ojos.

–Hola, dormilona –saludó Hank–. Llegaremos en diez minutos.

Angela se incorporó en el asiento.

–Oh, lo siento. No tenía intención de quedarme dormida –se llevó las manos al pelo en un gesto de timidez–. Viajar en coche siempre me produce este efecto.

–No te preocupes. Hay otra cosa de la que debemos ocuparnos antes de llegar –dijo Hank, mientras sacaba del bolsillo de su pantalón una cajita de joyería.

–¿De qué? –preguntó Angela.

–De tu anillo de boda, por supuesto.

Angela abrió la cajita y se quedó boquiabierta.

–Oh, es precioso.

Hank asintió.

–Era el anillo de mi madre. Me ha parecido que sería un bonito detalle que lo llevaras. Póntelo.

Angela deslizó el anillo en su dedo.

–Es un poco grande, pero no importa. Prometo cuidarlo muy bien.

Hank sonrió.

–Supongo que ahora es oficial. Llevas mi anillo, así que eso te convierte en mi esposa.

–Sabes que esto es una locura –dijo Angela mientras observaba el anillo, que tenía un gran diamante en el centro rodeado por otros más pequeños.

–Lo que sería una locura sería perder a Brody Robinson como cliente –Hank se quedó en silencio mientras entraban en los límites de la población y trataba de recordar las señas que le había dado Brody.

–Qué pueblo tan encantador –dijo Angela mientras avanzaban por la calle principal.

Hank asintió, fijándose en las antiguas y pintorescas fachadas de las tiendas, que recordaban a las de un típico pueblo vaquero.

–El rancho de Brody está al otro lado del pueblo, a varios kilómetros hacia el oeste –explicó–. ¿Te estás poniendo nerviosa? –preguntó, al ver que Angela se movía inquieta en su asiento.

–Un poco –replicó ella, y sonrió–. Nunca había estado casada hasta ahora.

Su sonrisa hizo algo a su rostro… lo iluminó, enfatizando el brillo de sus ojos y confiriendo a sus rasgos irregulares un encanto especial.

–Esto es lo más cerca que pienso estar del matrimonio –dijo Hank, en tono más forzado del que pretendía.

Unos minutos después giraban en el sendero que llevaba al rancho de Brody. Incluso sin el cartel que decía Robinson’s Ranch, Hank habría sabido que el lugar pertenecía a su cliente por la enorme galleta de metal que adornaba la verja de entrada.

–No hay nada sutil en Brody –murmuró mientras la casa del rancho aparecía ante su vista.

–¡Dios santo! –exclamó Angela–. ¡Es una mansión!

Y era una mansión, sin duda. La casa tenía dos plantas y era de proporciones mastodónticas. Encima del porche, con sus enormes columnas, asomaban dos grandes balcones de la planta alta.

A lo lejos se veían las demás edificaciones del rancho, así como cientos de vacas pastando en unas extensiones de hierba que parecían no tener fin.

–Bastante impresionante –dijo Hank, mientras detenía el coche junto a la casa–. Brody nunca hace nada a medias –apagó el motor y en ese momento salió Brody Robinson de la casa. Hank se volvió hacia Angela con una sonrisa que parecía tensa–. Ya estamos en plena faena. Recuerda que estamos casados.

Brody abrió la puerta del coche.

–Cuánto me alegro de verte –el robusto vaquero sacó casi a rastras del coche a Hank, y enseguida corrió a ayudar a Angela–. Y tú debes ser su damita –exclamó, abrazándola como un oso–. Pasad a conocer a mi media naranja. No os preocupéis por el equipaje. Enviaré a uno de mis empleados para que lo recoja.

Mientras seguían a Brody, Hank tomó a Angela de la mano. La tenía fría como el hielo. Le dedicó una reconfortante sonrisa que ella trató de devolverle.

–¡Barbara! –gritó Brody mientras entraban en el enorme vestíbulo de la casa–. Ya han llegado nuestros primeros invitados –volviéndose hacia Hank y Angela, añadió–: Las otras parejas llegarán a última hora de la tarde –los tres se volvieron al oír el sonido de unos tacones acercándose–. Ah, aquí está mi esposa.

Alta y esbelta, atractiva, con el pelo corto y gris, Barbara Robinson irradiaba calidez y simpatía. Brody le pasó un brazo por los hombros e hizo las presentaciones.

–Este es Hank, el cerebro que se oculta tras nuestras campañas publicitarias, y esta es su encantadora esposa, a la que unas veces llama Marie y otras Angela.

–Llamadme Angela, por favor –dijo Angela, mientras estrechaba la mano que le ofrecía Barbara–. Gracias por invitarnos a vuestra casa. Hank y yo estábamos deseando venir.

Hank sintió una oleada de orgullo. Angela sonaba cortés y sincera, dos cualidades que querría en una esposa… si es que quisiera una esposa.

–Vamos al cuarto de estar. Acabo de preparar una limonada. Podemos charlar un rato antes de que os instaléis en vuestro cuarto –Barbara los condujo a un amplio cuarto de estar y señaló el sofá para que se sentaran–. Enseguida vuelvo con los refrescos.

Hank y Angela se sentaron en el sofá y Brody ocupó uno de los sillones que había enfrente.

–¿Habéis atravesado Mustang para venir?

Hank asintió.

–Bonito pueblo.

–Es el mejor pueblo de los Estados Unidos –dijo Brody, con evidente entusiasmo–. Y sus habitantes son la mejor gente del mundo. Llevamos aquí poco tiempo, pero no querríamos vivir en otro sitio –sonriendo, añadió–: Hacéis una pareja estupenda. ¿Cuánto tiempo lleváis casados?

–El mes que viene hará dos años –dijo Angela. Hank asintió, satisfecho.

–Ah, así que os casasteis en verano. Barbara y yo nos casamos en diciembre, en medio de la peor tormenta de nieve de la historia de Montana. Casi me congelo al ir a la iglesia, pero estar con ella me ha mantenido caliente desde entonces.

–Es un tonto sentimental –dijo Barbara mientras entraba con las bebidas. Sonrió cariñosamente a su marido–. Cada vez que nieva se empeña en renovar nuestros votos… y nieva mucho en Montana.

Tras dar a cada uno su vaso de limonada, ocupó el sillón contiguo al de su marido.

–¿Trabajas, Angela? –preguntó.

–Ocuparme de Hank para que pueda concentrar todas sus energías en su negocio es un trabajo de jornada completa –apoyó una mano en el brazo de Hank–. No sé qué haría sin mí.

–Estoy seguro de que él siente lo mismo –dijo Brody.

Hank sonrió, aunque pensaba que Angela se estaba pasando un poco. Dio un sorbo a su limonada, observando a su «esposa» mientras esta charlaba con Barbara.

Ella tenía razón, admitió, finalmente. No sabría qué hacer sin ella. Apenas se fijaba en su secretaria durante el trabajo, pero eso se debía a lo bien que llevaba todo. Estaba totalmente al tanto de sus citas y compromisos, siempre recordaba los nombres de las esposas y los hijos de sus clientes, se ocupaba de comprar los regalos para sus familiares y amigos en los cumpleaños…

Había tenido media docena de secretarias antes que ella, mujeres atractivas que parecían más interesadas en hacerse las uñas que en ocuparse de su trabajo. Sí, no sabía qué haría sin Angela, y esperaba no tener que averiguarlo nunca. No necesitaba una esposa, pero, sin duda, necesitaba una buena secretaria.

–Los primeros cinco años son los más difíciles del matrimonio –dijo Brody, distrayendo a Hank de sus pensamientos–. Si superas esos años, la relación se hace más fuerte y duradera –sonrió a su esposa con evidente amor–. Barbara y yo nos estamos preparando para celebrar nuestro treinta aniversario de boda.

–Eso es todo un logro –dijo Hank, sinceramente impresionado. Él no podía imaginar ni treinta días seguidos con la misma mujer.

–Hemos pasado juntos muchas tormentas, pero los problemas solo han servido para fortalecernos. No hay nada mejor para un hombre que amar a una mujer y ser correspondido por ella.

Barbara rio.

–Si no lo interrumpimos ahora, se pondrá poético durante horas, y estoy segura de que queréis refrescaros un poco antes de cenar –mirando a su marido cariñosamente, añadió–: ¿Por qué no los acompañas arriba mientras yo llevo los vasos de vuelta a la cocina?

Hank y Angela salieron con Brody del cuarto de estar y subieron la enorme escalera que llevaba a la segunda planta.

–Tiene una casa preciosa, señor Robinson –dijo Angela.

–Gracias, cariño. Lo cierto es que hemos invertido mucho trabajo en ella desde que la compramos… y por favor, llámame Brody –dijo el vaquero, entrando en la primera habitación que había a la izquierda del pasillo–. Vais a alojaros aquí –Angela y Hank lo siguieron al interior del bonito y amplio dormitorio–. Os dejo para que deshagáis el equipaje y os instaléis cómodamente –con una inclinación de cabeza, giró sobre sus talones y salió.

Hank miró la cama de matrimonio, cubierta con una bonita colcha verde. Era una cama muy pequeña. Como todo lo que hacía Brody era grande, había asumido que las camas serían igualmente grandes. Esperaba algo diferente a aquello.

Angela y él no habían hablado sobre cómo iban a arreglárselas para dormir. Era el único asunto que no habían dejado resuelto.

Cuando la miró, supo por su expresión que estaba pensando lo mismo que él.

Aparte de la cama, solo había un pequeño sofá en la habitación que pudiera servir de algo parecido a una cama, pero era demasiado pequeño para Hank. Se quedaría lisiado para toda la vida si tuviera que dormir en él.

–No vamos a compartir la cama –dijo Angela con suavidad–. Nadie tiene por qué saberlo.

Hank asintió y volvió a mirar el sofá. Luego miró de nuevo a Angela.

–Si me dejas la cama, te subo la paga a mil setecientos cincuenta dólares.

Angela miró el sofá un momento.

–Trato hecho –dijo, finalmente.

Hank le dedicó una sonrisa ligeramente forzada, sabiendo que aquella semana le iba a costar una pequeña fortuna.

Más que una secretaria

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